sábado, febrero 28, 2009

En el club.

Aquel año me contrataron para trabajar en un club de hípica. Era primavera y una luz naciente de tonalidades brillantes empezaba a alumbrar los días cada vez más largos de abril y me deslumbraba en mi piso al amanecer.
La suerte: Estaba a apenas diez minutos del trabajo, y llegaba sin agobios.
Ocupaba mi puesto en la barra y por las tardes, cuando salían de la universidad, las veía llegar. Todavía recuerdo sus nombres: Celia era la rubia. Pecosa y arrogante se dirigía a mí sin siquiera mirar y adusta, me pedía dos limonadas, la baraja de cartas, un par de bolsas de kilos, y se volvía a la mesa donde Cruz, morena de pelo castaño y la mayor de ambas primas, aguardaba sentada mirando pensativa en dirección a la piscina o a los chopos que circundaban el local. Podrían sentarse más lejos, en cualquier otra mesa, pero lo hacían siempre en aquélla. Así las recuerdo aquel primer día y durante la semana siguiente. Yo, atendiendo a la gente, y ellas establecidas en su lugar, solas, hermosas e insolentes. A veces sólo estaban ellas, y yo. Jugaban sin prisa, con parsimonia. No parecían tener ganas de irse. Yo admiraba su belleza, lo admito. Lo hacía en secreto. Y ellas se regocijaban hermosas, irresistibles; titulares de la falsa omnipotencia que concede la vida durante la juventud. Yo no era viejo, ¿quizá para ellas? Al cabo de quince días tenía muy clara la barrera social que se interponía entre nosotros. Ellas, eran pequeñas damas clasistas, hijas de acaudalados, en cuanto a mí de familia quizá no tan pobre, pero en aquel intervalo atravesaba un mal momento. Si supieran acerca de ciertos parientes que tenía, pero que no frecuentaba, se asombrarían. Por ello, su manifiesta pose de superioridad en lugar de irritarme me llamaba la atención y entretenía. Había estado en ambos lados: Hombre rico hombre pobre. Y sólo pensar en las sorpresas que les deparaba la vida me inducía a sentir compasión por su situación ilusoria.
El verano llegó. Cruz no me dirigió una palabra durante lo que restaba de abril, mayo junio y julio. En agosto se fueron.
Una tarde de finales de agosto se presentó sin su prima, y no tuvo más remedio que acercarse a la barra. Lo curioso es que lo hizo muy tarde; era viernes, última hora. Meditaba qué haría esa noche, cuando terminara el trabajo de madrugada. Se acercó, me pidió una Coca Cola, una bolsa de patatas y un plato. Para mi sorpresa no regresó a la mesa sino que se sirvió las patatas, bebió un par de sorbos, volvió su mirada y me habló de la siguiente manera.
—¿No te aburre estar aquí tanto tiempo?
La miré con asombro y solté un “no” desganado, en absoluto convencido.
Sonrió. ¿Sonrió? Eso hizo. Estaba tan confundido de oírla dirigiéndose a mí tan de repente que apenas era capaz de balbucir.
—No te creo...
—Sólo es un trabajo.
—Pues los trabajos como el tuyo no parecen nada divertidos.
—¿Ah sí? Y tú, a qué te dedicas.
—Estudio veterinaria. A veces pasamos días diseccionando ranas. No me da asco, pero sí muchísima pena.
—Pues yo, la verdad, prefiero servir copas que abrir en canal a las ranas.
—Quizá…
Se volvió un instante, se frotó las manos como si tuviera frío. Mientras hablaba no había dejado de contemplarme de forma intensa y sentí como si sus ojos fueran capaces de radiografiar mi interior. Se volvió de nuevo, echó los cabellos hacia atrás, y me hizo la pregunta.
—Dime... ¿Por qué me mirabas?
—¿Yo?
—Sí, tú.
Me hice el imbécil y dije.
—Por que tú estás ahí y yo estoy aquí.
Se quedó observándome pensativa mientras yo ponía toda clase de rostros: De pocker, de oveja degollada, de pavo real, de despistado, de lunático...

—No. Eso no es cierto.
—El qué.
—Lo que dices. Tú me miras...
—¿Yo?
—Oye, no me tomes por una imbécil. He tenido tres meses para observarte.
La señalé y dije asombrado.
—Tú, a mí… ¿Me observabas? ¿Cuándo?
Tomó con ambas manos el vaso, y dijo.
—Mira... ¿Te llamas Jorge...?
—Sí...
—Jorge. Hay que saber hacer las cosas... Yo también te miraba, pero cuando no te enterabas...
—¿Cómo?
—Lo que digo. Si te gusta una persona, disimulas. No te quedas mirándola como un pasmarote. Y tú a veces...
—A veces ¿qué?
—Que te quedabas ahí, clavado, ¡mirándome!
—¿Yo?
—Sí, y ahora también.
Entonces lo hice, mentí.
—¡No! Te equivocas, no es cierto. Si te miro alguna vez es porque eres guapa, lo reconozco. Pero... ¿tú gustarme a mí? Si eres una niña. Cuantos años tienes. Dime...
—Veintidós.
—Ves, te saco once.
Contó por lo bajo.
—¿Tienes treinta y tres?
—Sí.
—No está mal.
—¿El qué?
—Me gustan los hombres hechos y derechos. ¿Tú... lo eres?
—¿Quieres probar?
Me miró de refilón y dijo.
—Yo... ¿con un camarero?
—No siempre fui camarero.
—Ah sí ¿Y qué más eras?
—Era afortunado.
Se rió. Hizo una mueca hermosa y permanecí fascinado.
—Ves… Otra vez
—Qué.
—Te quedas mirándome.
—Ya.
—Oye… ¿Tú has visto y conocido a muchas mujeres no?
—Sí, pero… ninguna como tú.
Se sonrojó. Me miró a los ojos y preguntó.
—Entonces ¿te parezco guapa?
—Guapa no, ¡hermosa!
—Gracias Jorge...

Me tomó de las manos, me las acarició. Entrecerré un breve segundo los ojos y oí los pájaros trinar, una brisa templada acarició mi semblante, no había duda estaba hechizado; enamorado como un idiota. Volví a abrirlos de nuevo, me había soltado se había dado la vuelta y terminaba de beber la Coca Cola. Había un hombre acomodado en el extremo la barra. Me pidió una copa de güisqui, Cruz pagó en silencio y se retiró sin despedirse. Aquel hombre siguió bebiendo, tomó cuatro o cinco copas más y al final, a eso de las doce, deliraba borracho en la barra; su mujer le había dejado… Se lo tuvieron que llevar los de seguridad.

Cuando agosto se terminó me despedí del trabajo; cuestión de incompatibilidad.
No volví a ver a Cruz, en cambio su cruz quedó impresa en mi corazón. Todavía la recuerdo. ¿Por qué si solo fueron unos instantes...? Jamás lo sabré, la vida es así: misteriosa, turbia, fascinante...


