lunes, abril 12, 2010

Amazonía.


Eran las nueve y media de la mañana y ya hacía un día de un calor asfixiante, y dentro de la cabina de la “Landcaster Brown,” una grúa de trescientas toneladas, aún era mucho peor.
Luis Méndez sudaba y temblaba en tanto sufría los efectos de la resaca de la noche anterior, mientras, con los auriculares incrustados, canturreaba las melodías de las canciones que escuchaba.

Delante: La selva. Las dos enormes pinzas metálicas de la Landcaster horadaban, hacían estragos y destruían árboles enormes como si fueran débiles churros a medio elaborar. Y, a sus espaldas, lo que dejaban a su paso: Un gigantesco erial de piedras, barro, troncos y raíces desenterradas. Pero había que darse prisa, pues la compañía les exigía ir cada vez con mayor rapidez; ya que las ventas de madera aumentaban de forma exponencial y además, insistían, había que amortizar la deuda externa.

El Superintendente Joao Alves se presentó de golpe y le dio un buen susto.

— ¡Buenos días Ingeniero de máquinas Méndez!
— ¿Ehhh? ¡Uh! Hola... Joao. ¡Vaya! Menuda sorpresa verlo por aquí. Tenga cuidado, no toque nada. A ver si se va a ensuciar el trajecito.

— Vamos Méndez, déjese de sarcasmos. Que no estamos para bromas.
— ¿Ah no? Hoy no...
— No.
— Y, dígame… ¿Qué es lo que ocurre que nos ponemos tan serios?

De un ágil movimiento el Superintendente Joao Alves se había apropiado de la botella de ron que siempre acompañaba en la cabina de la grúa taladora. Méndez no se explicaba – excepto si se tenía en cuenta su olfato de jaguar malherido – la facilidad con que había dado con su escondite a la primera. Joao dio un largo trago, a continuación extrajo un pañuelo de un bolsillo, y se secó el sudor de la frente.
Luis Méndez lo miró y se fijó en un detalle: Los ojos de Alves estaban enrojecidos e hinchados, repletos de venillas que surcaban un iris que una vez fue blanco.

— Detenga... Detenga la máquina, dijo.
— ¿Qué...? ¿¡Cómo diceee!?
— La máquina. Pare... Pare la máquina, balbuceo con voz agotada.
— ¿¡Qué!? ¿Qué la detenga?
— ¡Sí eso! ¡Ahora mismo!

La máquina se detuvo y de pronto Luis Méndez observó que las doscientas máquinas que hacían formación, se habían detenido también a su vez y había en el ambiente, había... por primera vez en diez años, un silencio extraño y sepulcral. Sólo entonces tuvo ocasión de fijarse, y también fue la primera vez que escuchó el aullido de los monos aulladores, y una bella y deleitable cantata de silbidos y susurros provenientes de innumerables pájaros y clamores desaforados de loros mezclados con el inconfundible aroma de la selva. Y, de golpe, se dio cuenta del enorme tesoro que estaba destruyendo y en segundos de lucidez decidió que dejaría aquel infame trabajo.
Se disponía a comunicárselo al Superintendente, cuando aquél volvió a hablar antes; y lo hizo sin mirarlo a la cara. Con la mirada extraviada y una voz vacía e impersonal, dijo:

— Lo lamento de verdad. Su trabajo aquí ha terminado.
— Y Luis Méndez, sólo supo contestar.
— ¿Cómo? ¿Me despide ahora? Es por lo de la botella de ron, ¿verdad?
— No, nada de eso. Por cierto, su ron está muy bueno.
— Entonces no será por lo de anoche. Yo... yo...
Joao lo interrumpió. De nuevo su voz parecía haber recobrado la potencia y era otra vez fuerte y grave. Comenzó a reírse.
— ¡Jajaja! ¿Lo de anoche? ¿De verdad cree que fue por lo de anoche?
— Bueno yo... Reconozco que me pasé un poco con usted y...
— Qué va. ¡Si estuviste cojonudo, Méndez! Estuvo bien que me atizaras. Me lo merecía, sabes... Y además ¡me hiciste reír como nunca!
— Bueno. ¿Entonces qué?
— ¡Se ha acabado...!

Gritó con fuerza, señaló hacia la selva y permaneció en silencio. Su rostro estaba pálido; más blanco que de costumbre. Y su expresión se contrajo en un rictus de crío a punto de echarse llorar. En cuanto a sus manos, rugosas y deterioradas, no cesaba de frotárselas con evidente nerviosismo.

Con el corazón latiéndole como a un corcel desbocado, Méndez inquirió.

— Ya... ¿¡Ya está!? ¿De verdad? ¿Se acabó?

— Así es, asintió Joao Alves, y añadió.
— Esas que ve son las últimas sesenta mil hectáreas y después... Nada.
— Nada... ¿de nada?
— Nada. Ni un árbol más en toda la miserable Amazonía.

Luis Méndez se despojó lentamente de los auriculares; dio un trago a la botella de ron y se echó a llorar como un crío. Y mientras tanto, pensó: “¡Demasiado tarde!”Luego pensó lo mismo dos, tres, cien mil, un millón de veces. Pero con eso tampoco fue suficiente...


