Ya de niño tuvo –lo que para él fue la fortuna – de beneficiarse de un padre rico, laborioso y ambicioso; de esos que gustan de acumular los dineros computándolos no por miles, sino por millones, y vivir en un magno caserón de techos altos y paredes gruesas como las de una fortaleza, cuyos extensos armarios poblados por múltiples estantes, en ocasiones, sobrepasaban los tres metros de alto. Pues bien, allá, en las cimas ignotas y oscuras de aquellos monumentales armarios, se alzaba Luisito y no había dios que lo bajara. Muchas veces, incluso, era necesario proveerse de una buena escalera y arrancarlo de su posición, como quien arranca un resistente mejillón de un acantilado rocoso. Luisito bajaba llorando, aupado en brazos, desconsolado, como si en la cima de la estantería hubiera dejado parte de su vida.
Solitario creció Luis, ya que pocos o ningún chico de su edad se atrevía a seguirlo en sus empinadas e ilustres aventuras. Aunque él tampoco hiciera esfuerzos por buscar la amistad de sus congéneres. De los armarios progresó a los árboles y de los árboles a los grandes peñascos. Hasta que llegado cierto día, a sus padres, no se les ocurrió mejor idea que llevarlo de excursión a “Picos de Europa:” Grandiosa cordillera del norte.
Era pleno verano y el sol crepitaba en las cimas de los picos con soberbia e inclemencia, pero aún así, allá arriba – habían subido en un potente Land Rover por caminos de más de un 22% de desnivel – las punzadas de un viento helado, se dejaban sentir.
Se detuvieron en un prado, bajo unos imponentes farallones que alzaban sus cimas tan finas como agujas de hilar. Afanados, los padres, comenzaron a disponer todo el material que llevaban –mesa portátil incluida – para acomodarse, disfrutar de la mañana, y comer. Llevarían apenas un cuarto de hora distraídos en organizar el material cuando oyeron unos gritos y a continuación una gran carcajada proveniente de la imponente pared. Nerviosos, aunque más que nada temblorosos, sabedores de que algo no andaba bien, pues de pronto la voz les sonaba a quién por unos instantes habían olvidado, cubrieron las frentes con sus manos, ya que el sol les quedaba justo delante, y alzaron despacio, oteando, el lugar del cual provenía aquella risa de inimaginable felicidad, sus ojos al cielo. Y allá, en lo alto de una, no de cualquiera, sino de la aguja más alta y afilada, se recortaba a contraluz la figura de Luisito.
A continuación la madre sufrió un desmayo y el padre un ataque de nervios; de los cuales hay que manifestar, que afortunadamente ambos, salieron bien adelante. Pero aquel acto de inocente rebeldía le costó a Luisito un par de años en un internado, durante los cuales, no pudo escalar. Aunque una vez probado el dulce sabor de la manzana prohibida, la mente y el espíritu de Luisito ya estaban prendidos en lo alto de aquellos farallones.
A los diecisiete años sus padres habían tirado la toalla, y las hazañas de Luis García Montalvo “La Araña” empezaban a correr de boca en boca. Luis crecía y con su edad aumentaba la necesidad de encaramarse a riscos más altos y peliagudos. Hasta que llegó aquella tarde en el “Karakorum.” Luis vencía uno de los mitos, una de las paredes o la que decían era la pared más difícil e inaccesible de cuantas existían. “La Pared sin Nombre.” Así era nombrada, porque nadie la había escalado jamás. Luis solo hizo que llegar a su cumbre y sentarse a esperar algo, no supo bien qué. Pues siempre había estado aguardando en silencio, su vida – nunca comentó con nadie dicha impresión – era una larga espera de no saber qué. Soplaba un vendaval de mil demonios allá arriba y Luis iba más arropado que de costumbre, pues calculó que estaba a unos ocho mil metros de altura.
Sucedió de repente; el viento dejó de soplar, se hizo la oscuridad y una voz sobria, precisa y acentuada, que unas veces se extendía con la cadencia de un tenor, otras con la gravedad de un bajo o el estruendo de una cascada, e incluso abarcaba las notas más altas de una soprano y sobrepasaba sus registros, hasta adquirir el agudo y limpio tintineo de un manantial, y que en cierto modo, en ocasiones, llegaba a resultar inquietante, se dejó sentir. Era una voz fantástica que no venía de ninguna parte y de todas a la vez, y que en algunos instantes se desleía y mostraba un poso amargo de nostalgia, que afloraba de un mundo oscuro y desconocido y lo rociaba de su melancolía, pero al mismo tiempo también, lo seducía. Luis llegó a experimentar la desconcertante sensación de que la voz lograba mover los objetos inanimados, como la cima de aquella montaña. Pues de pronto se empezó a zarandear y tuvo que agarrarse y hubo rocas que se desplazaron de lugar. En cuanto a sus pies de gato, si ya no estaban calzando sus pies, fue porque habían emprendido su exclusivo rumbo y ahora flotaban o parecía que flotaran en una rara penumbra a su lado. Así era la voz tras la cual se escondía algo etéreo, sutil e impalpable. Porque no lo veía y pese a que los ojos de Luis se acostumbraron pronto a la oscuridad ¡siguió sin poder verlo! Sabía o creía saber quien era aquel ser porque lo había intuido en su visión. Curiosamente, el hecho de no poder verlo, circunstancia que para una gran mayoría de hombres resultaría, si no terrible, sí descorazonadora, no le inquietó lo más mínimo. Porque con la voz a su lado repentinamente dejó de sentirse solo, dejó de estar perdido y sobre todo y por primera vez en mucho tiempo, no fue prisionero de sí mismo. ¡Era libre! Libre porque la voz se lo decía, o más que eso, se lo enseñaba. Le señalaba el camino hacia la libertad, aunque ahora todavía fuera un vulgar prisionero y esclavo de la montaña. Y esa voz le decía:
“Luis aquí estoy. Bien hecho. Has trabajado duro, muy duro para llegar hasta aquí. Ahora ya puedes bajar para siempre. Abandona las cimas, pon los pies en tierra firme sal de tu soledad y busca ese calor que tanta falta te hace.”
Y al mismo tiempo que hablaba, de fondo, un eco suave y persistente llenaba la atmósfera con estas palabras:
“ Amor.”
“ amor.”
“ amor.”
“ amor...”
(Continuara. Tan sólo queda un capítulo más con el desenlace final.)
José Fernández del Vallado. Josef dic 2008.
Klau, es una amiga argentina, con una incapacidad laboral, tiene 3 niños y uno con parálisis cerebral y se le ha roto el Pc.
Han abierto una cuenta para colaborar en la compra de otro Pc, también se puede hacer con tarjeta y las donaciones son entre 2 y 5 euros. no es nada. por favor leed su caso y pensároslo bien!
Gracias