José Fernández del Vallado. Josef 2009.


jueves, febrero 26, 2009

Siempre en el mismo lugar.

Está siempre en el mismo lugar, inalterable, en “su refugio” de la parada del autobús de la umbría y popular calle Toledo de la que nunca salió. Usa chaquetilla gris de lana gruesa, zapatillas de fieltro y piel de conejo, un par de polainas de lycra picadas, falda de tejido grueso y una bolsa de plástico conteniendo su vida. A sus espaldas, la puerta azul turquesa del Barclays Bank resalta onerosa. Funcionarios trajeados entran, salen, hablan, echan cuentas, y ella prosigue invisible al locuaz proceso de conductas irrevocables que se maneja a su alrededor. Se arrellana ¿quizá a la expectativa de un nuevo y más confortable autobús de existencia? ¿Está exangüe en vida? Se me ocurre, que como la vida es un innegable proceso de muerte, ella sólo hace que arrogarse unas horas de empeño…
No habla, dormita y parece aguardar, aunque nunca toma el autobús. ¿Acecha? Tampoco dirige la palabra pide perdón reza suplica o se queja, y se fija en el bullicio que gira a su alrededor con el mismo desdén de quien vio desfilar una procesión hace décadas. Poco parece importarle haga frío calor llueva nieve hiele o sople un tifón. Bebe vino rancio, barato, y lo hace con dignidad. Ni siquiera es alcohólica de bulto, no habla sola y si masculla jamás la verás hacerlo en alto. Al ser preguntada, con amabilidad de salón, responde frases de elegante disuasión. “Está bien. No necesito ayuda. No estoy sola. ¿Si tengo a donde ir? Ya estoy aquí. Este es mi sitio. Mi sitio. Mi sitio… Estoy segura. Sí. No se preocupe. No estoy loca. No. Segura. Segura, por completo.”
En general la ciudad convive junto a ella con la misma naturalidad que lo hace con ratas, cucarachas y ladrones; pero ella no tiene que ver. Su cabello cano, su forma de desenvolverse, anuncian dignidad y un pasado, como mínimo, juicioso.

Termino el trabajo de madrugada; es invierno. Vuelvo deprisa, las manos en los bolsillos, el viento desbasta mis labios y silba en mis entrañas, la calle está en silencio y las estrellas titilan de frío. Entonces oigo cantar y la descubro: Es ella; mediante un clamor amortiguado, tenue y tierno, exquisito, abrazándose el pecho con sus brazos duros como rizomas, un par de mantas echadas sobre su abultada espalda de vieja, la botella a sus pies, mediada, y la cabeza ladeada, deja escapar notas que hablan sobre un lugar donde una vez hubo amor.
Paso a su lado, por un instante me detengo; pienso en llevármela, la noche es infame, cruel, todos los días pienso en lo mismo y ¿por qué no lo hago? ¿Por qué no sé reaccionar? ¿Soy insensible? Me comporto como la ciudad. ¿Formo parte ya del duro granito y metal? Sí, tal vez…
Está oscuro, algo brilla. Miro al cielo, a las marquesinas de los edificios, parecen retorcerse y agacharse hasta abrazarse entre sí, da la admirable impresión como si desearan resguardar la soledad y el silencio. Hace silencio, excepto la melodía. La miro. Alza la cabeza se vuelve y me contempla, nunca lo hizo antes. Revelo la procedencia del brillo, está en sus ojos. Resplandecen con incisa profundidad en la penumbra, un escalofrío arquea mi cuerpo. Una voz suave, delicada en exceso, me anima con inesperada placidez.
“Vete, regresa a casa. Tu mujer te espera.” Y añade más tensa.
“Lo sé. Sé lo que piensas. Todos lo creen. Pero yo estoy en la mía y No tienes nada que hacer.” advierte. Y sonríe. ¿Sonríe? ¿Está ebria? Cómo sonreír sin tener hogar ni familia sin… ¡nada! Aunque a lo mejor es lo que yo establezco.
La miro con miedo, recelo a lo desconocido, lo sobrenatural me aterra, me sobrepasa. Bajo la cabeza, me giro y balbuceo.
“Adiós. Hasta mañana.”
A mis espaldas oigo un bondadoso “hasta siempre.”
Luego, la misma melodía me acompaña durante la noche. Y a la mañana siguiente continúa implantada en mi mente.
Y hoy, tras más de treinta años de aquello, está dentro de mí. Se encuentra siempre en el mismo lugar, “inalterable”, pero a la vez muy tenue tierna y exquisita, abrazada en “su refugio” de la parada del autobús de la umbría y popular calle Toledo, de la que nunca tuvo necesidad de salir…


José Fernández del Vallado. Junio 2007. Arreglos 2009.

martes, febrero 24, 2009

Deseos.

A menudo siento deseos, otras veces supongo, que no. Están adheridos a mí, hibernados, acurrucados, comprimidos en el archivo zip de mi alma.
Antes los deseos se desbordaban, cristalizaban en excesos lúdicos, lujuriosos, incontrolables y muchas veces, adorables. Hoy he crecido y creo dominarlos, tampoco es así...

Deseo a la mujer cuando despliega su belleza física ante mi humanidad empantanada en miseria; deseo los aromas voluptuosos que en ciertos lugares capta mi pobre, pero útil sentido oloroso, y que por instantes, me desequilibran hasta perder la cordura. Deseo con cinismo, pues me gusta simular que no es así, cuando en realidad sucede al contrario. ¿Soy sobornable por deseo? Tal vez; dejarse engañar por dicha inclinación resulta sencillo. Aunque fui suficientemente entrampado y la verdad, tan sólo sirvió para derramar unas cuantas lágrimas de más. Aunque como cualquier humano puedo caer en la misma trampa más de dos veces; llevo dos...

Me gusta verla venir corriendo a trotes ligeros, sortear los charcos en una tarde lluviosa. Me agrada acompañarla a mi piso, a mi habitación, y mientras tomamos café y charlamos de cosas triviales, irla desnudando... Adoro el deseo sensual puro, limpio; y cuando se produce, me limito a dejar que irrumpa asalte y tome las riendas, si estoy junto a ella de nuevo, cierro los ojos, beso sus labios y como la primera vez aspiro el aroma de sus cabellos mientras la tomo de los hombros, mimo su espalda y mucho antes de desnudarla, ya lo está para mí. Me gusta cuando me besa en el cuello y me dice que raspa, me atrapa su desnudez limpia y tibia, y cuando lo hacemos oír a lo lejos, tras los visillos, el sonido quebrado de los truenos mezclarse con nuestras exhalaciones; me gustan las mujeres que en silencio, lloran de placer y hablan lo justo, ¿las habladoras? no me disgustan, encuentran el modo de enfocar la voz y trasladarla en caricia melódica.

