viernes, mayo 28, 2010

Archivo Olvidado.


La tarde en que descubrí que de nuevo había perdido el archivo un escalofrío me recorrió el espinazo. Era un documento ligero, de solo 27, 5 KB, lo malo es que dentro de él se condensaban algunos de mis mejores recuerdos, y un hombre no puede vivir sólo de malos recuerdos.
Sudando alterado, pulsé en inicio, abrí el apartado buscar y como no recordaba el título, puse la palabra: recuerdos. El buscador detectó doscientos cinco archivos con esa palabra, así descubrí que en mi archivo no constaba ese vocablo.

Abrí la carpeta “Mis Documentos” y comencé a repasar los archivos. Encontré miradas de odio, tardes borrascosas, crímenes nefastos, violaciones en pasadizos horribles, bestias salvajes, junglas asfixiantes, me traicionaron siete veces, las mismas me intentaron asesinar, estuve en las orillas de un lago en el periodo jurásico donde un peterosaurio, por fortuna de varios centímetros, me mordió en una mano; recorrí las fronteras del antiguo Egipto de Ramsés II perseguido por tropas Hititas; bordeé en tren las escarpadas gargantas de Etiopía y al bajarme unos mafiosos me dieron una paliza a las puertas de la sucursal de un banco donde participé en un atraco y me acosté con ¿Lidia Tauromakis? ¡Un momento! Aquel era un recuerdo agradable, ¿qué hacía dentro de un archivo de...? Un edificio se derrumbó sobre mí, estaba atrapado bajo cuatro plantas de escombros. Me puse a excavar con las manos y tosiendo logré salir a un desierto, junto a un blindado británico, sentí una sed insoportable me subí a un taburete ¿era tan enano? y comencé a follarme a una bella prostituta, bajé del taburete no... ascendí cuatro mil ciento cincuenta escalones hasta llegar, agotado, a un templo animista, donde preocupado por mi estado físico y mental, un monje me procuró una mascarilla para no tragarme a las moscas y asesinarlas, también me encomendó que mirara bien donde ponía los pies.

Bajaba de nuevo las escaleras cuando me di cuenta. El paisaje que se abría bajo mí era, además de agradable, sugestivo. Delante de mí estaba el mar haciendo juego con la tierra. El azul intenso y el marrón claro deseando fundirse, separados por una barra de arena. Abajo había una playa, cuando la alcancé la arena abrasaba. Para caminar sobre ella era preciso ir en todo momento de puntillas. Peor fue comprobar que apenas había una sombra donde guarecerse, pues los raquíticos árboles que resistían a la sequía, ni siquiera ofrecían espacio. Entonces fui consciente, mi cuerpo se había introducido en un relato.
Allí conocí a Tomás, Anieska, Claudia, Carlos y Silvya, todos más jóvenes que yo, pero también de mi edad, puesto que el tiempo no tenía lugar en Mis Documentos.

Me brindaron un espacio en su sombra, donde me guarecí.

Hacia las siete de la tarde el sol empezó a ocultarse detrás de los farallones de la ensenada donde nos encontrábamos. Los colores se suavizaron y la fortaleza cruel, casi radiactiva, de los rayos del sol que hasta ese momento venían lacerando mi piel, se aplacó, dejando tras de sí un manto de relajante tranquilidad. Tomás dejó de murmurar palabras, e incorporándose se arrojó al agua sonriente; Anieska corrió tras él; Claudia se cruzó de brazos, exhaló un profundo suspiro de alivio y las comisuras de sus labios se tornaron risueñas. Carlos profirió un aullido de felicidad y también se metió en el agua. Únicamente Silvya permaneció con las piernas cruzadas sobre la arena, en la misma posición en la que había estado durante las dos últimas horas, y yo contemplándola, tratando de imaginar en qué estaría pensando o cuál sería la amargura que podía traslucir bajo sus finos labios. Ella había estado antes allí y conocía mejor que nadie el lugar y sus secretos. ¿Quizá debajo de cada concha se escondiera un Archivo perdido? O a lo mejor parte de él estaba ya dentro de mí, constituyendo mi cuerpo.

Todos cayeron pronto rendidos. Sólo yo permanecí intranquilo, revolviéndome en la arena de la playa, mientras escuchaba, difuso, el grito de la lechuza. Hasta que de pronto una voz, la voz de Silvya, me incitó a que la acompañara.
Sentí unos brazos acariciarme y la verdad, no hice nada por impedirlo. Sentí unos labios que me besaban; eran dulces. Luego me levanté y con remordimientos de conciencia, le pregunté a Silvya.
— ¿No estás comprometida con Tomás? Y ella, mirándome con ojos suplicantes, me contestó.
— Sí, pero tú me gustas más...
— ¿Por qué?
— No eres tan niño, y resultas interesante y atractivo, así recién salido... ¿o recién entrado?
Me pregunté: ¿Sabría Silvya que yo era su creador? Imposible. Ella era una soñadora. Si le contaba la verdad, la destruiría.
Anduve durante un buen rato abrazado a ella. Hasta que dijo:
— ¿Ves? Estamos en una la cala...
Y era misteriosa, con unos guijarros que brotaban del suelo como copos de maíz y reverberaban a la luz de la luna. Nos bañamos en sus aguas oscuras, y al balancearnos, chispas luminosas brotaron de nuestros cuerpos y extremidades. Fue fascinante. Luego volvimos rápido, tan rápido que el tiempo pareció no transcurrir. Y cuando fuimos a despedirnos, sin dejar de mirarnos, nos detuvimos uno enfrente del otro. A Silvya, la retraída y correcta Silvya, se la veía perder la batalla por su dominio. En cuanto a mí, no me hallaba en mejor situación. No hubo manera. Un insólito poder nos condujo a abrazarnos e hizo que nos revolcáramos como lagartos sobre las dunas de arena. Nos besamos, nos amamos, hasta quedar del todo vacíos.

Nunca lo había hecho con uno de mis personajes y, para ser sincero, no estuvo mal.

A la mañana siguiente desperté y estaba solo frente a las olas. ¿Dónde estaban los demás? No me hice preguntas, era mi relato y conocía su desenlace. En cambio el Archivo seguía siéndome esquivo y las demás personas, también. ¿Era un hombre solitario? Apenado, decidí bañarme. Di un salto sobre unas olas y me encontré cayendo por las cataratas Victoria, nadé y buceé defendiéndome como pude, medio asfixiado, tragando borbotones de agua. El río llegó a un remanso y me depositó en una ribera donde descansé tumbado boca arriba, gire despació y muy cerca de mi, ¡descubrí a un cocodrilo! Aterrado me incorporé, corrí hasta refugiarme bajo las ramas de un gigantesco baobad, en su ancha y gruesa corteza había una grieta, entré por ella. Dentro encontré a una tribu de batusis. En silencio, sin dejar de tocarme en la cabeza con curiosidad desde sus desarrolladas estaturas, me abrieron paso. En el centro estaba la mesa con la lámpara el ordenador y una silla, me dejé caer sobre ella. Fui a inicio: Buscar. Puse: Archivo olvidado. Y su nombre apareció con claridad en mis recuerdos.

Se llamaba: “Búscame.”

José Fernández del Vallado. Josef. 2010.
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miércoles, mayo 26, 2010

El sueño de Vicente Bernabé.


El miércoles veintiséis de mayo del año dos mil diez, igual que cualquier mañana de un miércoles durante quince años, a eso de las ocho treinta de la tarde, el señor Vicente Bernabé tomó en la estación de Vicálvaro el tren de cercanías que lo conduciría hasta su casa. Llegó cansado, o más bien agotado, cenó, echó un vistazo al periódico y se acostó.

Esa misma noche, Vicente Bernabé tuvo un sueño, era un sueño extraño pero a la mañana siguiente se sintió diferente.
Tuvo un sueño y en su vida había tenido miles de sueños, pero ninguno como aquél. El caso es que soñó que era cantante y cantaba tan bien como los mismos ángeles. Y así fue como Vicente Bernabé deseó ser cantante.

Lo primero que hizo nada más salir de la cama el jueves doce de mayo fue balbucear una canción, y mientras recorría el trayecto que le separaba del baño continuó cantando; y se metió en la ducha cantando, salió y se afeitó cantando, se cepilló y enjuagó los dientes cantando, finalmente se vistió y cuando terminó de cantar la canción que estaba cantando, empezó otra.

Desayunó cantando, salió de la casa fue al garaje y tal como solía hacer todos los viernes montó en su bicicleta y se dirigió a la fábrica, solo que ahora lo hizo cantando, y cuando acabó la canción empezó a cantar otra, y eso hacía cantar sin cesar cuando de pronto algo le hizo detenerse y se detuvo.
Y aunque al detenerse su instinto le indujo a guardar silencio no fue capaz de dejar de cantar, pero si se detuvo, no fue porque quisiera dejar de cantar sino porque de pronto Vicente Bernabé se dio cuenta, de que sólo cantando se sentía acompañado y al tiempo inmensamente feliz, y se dio cuenta también de que algunos de sus amigos más entrañables habían fallecido, y ya no estarían nunca a su lado. Pero sobre todo supo que en el trabajo no le permitirían cantar, tendría que callarse y pasar cerca de diez horas sin poder hablar y en definitiva sin poder cantar. Entonces Vicente Bernabé sintió miedo, dio media vuelta y regresó hacia su casa.

