domingo, noviembre 29, 2009

Avenida Marítima.



Solía ver a Silke y a su acompañante – un hombre alto y de mayor edad – en la playa, junto al malecón, y por la tarde en el bar. Se sonreían, jugueteaban se besaban y hablaban en un murmullo mediante su ininteligible alemán.

Me cruzaba con ella bastantes mañanas en la Avenida Marítima.
Era alta, estilizada, de porte elegante. Pasaba a mi lado caminando rápido, con paso decidido; los cabellos rubios, formando bucles sobre su frente, ondulándose con la brisa estival, el semblante sonrojado y su fuerte aroma a violetas. Sonreía a la calle a los árboles y al mundo.
A menudo solía verla sola en las temporadas invernales en las que él se ausentaba. Durante los días de galerna se sentada en el bar, pedía té con limón, leía libros y no hablaba con nadie; nunca supo español.
Dicen que en la casa donde vivían, en lo alto de la loma, frente al océano, organizaban grandes eventos a los que acudía gente influyente.
El mismo año en que falleció el Generalísimo* aquel hombre desapareció.
Dicen que la abandonó…

Tal vez a la espera de su regreso siguió viviendo en el pueblo. Solía cruzarme con ella bastantes mañanas, en la Avenida Marítima.
En un par de años dejó de parecer alta, adelgazó, los cabellos rubios le encanecieron y el semblante sonrojado se tornó pálido y demacrado. Pasaba a mi lado con un andar indeciso, ya no sonreía y su mirada era similar a un grito desesperado.
Dejó de vivir en la casa de la loma y comenzó a hacerlo en mi edificio, en la misma planta que yo, justo en la puerta de enfrente.
La mañana en que por primera vez llamó al timbre de mi puerta, lo hizo para suplicarme por señas que pidiera una ambulancia.
Fue verla y supe que se encontraba muy enferma.

Le detectaron cáncer de páncreas. Tres meses duró su enfermedad. Suficientes para conocernos, amarnos y hacerla recobrar su autoestima.
Junto a mí Silke volvió a ser hermosa, volvió a sonreír, y aunque casi no nos comprendiéramos conversábamos durante largas horas sin cesar de reír, mirarnos, acariciarnos besarnos y luego hacer el amor… hasta que su cuerpo dijo basta.

Organicé pagué y acudí a su sepultura… a solas. Deposité un gran ramo de violetas.

Dicen que el hombre al que amó era un criminal y asesino, un ex nazi alemán de las Waffen SS, y que ella fue su ramera. Yo, en cambio, nunca le concedí importancia al detalle, y en el escaso margen de que dispusimos jamás hablamos de él ni de su pasado. Para mí Silke fue sólo una mujer que de forma involuntaria se comprometió a amar lo incomprensible. E incluso, pienso, que tal vez nunca lo supo o su mente se negó a abrir espacio a una realidad pavorosa.
Yo la amé desde el primer instante para siempre, y aún hoy la sigo amando durante los días de galerna, en los momentos en que pensativo me detengo y contempló su lugar vacío en mi bar...



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Generalísimo:* Dictador, Francisco Franco.

José Fernández del Vallado. Agosto 2007.



viernes, noviembre 27, 2009

Enamorado...




¡¡Rummm Rummm Rummm. Trakla, trakla, trakla!!