Me gustan las mujeres, pero no soy Don Juan, para don juanes, existen galanes...
Soy ser humano y deseo la manzana de Eva con Eva; y junto a Eva acostarme y fornicar, aunque tampoco sea Adán y viva en ningún paraíso. Yo soy eso: ser humano. Me gustan las manzanas verdes y también las maduras. Me gustan las manzanas que penden del árbol de la vida... Siento deseos... a menudo... deseos incontrolables que controlo, porque no hay más remedio y porque ella no está a mi lado. ¿Mañana también o tampoco? Mientras haya vida el deseo y el amor entrelazados vagarán causando estragos en el inmarchitable universo de la lujuria...


José Fernández del Vallado. Josef 2009.



domingo, febrero 22, 2009

Federico Losada.

Federico Losada tenía hambre. Llevaba viviendo treinta años en un hogar silencioso y apartado. Tenía un setter de doce años que iba siempre tras él y se llamaba “Notepierdas.” Le gustaba remojar sus botas de agua en los charcos en los días de aguacero, disfrutaba de las siestas durante los calurosos atardeceres de verano, y nada más despertarse hablaba sin descanso a los pájaros y a la vida durante la primera media hora de estirones y recogía ramos de flores que enviaba a Dulce, la mujer que regentaba un burdel de un pueblo en A Coruña y de la que estaba perdidamente enamorado desde hacía diez años. Estaba empleado en la contabilidad y revisión de las líneas férreas de RENFE, su coche era un Wolkswagen escarabajo que arrancaba tosiendo improperios a las siete de la mañana.
Viajaba dos veces por mes a ver a Dulce, hacían el amor, paseaban por la Plaza Mayor del pueblo y soñaban con lo que harían si estuvieran en otra situación, pero ambos vivían en aquella situación, e imaginar que alguna vez podrían ser más felices les hacía muy muy felices.

Federico Losada tenía hambre. Llevaba viviendo treinta años en una choza silenciosa y apartada de la montaña. Tenía un sombrero panamá, un gato de ocho años y siete vidas que iba siempre tras él y se llamaba “Trabalenguas.” Le gustaba caminar las dos horas que había hasta el pueblo de Chicaguas – lugar más cercano. – Disfrutaba de los amaneceres en los que su cabaña aparecía establecida sobre un mar de cielo; entonces, sentado en el porche de su hogar, podía sentir el alma de la mujer a quien más amó sentada a su lado. Cuando despejaba emprendía rumbo al pico más alto y acurrucado, tocaba una melodía con su flauta de Pan mientras contemplaba el elegante vuelo del cóndor.
En el pueblo visitaba siempre a Angelita, una viuda mestiza y pecosa que regentaba un viejo tugurio. A veces se quedaba a dormir, hacían el amor y juntos soñaban con lo que harían si estuvieran en otra situación, pero ambos vivían en aquella situación, e imaginar que alguna vez podrían ser más felices les hacía muy muy felices.

Federico Losada tenía hambre. Llevaba viviendo treinta años en una cabaña junto al océano, oyendo el rumor de los cantos rodados removidos por el oleaje. Tenía un perro de aguas que pescaba escualos a bocados y se llamaba “Mordisco.” Le gustaba hacerse a la mar para ver si sacaba, además de buena pesca, una sirena.
Disfrutaba de esos días en que la mar estaba serena y parecía una enorme Avenida llena de tranquilos paseantes, mientras echaba sus redes con parsimonia podía oír las melodías de Fabiana, la mujer que conquistó su corazón, hasta que cierto día a la mar, que a veces es un poco lesbiana envidiosa, le dio por robársela. Cuando terminaba la faena emprendía rumbo a la isla de Cucaña donde vivía Carmela; entraba a su casa por la puerta de atrás, se encontraba con ella en secreto y hacían el amor. Y si el marido los sorprendía, salía corriendo desnudo, Mordisco saltando tras él, embarcaba en su velero y ponía rumbo a la vida. Una vez a salvo le gustaba soñar lo que haría si Carmela estuviera en otra situación, e imaginar que alguna vez podría ser más feliz le hacía muy muy feliz.

Federico Losada tenía hambre, era hora de comer y apenas tenía comida, pero mientras tuviera vida los sueños serían su alimento, abasteciéndole siempre de renovadas esperanzas y sobre todo, de felicidad.
Coció un par de patatas, las peló, las tomó e imaginó que eran un delicioso solomillo, un rico pollo a la criolla, una hermosa lubina...
Cuando terminó de comer Federico Losada no tenía hambre, estaba saciado de ansiedad pero continuaba hambriento de vida.
Se levantó canturreando, acarició al perro al gato y al perro, y puso rumbo a la vida...
José Fernández del Vallado josef 2009.

miércoles, febrero 18, 2009

Para siempre, contigo, Torosalvaje.



Querido Toro, alguien dijo una vez: Los caminos del (…) son inescrutables. Yo digo hoy: “Marcaste camino, supiste ser tú sin dejar de ser tú.” Estuviste con todos y nos acompañaste con tus poesías colmadas de frases turbadoras, bellas, tristes o simplemente sencillas y esperanzadoras, pero siempre, claras. Nunca te escondiste y menos te arropaste detrás del subterfugio verbal. Tu personalidad volaba de blog a blog dejando su sello irrepetible, lleno de sencillez y de afirmaciones llenas de sentido, pero sobre todo, de vida. 
Era bueno encontrarte y cuando alguien sentía comprobar que tú lo sentías tanto como quien fuera esa persona, que desconocías, pero en el fondo conocías. Tu perfil era un recuadro de oscuridad y sin embargo nunca me resultó triste sino esperanzador. Llevabas el estandarte negro que opaca la infelicidad y estabas ahí, sobrevolando el precipicio moral y mortal de muchos de los bloggeros cuando nos sentíamos abatidos en el día a día, sobrevolando blogs sin detenerte, leyendo, porque leías mucho eras un lector sin fronteras y como a los buenos lectores las fronteras de blogger quizá se te hayan quedado pequeñas, de momento, porque siguen creciendo. Vuela amigo salvaje, Toro, luchador incansable de la vida, y a dondequiera que vayas no olvides nunca que aquí nos acordamos de ti, nos acordaremos de ti durante una buena y larga temporada en la que nuestras almas estarán vacías de tu poesía incansable pero llenas de tu esencia inapreciable, vuela y déjate llevar por la brisa que expelen esos vientos naturales, de limpieza turbadora, cristalina y cortante, y cuando estés lejos, si alguna vez sientes nostalgia, no te olvides que algunos de tus mejores compañeros y amigos, seguimos aquí, hasta que la suerte, las fuerzas o el amor nos abandonen. Entonces buscaremos tu camino, ése camino apartado, fuera de las frecuencias de Internet para siempre… contigo.

Para siempre, contigo. Amigo Torosalvaje.