Cuando Vicente Bernabé llegó a su hogar ya se había recuperado del sobresalto, y ahora cantaba todavía más resuelto si cabe. Guardó la bicicleta en el garaje cantando, entró en la casa cantando, fue al baño y orinó cantando; luego se hizo la cama cantando, barrió y fregó cantando, y después llamó por teléfono a un amigo y cuando éste le contestó él le cantó una canción que le decía si por favor podía pasarse cuanto antes, pues tenía unas cuantas canciones que cantar con urgencia. Una vez hubo colgado, Vicente Bernabé pensó cantando que ya había terminado satisfactoriamente con su período de prueba, y sin embargo no podía dejar de cantar, puesto que aspiraba a cantar mucho más correctamente y si dejaba de cantar olvidaría lo cantado y además, se pondría muy triste...

Cuando el amigo de Vicente Bernabé llegó éste empezaba a estar algo afónico de cantar, pero no podía dejar de hacerlo; y le invitó a sentarse cantando, y cuando ambos estuvieron sentados empezó a entonar una hermosa canción que decía:
• Querido amigo Juan la vida es una canción y por eso hoy me he levantado cantando.
• Querido amigo Juan te conozco muy bien y sé que estás preocupado, pero si quieres ser feliz tan sólo habrás de cantar, y si cantar una canción no te consuela sabes que siempre podrás cantar muchas más...
Y así estuvieron cantando y hablando, hablando y cantando, durante horas y cuando su amigo le pidió que le narrara el sueño, Bernabé no supo o no fue capaz de cantárselo, porque ya ni siquiera lo recordaba, y porque un sueño solo es para quien lo sueña y nadie más puede interpretarlo o tan siquiera percibirlo, y aquel sueño le había proporcionado una felicidad tan inmensa que era imposible de contar o describir, ya que si alguna vez se narrara dejaría de ser un sueño fantástico y pasaría a ser un sueño tan corriente como cualquiera, aunque los sueños nunca suelen ser corrientes.
Y así estuvieron uno cantando y el otro hablando hasta que el amigo tuvo que marcharse.

Luego se hizo de noche y Vicente Bernabé siguió cantando; se puso el pijama cantando, vio una película mientras cantaba y sin dejar de cantar cantó las páginas del libro que estaba cantando, apagó la luz y siguió cantando hasta altas horas de la noche. Y no se durmió sino que siguió cantando o tal vez sí se durmió y soñó cantando.

Al amanecer Vicente Bernabé seguía cantando. Vio salir el sol y cantando pensó: “¡qué bello es el amanecer!”, y cantando pensó: “¡qué hermosa es la vida!”, y se sintió feliz, tan feliz, que cantó cada vez más alto y más grave, logrando un derroche de energía tal que su respiración se fue acelerando y el pulso y los latidos de su corazón también. Era consciente de ser tan dichoso y sabía que estaba cantando tan maravillosamente bien que se sentía agitado y después cansado y luego muy agotado...

Aquél mismo amanecer Vicente Bernabé falleció. Pero no lo hizo sintiéndose triste, ni solitario, ni tan siquiera perdido o temeroso. Lo hizo siendo un hombre íntegro y feliz, enamorado de la vida; pero sobre todo, sin dejar en ningún momento de cantar...


Agradecimientos a todos los que me visitais.
Por motivos de tiempo y dedicación a partir de ahora no podré leeros tanto como quisiera. Pero es que sólo idear los relatos me limita demasiado, más trabajos añadidos diarios, estoy hasta el cuello y mi casa es un desastre. Total, tengo muchas cosas que arreglar fuera del mundo de la web, entre otras mi vida personal.
Como es natural no dejaré de escribir, no entra en mis planes.

Abrazos y repito. Sin vosotros, lectores, mi existencia sería... no sé si sería.

josef.


José Fernández del Vallado. Josef. Febrero 2010.
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Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons.

martes, mayo 25, 2010

Lobo de Mar. III Yanira.


III
Excepto las toses y risas fuera de lugar de los últimos hombres que se iban retirando, cuando la fiesta terminó apenas se veía nada. Al amanecer una espesa neblina blancuzca colmaba el panorama de un silencio sepulcral.
Yanira descansaba al lado de Julián, con ojos entrecerrados, pues esa era la forma en que acostumbraba a dormir; alerta, siempre con un ojo avizor. No podía decirse que hubiera pasado una fiesta interesante o divertida, esquivando en todo momento a los hombres que la pretendían. En cuanto a su querido Julián no encontraba nada que reprocharle. Le agradaba constatar que por una vez en su vida se hubiera sentido útil, cuando en realidad y aunque él lo ignorara, ya le sucedía cada día de su vida.
Oyó pisadas. Entre la espesa bruma se abrió paso el corpachón de Korchianis Papaloukas. Se había pasado la noche evitándolo, pero uno de los motivos por los que Korchianis había hecho fortuna quizá fuera porque se trataba de un hombre perseverante. Acercándose a ella con sigilo, le susurró al oído.
— ¿Conoces las islas Baleares?
Yanira, mirándolo con ojos muy abiertos, negó con la cabeza. Korchianis prosiguió.
— Puedo llevarte hasta ellas.
Yanira permaneció pensativa unos instantes, entonces preguntó.
— ¿Hay focas allí?
— Focas, ¿focas...? Korchianis se irguió pensativo. Uno de sus marineros, un orondo grumetillo andaluz, pasaba a su lado. Acercándose a él el millonario le preguntó.
— ¡Chico! ¿Sabes si en las Baleares hay... focas?
Claramente nervioso, el chico se detuvo a pensar. De pronto se le iluminó la cara y sugirió.
— Sí, creo que hay una.
— ¿Sólo una? Preguntaron al tiempo Yanira y Korchianis.
Acongojado, el chico los miró, y señaló.
— Me parece que es la última de su especie. Se trata de una foca monje.
La voz fina y sensible de Yanira, clamó
— ¡Dios mío! Hay que ir a por ella. No puede estar sola. Se morirá de tristeza.
El cuerpo de oso de Korchianis tembló como un flan al tiempo que sonreía de gozo. Le entregó un billete. Y el muchacho se fue sintiéndose el rey de la sabiduría. Se dio la vuelta y mirando con sus ojillos negros y brillantes, le dijo a Yanira.
— Y a qué esperamos. ¡Vayamos allá!
Yanira volvió la cabeza en dirección a Julián y Korchianis se congeló en una mirada fría. Luego dijo.
— No te preocupes por él, estará bien. Y frunciendo los labios, dijo. Haremos una cosa. Sacó un papel y un bolígrafo le escribió una nota y se lo metió en el bolsillo del pantalón, luego sacó unos billetes que puso en el otro bolsillo, y dijo sonriendo.
— Esto para que desayune como un jeque. Y se rió.
Extendió su brazo regordete hacia Yanira y le preguntó.
— ¿Vamos...?
— Pero volvemos pronto ¿no? Dijo ella.
— Oh sí, en apenas un día estamos de vuelta. Respondió Korchianis sonriente.

Nada más subir al velero Yanira se dio cuenta de que había sido engañada y raptada de forma sutil.

Korchianis la mandó encerrar en un camarote y no la dejaba salir más que acompañada de dos hombres armados. Decía que hacía todo por su bien. Y que una hermosura como la suya no podía pasar desapercibida habitando un islote olvidado junto a un marinero borracho. Y añadía que en el golfo del Mar Rojo había solteros millonarios que pagarían por ella fortunas.
Llevaría un par de días navegando cuando Korchianis entró como un vendaval en el camarote de Yanira. Estaba nervioso. Le dijo a Yanira.
— Un barco nos sigue. Quiero que subas a cubierta y me confirmes si es el de Julián.
— Una vez en cubierta echó un vistazo al navío perseguidor con indiferencia, y girando la cabeza, dijo.
— No, no es el suyo. Pero creo que es de alguien del pueblo, añadió. Quizá quieran deciros algo o hayáis olvidado cualquier cosa...
— ¿No me estás mintiendo? Preguntó Korchianis a Yanira mirándola fijamente a los ojos. Ella negó con la cabeza. Desconfiado, el millonario dijo.
— De topas formas, es igual. No me interesa lo que tengan que decirme unos desgraciados.
Dio orden de desplegar las velas y encender los motores.
— Así jamás nos alcanzará, dijo satisfecho.
Transcurrieron dos horas y la silueta del barco perseguidor en lugar de disminuir aumentó. Les ganaba terreno.
Los hombres volvieron a por Yanira. La subieron a cubierta y cuando estuvo delante de Korchianis, furioso y violento le asestó un bofetón y le dijo.
— ¡Mentiste! Oí las historias en la isla y ahora lo compruebo. El único barco de esa envergadura capaz de alcanzarnos cuando navegamos a dieciocho nudos por hora sólo puede ser el de ese hombre.
Yanira se incorporó en silencio mirando a Korchianis con una sonrisa hostil, acariciándose el lugar donde había recibido la bofetada. Con cautela se aproximó a la baranda, calculó la distancia existente entre ambos barcos, y sin darles tiempo a reaccionar, saltó al agua.
Korchianis y sus esbirros se asomaron alterados sin dejar de gritar.
— ¡Está loca! Se ahogará en apenas cinco minutos. ¡Rápido el salvavidas!
Detuvieron el velero, y aguardaron a que surgiera. Pero Yanira no apareció. Al cabo de quince minutos ya no había duda, Yanira sin siquiera saber nadar se había ahogado de forma irremisible.
Esperaron a que el barco de Julián les alcanzara, pero de forma sorprendente, vieron como la proa de El Espetón daba media vuelta, y desaparecía en el horizonte...