Martín Prieto abrió los ojos a un nuevo día y se levantó de la cama.
Hacía un sol espléndido, un rayo de luz que atravesaba su habitación dividiéndola en dos trazos desiguales corroboraba su impresión. Se asomó al ventanal que daba a la vega donde se extendían las cosechas de maíz y cebada. Había polvo por todas partes. Las grúas habían empezado a hacer su trabajo y destrozaban sin miramientos las frondas de la naturaleza; la civilización llegaba veloz. Sólo dos semanas habían tardado los regidores de la comunidad en planificar el nuevo trazado de la M-90.
Volvió la vista hacia la izquierda y allí estaba la vieja vereda que durante más de treinta años había utilizado para ir a visitar la casa de Susana. Aún no la habían tocado, no tardarían en hacerlo, y entonces Susana y con ella el pasado de su vida, se desmoronarían en un abrir y cerrar de ojos.
De no haber existido Susana ¿qué habría sido su vida? se preguntó de repente. Resultaba inquietante pensar como a veces una persona puede marcar el destino en la vida de otra. Y a él le había sucedido. Susana sin duda le había dado la fe y la energía, pero sobre todo las alas necesarias para sobrevivir en este mundo. Y sin embargo, ahora, apenas faltaban minutos para que la brusca sacudida de un brazo metálico segara su unión y sin ella ¿qué le quedaba a Martín Prieto?
Los ochenta y cuatro años que soportaban sus huesos eran un récord inimaginable para él. Jamás soñó con la posibilidad de alcanzar semejante longevidad, pero sabía que si aún estaba ahí sin duda era gracias a ella.
Volvió a mirar la vereda y ahí estaban: Sesenta años antes, él y ella subiendo el repecho que conducía a la iglesia de Don Juan, cargados con los fardos de arroz, las pesadas bíblias y los libros de estudio; jóvenes, fuertes y alegres. Volvió a contemplar la vereda treinta años después, marchando hacia el norte se perdía en el horizonte camino de otras ciudades. Y él, al igual que muchos jóvenes del pueblo, anheló recorrerla.
Jamás llegó más allá del hogar de Susana. No fue capaz de despedirse de ella, ni de escupir falsas promesas de retorno. Sobre todo, viéndola allí cada día, tan pura y lozana, recostada sobre el marco de su ventana.
Después de un tiempo Susana se fue. Volvió al cabo de unos años. Se desposó con otro hombre, un afable granjero del norte. Pero nada había cambiado y él siguió esperándola. Por alguna razón sabía algo desde siempre: Su vida estaba ligada a la de ella y no podría amar a nadie más. Domiciano, el marido de Susana, murió en un triste accidente de tráfico. Ella tardó en superarlo, pero transcurridos unos años volvieron a ser los de antes; es decir, a estar juntos. Cada cual en su casa, pero juntos...
Así fue como Martín Prieto vivió enamorado toda su vida y ahora la civilización llegaba veloz, con el antifaz de la muerte estampado en los brazos metálicos de sus magníficas máquinas. Y también con un recado letal escrito en aquella hermosa mañana de mayo...


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José Fernández del Vallado. Josef 2009




miércoles, noviembre 18, 2009

Tras los pasos de Shackleton.




Detrás de mí sentí un resuello. ¡Tenía miedo! Estaba sin rumbo. ¡Perdido en la oscuridad de la noche boreal!
Había cavado un hoyo en la nieve helada donde me había ocultado y arropado huyendo así de la presencia de feroces depredadores que me acechaban desde hacía semanas, meses o más...
Encerrado en mí mismo recordaba el aliento cálido de Roxana mi mujer, y la risa fácil y preciosa de Milena mi hija, ambas extraviadas en cualquier lugar de un planeta desmadrado desde no sabía cuando.

Me recogí en posición fetal, para no perder un solo grado del calor preciso para sobrevivir.
De pronto detrás de mi el resuello tomó forma y habló. Pasó a ser una voz en mi subconsciente que me alentaba:
“¡Come! Tienes que alimentarte. Si no morirás de anemia y deshidratación.”
Afortunadamente debido a la experiencia de los hombres de Shackleton – el inglés expedicionario del antártico – sabía como hacerlo.
Yo estaba en el ártico pero daba exactamente igual. El hielo no podía chuparse ni lamerse directamente, pues estaba tan frío que con que lo hicieras pasar sobre los labios podía quemarte como si fuera hierro candente. Pero si se vertía en un vaso por la noche unas doce horas, se derretía y podías beber un estimulante trago de agua.
Sucedía cada vez que lograba beber. Me sentía más a gusto y relajado, casi tranquilo, con el bienestar necesario. Y el sueño se repetía.

Yo seguía acurrucado sobre mí y de repente gateando por el angosto túnel aparecía ella… Roxana. Llegaba hasta mí se ponía de rodillas me daba un beso en la frente y me preguntaba lo mismo:
“Cariño… ¿Que tal estás?”
Yo la miraba y una vez más me cercioraba de que era ella. Entonces trataba de contestar. Y cuando iba a hacerlo me daba cuenta de que algo, como una bola muy grande de bilis, aprisionaba mi garganta y tan sólo era capaz de balbucir una serie de gemidos aislados.
Despertaba sudando en el interior de aquella horrible caverna de paredes blancas y gélidas y gritaba, chillaba ¡aullaba desesperado mi absoluta soledad! A continuación lloraba y callaba, callaba y callaba temblando. Mientras aguardaba el momento en que el depredador o las fieras alertadas por mi estúpido estruendo entraran a devorarme.