José Fernández del Vallado. josef 2009



YO NO ME VOY.  SÓLO ES QUE VOY A NECESITAR DOS O TRES DÍA PARA PREPARAR UN  RELATO QUE ME HAN PEDIDO. LO CUAL ME IMPEDIRÁ VISITAROS. SIGO ESTANDO AQUÍ Y CUANDO TERMINE VOLVERÉ A VISITAROS. UN ABRAZO A TODOS! DISCULPADME.

domingo, febrero 15, 2009

Mis ahorros.


Mi vida y mi hogar dependían de mis ahorros; los reuní durante el último trabajo. Estábamos en crisis. Pensé en volver a colocarme pero me di cuenta; a mi edad no iba a encontrar más empleos. Buscaban juventud y yo... sabía demasiado, necesitaban “operarios manejables.”Comencé a comprenderlo. Mi dinero tampoco estaba seguro con ellos. Día tras día me robaban una cuota, chupaban gota a gota, como vampiros sedientos. Desconfiaba de ellos, en cuanto pudieran me dejarían en la estacada. Decidí sacarlo poco a poco, sin dar parte, dudaba de que no estuvieran al tanto. El máximo que me permitía la tarjeta era de seiscientos euros. Les había confiado mis ahorros y ahora ni siquiera me autorizaban a disponer a gusto de ellos. Comencé a hacerlo un par de semanas, enseguida me di cuenta; demasiado poco y lento. ¿Qué tal rellenando talones? ¡Necesitaba más dinero!

Visité la sucursal. Era un lugar anodino, con demasiada luz, cualquiera de esas oficinas que construyen clonadas unas a otras. Tenía un salón amplio con suelo de baldosas de gres, paredes blancas de estuco, el techo de paneles fluorescentes y los mostradores de los funcionarios sin acorazar. No como los de antes, sino a cara descubierta. Por algún obtuso y desconocido motivo la vida ya no parecía tener valor, se me antojó pensar. La última hora de la mañana era la mejor para dejarse caer. El reducido número de clientes que encontré en sus dependencias me dio la razón. Además de mí en la fila aguardaban una pareja de viejos extranjeros, una chica joven, atractiva, de veintitantos y un hombre. Tras el mostrador de cobros y abonos había una cajera cuarentona y ojerosa, y en las mesas de atención al cliente, un par de tipos. Uno rondaría los treinta y otro de más edad, que por su aspecto debía de ser el jefe.
Yo estaba detrás de la chica, contemplaba con arrobamiento su cuerpo. El pelo de su cabeza negro corto y rojizo terminaba en la base de su cuello y formaba unos rizos que como pequeñas borlas de color negro y brillante, morían justo antes de que comenzara su espina dorsal. Sus hombros oscuros, torneados, su talle fino, acabado en una cintura estrecha y sus nalgas duras y perfectas. Volví a fijarme en la situación y con sorpresa e inquietud comprobé que tal vez me resultara sencillo. Abriéndome paso avancé hasta colocarme el primero. Los de detrás esbozaron unas quejas, me bastó una mirada teñida de ira y se callaron.

Volví la cabeza, mi voz salió de mí agresiva y gorgoteó unas palabras. Al mismo tiempo introduje mis manos bajo la gabardina, extraje un objeto negro y reluciente, y sin mediar palabra lo volví a la cajera. Al verlo, dejó escapar un grito estridente. Casi ala vez se oyó el estampido y la mujer, alzada manos en alto, se desinfló como un globo escupiendo colorante. Me costó darme cuenta. Lo que veía derramarse en profusión por su estómago no era colorante, sino su sangre.
De repente me vi vuelto hacia el personal, y apuntándoles con la recortada, grité.
- ¡A quien se mueva lo fundo…!
Bastó para que de las seis personas que quedaban (aparte de la cajera) la mitad comenzaran a correr.

Los estampidos tronaron mezclados con gritos de histeria, y cuando cesaron, el panorama no era alentador. Los extranjeros, tiroteados, yacían agarrados al tirador de la puerta de salida; otro tanto sucedía con el empleado más joven, que sentado en uno de los bancos de atención al cliente, parecía esperar con la boca entreabierta su turno. Era evidente, no le había tocado el número de la suerte. La chica, el empleado mayor y el hombre, se dejaron ver bajo el saliente de una mesa.
Ordené al empleado que se presentara ante mí. Cuando lo tuve delante me dio un par de noticias: La primera, que el director del banco no era él, sino el joven al que había dejado seco en el banco de atención al cliente; y por lo tanto, el máximo responsable y único conocedor de los códigos para abrir la caja fuerte. La segunda, que la alarma silenciosa había saltado y la policía estaba sobre aviso. Tras oír con atención quise saber otra cosa: Cuánto dinero había en efectivo fuera. Me contestó que alrededor de trescientos mil. Absorbida la información necesaria le descerrajé un tiro reventándole los sesos. Se trató de un espectáculo, cabe decir, desagradable de presenciar, y en especial para mentes sensibles; como por ejemplo la muchacha, que alarmada comenzó a gimotear.

Dejé aparcado el cigarro que había encendido, me acerqué a ella y alterado le di un par de bofetadas. Vigilados por la recortada evidentemente nadie se interpuso. Mientras, pensaba de forma confusa, preguntándome una cosa: ¿Era consciente de mis actos? Aunque ya no había mucho que hacer. Excepto coger el dinero y salir. Pero... necesitaba meditar: ¿Por qué matar a toda esa gente? Tal vez si hubieran obedecido… ¡No! La chica joven y ahora desgraciada, porque había sido abofeteada, seguía viva y el muchacho también. La culpa era, como siempre, de los banqueros. ¡Se apropiaban de todo y ahora se querían quedar con mi dinero! No lo conseguirían...
De pronto el chico, valiente, estaba frente a mí. Le dije:
- ¡Quieto! Adónde piensas que vas. No des un paso o te hago un costurón. ¿Con qué me vienes...?
Tragó un par de veces saliva y empezó.
- Verás… Tal como están las cosas ahora, no veo muchas esperanzas para ninguno...
- De vosotros. Añadí sonriendo.
- Claro... nosotros primero. Pero ¿y si nos asesinas? ¿Cómo esperas salir vivo? Y encima sin un euro.
“Es cierto, pensé.”
Continuó.
- Mira… Así es como veo yo la cosa. Debes dar una muestra de buena fe para que la policía y la sociedad, que están pendientes del caso, te crean.
Me acaricié la barba y dije interesado.
- ¡Sigue!
- Libera a la chica.
- ¿A la mujer? Pregunté vacilando.
Me miró receloso. Estaba asustado.
Sonriendo, le dije.
- Bien. No sabía de quién desembarazarme. Ahora ya no tendré problemas, digamos, de mujeres...
Me miró sin hablar. En realidad sintiéndose incapaz de hacerlo.
Seguí.
- Tú te quedas conmigo. Me ayudarás a prender fuego al banco. En cuanto a ella... es libre.
Estaba sentada en un diván, junto a una mesa. Él la abrazó y trató de consolarla. De pronto surgió de mi interior, y grité.
- ¡Iros! ¡Podéis iros los dos! Que no me canse de decirlo...
Retiraron los cadáveres de los extranjeros. Antes de salir ambos se dieron un abrazo y un beso. No había duda, amor a primera vista. Surge incluso en las situaciones más estresantes, pensé.
En cuanto a mí lo había intuido nada más despertar. Me acomodé en la butaca del jefe, se estaba bien allí. Afuera sonaban cientos de sirenas enloquecidas. La sociedad se había puesto en marcha. Yo no quería más sociedad, me había defraudado. Me incorporé, empuñé la recortada y sin vacilar gritando “¡Banqueros arribistas, usureros!” abrí la puerta de salida. Hice un disparo y sonreí. No me recibieron de una forma cordial...