José Fernández del Vallado. Josef. Abril 2010.

Luchemos por al Amazonía. Aún estamos a tiempo pero... ¿cuánto nos queda?

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20 libros abiertos :

María Gladys Estévez dijo...

Lamentablemente los intereses creados, el poder, etc.... destruyen sin compasión lo hermoso.
Tengo esperanzas de que las conciencias algún día amen la verdad.
Interante relato.
besos

Pedro Ojeda Escudero dijo...

en efecto: de nada sirve llorar

Soñadora dijo...

Buen análisis y buen mensaje Josef, lamentablemente por el momento parece imparable la destrucción!
Besitos,

Paquita Pedros dijo...

Muy buena entrada dejemos de destruir la naturaleza que toanto bueno nos da
un beso corazon

Jose dijo...

Quizás sea una de las entradas mas bonita que en el poco tiempo que llevo te he leído.

Nunca es tarde para enmendar lo errores y salvajadas,cometidas por la ambición del poder y el dinero

Magnifico Tocayo

Un saludo

soy beatriz dijo...

La Selva, las minas, las reservas de petróleo, el agua potable, la capa de ozono etc. etc. Son parte de las innumerables e irrecuperables riquezas escenciales de la vida en nuestro planeta. Pero en verdad a veces pienso que los que dirigen los grandes monopolios económicos no serán alienigenas, que no necesitan, ni ellos ni sus desendencia, de estas riquezas.
Tal vez debamos preguntarnos si no estamos gobernados por alienígenas.
Un muy buen texto.
Un abrazo.

Anónimo dijo...

Hola José!! Excelente, amigo. Deja el sabor de lo inexplicable y la desolación. El ser humano es capaz de todo. Quiero creer que todavía hay una esperanza pequeña,que aún siendo del tamaño de la llama de una vela es una esperanza al fin.
Besossssss

khepri dijo...

Que tristeza me queda al leerte esta vez
Acabar con todo el equilibrio de la naturaleza,
Y después de dar muerte a cada árbol
Estamos con sentimentalismo baratos.
Mas lamentable aun, que sea una absoluta realidad

Mar dijo...

¡Qué magníficamente bien lo has hecho!. ¡Cómo has relatado "nuestro" final.

El final de la Amazonía, pulmón del mundo, será nuestro final.

Un beso.

Lara dijo...

Me quedo con el mensaje, sin duda.
Muuuuuuuuuuuuuuuuuacks!

Amnesia dijo...

Un relato muy emotivo, y con un mensaje genial, todos deveriamos ayudar un poco para que no se fueran las cosas bonitas del mundo, pero ya ves, si destruyen lo que netes construyeron, quien les va a impedir que tiren lo que ellos no han creado.
Un abrazo amigo

iliamehoy dijo...

El ingeniero Méndez tan sólo es la punta del dedo aniquilador, el eslabón final de una cadena orquestrada por seres que nunca olieron la selva ni escucharon su grito de vida.
Y no parece que esto vaya a cambiar....
Una sonrisa

Cele dijo...

Un gran relato con un bello mensaje y es que parece, que no nos damos cuenta de que todo se acaba, y que luego no hay marcha atras.
Un abrazo y que esa amazonia se recupere.

Montserrat Sala dijo...

Hoy es martes i 13, un buen dia para poner fin a la destrucción de la Amazonia. Ojalá se enteraran. Pero "esos" solo se enteran del precio de la madera. El puloón vital que representa este lugar, les tiene sin cuidado. Saludos amigo.

panterablanca dijo...

Yo creo que sí nos damos cuenta de que todo se termina, pero puede más el deseo de ser ricos, pese a quien pese y nos carguemos a quien nos carguemos. La ambición humana no tiene límites. ES bastante patético, porque ¿de qué nos servirá ser ricos si no hay una Tierra donde poderlo disfrutar?... quizá podamos disfrutarlo en Marte... o no :-S
Besos selváticos.

Unknown dijo...

Triste realidad que esconde una verdad que da mucho miedo si miramos al futuro.
Un abrazo

Amig@mi@ dijo...

¡Qué pena!
Se siente uno tan impotente ante cosas tan injustas como esa...
Lo siento pero dudo de que se pueda frenar.
;)
Un abrazo triste

Liliana G. dijo...

Un relato conmovedor hasta la médula, José. Así es, estamos matando lo más hermoso de nuestra tierra, la naturaleza misma... (Tengo también un cuento con el mismo tema) Es hora de que escuchemos, además de los sonidos de la selva, el palpitar de nuestros corazones.

Muuuuuuuy bueno.

Besotes.

María dijo...

Hola, Josep:

Hermoso este relato amigo, transmites una triste realidad, pero yo digo... nunca es demasiado tarde.

Un beso.

Amapola Azzul dijo...

Lástima del Amazonas, en agonía silenciosa, producto del egoismo humano.

No sé si tendrá remedio.

Esperemos que sí.

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