IV
A Yanira apenas le costó reunirse con Julián. Si bien era cierto que hacía demasiado tiempo que había dejado de nadar y más de bucear, su instinto de oceánida seguía estando en su interior. Y todo a pesar de haberse enamorado de un humano. Evidentemente había dudado sobre las posibilidades que tendría de alcanzar el barco de Julián, sabía que su instinto seguía perteneciendo al mar pero su cuerpo ya no era el mismo; enamorarse de un terrestre no estaba bien y ella había infringido las normas. Pero eso era porque tras años de observar a Julián con embeleso, su instinto marino había sucumbido ante su arcaica condición de terrestre. Y había decidido involucionar por amor.
Cuando se encontraron de nuevo en el barco Julián, llorando de emoción, dando rienda suelta a sus sentimientos, le hizo un juramento. Dejaría de beber para siempre y viviría sólo para cuidarla y protegerla. Se había dado cuenta de que ella era el auténtico tesoro de su vida, una riqueza que superaba cualquier valor establecido, porque ella no tenía precio, simplemente estaba por encima de ese concepto.

Yanira le contó a Julián lo que había oído sobre la foca solitaria de las islas Baleares, y pusieron rumbo hacía su nuevo destino.

Tardaron un par de días en alcanzar la isla de El Toro, lugar donde según se informaron, había sido avistado el ejemplar de foca monje. No advirtieron que tras ellos, navegando en su dirección a distancia y orientándose mediante el radar, el velero de Korchianis los había detectado y seguido.

Una vez en el lugar y aunque creía olvidado el idioma del mar, Yanira estuvo dispuesta a entablar contacto como fuera con la foca y convencerla de que los acompañara hasta su isla.

Korchianis llegó furtivamente durante la noche. Su velero echó anclas a medio kilómetro de donde se encontraban, y se dispuso a capturar de nuevo a la que, tras haber constatado su increíble maniobra de evasión, en aquellos momentos consideraba una joya de alto valor. En la oscuridad de la noche ordenó que desplegaran unas redes que impedían la salida a alta mar en todo el perímetro de la ensenada del islote de El Toro de cualquier animal o embarcación.

Esa misma noche, desconociendo la maniobra de Korchianis, buceando, Yanira logró encontrar la cueva donde la foca se cobijaba.

De entrada, al descubrir sus ojos brillantes en la oscuridad, el animal se asustó y echándose al agua esquivó el cuerpo de Yanira y escapó mar adentro. Ella se lanzó en su persecución y para su sorpresa, orientándose mucho mejor que la foca, al cabo de cinco minutos consiguió darle alcance y acariciándola la calmó y convenció para regresar al refugio. Una vez en el interior de la cueva, se echó junto a ella y sin saber cómo comenzaron a conversar. La foca le explicó que venía de las Islas Chafarinas donde, cansados de aguantar las maniobras de los militares y sus peligrosas pruebas de tiro con fuego real en alta mar – operación que además espantaba a la fauna marina – habían decidido explorar otros lugares. Pero al llegar a las Baleares se había encontrado las antiguas playas donde sus antepasados descansaron y procrearon invadidas por una plaga de humanos. Finalmente añadió que esa misma noche esperaba la llegada de su compañero, pero se encontraba intranquila dado que ya debería haber aparecido.

Ambas quedaron en que cuando se reuniera con ellas, irían a su isla en donde gozarían de protección sosiego y felicidad, el tiempo que desearan.

Agotada, Yanira permaneció descansando unos instantes junto a la foca que se llamaba: Vellmari.

A eso de las cinco de la madrugada, a través del agua detectó una llamada de socorro en clave foca. Asustada, Vellmari apenas se atrevió a salir. En cambio, Yanira sin pensárselo, buceó en dirección hacia el lugar de donde procedían los aullidos angustiados de socorro. Una vez llegó se encontró a un animal – sin duda el compañero de Vellmari – terriblemente enredado en unas redes. De forma desesperada trató de liberarlo y solo consiguió acabar ella también atrapada.
Estuvo pateando y dando tumbos al menos media hora, espacio tras el cual sintió que su cuerpo era arrastrado a superficie, lo izaron a la cubierta de un barco, boqueando volvió la mirada a su lado y descubrió al compañero de Vellmari enrollado en una maraña de redes, totalmente inerte.
Gritó pidiendo ayuda, pero nadie la entendió y tampoco la ayudaron. En su lugar escuchó, sin entender, los horribles gorjeos de los humanos y lo que parecían ser sus carcajadas. De improviso ante sus ojos el grotesco semblante de un hombre rollizo y conocido se hizo visible riendo y sacando la lengua. ¿Korchianis Papaloukas? Se preguntó. Un mareó terrible se adueñó de sus sentidos. No llegó a ver más.

Despertó esposada en un camarote, por fortuna estaba al lado de una ojo de buey desde el cual presenció el espectáculo. El Espetón se hallaba muy cerca, a babor del velero. Los gritos de Julián exigiendo que la soltaran eran claramente audibles, así como las carcajadas de los cuarenta o cincuenta hombres y mujeres que iban a bordo del barco.
De repente, El Espetón expulsó un tufo de humo negro por su chimenea, se puso en movimiento y de forma suicida se lanzó contra el velero mucho mayor y más resistente.
– De nuevo el acento humano se hizo del todo reconocible para Yanira, sin duda aquella reacción tenía que ver con el espacio de permanencia dentro o fuera del agua. –
Al principio Korchianis se mofaba y reía. Un alarido de terror cambió el panorama, ocurrió cuando los marineros e invitados del velero descubrieron un espolón en la proa de El Espetón. ¿De dónde había salido? Sin duda la vieja cafetera era depositaria de muchos más recursos y secretos de los que aparentaba. Julián nunca le había mencionado aquel detalle, el velero se hundiría pero... ¿quién la iba a salvar de morir arrastrada y ahogada en el fondo del mar?

El Espetón empaló el velero de Korchianis que rápidamente hizo aguas. La tripulación y los pasajeros, olvidándose de Yanira, se pusieron a salvo en los esquifes. El único que se acordó de ella fue el insaciable Korchianis, que decidido a liberarla y llevársela consigo bajó sin compañía, dado que a pesar de sus promesas de aumento de salario, nadie en la tripulación estuvo dispuesto a seguirlo. La inundación lo sorprendió cuando se esforzaba en abrir la cerradura de las esposas. Encontrándose con una contrariedad inesperada, las llaves que le habían dejado no eran las adecuadas.
Cuando ambos estaban casi bajo el agua se dio cuenta de que debía escapar. Abrió la puerta y una tromba de agua rellenó la estancia por completo. Se dispuso a salir y se llevó una sorpresa. ¿En el barco todavía había invitados? Cinco oceánidas lo sujetaron lo ataron con algas marinas muy resistentes y le pusieron una mascara de aire. Luego dos se lo llevaron al que sería su nuevo destino; una cueva prisión en las profundidades. Las otras tres, primas y hermanas de Yanira, la liberaron, recogieron el cuerpo de Pigeón, el compañero fallecido de Vellmari, y lo llevaron ante la foca. Desolada Vellmari lloró durante horas junto a su compañero fallecido, después ordenó que fuese enterrado en la isla donde a partir de entonces residiría.

Agradecida, Yanira se reunió con Julián de nuevo y le entregó el cuerpo de Pigeón. Las redes naranjas habían penetrado tanto en la carne que era imposible arrancarlas sin mutilar el físico de la foca.

Convertida en consumada oceánida Yanira acompañó a Vellmari hasta las islas Chafarinas, donde recogería a su familia de focas y a la pequeña comunidad que allí residía. En total unas diez focas más. Julián regresaría a la isla y enterraría el cuerpo de Pigeón. Luego se reencontrarían. Además la pesca del atún estaba próxima.
Julián se encargaría también de presentar la comunidad de focas a la comunidad de pescadores, y encomendarles que vivieran en paz. Pero no fue necesario, cuando la Comunidad a la que pertenecía la isla constató que las focas se habían establecido, declaró el paraje Reserva Marina de la isla de Oceánidas...

Fin.

José Fernández del Vallado. Josef. Mayo 2010.
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lunes, mayo 24, 2010

Lobo de Mar. II Galerna.



II
Esa misma noche, por primera vez desde que Korchianis se marchó, la isla volvió a estar en completo silencio y yo, me llamo Mateo (por aquel entonces tenía quince años), sin poder conciliar el sueño, salí a la terraza, me senté sobre el suelo y me encendí un cigarrillo. Nada mejor que dar unas buenas caladas mientras contemplas la Vía Láctea en medio de una total oscuridad.
Desde el lugar en el cual estaba podía divisar con claridad meridiana el fondeadero y escuchaba el crujido de las cuadernas de las embarcaciones. Cuando de repente, vi una sombra deslizarse y la reconocí. Pero... ¡no podía ser! ¿Julián evadiéndose con la agilidad de un felino, si siempre o casi siempre estaba borracho?

Tardé unos instantes en confirmarlo y cuando lo hice, ya había alcanzado su embarcación, soltaba amarras y remando en silencio, salía de puerto.

A la mañana siguiente pensé en poner al corriente del suceso a los demás. Iba a hacerlo y algo, tal vez un presentimiento o un sentimiento de miedo, me obligó a permanecer en silencio. Me di cuenta de la situación. Mientras los demás siguieran creyendo que Julián continuaba enclaustrado en su chabola, la vida proseguiría en el pueblo de una forma más o menos normal – mi vida – la que yo tanto amaba. En cambio, si los hombres se enteraban o tan sólo llegaban a presentir que Julián los había abandonado, se desmoronarían y dejarían la isla para siempre. Había un problema que no debía descubrirse. Evidentemente el barco de Julián ya no estaba. Un día sin que se fijaran en semejante detalle podía pasarse por alto, pero no dos. ¿Cómo resolver el problema? La idea me vino de repente. El barco de el viejo Pepe yacía fondeado y casi olvidado en el puerto, su similitud con el de Julián era tal que, visto de lejos, cualquiera podría pensar que ambos eran de la misma serie. En cuanto a Pepe, de momento no suponía inconveniente, aquejado de una fuerte afección reumática había sido trasladado a la capital, donde residían algunos de sus familiares. El problema radicaba en sacar de noche la embarcación en silencio y anclarla casi en el centro de la ensenada, donde solía dejar la suya Julián. Una vez en la distancia, sustituyéndole oportunamente el nombre, nadie repararía en la sutil diferencia entre ambas. Todavía quedaba un último escollo: El regreso. Dado que no tuve forma de hacerme con una chalupa, debía volver a nado en la oscuridad. Y en aquella ensenada algunos años y sobre todo de noche, había sido detectada la presencia de escualos que a veces merodeaban atraídos por el aroma a pescado podrido.