José Fernández del Vallado. Josef. 2009.

viernes, febrero 13, 2009

Post 90: Viernes 13.


No me cuesta cerrar la puerta a mis espaldas y salgo a un día soleado; es viernes trece. No entiendo la relación de un número tan saludable con la mala suerte y el terror. Compro el periódico y encuentro noticias, al fin ya al cabo, propias de este mundo: “La ayuda al desarrollo dejará de pagar proyectos como el de Barceló.” “Mueren cinco niños afganos en un tiroteo.” “Siete víctimas en un ataque de las FARC.” “Accidente mortal en la A 46.” Todo normal, nada de otro mundo.
Subo al coche para ir al chiringuito de los filipinos a tomar mi café matutino, llevo recorridos tres kilómetros y me topo con un control policial. Me paran y me piden el carné. Seguro de tenerlo en regla no me inquieto en absoluto. Tranquilo, busco en mi bolsillo trasero y ¿dónde está la cartera? De pronto lo recuerdo. La he dejado olvidada en la mesilla de noche. Con cortesía trato de explicarles la situación, e incluso les digo que si es preciso puedo volver a por ella. Resultado: Multa de ciento cincuenta euros y, además, debo presentarme con los papeles en la dirección General de Tráfico en un plazo inferior a quince días.

En fin, todavía estoy a tiempo de evitar la multa, pienso. Trastocado, pero con la cabeza bien alta, continúo mi ruta hacia el centro comercial. Aparco y entro en el bar. Para desquitarme pido un desayuno completo. Termino y algo confuso soy consciente de la realidad. ¿Cómo puedo ser tan atolondrado? No llevo cartera y en el monedero apenas encuentro veinte céntimos, insuficiente para cubrir el desayuno. Bueno, eso tampoco es problema. Erik y Mónica, los dueños, son mis amigos, y me fían. Complacido tras tomar el desayuno alzo la voz con parsimonia y llamo a Erdi, el camarero. Le indico que quiero hablar con sus jefes. Me contesta que en ese momento no están. A la pregunta de cuándo volverán me responde con un anodino: “No sé.” Bajo la voz y susurro: “Dime, cuánto te debo.” “Son seis con cincuenta, contesta.” Me revuelvo sobre la banqueta y le digo: “Verás, no tengo dinero. Le dices a Erik que mañana pago sin falta ¿vale?” Mirándome fijamente, como si le acabara de contar un chiste sin gracia, contesta. “No, tu pagas ahora.” Asombrado le pregunto: “¿Cómo…?” “¿Por qué?” El me sonríe, trata de ser amistoso, y replica: “Porque jefes dicen que todos pagar ahora nada más terminar.” Extiendo los brazos en alto y aseguro. “Venga Erdi, si vengo aquí todos los días y pago religiosamente.” Me mira, sus ojos se desorbitan un poco, y ordena. “¡Tú pagas ahora! Jefes ya no fían.” Me levanto de la banqueta, y algo agitado, alzo la voz: “A ver si te enteras. ¡Mañana! Hoy olvidé la cartera. Estoy sin calderilla.” Desconcertado masculla. “Ahora…” Me doy media vuelta y avanzando apresurado me alejo y escapo sin hablar. A mis espaldas le oigo gritar: ¡Vuelve! ¡Paga o llamo a seguridad! Salgo fuera y entro en el coche de forma precipitada. Veo salir a un guardia, mira a ambos lados, busca entre los coches. Arranco, paso a su lado y suspirando de alivio, escapo. Necesito volver a casa. Tal vez escribir un poco me ayude a relajarme de nuevo.

Cuando llego veo un coche desconocido aparcado en la puerta. Entro en el jardín y encuentro a Roxana fregando el portal, me dice apacible. “Ha venido el chico del ADSL.” Como si hubiera recibido un calambre, me detengo, me rasco la cabeza y pregunto. “¿Cómo? ¿Qué... chico?” Me mira sonriente, está de buen humor, claro, el día es espléndido. “El del ADSL. Dijo que tiene que revisar el Router, y ver si todo va bien.” “¿Mi... Router?” Un escalofrío recorre mi espina dorsal. La miro a los ojos y balbuceo. “Yo no he llamado a nadie de telefónica...” Salgo apresurado a mi despacho. La habitación está encendida, pero en el ordenador no encuentro a nadie. Dando zancadas subo al piso de arriba, entro en mi habitación y descubro a un muchacho menudito hurgando en los cajones. Me dirijo corriendo hacia él y sofocado le grito. ¡Oiga usted! ¿¡Puede saberse qué está haciendo!? Me mira, se detiene, y se le escapa una sonrisa bobalicona. Lleva una bolsa de deportes. Histérico grito. ¡Devuélvame lo robado o llamo a la policía! Aterrado, temblequea y musita: No, por favor... Deposita la bolsa sobre la cama, la abre, y comienza a sacar objetos: Mi maquina de afeitar, una bandeja de plata, el viejo candelabro de seis brazos, la máquina antigua de escribir, mi mp4, las botas de montaña, ropa, varios cds con películas, etc. Sufro un arrebato de ira me abalanzo, lo agarro de un brazo y le grito. ¡Y fuera ahora mismo de aquí! Forcejeamos. Comienza a exclamar: ¡Vale, vale! Bajamos a trompicones las escaleras. Cuando está en la calle, a unos metros de distancia, se da la vuelta y envalentonado, me insulta. Me quedo en la puerta mirándolo con los ojos inyectados en sangre. Me doy cuenta de que Roxana está a mi lado, y me sujeta con fuerza para que no salga corriendo y la líe.

Cuando se ha ido revisamos la casa. Parece no haberse llevado nada. Una hora después continúo tan nervioso que soy incapaz de comer y menos, de escribir. Y permanezco sentado frente al word, mirando el documento que he abierto en blanco. Roxana entra en silencio y se despide en un susurro. Le digo que no se preocupe, no es culpa suya. A continuación me echo una siesta y me despierto aún peor.

