martes, octubre 26, 2010

Una experiencia...

Fotografía tomada por el Autor del texto


El avión Aterriza. El azul del cielo me transporta a un desconcierto de 38º C y noventa por ciento de humedad. ¡Me aso! Me dijeron que se trataba de un edén. ¿Qué clase de nirvana es este? donde muerte y vida se abrazan con fervor en disipación enfermiza.


La barcaza larga y estrecha, constituida de un mismo tronco, con el techo de pajizo me aguarda aprisionada entre otras. ¿Estoy cometiendo otra locura brillante de mi vida?: Voy a la selva. A contrastar mi pasado inventado en fantasía con realidad fascinante.

El río Amazonas es interminable y abierto. Sus aguas son de tonos azules, marrones, ocres, sangre...; cambian constantemente de apariencia, igual que sus remolinos. El bullicio de las motoras... ¿Esperan algún acontecimiento que las propulse al desierto vergel? El azul del cielo me enseña crédula, su inocencia, ¿dónde está el peligro?

Me embarco, somos cinco, no hay marcha atrás. Claro que ¿alguna vez dije que fuera a retirarme? Soy el primer interesado en llegar hasta el fondo de la cuestión, si es que esto se trata de una cuestión, cuando es más bien un negocio. Lo iré delatando. Han transformado la selva en industria. Pero ella nunca quiso ser negociante; es una caja que encierra y reparte maravillas en dosis desmedidas y aleatorias; sigue siendo, por un lado frágil, y por otro irreverente, mortal de necesidad.

El primer día es de camelo. El guía nos enseña – no lo que intuyo – sino una parodia. Los indígenas: ¿Yaguas? ¿O Yaguas disfrazados? abrazan el sistema monetario con ardor. ¿Queda lugar y tiempo para la selva?, me pregunto entonces. Jorge Luis, el indio moderno e inteligente que nos dirige, adivina mis pensamientos y ¿decide llevarme a un lugar al que no irán los demás o está pagado de antemano? Allí estaré unos días a solas, con él... y por primera vez en mi vida me creeré realmente el cuento de la selva.

La cabaña es austera, pero suficiente. El calor me hace percibir y exprimir sensaciones con un sufrimiento desconocido y revelador, y el volumen de la jungla, los sonidos se oyen como expulsados por bafles modulados. Me doy cuenta al instante, no necesito más melodía que la de la vida que la ocupa. Estoy asediado por habitantes desconocidos que a su vez desean, no sólo observarme, sino explotar mis sustancias vitales.

Un paseo en barca al anochecer por el río Yanayacuy el segundo día me hace partícipe de una revelación inquietante: Estoy en un escenario, pero... ¿de qué clase es, y qué objeto tiene semejante marco? La siguiente noche me encuentro ansioso por internarme tras los bastidores del follaje y descubrir su ingrediente.
Al día siguiente, Jorge Luis y Jhon, dos guías harán realidad mi anhelo cuando, tras una caminata cercana a las dos horas y empapados en boscaje, me revelen un escenario que acaba por desmontar mi incredulidad y rendirme a la vida: Observo y navego en una frágil canoa sobre un lago rodeado de maleza. Por una vez la sintonía de la naturaleza me acompaña en su integridad. Sin otras voces que las nuestras, claxon, ni rumores de fondo de maquinaria o civilización. ¡Dios! Estoy tan putamente acostumbrado a convivir con la civilización que por un instante la jungla me parece desierta, cuando no es así. Basta prestar atención y su sinfonía se despliega. Es tranquila, preciosa. No sería lo mismo estar perdido y sin la aplacadora compañía de mis guías. Ellos me enseñan algunas trampas, a veces mortales, que encierra con celo un hábitat en el que el ser humano está acostumbrado a tomar sin dar nada a cambio, un medio ambiente que hasta ahora se ha defendido con éxito de sus atacantes, pero aunque lo intenta y se cobra el precio de: malaria, fiebre amarilla, dengue, etc...; es también, como tantos, incapaz de vencer a la plaga humanidad.

José Fernández del Vallado. Josef. 25/10/10.
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