No quedaba otra solución que arriesgarme. Pasé aquel día esperando escuchar el grito de alarma del avispado que echara en falta el barco de Julián, pero la fortuna se alió de mi parte.

A la noche siguiente puse en práctica mi plan; raspando con una espátula borré el nombre de la embarcación y lo cambie por el del barco de Julián. Una vez escrito: “El Espetón” no quedó demasiado mal. Trepé a la embarcación, solté las amarras y remando como pude – no fue tarea sencilla – lo conduje hasta el centro de la ensenada, eché el ancla y cuando comprobé que el barco estaba afianzado, con resquemor me metí en el agua y comencé a bracear de la forma más silenciosa que pude; pues no deseaba llamar la atención de nadie en el pueblo y sobre todo, de cualquier escualo que merodeara por allí a esas horas.

Logré cumplir mi misión sin percances. Y a la mañana siguiente todo funcionó según lo esperado, excepto un detalle añadido.

El siempre nervioso y desconfiado Manolo, reunió a todos los hombres – yo me apunté de forma casi solapada – y expuso su idea. Alguien debería presentarse en la chabola de Julián para confirmar su estado y tratar de convencerle de que, por el bien del pueblo y de la isla, había de hacerse a la mar. Por fortuna los demás hombres espantados ante la sola idea de tener que enfrentarse a Julián, se mostraron poco o nada dispuestos a llevar a cabo el plan. Avivado por una copita de vino que, dada mi condición de cuasi hombre me sirvieron, propuse presentarme en nombre del pueblo. Tal como pensé mi idea les pareció fantástica, ya que tratándose de un pescador (y competidor), lo más probable es que Julián lo echara a palos y entre improperios de la cabaña, pero si quien se presentaba ante él era un “chico – hombre,” las garantías de éxito eran mucho mayores.

Ese mismo día visité la chabola. Esperaba encontrarme un lugar maloliente, rebosante de botellas de alcohol, piojos y cucarachas, pero cuando la puerta – no había echado la llave y probablemente nunca lo hiciera – cedió ante mí y atravesé el umbral, me quedé atónito. Dentro, las botellas llenas, estaban cuidadosamente apiladas en unos estantes. No había botellas vacías, alguien, no fui capaz de imaginar quién, las había estado arrojando a los contenedores de desperdicios que había diseminados por la isla y que el barco encargado de recogerlos, transportaba a un basurero en tierra. En un rincón había una nevera y dentro, cuidadosamente apilados, encontré diversas especies de pescado: caballas, sardinas, lubinas, palometas, etc... Además de botellas de leche y algunas verduras y tomates. Al fondo había una cama de matrimonio, de madera noble ¡con dosel! perfectamente acabada. La techumbre de la cabaña estaba adornada con preciosos recortes ¡fosforescentes! que conformaban el mapa de las constelaciones, tal y como en aquella época, se veían desde la isla. Esto último sólo lo supe debido a que Lucio, uno de los marineros, me había enseñado a reconocer las estrellas y las diferentes constelaciones. Por último la habitación conservaba un delicioso aroma a algas marinas mezcladas con tomillo y otras hierbas medicinales.
Permanecí en su interior, sentado sobre la cama, tratando de comprender el enorme cambio que habría supuesto en la vida de Julián aquella misteriosa mujer, y cuando por fin me normalicé, caminé hasta le bar de Trapattoni y dije lo que tenía pensado: Julio se sentía cansado pero en el plazo de una semana volvería a navegar. A continuación me dispuse a disfrutar a fondo de mi última semana en la isla...

Saboreaba la última noche o más exactamente, madrugada del plazo que yo mismo me auto concedí. Sabía... estaba seguro, de que los hombres se hallaban desesperados y al día siguiente volverían a la chabola de Julián encontrándose con la penosa realidad.
No era, para nada, una noche apacible. Una fuerte galerna llevaba arrasando tres días la isla, llevándose por delante toda construcción o techumbre que estuviera en malas condiciones. Por fortuna los hombres del mar estamos acostumbrados a esta clase de vendavales, y cualquier edificación, empezando por supuesto por nuestras embarcaciones, las construimos a muerte.
Abrigado, había salido a la terraza y contemplaba como detrás del malecón, por suerte bien resguardado, olas enormes se sucedían unas a otras. No sé qué vi primero, creo que el brillo de las luces de posición (rojo babor y verde estribor) danzando en lo alto de aquellas olas que de por sí daban miedo, ni imaginar lo que debía de ser encontrarse a bordo del barco en esos momentos, creo que es algo que sólo la clase de hombres de la pasta que Julián – si existen – deben saber. El barco viró, calculando exactamente el ancho de entrada al malecón para no acabar triturado entre las rocas, y deslizándose de forma maestra, entró en el puerto y fondeó en su lugar. Es decir, justo al lado del de Pepe, ahora convertido en copia del suyo.
A lo lejos vi su figura descender sobre la chalupa; cargaba con un pesado fardo entre sus brazos. Imaginé que se trataba de alguna pieza importante y especial como las que sólo él obtenía. Se bajó en la rada y caminando pesadamente en lugar de dirigirse hacia el pueblo y su chabola, tomó el camino opuesto hacia el cementerio, en la parte deshabitada de la isla.

Rápidamente me puse el chubasquero, y sin que mis padres me oyeran, salí y comencé a caminar en dirección al sendero.

Me hallaba a mitad del recorrido cuando, cien o doscientos metros por delante, vislumbré su figura; el envoltorio estaba medio desarmado y en su extremo izquierdo se entreveía algo pendiendo. Julián caminaba renqueante, intuí que debía de estar excesivamente borracho y tal vez, perturbado. Se detuvo un instante; un fogonazo iluminó el firmamento y una madeja de rayos como hilos fibrosos me permitieron apreciar la coloración de las hilachas que pendían en un extremo del envoltorio. Entonces comprobé un detalle, no eran hilachas sino ¿cabellos...? Los cabellos de la mujer... llamada ¿Yanira?
No supe por qué pero de pronto aquel nombre estaba dentro de mí, como lo estuvo la mitología griega desde que había empezado a estudiarla. Y, sin embargo, ¿dónde había visto o leído aquel nombre? De forma fugaz me percaté. ¡En la chabola! Aparecía inscrito en griego en medio de las constelaciones y a su lado estaba la palabra: Ωκεανιδες. El significado que no lograba descifrar iba de la punta de mi lengua al interior de mi cerebro. Por un instante todos aquellos pensamientos dejaron de ocupar mi mente y fueron sustituidos ante una pregunta esencial. ¿Estaba muerta Yanira? ¿Había sido Julián su asesino? Y por qué en el cementerio pudiendo haberla arrojado al océano. Claro, luego: ¿Ωκεανιδες? Significaba: ¿Oceánidas? Sería aquel el misterioso sentido de la palabra...
Una lluvia violenta se había instaurado a raíz de la caída de los primeros rayos. Caminaba abriéndome paso entre el rugido del viento, el tronar de relámpagos y algunos rayos que como si pretendieran fulminarme estallaron a mi lado pulverizando las rocas…

Atravesé la antigua verja del cementerio; encontré a Julián en uno de sus extremos. Con una pala entre sus manos cavaba con frenesí y casi diría... pavor. Al cabo de media hora se detuvo tomó el bulto y sin querer se le cayó de cabeza. Entonces sus piernas, o lo que deberían ser piernas, quedaron al descubierto unos segundos. Pero no eran tales... sino unas aletas oscuras y membranosas parecidas a las de un rape. Sólo que no era un pescado, sino Yanira ¿la Divina Yanira, hija de Océano y Tetis...? me pregunté de repente. ¿Estaba volviéndome loco?

Una vez la depositó en el espacio comenzó a echar tierra sin descanso, tapó el agujero y en un idioma que jamás escuché, musitó una oscura y milenaria letanía. Presa de un sentimiento de pánico y consternación me di cuenta ¡debía alejarme de allí cuanto antes! Él no debía saberlo. Si me descubría podría resultar peligroso... para mí, o para cualquiera...

Salí a la carrera, llegué resollando a mi casa y me metí en la cama temblando.

Era casi el medio día cuando desperté. Nada más salir, delante del bar de Trapattoni, asomados a sus ventanas había una gran congregación de gente. Logré colarme hasta asomarme y sorprendido descubrí que el alboroto era debido a Julián. Estaba sentado a una mesa delante de todos los hombres y por primera vez en años su semblante aparecía sonriente y casi diría feliz, pero sobre todo sobrio, totalmente sobrio y hablador. Narraba una historia emocionante y divertida que mantenía en vilo a todo el pueblo. Una vez finalizó dijo.
— Venga, preparad la almadraba. Mañana salimos a por el atún.
Un grito de júbilo acompañó sus palabras. Los hombres brindaron con vino y él lo hizo con mosto.
De repente volvió su mirada y permaneció mirándome fijamente. Me hizo una seña. Temblando me acerque. Y cuando estuve a su lado, sujetándome con fuerza del brazo, me dijo.
— En cuanto a ti muchachito creo que te lo has ganado. Eres digno de aprender todo lo que sé. Te debo el favor. Entonces me guiñó un ojo y añadió.
— Por supuesto hay y habrá secretos marinos que deberás guardar el resto de tu vida...