Al anochecer mi hermano me llama y entusiasmado me invita a ver una película en su casa. Su mujer ha regresado muy cansada del hospital y ya está durmiendo, lo mismo que sus tres hijos. Confiesa que tal vez nos guste, pues ha oído hablar de ella, aunque no sabe bien de qué va. Por fortuna no tengo que coger el coche, su casa está muy cerca y prefiero ir a pie. Por fin, y tras respirar aire puro, llego más animado.
Lo tiene todo dispuesto. Sonríe y me dice que esta seguro, la película es de las que me gustan. Nos sentamos ante el televisor enciende el reproductor y comienza. Lo cierto es que al inicio promete, un coche circula por una carretera preciosa. Creo que al fin me podré relajar. No hay por qué creer estupideces acerca del viernes trece. Se titula: Funny Games:Importante:hacer clik aquí, el director es austriaco, un tal: Michael Haneke. Me centro en ella mientras concentrado disfruto de un delicioso refresco.
Suena el timbre de la puerta, miro a mi hermano y le pregunto. ¿Esperas a alguien? Extrañado, dice que no. Se levanta y sale de la habitación. Dudo un momento y grito: “¡No abras la puerta sin antes mirar por la mirilla!” Ya es tarde. Se oyen ruidos, voces acercándose...

José Fernández del Vallado. Josef. 2009.

Recuerdo del amor en un mundo casi carente de amor...


Me di cuenta de que era San Valentín y después de dormir una siesta de año y medio, justo el tiempo desde que me dejó, había enterrado mi vida en un congelador, y necesitaba recuperar el tiempo perdido. ¿Cómo hacerlo? Comencé por escribir una carta, la primera en tres años a la mujer que ahora sabía con certeza que amé de verdad. Me entristecía el tiempo perdido e irrecuperable ya. Ella no volvería a mí, y yo sabía que para volver tendría que cambiar y tomar una serie de decisiones que hasta le fecha había sido incapaz de tomar. Pero me alegraba haber vuelto. Estaba ahí, saliendo del miedo, de la parálisis. Volver a escribir con placer me había llevado tiempo, y eso traducido en vida para mí suponían siglos. No podía concederme el lujo de perder semanas sin teclear. Hacía frío, me dolían las yemas de los dedos y sentía inquina en el estómago por el tiempo transcurrido pensando en la persona equivocada. Me puse los mitones escribí y de pronto la magia había vuelto a mi interior, y era feliz por ser capaz de rellenar unos sencillos renglones. Pensé en ella, en los paseos por las dunas, en las noches de caricias, estrellas y sonrisas, y en la posibilidad imposible de una vida juntos. No me hizo falta buscar solución al problema, no existía, mientras ella existiera yo estaría, me limitaría a estar... Sabía que la había dejado lejos, o quizá quien estuviera alejado era yo. No importaba. Las distancias a veces no existen, existen las barreras que nosotros creamos a través del tiempo y de la vida.
Era San Valentín y no tenía un amor a quien invitar a cenar, a quien escribir, con quien sonreír; aunque después de todo cualquier día puede ser San Valentín para quien está enamorado. Y yo, me sabía enamorado, de nadie o de nada concreto, simplemente enamorado del absurdo, abstracto y desigual mundo en el cual vivo. ¿Qué sería de la vida si todos los días fueran iguales? Con la rutina hay bastante. El tedio lo llamamos. A veces, incluso hay semanas que nos parecen iguales a otras, cuando nada es igual, y si nos detenemos, nos damos cuenta de que algo nos falta. Para mí es ya, la rutina de escribir. Si dejo de hacerlo mi mente se convierte en un laberinto de trincheras y enloquezco, para otros la rutina es la oficina, para algunos no existe más rutina que la vida... Quienes llegan a ese punto más les vale mirarse en un espejo y reconocer un rostro teñido por una terrible enfermedad: La amargura...
San Valentín... Llegué con un día de retraso, perdí el tren que me llevaría hasta la estación del amor, pero no perdí el amor que llevaba y llevo dentro de mí para regalarlo por tener el placer y la oportunidad de seguir disfrutando de la vida, aunque sólo sea, un efímero día más...

¡Felicidades a todos!
Un abrazo.

José Fernández del Vallado. Josef. 2009

viernes, febrero 06, 2009

Ocho diosas en el Olimpo de mis sueños.

De Pilar, tomé prestadas lecciones de frivolidad y desamor profundo y primario; fue la primera, mi Perséfone, me hizo pasar seis meses en el inframundo de las desdichas y tragos amargos. ¡Cuánto la deseé sin comprender! Me dejó por un amigo.

Nuria, me dejó bondad e ingenuidad; duramos tan poco, fue mi Artemisa, pensaba más en divertirse y cazar fotografías con su cámara Leica que en amar, era modosa y el amor la trastornaba. Éramos incompatibles.

Alicia, fue la belleza y sensualidad de un verano, apenas la sentí a mi lado pero siempre estaba en mi mente, fue con quien me inauguré de verdad sin hacer el amor, pero amando; mi verdadero deseo inalcanzable y platónico; mi Afrodita de amor y belleza. Siempre la vi de lejos, aunque la tuviera a un milímetro de mis labios o me besara…

De Milagros esperé cualquier cosa y la obtuve. Mi premio, una tarde de primavera hice el amor sin saber que ése es el secreto por el cual muchos, demasiados, mueren y asesinan enloquecidos entre el odio y la sinrazón; fue mi Atenea sabia, educaba con el ejemplo, también luchadora, le gustaban los hombres valerosos y heroicos. Dejé de ser su ideal.

Minerva, mi verdadera prostituta sin intuir el significado que entraña una palabra que busca el placer al precio que sea o a cualquier precio. Me tomó tal cariño que ni siquiera cobraba y se apuntaba con gusto a todas las exploraciones sexuales. De ella aprendí lo que me faltaba del sexo. Fue mi Afrodita en su vertiente promiscua y heterogénea, no le importaba alcanzar el éxtasis las veces que fuera necesario con tal de desfallecer tras días encamados y sin tregua. Un final por "knok out."

De Raquel me llegó lo más importante: El cariño y poder sentirme en familia. Con sus dos hijas de trece y dieciséis años discurrí varios años felices de mi vida. Debió de llamarse Hestia, pues todo en ella estaba asociado a la pasión, el hogar y la familia; le encantaba encender el fuego durante el invierno en la chimenea y luego, era capaz de pasar horas mirándolo con turbación, hasta que su poder o el de la vida la vencieron y enloqueció.

Sofía, me enseñó a valorar la vida cuando se dispone de poco. Me bastaron quince días de ensueño en una ciudad perdida en un desierto para sentir la grandeza del amor cuando uno se aleja de la persona a quien ama con la certeza de que será para siempre. Fue mi Deméter perfecta, pues me hizo comprender que la armonía entre el hombre y la naturaleza no es imposible. Cuando me tomó de las manos por primera vez en un parque, un pajarillo con un penacho escarlata, descendió y ante nosotros con total desenfreno, comenzó a trinar. Ella tomó una flor y se la puso en los cabellos, luego me puso otra a mí y yo me sentí como un niño absurdo y feliz.