Charla en el despacho del doctor Higueras Landa:

— Y bien señora Roxana ¿cómo encontró hoy a su marido?
— Si le soy sincera doctor ¡creo que ha mejorado! Ahora me mira con más atención y sé que me reconoce. Lo percibo.
— Sí, es cierto. Puede que la reconozca. Pero me temo que aún no ha salido de su trauma y sigue refugiado en su estado catatónico.
— Sí. El accidente fue muy grave. Yo nunca hubiera podido resistirlo. Quedarse encerrado así, en el congelador del barco pesquero donde faenaba mientras hacían escala en Terranova. Uf… Fue un accidente terrible y desafortunado.
— Lo sé y lo siento de veras señora Roxana. Lo que no entiendo es cómo se le ocurrió meterse ahí. Sabiendo que la puerta si se deja abierta se cierra de forma automática a los quince minutos. Y además, era su turno de guardia y la tripulación estaba fuera, ya que libraban durante cuarenta y ocho horas.
— Oiga, Doctor... Cuénteme una cosa.
— Diga Roxana.
— Cómo... ¿Cómo se salvó? ¿Cómo lo encontraron? Lo cierto es que entre la policía y algunos marineros me han contado tantas versiones ya que me gustaría saber la verdadera... Si es que la hay una, claro.
— ¿¡Pero cómo!? ¿No lo sabe?
— Ja… Pues la verdad. Estoy hecha un lío.
— Verá, su marido es muy sagaz señorit… Hum señora López. Cuando la puerta se cerró su marido sin duda supo que estaba perdido dentro de aquel compartimiento insonorizado y a menos 40ºC. Pero no desconocía que aparte del congelador central para el pescado había otro para la carne que estaba a menor temperatura.
— ¿A qué temperatura?
— A menos 10ºC tan solo, y el llevaba una pelliza y guantes. De modo que se introdujo allí, se encogió como pudo y aguardó a la providencia. Sin embargo la suerte no lo ayudó demasiado pues ni uno solo de sus compañeros se adelantó; sino al contrario, llegaron con seis horas de retraso. Y cuando lo descubrieron estaba en un estado lamentable. Por cierto hay algo que me llamó la atención.
— Diga doctor.
— Llevaba un volumen de la expedición de Shackleton a la Antártida. Estaba tan fuertemente aferrado a él que nos costó quitárselo de las manos. Es más, cuando lo hicimos, se puso a gritar como un endemoniado. ¿Sabía usted algo de su afición a los polos?
— ¿A los polos? ¡Ah! Pues sí... Le gustaban, le encantaban los polos de chocolate. Pero ¿el frío y esas cosas? Porque se refiere a eso ¿no?
— Sí señora. A eso voy...
— ¡No! No por dios. Eso le horrorizaba. Le volvía loco de espanto.
— Gracias Roxana ya puede marcharse. Y descuide, por ahora su marido está en las mejores manos. Fíjese que cuidamos de que se alimente cada día y parece escucharnos. Claro que nos hemos dado cuenta de que no conviene hablarle de frente. Es mejor hacerlo por detrás y pegado a su oreja. Entonces parece escuchar. ¿Que tonterías verdad? ¿Me estaré volviendo loco? Ja…
— No me diga más doctor... Así es la vida.


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José Fernández del Vallado. Agosto 2006.


lunes, noviembre 02, 2009

"La sangre sobre la nieve es más roja".





La sangre sobre la nieve es más roja. Debieron elegirme mientras dormía. El amanecer me sorprende. El redoble de los sablazos con los miembros insensibles apenas es nada. Las piernas se separan como rodajas de camembert. La respiración es como un fuelle desbocado. Los gritos en la niebla resultan etéreos, el tiempo no existe; el hambre es atroz, el corazón está en mi cabeza, en mi boca hay un sabor acre a café pero es sangre y sus miradas no expresan emoción mientras devoran mis piernas congeladas. Ya no me impresiona.

José Fernández del Vallado. josef 2009.


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