Asentí. Años después Julián falleció y yo ocupé su lugar. No supe toda la fascinante historia de Yanira hasta el final, cuando él me la narró. Pero eso forma parte de otro capítulo que más adelante les relataré.


continuará mañana o pasado...


José fernández del Vallado. josef. mayo, 2010.
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viernes, mayo 21, 2010

Lobo de Mar.

Lo que voy a contar sucedió hace mucho tiempo, finales del año mil novecientos cuarenta y cinco.

Era un verano tórrido y seco en una pequeña isla del Mediterráneo, habitada tan sólo por veinte familias que vivían sin problemas de la pesca. Veinte familias y un hombre solitario llamado Julián; también – como no – marino.
Nadie se explicaba cómo, pero de forma milagrosa la segunda contienda había pasado arrasándolo todo sin siquiera rozar el diminuto reducto.

Los días se sucedían de forma inalterable en el pueblo. Todos los amaneceres, una vez listos los aparejos de las embarcaciones, los hombres se hacían mar adentro con el objetivo de capturar lo justo para su manutención y un sobrante que vendían en la rada a los escasos turistas que acudían, sobre todo, los fines de semana.
Después almorzaban con sus familias y al anochecer acudían al bar de Tino Trapattoni, un italiano que desembarcó cierto día, se enamoró de una moza, y allí se quedó.

La rutina de Julián era diferente. Habitaba una chabola que él mismo se había construido cerca de las rompientes, y cuando no iba de pesca, le gustaba gozar de las delicias del dios Baco en el bar de Trapattoni. Resumiendo, Julián pasaba un tercio de su vida alcoholizado, y debido a su carácter insociable, en el pueblo era calificado como el “raro.” Pues en los casos en los que entablaba conversación con sus vecinos, más de una vez acababa mandándolos al cuerno. Pero Julián era también, en cierto modo envidiado, pues era depositario de un tesoro del que muy pocos hombres pueden jactarse: Era el mejor “lobo de mar” de la isla, y probablemente de una inmensa extensión al sur de la península, pues como si dispusiera de la tecnología más avanzada, sabía con una exactitud sorprendente, no sólo donde encontrar los mejores caladeros, sino donde debía de colocarse la almadraba cada año; lugar por el cual, de forma inexorable, acababa circulando el atún.

Así pues una vez que la flota compuesta por unas quince embarcaciones armaba los aparejos, en lugar de hacerse a la mar, amarrada a puerto, aguardaba la llegada de Julián, que medio ebrio o borracho del todo, era siempre el último en llegar. Y cuando tras la espera acostumbrada, lograba arrancar el viejo motor diesel de su embarcación, no solo era seguido por la flota de “casa”, sino que fuera de puerto las flotillas de los quince o veinte pueblos de la costa más cercanos al islote, se sumaban a la expedición. En total, tras la embarcación de Julián marchaba una multitud compuesta por unas doscientas embarcaciones; un espectáculo digno de admirar, pero que Julián solo miraba con desdén.

Luego, en alta mar, tras ser perseguido durante un par de horas y faenar en dos o tres sectores con éxito, no existía barco o lancha que pudiera seguir el ritmo que la vieja cafetera de Julián imponía. Los hombres no se lo explicaban. Aunque había quien sostenía la audaz teoría de que Julián viajaba siempre a caballo de las numerosas corrientes marinas.

El día que tuvo lugar el suceso la mar estaba brava y nadie en el pueblo, exceptuando Julián, se atrevió a faenar.
Ese mismo día su embarcación tampoco llegó al medio día, ni después de comer, ni por la tarde, ni de noche. Inquietos, los hombres se dieron cuenta del tesoro que perderían si Julián fallecía o abandonaba la isla.
De madrugada el pueblo entero permanecía congregado en el bar de Trapattoni, cuando un chico entró corriendo y excitado, informó que Julián entraba en el puerto. Mujeres y hombres se precipitaron al fondeadero y asombrados contemplaron la escena más rara de cuantas pudieran haberse imaginado. De pie, firmemente agarrada al mástil de proa de la embarcación – unos cabellos pelirrojos ondulando al viento – una mujer de apariencia extranjera, destacaba en la cubierta.
Instantes después, cuando el barco echó la maroma, y mientras los muchachos lo amarraban, todo el pueblo se encontró contemplando con curiosidad pero en silencio, a aquella mujer hermosa y extravagante. Que descalza, vistiendo tan sólo unos humildes bombachos y una camiseta blanca, sin dejar de sonreír, saltó a tierra y saludó mediante una cortés reverencia.

A partir de aquel día algo... o todo, cambió a peor en la isla. No así para Julián, quien apenas salía de su chabola para comprar algunas latas de conserva y botellas de vino. En cuanto a su extraña acompañante, ni se la veía ni se dejaba ver. El apartado de la pesca iba todavía peor; pues Julián parecía haberse olvidado por completo y para siempre de su oficio.
Había quien aseguraba que, entre risas, ciertas noches ambos nadaban cerca de la chabola, en la caleta del cormorán. Pero ninguno daba crédito a aquel rumor, pues todos sabían que Julián jamás había aprendido a nadar.

Los meses se sucedieron envueltos en la misma querencia. Los demás pescadores continuaban haciendo filigranas; pescaban, pero las capturas eran cada día de menor cuantía. En el pueblo, por primera vez en años, se dejó sentir el hambre. Apuradas, algunas familias hicieron las maletas y se retiraron a vivir en la costa.

Un día, un nuevo acontecimiento cambió el panorama.

La mañana de un domingo los hombres del pueblo descubrieron con asombro un estilizado velero de tres mástiles y más de veinte metros de eslora fondeado en la ensenada.
De su interior partieron cuatro esquifes que desembarcaron en la pequeña playa de la isla. Una comitiva compuesta por treinta hombres y mujeres elegantemente vestidos, que sin cesar de reír y vocear caminaban a cubierto bajo unas sombrillas que portaban sus subalternos, tomaron la playa y desplegaron unas aparatosas tiendas. Situado en el centro de la comitiva, destacaba la presencia del armador multimillonario Korchianis Papaloukas, quien dando órdenes, humillando y rebajando a los empleados del servicio y a los invitados, no cesaba de gozar de su imponderable soberbia.
En los tres días siguientes, a base de compras y multitud de regalos, Korchianis se ganó a la población de la isla.

Nadie recuerda cuando ni cual fue la primera vez que el armador y la extranjera de cabellos de fuego se conocieron. Pero se sospecha que atraído por el aroma de la miel – en el caso de Julián la bebida – el pescador no tardó en acercarse.
Empezó a vérseles juntos caminar por la orilla de la playa. Mientras tanto Julián disfrutaba delirando entre botellas del whisky escocés más delicioso, el ron más exótico, y el vino de reserva de las mejores cosechas; y cuchicheando como un bufón de palacio declaraba con orgullo, que su mujer era la sirena más bella que jamás navegó los cinco océanos.

El final del verano coincidió con el cumpleaños de Korchianis.
Una noche estrellada organizó una fiesta por todo lo alto en la playa. En sus yates de lujo acudieron jeques del petróleo, personalidades relevantes de la península, estrellas de cine de la televisión y el mundo de la farándula. Había hombres elegantes, mujeres preciosas, en resumen, parte de la jet set europea estaba allí concentrada; y bregando entre todos, enfebrecido de locura ante semejante panorama, preso de una felicidad absoluta, prendido del brazo de su bellísima mujer pelirroja, y henchido de orgullo, caminaba Julián sin perder compostura, consciente de que el mundo lo observaba.

Sin experiencia en semejantes festejos, no tardó en separarse de su mujer y distraído comenzó a responder a las preguntas que le formulaban algunos hombres y una apretada pléyade de mujeres ansiosas. Pues como un reguero de pólvora, había corrido la voz de que era un hombre de mar, y aquello, aparte de caché, proporcionaba una inmensa baraja de temas marinos sobre los que extenderse; y así fue.
A las cuatro de la madrugada Julián seguía conversando sobre sus increíbles aventuras marinas, claro que hacía tiempo que su adorable público de señoritas, indignado ante su vocabulario soez y sus múltiples ofensas, se había retirado dejándolo solo con su cliente más incondicional: el alcohol. Y la voz cargada de Julián apenas era un murmullo entre los cientos de personas que se congregaban en la celebración.

A la mañana siguiente, un rayo de sol provocó que sus ojos se abrieran. Se encontró en calzones, en una postura ridícula; la cabeza sobre una tumbona y las piernas sobre la arena. Cuando logró ponerse de pie el panorama arrasador de un terrible tifón parecía haber asolado la playa. Había botellas en todos los rincones, restos de vasos y comida esparcida por el suelo de la que algunas gaviotas daban cuenta sin cesar. Pero no quedaba un alma.
Su sensación inmediata fue de vacío y una terrible soledad. Pero aquello no debía preocuparle, se dijo, ya que siempre había estado solo. En silencio, medio aturdido por el sonido de la música todavía zumbando en sus oídos, comenzó a ponerse los pantalones. Terminó de abrochárselos metió una mano en uno de sus bolsillos y se encontró con el papel. Estaba doblado, con una letra intachable, alguien había escrito.

Amigo entrañable, Julián.