Y Carmen, mi Selene, a quien amé una sola noche de verano, entre burbujas de champán y locuacidad en francés. Me hizo comprender que la luna no sólo es un astro, sino un ente con poder autónomo para proporcionar y anular aquellos sueños que le enloquecen a uno y por los cuales moriría o mataría. Desapareció a la mañana siguiente; no la volví a ver...

José Fernández del Vallado. Josef. Febrero 2009.

jueves, febrero 05, 2009

¿Qué hay de las Verdes colinas de África? - II -

La primera noche resultó turbadora. Debido al fuerte oleaje las barcazas perdieron contacto entre sí. En su gabarra, la manta de nylon utilizada para resguardar la cubierta de la barcaza, y de la cual no se desprendieron de milagro, los salvó de morir congelados.
Al día siguiente un sol radiante, enturbiado por un fresco viento de poniente, los envolvió. Se descubrieron y ofrecieron a su calor. Enseguida fueron conscientes, estaban cercados de iceberg. Aunque por un lado la idea no les resultara sugestiva sí les dio cierto aliento. Quizá estuvieran cerca de tierra.
Al oso polar tan solo le bastó esa mañana y aquella brisa para olfatear a sus presas y desde el iceberg donde se hallaba, sorprenderlas. Sin embargo, no tenía demasiada hambre y se limitó a actuar de forma perezosa. Trató de subir a la barcaza bamboleándola de lado a lado con sus uñas como sables. Ángel le hizo frente con el garfio y los demás hombres lo secundaron con los remos, gritando. Superado en número y acobardado, después de recibir lo suyo, abandonó la caza. Todos acabaron roncos y muy preocupados.

La siguiente noche fue peor. El frío arreció y de madrugada vinieron más osos. Se batieron como pudieron. Ángel tenía el garfio, dos de los marinos llevaban puñales que resultaron decisivos, herían las zarpas de los animales cuando se hallaban a punto de trepar devolviéndolos al agua. El resto golpeaban a los depredadores con los remos y chalecos salvavidas. De todas formas la cosa no resultó tan bien. Dos hombres perdieron pie y se precipitaron al agua, otro fue atrapado. Lo más atroz, la impotencia de escuchar sus lamentos mientras los animales se peleaban por devorarlos.
Durante noches subsiguientes la situación se repitió. Hubo otras muertes, y fueron conscientes de su fatalidad. Estaban en un área colonizada por los predadores.
A la mañana del octavo día todo pareció tranquilo de nuevo. Aunque Ángel y los demás conocían cual iba a ser su suerte. Los osos no tardarían en volver. Trataron de evitar los iceberg donde se ocultaban. Daba la absurda impresión como si los brillantes témpanos de hielo pretendieran adherirse a ellos sin solución. No lo consiguieron hasta pasadas veinticuatro horas; entonces lograron adentrarse en alta mar.

Tras dos días sin ataques, y también sin alimentos, acabaron perdidos y sin fuerzas en aquel mar helado. Ángel escuchó chapoteos, miró al otro lado de la borda y vio avanzar la aleta cortando el agua hacia ellos. Se estremeció, estaba helado y sudaba, los dientes le castañeteaban y no podía gritar, estaba demasiado débil. Lo supo. Un pez se acercaba. Estaba ahí…
Las fauces del escualo se hicieron visibles entre hielos azulados. El animal pasó junto a un extremo de la barcaza dejándose ver en toda su longitud. Se trataba de un tiburón blanco. Nadie osó moverse un dedo de su posición. Detrás llegaron dos más; percibiendo la sangre de los heridos. Inquietos, rozaban el casco de la gabarra como si fuera una cáscara de nuez. Sus aletas sobresalían dos metros sobre la cubierta. Imposible no verlos. No se marcharon. Era como si lo adivinaran; el tiempo estaba de su parte.
Se sucedieron un par de días de tormenta. Uno de los marinos pereció y se hizo preciso arrojarlo por la borda. Los tiburones dieron cuenta de él. Presenciar el espectáculo de aquellos peces descuartizar sus despojos con violencia, provocó un estallido de pánico y postración a bordo. Para colmo de males ocurrió algo peor; debido a las tormentas una vía de agua se abrió a popa. Para sobrevivir era preciso aliviarla, pero entraba con cierta fluidez y, hora tras hora, les ganaba terreno. Hasta que un día amanecieron con el nivel en los tobillos, y la borda sobresaliendo apenas veinte centímetros sobre el mar.
Ávidos, los escualos se lanzaron. El primero, tras destrozar la débil borda, surgió mostrando sus aserradas fauces, introdujo un cuarto de su volumen dentro de la barcaza, y les obligó a replegarse a un extremo. Nadie osó acercarse. Derrotados por el cansancio, el frío y el hambre, los padres se limitaron a cubrir los rostros de sus hijos.

Unos martillazos secos, como latigazos, hendieron el aire. El animal tembló como un muro de gelatina a punto de resquebrajarse, resbaló, y desapareció lentamente bajo el agua. Se oyó un chapoteo, seguido de más detonaciones.
Ángel levantó la cabeza y vio al mercante acercarse. Estaba desfallecido. Pese a lo cual una sonrisa bobalicona iluminó su semblante, y se dijo para sus adentros:
“De acuerdo. El ártico siempre será inhóspito y fascinante. Y ahora. ¿Qué hay de las Verdes colinas de África…?


José Fernández del Vallado. Josefmaria. 2009.

martes, febrero 03, 2009

¿Qué hay de las Verdes colinas de África?

Después de un mes y veinticuatro días exactos de tribulaciones Ángel cerró el libro “Las Verdes Colinas de África” de Ernest Hemingway, y recibió la anhelada llamada de trabajo que había solicitado en una compañía de turismo. Se trataba de un empleo de asalariado en un crucero. Recordó la ansiedad con que había rogado plaza para el buque que efectuaba la ruta: Londres, Cádiz, Casablanca, Ciudad del Cabo, y no la que efectuaba una vuelta con escalas programadas al círculo polar ártico que le ofrecieron. Y evocó cómo Amalia, su novia, y Luis, su mejor amigo, le habían suplicado recapacitar, insinuándole, que ya no existían paraísos ni selvas remotas en África. Lo cierto es que él siempre había soñado e incluso idealizado el exotismo de los trópicos, la belleza y el aroma enérgico y fluido del cafetal o la algodonera, y sobre todo, el denso olor vegetal de una selva en efervescencia.
Los tres estuvieron horas discutiendo acerca del tema, hasta que alguien tuvo la genialidad de opinar: “El ártico es inhóspito y fascinante.”
Ángel tuvo que admitir que de no salir tal frase a colación, con probabilidad, jamás se hubiera embarcado. Sin embargo, una frase altisonante y su férrea defensa de los trópicos, sucumbió. Lo cual le llevó a enjaretar su equipaje por un periodo de tres meses. Al fin y al cabo, poco tiempo, pensó. Enseguida estaría de vuelta, y con el dinero ahorrado, podría casarse de una vez.

