Georgia es el tipo de letra en el que Lars suele escribir. A veces se levanta muy temprano, aunque por lo general suela hacerlo tarde y a destiempo. Se despierta con pereza, no le gusta nada encontrarse con una cucaracha en el baño, pero si es rubia, la tolera y no la aplasta, pues le produce náuseas apachurrarlas tan pronto.
Se afeita con cuchillas gillette, de las baratas. Sí, de las de usar y tirar. Antes solía hacerlo con maquinillas, porque se las regalaban, ya no. Se acabaron los tiempos de patochadas, ahora es mayor, casi viejo y nadie le regala chuchas a un viejo.
Dejó su último trabajo hace meses y con el dinero ahorrado se puso a escribir. Trabajaba en una ilustrísima y bribona financiera de su país. Su misión transferir de la forma más suave y honrada posible los embustes que ellos, los jerarcas, creaban para sí y por el bien de la sociedad; su sociedad, claro está. Hasta que se dio cuenta. Todo consistía en que mientras ellos se forraban él y un tropel de desgraciados mentían sin cesar para hacer crecer la gran compañía.
Un día les dijo que se iba de viaje por motivos de familia y le guardaron el puesto. Y todavía lo aguardan, pues llama advirtiendo que volverá. No quiere que ningún desgraciado ocupe su lugar. Además, le confesaron que invirtieron demasiado tiempo y dinero en transmutarlo en mentiroso de primer orden. Lars cree que en el fondo les agradaba su forma de engañar a los clientes; al final era realmente competente. Incluso había días en que se sentía capaz de mentir por un tornillo mal colocado.
Cuando dejó el trabajo no echó de menos a nadie, eso fue lo más curioso. Excepto tal vez el cuerpecito apañado de Shiwa, una hindú de nariz ganchuda y ojos negros de metal que parecía un robot de porcelana. A Shiwa la despidieron; resultaba demasiado sobresaliente para sus intereses. Revolvía al personal y ellos necesitaban algo funcional y manejable. Tampoco era el caso de Alena, una israelí trepa, que se follaba a todos los jefes que se oponían a su cruda manera de trabajar.
Nada como un trabajo así para descubrir la sobria vanidad de aquellos directivos que vivían a su costa. A veces llamaban y se desenvolvían de tal manera:
- ¿A su servicio?
- Soy Pedro Alcántara Director General de Castilla la Mancha. Ponme de inmediato con tu jefe o jefes.
- ¿Con Juanma?
- Sí, venga. Ya. ¡Rápido!
- Lo siento, no está en este momento.
- Oye chico, pues ponme con quien le sustituya, con quien sea ¡ya!
- Soy teleoperador, no soy ningún chico.
- ¡Oiga! Páseme con sus jefes o va a tener problemas. Ya.
- ¿Ya…? Se dice por favor más bien. ¿No cree?
- Pero… pero… ¿Quien se cree usted que es?
- Eso mismo digo yo. ¿Quién se cree usted que es Señor Directivo?
- ¡Joder! Vaya. Dime… Dígame su nombre por favor.
- ¿Ahora dice por favor? ¡Y un carajo…! Listo. ¡Clik!
Como es natural al hacer aquello se arriesgaba a que lo pescaran si hacían escuchas. Pero tuvo suerte y nunca lo pillaron. Y como su apariencia era tan pulcra y educada jamás pensaron que él era el atrevido que ponía en evidencia a los capullos.
Todas las mañanas tomaba un asqueroso café de máquina en un cuartucho que denominaban, cafetería. Mientras, soñaba con estar allí afuera, al otro lado de la calle, tomando entre sus brazos la digna cintura de una bella muchachita. Y casi todas las mañanas se topaba con Ramón, un fantoche de tres al cuarto, que se había empeñado en ser su amigo y estaba incluso más extraviado para la sociedad que el mismo Lars. Ramón quería un ascenso. Habían entrado hacía tan sólo tres meses y ya exigía el ascenso. Y, para colmo, en una compañía de embaucadores, estaba claro a donde lo iban a ascender. Y lo ascendieron. No tardaron en ascender su nombre al listón de expulsados.
Pero él siguió acudiendo a ver a Lars. No se sabe qué monos había visto en el pobre Lars, pero deseaba a toda costa hacerse su amigo. Para darle satisfacción Lars salió un día con él, fue un completo desastre. Ramón acabó borracho y Lars lo dejó en un taxi. Resulta que fuera de las oficinas de la empresa se desdibujaba y perdía su encanto. A las chicas les gustaba, pero a Lars le fastidiaba. Ramón tenía una novia. Hablaba con ella empleando los teléfonos de la empresa, pues le salían gratuitos. Siempre le decía “preciosa.” En una de sus charlas Lars le oyó decir cerca de cuarenta veces preciosa. Le pidió que se la presentara y lo más que llegó a ver de ella fue la foto de una mujer demasiado bonita para un tipo mediocre como aquél. Lars pensó que le engañaba en lo de la foto ¿y tal vez en lo de la novia? Entonces sospechó que era invertido. Un pobre y tímido invertido.
Le entristeció acudir a su primera fiesta corporativa de fin de año. Sabía que aparte de ser un don nadie, tampoco iba a ligar. Pero lo hizo. Más que nada para ver el grado de compañerismo que podía existir en una empresa donde llevaban años trabajando. Y se sorprendió. Allí todos, o casi todos, eran desconocidos entre sí. Daba pena observar como se esforzaban por sonreír cuando resultaba evidente que muchos de ellos en el fondo se odiaban.
No habló con nadie más de cuatro palabras seguidas, ya que de alguna forma, todos sabían que Lars no era un competidor. Él era distinto, de otro pellejo. De un mundo diferente y al que daban la espalda, porque ellos estaban enquistados en su particular carrera por obtener más beneficio material.
Cuando Lars dejó aquella empresa lo hizo respirando profundo y sin volver la vista atrás; al fin y al cabo un tosco borrón en la vida lo tiene cualquiera… y más de uno.
A la mañana siguiente despertó y se sentó en la terraza frente a su portátil. Se puso a redactar en Georgia, aunque en el interior de su mente todavía no sabía con claridad sobre qué deseaba escribir. De pronto sus pensamientos se transportaron a Georgia, un territorio en el que jamás había estado. Entonces le pareció buena idea expresar algo sobre ese lugar. ¿Y por qué no? A veces el lugar donde uno no está puede ser el mejor para empezar a anotar… Y lo hizo, escribió sobre Georgia, pero esta vez cambió y lo hizo en Garamond.
José Fernández del Vallado. 14 Marzo 2007. Arreglos Nov 2008.