No quería llevarme a Yanira, pero ella me lo pidió. Sé que no estaba sujeta a ti Así que... está conmigo. Ah, y no te preocupes la trataré como a una princesa.
Por cierto, en tu otro bolsillo o en este encontrarás una sorpresa. Sólo es un regalo por tu ¡precioso regalo!
Gracias.
Un abrazo.
Korchianis Papaloukas.

Ella… ¿se llamaba Yanira? Por qué nunca se lo había dicho. En el otro bolsillo encontró doscientos dólares. Furibundo rompió los billetes y los arrojó al mar. Luego se fue a su chabola cerró la puerta y nadie – excepto yo – lo volvió a ver, durante semanas.

Continuará el martes...


José Fernández del Vallado. josef,mayo 2010.
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miércoles, mayo 19, 2010

En el Vaporcito...



Viajaba tan estrujado que iba casi comprimido. Las mañanas de verano en el vaporcito que descendía por el río eran todas iguales, excepto aquella...

Las ocho y media de la mañana. Una multitud comprimida como en una lata de sardinas en la segunda cubierta. Ella, aferrándose a un soporte metálico, me daba la espalda. Yo, sintiendo a través de su pareo sus nalgas rotundas y compactas sobre mi bragueta. Un amarre más y un tropel de gente sumándose a los ya presentes; y todavía más ajustados. El olor de diversas lociones mezclado con el diesel y el estrépito del motor creaban un tufo mareante, no había un maldito ventilador y sudaba a raudales, tampoco había forma de moverse, pero – en realidad – no deseaba hacerlo. De repente la vi. ¿Me miraba a través del reflejo del cristal? Pude ver el perfil de su semblante, sus ojos brillantes, nuestras miradas se cruzaron un instante. Otra pausa, otra oleada de gente. Mejor... Miles de pensamientos atravesaron mi mente, y como estacas refinadas y sensuales se clavaron dentro de mi nuca, y la verdad, me sentí tan excitado ¡casi fuera de mí! ¿y a la vez asustado? No, no había lugar para el miedo, en cambio sí para una fogosidad que originaba que mi corazón palpitara por el deseo de un placer inalcanzable, de un sensualismo a flor de piel.

Empecé a boquear agitado y ya no pude contenerme. De forma discreta la cubrí por detrás con mi toalla, y lentamente, con disimulo y precaución, restregué mis partes endurecidas como turrones contra sus nalgas, y espere durante unos instantes de ansiedad y aprensión. Ella, cómplice de mi maniobra, respondió acometiendo. Entonces mi mano temblorosa, poco a poco, se atrevió y se deslizó por debajo de la tela de su pareo, alcanzó el vértice de su nalga, y levantando la fina línea de tela que cubría el secreto, siguió descendiendo. De pronto el quejido del motor ¡otra parada! Acompañando el ritmo de la embarcación, me detuve. Un nuevo arranque y seguí explorando con mi órgano a punto y alcancé lo que jamás pensé merecer en ese ardiente “bajel.” Mis dedos acariciaron febrilmente esa parte que los hombres anhelamos, y pude percibir sus delicados pliegues, su fluidez y humedad. En el instante en que comencé a friccionarla su espalda se estremeció, giró la cabeza apoyándola sobre mi hombro y me miro de soslayo, con ojos entrecerrados. Mi mano estaba allí, mojada, dentro de ella, y ella exhaló. Pasé mi brazo por su vientre tibio y suave, y pegándome a ella – ¿más? – pretendí impedir que escapara. La gente tosía y gritaba a nuestro alrededor. Mi nariz acabó sobre su cuello y aquel aroma fuerte, lacerante en intensidad, y luego, el olor penetrante de su densa y oscura floresta en mi mano. Pensé en besarla y estuve apunto de hacerlo mil veces en su cuello, en su pelo, en su mejilla, en su espalda mojada por el sudor. Mi órgano estaba a estallar y ya no pude contenerme. Una descarga vibrante y eléctrica me hizo agitarme; dejé escapar un breve y ronco jadeo, sin importarme si alguien me miraba, escuchaba, o me tomaba por loco, pero con el estruendo del cigüeñal diesel, pasó desapercibido. Ella giró sobre si y ¡Dios! todavía recuerdo la intensidad de aquellos ojos clavados en mí; y así permanecimos, sin decirnos nada ¿un lamento o una palabra de saludo? Nada... Quién sabe, quizá nos saludamos sólo con la forma especial en que ambos nos contemplamos. Bajó la mirada y se detuvo en mis labios. Luego, todo fue circulando en mi mente a cámara lenta: El clamor mortuorio de la embarcación, la chusma de gente saliendo como una riada que la arrastra y se la lleva para siempre. Y así se fue; sin un hasta la vista, un te veré, un te amo...


Aquel verano hubo otras mañanas, todas iguales a cualquiera antes de esa, pero no como aquella. Ella no se despidió y nunca llegué a oír su voz, su sonrisa, ni volveré a olerla verla o sentirla. En mi recuerdo permanece su semblante arrebolado, descompuesto por el placer – como el mío – de aquella persona que ¿amé? sin siquiera conocer su nombre, nacionalidad o destino en la vida…


José Fernández del Vallado. Josef. Mayo 2010.
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lunes, mayo 17, 2010

La Revolución Perdida.

El deteriorado portón de madera de la chiquera chirría al ceder.
Laura Kozinski surge en el umbral y articula un seco y ceñudo saludo. El rostro rojo y sofocado, manchado de sangre tras la reciente escaramuza, los ojos grises y brillantes, el pelo negro arrollado en una larga trenza y la piel bronceada.
Sin dirigirse a nadie en particular, con gravedad, declama.
— A los Mandos Revolucionarios. Paso a informar:
El control del “Para” en el llano ha dejado de existir. ¡Acaba de ser erradicado!
Bajas del enemigo: ¡Siete puercos! Bajas personales del destacamento: Tres. Se lamenta la pérdida del comandante en funciones Herrera Prado. Se lamenta la baja del Sargento Juan Pardo Quiñones y de la compañera Susana Matías.

Seguidamente alza el oscuro fusil kalashnikov, casi tan grande como ella, y con semblante crispado, exclama.
— ¡Viva la revolución! ¡Muerte al capitalismo!
Ocho chiquillos (niños y niñas) famélicos, de apenas trece y catorce años, la acompañan. Alzando, no sin esfuerzo, fusiles mayores que sus ajados cuerpecillos, aúllan.
— ¡Viva, viva! ¡Muerte! ¡Muerte a los capitalistas!
Y, sin despeinarse, añade.
— Puesto que mi rango es el de cabo de primera, dadas las bajas habidas, soy la siguiente en graduación, y desde este momento paso a comandar el destacamento revolucionario Tihualaxa y decreto: Que visto el incumplimiento y la traición habida por parte del Gobierno tirano y capitalista de nuestra doblegada nación, a la mañana que sale, el rehén, es decir, el sirviente del capitalismo, que por desgracia impera en el mundo, será ejecutado de tiro en la nuca.

Los demás se cuadran y remachan.
— ¡A la orden de su mando!
Caminado, sin hacer ruido entra en el chamizo, se desliza con soltura hasta la mesa mugrienta, rebosante de colillas y latas de raciones sin terminar que se encuentra en el centro. Toma una de las botellas de tequila medio vacías, da un trago y lo pasa. Luego hace un aspaviento con la mano. Los chiquillos salen en fila de a uno. Antes de que el último cierre la puerta, sujetándolo de un brazo, lo detiene.
— ¡Soldado Teragua!
— ¿Si, señorita…?
— ¿Cómo ha dicho?
— Digo… Mis disculpas. Comandante Kocinski.
— Disculpado.
— Humm.
— ¿Sí?
— Camarada, le ordeno traiga a mi presencia de inmediato al rehén. Es mi deber informarle de su suerte.
— ¡A la orden de mi comandante!

En diez minutos, un hombre alto, de metro ochenta y tantos, sucio, delgado hasta los huesos, con barba y la ropa deshecha de caminar por la selva, moviéndose merced a los empellones que le propina el muchacho, surge inclinándose para no golpearse contra el marco de la entrada.
— Pase, pase... Lo recibe Laura acomodada en un balancín, fumándose un puro.
— Siéntese aquí, a mi lao.
Él la mira en silencio, con desconfianza. Sin esperar nada grato. Acostumbrado a las burlas y bofetadas de los maleados críos que lo custodian.
Se reclina sobre el suelo, deslizándose de espaldas al muro. Una cucaracha rojiza y brillante que ronda la pared de bambú se le sube al hombro y hace oscilar sus apéndices, como si esperara alguna atención de su nuevo cliente. El rehén se la quita de encima de una sobria sacudida. Laura se limita a sacarse el puro de la boca y sonreír.
— Bien soldado déjenos solos, y siga usté con sus deberes.
— ¡A la orden de mi comandante!
— Ah y cierre bien la puerta. No vaya a colarse una “chají.”
— ¿Qué es una “chají?” Pregunta el rehén por primera vez demostrando curiosidad.
Ella, con el pantalón de miliciana subido hasta el muslo, se observa una herida supurante en la rodilla. Alza la vista, lo escruta con atención, y le pregunta.
— ¿Cómo? ¿No las ha visto? Son serpientes, unas viboritas verdes y venenosas. Si te muerden no la palmas, pero estás listo una semanita.