Recordó la partida en Plymouth del crucero Scarlett. Había tenido lugar en un mes de julio británico particularmente húmedo y cálido. Reconoció a la abigarrada muchedumbre luchando por encontrar la mejor posición para despedirse. Mujeres encorsetadas se ocultaban del sol mediante delicadas sombrillas de satén, como en las mejores películas sobre el África, mientras un ejército de mozos embarcaba las maletas. Sí, muy victoriano, merecedor de una escena de la película: “Las memorias de África”. Los silbidos de la marinería, los gritos y llantos histéricos de la multitud, y aplausos cuando el buque zarpó. Y él en cubierta, a sotavento, luciendo su impecable uniforme de asistente sin pestañear o guiñar un ojo a Amalia, quien no cesó de gritar junto a Luis que miraba con constreñida seriedad. Sí, armonioso y romántico. Solo que no iban al África...
Y ahora estaba allí. Los días comenzaron a correr con rapidez y sobre todo reiteración, siempre consistían en lo mismo: Atender desayunos, limpiar letrinas, las cubiertas, las comidas, la sala de juegos, las cenas, etc. En cuanto al interés del ártico ¿dónde o en qué radicaba? Todo lo que Ángel se limitaba a observar desde cubierta eran tierras yermas, de tonalidades grisáceas o marrones, en cualquier caso de aspecto tétrico y desamparado. Y en esos lugares, de vez en cuando, el crucero hacía escala para visitar algún poblado Inuit. Prosiguieron la marcha hacia el norte y por vez primera les iluminó la blancura inmaculada de los hielos. Después de lo visto, presenciar aquel espectáculo, resultó incluso liberador. Pero sólo en principio, pues uno no podía mirar aquellos témpanos rígidos como cuchillas sin quedarse cegado. Se necesitaban oscuras gafas de sol para no transformarse en un invidente de por vida.
El ártico era duro, reconoció. Le oprimía y entumecía el alma. “Las almas”. Puesto que esa opresión pronto cuajó en el ánimo de los pasajeros. Por las noches, el bar, antes vacío, comenzó a llenarse de semblantes lúgubres, que apenas hablaban y solo sabían inclinarse para pedir copas de vodka, güiski, o el mejunje alcohólico que fuera, con tal de olvidar el paraíso de muerte en el que estaban atrapados. Hubo discusiones, insultos, y se llegó a las manos. Resultado, nueva orden: El bar cerraría por las noches. Y ya ni eso les quedó...

Y luego, aquella madrugada, la pesadilla. Ángel estaba de guardia y fue de los primeros en advertirlo. El barco chirrió como si alguien estuviera rayando cien mil pizarras al tiempo, y en segundos, se ladeo. Subió a la cubierta de popa y estupefacto, observó el panorama. Un iceberg segaba las resistentes planchas metálicas como porciones de queso. Más allá, sobre la cubierta de mando, divisó al culpable. Apoyada sobre la baranda de la escalerilla de proa resaltaba la colosal estatura del capitán, que parecía contemplar la tragedia en éxtasis, con ojos incrédulos y desorbitados; la boca torcida en una mueca absurda, mientras barruntaba palabras inconexas de las que sobresalían acusaciones contra un océano traidor…
El buque iba a hundirse en minutos, calculó. Dispuso del tiempo justo para pulsar la alarma y reunir a hombres mujeres y niños que, con rostros de espanto, iban surgiendo de sus entrañas. A todos ellos se les proporcionó un chaleco salvavidas. Luego, él y algunos marineros, tomaron garfios y picaron los bloques de hielo que se habían formado sobre las lanchas de salvamento. Una tras otra fueron abordadas y arriadas al agua. Primero, los ancianos, después las familias, finalmente la marinería. Ángel se embarcó en una de las últimas, con algunas familias de marinos.
Su única esperanza, remar y alejarse cuanto antes. Una vez a distancia prudencial, aturdidos, presenciaron con claridad y en silencio el espectáculo. En cuestión de segundos el océano engullía en su totalidad el lujoso y moderno crucero. Sobre el puente de mando, sólo y ebrio de locura, mascullando disparates, permaneció el capitán hasta que todo terminó.


Continúa pasado mañana a partir de las 19:00 h...

José Fernández del Vallado. josef. 2009.


lunes, febrero 02, 2009

Ya no siento más.


No sé cuanto tiempo ha transcurrido, no hay relojes, ¿suenan todavía en mi cabeza? quedan tan lejos... Tal vez estén fuera, en el exterior o enterrados aquí dentro, abajo o arriba ¿estoy en algún lugar? todo es inodoro. No hay nadie a quien recibir, nadie con quien hablar. No hay lugar para el amor, ni a quien besar o abrazar… ¿y hacer el amor? Tampoco. Los besos quedaron lejos, aparcados en el tiempo, congelados. Me llevó mucho tiempo, si así puede llamársele, alcanzar este estado y permanecer enclaustrado en mi interior. Hoy soy férrea prisión de mí mismo y ya no sé cómo escapar...

Me gustaría volver a salir... reconocer el olor de una rosa, degustar el sabor de un asado, acariciar algo suave y sentirme palpado por las manos del alguien distinto a mí, de alguien de otro sexo... Acomodarme a la orilla del mar, dejar humedecer mis pies, y sentirme acariciado por la tibia brisa marina mientras contemplo un cielo azul celeste en lo más alto, y oscuro en el firmamento, donde se funde con un océano salvaje y palpitante de vida...

No sé cuanto es necesario vivir para tener el presentimiento de que estás muerto; de que todo ha acabado, de que solo hay silencio en torno a ti; de que los días felices pasaron y se volvieron espuma en tus brazos... Y cuando trataste de impedir que escaparan y ser libre de nuevo, la decepción volvió a ti, porque ella se fue para siempre. Sin avisar, sin siquiera aprender a hablar tu idioma, sin aceptar un solo ramo de flores...

Vivo entre cuatro paredes y no sé cuales son, dicen que estoy loco y no recuerdo otra locura que un profundo amor, unos labios rojos abiertos ante mí, una espalda ondulada y vuelta del revés, sus cabellos densos y revueltos, y aquellos ojos, como ventanas de vida. Estelas abiertas escrutando sin sentir amor por quien amó durante un tiempo incierto en un lugar incierto y en una estación incierta de un año bisiesto que nunca terminó para mí, porque el tiempo no existe, es pura invención del hombre, no así de la naturaleza con la que una vez conviví en delicada armonía y felicidad...


Ya no siento más...
Todo ha acabado…
No sé cuanto tiempo ha transcurrido...


José Fernández del Vallado. Josef. Febrero 2009.

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