El rehén traga saliva, siente sed, no dice nada. Aún no se decide. Aunque de golpe, desbordado por la abrumadora impotencia, deja escapar.
— Ya…Y entonces ¿qué de aquel chamaquito que murió ayer después de siete días? Qué me dice ¿Eh?
— Habla usté de ¿Pascual…? Responde ella inquiriendo. Mientras se estudia la herida, lo mira de pasada y añade.
— ¿No se ha fijado aún? Son niños. ¡No hombres! Los mandan sus papás. Pobres, pero orgullosos de enviarlos aquí para que venguen las masacres que los paras y los militares causan en las familias de los pueblos. Y mueren igual que ¡lagartijitas peladas al sol!
Levanta la vista un segundo. Un destello de desesperación envuelve su semblante.
— ¿Quiere que la ayude con eso?
— Cómo… Usté sabe.
— No. No soy doctor si se refiere a eso. Pero ejercí de Auxiliar una temporada.
— Ya… ¿Dónde?
— En una O.N.G. en África. Y continúa.
— Si me libera a lo mejor...
Ella lo mira en silencio. Él añade.
— Sé lo que piensa. ¿Cree que nací para ser héroe?
Laura se acerca hasta él y le dice.
— A ver. Dese vuelta. Pero no traté de...
— ¡No! No lo haré. No estoy loco.
Saca la llave y abre la cerradura.
El rehén profiere un estruendoso bufido y se frota las muñecas con ganas.
— ¡Vaya! Las tenía tan dormidas como dulces angelitos.
Ella lo mira con desconfianza. Le apunta con el revolver.
— No se vaya a mover o…
El rehén vuelve las palmas de las manos y sonríe nervioso.
— ¡Calma mujer…! No pienso mover un dedo.
— Mejor me llama Comandante ¿eh? Puntualiza ella, molesta.
— Bien… Comandante. ¿Quiere que le ayude?
— ¿Puede?

El rehén, poco a poco, se incorpora. Su cabeza roza el techo de la choza. Se frota las palmas.
— Vamos a ver, dice.
Ella, con temor, le ofrece la rodilla a la vista.
— Oh, oh, está infectada. Podridita de gusanos…
— Eso ya lo sé. Dice ella.
— ¡Calma! Las he visto peores. No será preciso cortar, je…
— ¿De qué se ríe? Pregunta ella irritada.
— ¿Yo? De nada. Pero sabe. Es la primera vez que en lugar de llorar me río en un mes.

Ella sonríe y su rostro deja translucir una belleza secreta, casi olvidada. El rehén se detiene un instante y la contempla con admiración.

— ¿Qué mira? ¿Acaso tengo pelos en la lengua? ¿Soy tan fea?
— No. Usted es… Hermosa.
— ¿Ah sí? No me diga. Y qué me va a pedir ahora ¿Un salvoconducto?
— Exacto. ¿Cómo lo sabe?
— Todos lo hacen. Todos se declaran inocentes.
— ¿De verdad?
— Sí. Y trabajan para los capitalistas. ¿Usted también lo hace?
— ¿El qué? Trabajar para…
— Los capitalistas, sí.
— Venga…
— ¡Comandante!
— Comandante no me salga con esas ahora. Sabe tan bien como yo que su causa está perdida de antemano.
— ¿Lo ve? ¡Usted también apoya al capitalismo!
— No. Yo soy ciudadano del mundo.
— ¿Qué…? ¿¡Que tonterías son esas!? ¿Ahora dicen eso?
— Si, debería usted estar conectada al mundo, mi comandante.
— Se refiere a todas esas porquerías. A Internet, la televisión, y esos trastitos que maneja el capitalismo para tenerlos a todos seducidos como a ovejas. ¿No?
— Bueno, yo opino que no son malos… ni buenos. Pero están ahí, sí. Y los utilizo.
— Pues yo no, ni pienso. ¡Se entera! Yo amo a Fidel y al Che.
— ¿Fidel? Si... ha hecho cosas buenas pero también las hizo malas. En cuanto al Che era un idealista y lo mataron sin conmiseración. ¿Quiere morir usted igual?
— ¡Y por qué no! Él era un luchador. Será un honor para mí morir defendiendo la causa. Además, yo no soy como usted.
— ¿Y cómo soy yo?
— ¡Bocazas! Te crees muy listo, chavón.
— Y lo soy ja… Mire su herida. Ya está limpia y curada.

Laura abre los ojos como ascuas. No puede dar crédito. Con apenas cuatro cosas el prisionero ha hecho una obra de arte en su herida.

— Bien. Dese vuelta y ponga las manos a la espalda.
— Por cierto me llamo…
— ¡Sssshh! No. No quiero oír su nombre ni en pintura. ¿Entendido?
— Pero…
— Vas a ver chavón.
— ¿Que es esto? ¡Qué hace! No puede…

Lo empuja hasta el camastro. Lo arroja boca arriba y lo desnuda de mitad para abajo. Con apuros ella se quita las botas se baja el pantalón y se despoja del jersey. A continuación se pone a horcajadas sobre él mientras exhala, se deja caer y lo besa con ardor, al tiempo, percibe el calor en su interior y gime demostrando placer y ansiedad. Se inclina de nuevo sobre él cubriéndolo con sus cabellos y lo besa. Comienza, primero despacio, saboreando el sabor de su paladar, luego cada vez más rápido hasta que ambos se buscan con desesperación, como si desearan succionarse. Repiten la operación varias veces, con descansos de diez minutos o más, hasta caer exhaustos.

Al amanecer Laura despierta. El rehén yace a su lado despierto y la contempla, le dice.

— Sabe Laura... o como quiera que se llame. ¡La amo!

Ella lo mira asustada. Se incorpora y camina en la penumbra. Tropieza con sus botas de miliciana, tropieza con el balancín. Está nerviosa y descentrada. ¡Ya no sabe donde ha puesto las cosas! Un gemido interno, doloroso, empieza a fraguarse desde el interior, en sus entrañas, hacia un remoto exterior, se siente sin fuerzas, percibe su frío tacto en la oscuridad y lo toma.
Después va casi de un salto hasta donde está el rehén le da la vuelta bruscamente, le apunta a la cabeza y dispara.

Afuera, se oye la voz del camarada Teragua inquirir con tranquilidad.

— Comandante… ¿Cumplida sentencia?
— Sí… soldado. En una hora quiero el informe, responde ella.

Y a continuación, con lágrimas brotándole como fuentes sin sentido, sin dejar de contemplar al rehén que la mira aterrado, le libera las esposas. Lo empuja hasta la puerta de atrás, abre, y mostrándole la selva, le susurra.
— Debe correr hacia el valle. Abajo encontrará a los militares. Acérquese con prudencia, no sea que se les escape una bala…
Agradecido, él comienza a decir algo. Laura lo interrumpe.
— Una sola palabra y es hombre muerto. ¡Váyase! Corra, vuele, desaparezca…
Luego cierra la puerta, se apoya sobre su marco y con ojos llorosos, murmura.
— Hasta pronto, muy pronto, Pedro, Luis, Jaime, Rodrigo, Carlos, Silvio… o como quiera que se llame usté…


José Fernández del Vallado. Josef. 2005. Arreglos, mayo 2010.
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domingo, mayo 16, 2010

Días de fiebre y delirio.


He pasado dos días con una fiebre de cuarenta; percibiendo como la vida y mis fuerzas se me escapaban por el bajo vientre de la diarrea que he sobrellevado.
La vez que estuve nadando cerca de los lobos marinos en Paracas, si no me mordieron, fue porque puse peor cara que ellos. ¡Dios! El agua estaba tan fría. Al salir no se me ocurrió otro remedio que exponerme dos horas al sol y la combinación frío-sol, fue como si una bomba impactara en mi línea de flotación.

Hoy, maltrecho, pero casi recuperado, siguiendo un tratamiento de antibióticos, viajo al distrito de Marcona; y no voy solo. A mi lado está Ana, mi querida Ana; enfermera y salvadora. Además, es un placer no encontrarse solo haciendo frente a un desierto que mediante su sola aridez, impresiona.
Son cerca de las siete de la tarde y la oscuridad comienza a afianzarse. El autobús desciende las laderas de una loma y la claridad de lo inhóspito en la penumbra resulta tan transparente que puedo presenciar los contornos de la inmensa explanada, y no finalizo de asombrarme ante la cantidad de espacio inhabitable que todavía escapa a las manos del hombre. Y, sin embargo, más allá, descubro las flamas anaranjadas y azules de los yacimientos de cobre y hierro que, alimentados por capital Chino, florecen en el desierto.

San Juan es una ciudad, en cierto modo, similar a las del antiguo Oeste americano. Repleta de mineros peruanos que viven en el interior de unos barracones de apenas cuatro metros por doce y ni un solo chino; ellos son los jefes pero apenas salen de la mina. ¿Donde están y qué hacen? Ignorar el mundo que les rodea. Todo el abastecimiento en recursos y alimentos les llega importado desde su país. Resulta evidente, mediante su política discriminatoria, el odio que se han granjeado se deja sentir de inmediato. Ni un solo habitante de San Juan habla bien de ellos. Alegan que se llevan toda la materia prima a Asia, y no dejan nada a cambio; es decir, una mínima ayuda para hacer más confortable y rica la zona. Lo malo es que nada de lo que dicen es irreal o inventado, son gente increíblemente honesta y cordial.

Hay una serie de locales donde alimentarse resulta tirado; e incluso, un mercadillo funciona a destajo algunos días de la semana.
Agotado, o más que nada deshecho (todavía temo que mis intestinos se desintegren) entro en el diminuto negocio que Ana escoge para los dos, nos acomodamos, y antes de que pueda negarme estoy degustando un agrio pero a la vez delicioso cebiche de pejerrey.
Después vamos al hotelillo donde nos hospedamos, y algo más tarde, nos mezclamos entre el ligero barullo de un festejo que organizan en el pueblo. Me presenta a su hermano; trabaja en la mina y no es precisamente hablador. Por último, agotados tras bailar y reír nos vamos a ¿dormir? No, para qué...

Al día siguiente decidimos ir a Nazca; queda hacia el norte. El día anterior, viajando desde Ica, pasamos al lado de la famosa explanada donde están las líneas, pero era al atardecer, y como es lógico el autobús de pago no se detuvo.
¿De qué forma viajaremos? Lo decide Ana, que se las sabe todas. Sencillo, en un viejo y maravilloso Buick Intercontinental de los años cincuenta. ¡Y vaya! Me doy cuenta enseguida. Montar en un cochazo así es casi lo mismo que subir a un avión.
Más adelante le propongo alquilar una avioneta, pero aparte de que el chófer del Buick nos informa de que salen por un ojo de la cara, ella no parece decidida a volar. Y lo que quien me ha salvado la vida dictamina, se cumple. La alternativa resultante es detenernos junto a un mirador desde el cual, bien que mal, mis expectativas resultan complacidas. El viaje de regreso es incluso más espectacular que el de ida. El Buick, averiado, nos deja tirados en medio del desierto.
Hacemos auto stop y nos recoge un trailer impresionante manejado por un camionero agradable.

Una noche más y parece que mi estómago vuelve por sus fueros. A la mañana siguiente, tras una velada sin desperdicio, viajamos a la costa. Bueno, en realidad ya estamos en ella. En San Juan, en su Bahía de San Nicolás, se encuentra el puerto interoceánico utilizado para el transporte del mineral.
De todas formas Ana me comunica sonriente que en la zona hay magníficas playas desiertas donde bañarse.
Alquilamos un taxi por horas y según nos abrimos paso por caminos sin asfaltar – casi para 4x4 – me doy cuenta de la inmensidad abandonada de costa que existe en El Perú.
Al fin, abriéndonos paso entre la polvareda amarilla del camino, en medio de un día brillante, con un cielo azul oscuro extraordinario, el coche se detiene en un lugar determinado. Pagamos al chófer la mitad de lo convenido y concertamos un plazo de cinco horas para que vuelva a recogernos.

Caminamos un par de kilómetros hasta escuchar el murmullo precioso e inquietante de las rompientes. El graznido de las gaviotas y algunos... ¡albatros! Conforman el panorama de una playa salvaje y misteriosa que de pronto surge ante mi vista.
De forma espontánea mi estómago está limpio y curado, Ana envuelta en un vestido de suave tela azul parece una ninfa oceánica, el agua en cambo sigue estando ¡helada! y las olas revueltas, parecen garras prestas a devorarnos.

Resguardados por la sombra protectora de una roca, dejando que el olor de la sal y las algas marinas nos impregnen, nos tumbamos boca arriba en la arena y nos relajamos hasta caer en una siesta apenas interrumpida por unas veces breves y otras, pausados besos de amor y placer que por unos instantes me hacen olvidar mi condición de débil y terreno ser humano. Me encuentro en el Perú de las multiplicidades: de las selvas impenetrables, de los picos como atalayas, donde florece el lago más alto del mundo, y existen volcanes y seísmos terribles. Estoy en el arisco y hermoso Perú.


José Fernández del Vallado. josef. mayo 2010.
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sábado, mayo 15, 2010

Mirada al borde del tiempo.

Hoy traté de buscar lo que encontraba mi hermano. Recorrí una vez el sendero, dos… y no pude. El silencio de la naturaleza continuó dominando, y enturbiando mi cerebro. Es posible que me esté comportando de una manera absurda, pero no pude olvidar que junto a él el ecosistema cobraba un sentido más amplio. Todo estaba vivo, moviéndose, y a cada paso que dábamos hallaba un nuevo ser.
Ascendí con dificultad hasta la lejana y escondida pradera que inventó para mí.

Busqué en la charca a la familia de serpientes acuáticas que descubrió y no las vi. El pito real no horadaba ya el pinar, tampoco el misterioso eco del cuclillo proclamaba su jactancia en el laberinto de altos piñoneros. Hacía un viento seco y lúgubre que obligaba a los árboles a quebrarse hasta emitir un murmullo suplicante que se extendía por el valle y se perdía en la misma línea del horizonte…


Traté de buscar lo que queda de mi hermano porque sé que está allí, en el lugar que más le agradaba. Me senté en el silencio de una roca y permanecí congelado durante más de dos horas.


Quizá todo radique en superar mi miedo a saltar el trampolín, a subir al árbol, a encaramarme a las rocas más altas. Él lo hacía y yo iba tras él…
Lo recuerdo en la piscina, elevado en lo alto de la palanca de cuatro metros con los brazos extendidos presto a saltar, como si supiera que era capaz de volar, riéndose, sin vértigo a la vida. Lo recuerdo tomando a una víbora entre sus manos con satisfacción, sin temor a ser mordido por el árido ser. Lo recuerdo cocinando una paella, conduciendo vehículos, nadando, corriendo, dominando con su voz a un coro admirado de gente. Lo recuerdo siempre en acción, tal vez por eso cuando él se movía a su alrededor hasta la misma naturaleza se ponía en movimiento. Tal vez por eso vivió poco tiempo pero con el doble de intensidad. Tal vez por eso, por no creer en la naturaleza, y por que soy un pensador deliberado yo no sé encontrarla, o ella no desea venir a mí.

A última hora de la tarde seguía sin percibir nada nuevo y oscurecía. Me incorporé y cuando me dispuse a irme, algo, no distinguí bien el qué, pasó a mi lado moviéndose con gran rapidez. No pude verlo pero lo presentí y supe que eso estaba ahí, que había estado observándome. Soy un escéptico y tampoco busqué soluciones sobrenaturales simplemente lo supe, aquello había estado merodeándome todo el tiempo.

Me puse en marcha y cuando me iba, de golpe, igual que si abres una puerta y te entra de sopetón el olor de una estancia, se desencadenó un fugaz vendaval sobrecargado de fragancias y entonces por unos instantes mi sentido olfativo dejó de ser inoperante y la naturaleza de mi hermano regresó a mí en toda su intensidad: con su aroma a tomillo, a jaral, a resina a brezo, hongo, musgo, corteza, pinocha, retama… a bosque. Sólo duró unos instantes pero pude oler de nuevo los secretos que el entorno escondía desde mi juventud y supe que quizá todo ocurriera porque ya no me considero joven. Y entendí que estaba cometiendo un grave error pues no es la edad, creada por nosotros, quien dicta como hemos de sentirnos y actuar sino nuestro interior.

A la mañana siguiente nada más despertar en el chalé donde tantas veces dormí con mi hermano escuché un redoblado y rítmico golpeteo. Abrí la ventana y me recibió un día nuevo y soleado. Lo descubrí frente a mí. Situado sobre uno de los piñoneros del jardín, ostentando su penacho escarlata, un hermoso pito real picoteaba la corteza del árbol sin descanso…

Dedicado a mi hermano Pablo en el XVII aniversario de su muerte. 15/05/1993.


José Fernández del Vallado. Josef. Febrero. 2007. Arreglos 2010.
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jueves, mayo 13, 2010

Auto investidura.

Aquel verano hizo un calor espantoso. Sofocadas, las cucarachas salían de las tuberías e iban a refugiarse debajo de la nevera. Lo malo, que las ratas también salían del alcantarillado e iban a cobijarse, precisamente, en el portal de mi casa.

No ligué demasiado. Entre la menstruación, el calor y las vacaciones, las mujeres andaban mustias y no estaban para estúpidos devaneos. Resultaba difícil caminar por las calles sin acabar pringado del alquitrán derretido de la calzada, aunque no quedaba otra; además, empezó a hacerse complicado respirar.

Cuando el calor alcanzó los 50º C, despavorido, todo el que no sucumbió, dejó la ciudad para viajar a la playa o a la montaña.

Yo me quedé. Si hay algo que de verdad me aterroriza, es salir de la ciudad.

Un día, al viejo del supermercado se le rompió el aire acondicionado y falleció sofocado.
No tuve que volver a preocuparme por el tema de la alimentación. En cambio, sí por el de la diarrea y los líquidos.
Por las noches salía, me daba una vuelta y disfrutaba. Al encontrarse desocupados y sin luz los edificios más altos de la ciudad, de nuevo era posible apreciar la belleza de las estrellas. Sin embargo, incluso las noches más frescas eran también sofocantes.

Cuando el termómetro estalló tampoco tuve que preocuparme por el calor, y el termómetro. Obviamente, superaba los 50ºC.

Una madrugada me decidí por hacerlo. Tomaría el control del país. Puesto que había un vacío de poder me decidí a restablecerlo.

Llegué ante las puertas del Parlamento en la Carrera de San Jerónimo. Encontrarlo sin vigilancia no me extrañó. La autoridad solo es efectiva mientras el poderoso se encuentra a salvo, cuando las cosas se ponen feas son los primeros en huir... ¿como ratas? No. Incluso las ratas son más valientes; se habían quedado...

Entré en la sala de los diputados esgrimiendo una metralleta que encontré en la caseta de vigilancia (también abandonada) y efectué unos disparos al techo, tal como hizo cierto golpista de renombre.
Me subí a la tarima, saqué los folios que había preparado, y enfurecido ante la inoperancia de mis congéneres, proclamé mi discurso revolucionario.

Terminé sudando a borbotones, cuando amanecía. Me acomodé en el escaño del Presidente y me dispuse a ejercer mis funciones. El poder envilece, pensé nada más asentar mis posaderas en la butaca.
Mi mandato apenas se sostuvo. La última frase que salió de mis labios mientras me asfixiaba debido al aire casi en combustión, fue: ¡Viva el pueblo!

A las nueve de la mañana, incapaz de soportar el brutal arranque de calor, convertido en emulsión pastosa, mi cuerpo de Presidente discurrió escaleras abajo...


José Fernández del Vallado. josef. Mayo, 2010.
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