martes, noviembre 30, 2010

Aterrizaje en Iquitos. Sigo Adelante.

domingo, noviembre 28, 2010

Terremoto. Sigo adelante.

Trato de razonar lo que sentí aquella madrugada a las tres y media, cuando desperté dentro de mi habitación en aquella ciudad del desierto.
Me observo a mí con perplejidad y desconcierto, mirando con pasmo el bamboleo de las paredes del apartamento. Todo parecía ondularse a un ritmo acompasado y febril: La cama, el suelo, los muebles. ¿Acaso estaba en un buque? Y el ruido; similar a un gorgoteo subterráneo. Absolutamente todo moviéndose con frenesí en el umbral del descalabro; y yo, con ambas manos crispadas sobre las sábanas, los ojos incrédulos y los pies titubeando.
La cuestión es que no sentí miedo, en realidad no me dio tiempo siquiera a experimentarlo. Luego supe que si el seísmo hubiera sido según la escala Richter, unas décimas más enérgico, quizás hubiera fallecido con una expresión de estupefacción grabada en mi semblante.
Sin embargo la oscilación se detuvo. Me asomé a la puerta y escuché. No se oían gritos de pánico ni ruidos anormales, todo parecía seguir una pauta preconcebida de antemano. Era un silencio de miedo y muerte. El silencio que crea la oscuridad para llevarse a los débiles y a los peor preparados. Así sucede en esos lugares del mundo donde la pobreza es sinónimo de muerte; sin atenciones ni ayudas.
Tuve un mal presentimiento. No sabía cómo había llegado a instalarme en aquella ciudad del desierto, aunque tampoco anhelaba quedarme en aquel hotel por más tiempo y más tras observar las grietas que el temblor había causado en sus muros y tabiques.
Salí apresurado, en bañador y chanclas, un polo y la mochila a cuestas. En recepción, por sorpresa o de forma premeditada, no había nadie. Escapé hacia afuera y nada más surgir del inmueble los vi. Todos, o casi todos estaban ya fuera. Situados a razonable distancia proferían gritos de pánico y lloraban presas del miedo y la histeria. Algunos, entre los que se encontraba el recepcionista, me felicitaron, ya que realmente acababa de nacer, me comunicaron con aire solemne, pues el edificio estaba en muy mal estado.

Hacía un frío impresionante por la noche en aquel desierto – ciudad; supongo que lo mismo sucede en los demás lugares. ¿Alguna idea sobre a donde ir? Estaba vivo luego, excepto seguir adelante con aquel viaje disparatado, no se me ocurrió nada mejor...

Durante unos instantes pensé en presentarme en casa de mi amiga, antes novia y muy querida, aunque por aquellos tiempos se había transformado en una mujer ocupada en sacar adelante a sus hijos. Deseché la idea cuando supe que estaban a salvo; pues me llegó un mensaje de su sobrino interesándose por mí. Además, estaban acostumbrados a esa clase de vida. Si es que es posible acostumbrarse a vivir aguardando con miedo e impotencia el golpe traidor de un próximo temblor.
En cambio yo, debía seguir adelante. Había otros lugares, me esperaban, y no había tiempo que perder. Más tarde volvería sobre mis pasos y me reuniría con mi amiga.

Tuve suerte en la estación de autobuses. Algunos salían de madrugada con destino a la capital. De modo que me embarqué y antes de ser consciente de mi estrella, una joven y preciosa peruana se acomodaba a mi lado.
— ¿A dónde vas? Me preguntó.
— A Lima, le dije molesto y sin ningún deseo de hablar.
— Ah. Yo a San Vicente de Cañete. Lo conoces.
— No.
— Ya... Lo suponía. ¿Extranjero verdad?
— Sí...
— ¿De dónde?
— ¿Acaso eso tiene importancia a estas alturas?
— No, no por supuesto. ¿No te habrás irritado? Me preguntó mirándome con preocupación.
— Oh, no, para nada. Es que lo del terremoto no solo me preocupa, también me ha desconcertado del todo. Es algo... tan extraño…
— Sí, son ondas sísmicas. Es como un oleaje terrestre. ¿Lo has percibido?
— Sí, así ha sido...
— Verás... El lugar al que voy es una pequeña población que se encuentra muy cerca de Lima .Necesito saber si todos se encuentran a salvo.
— Te comprendo, le dije. Yo en tu lugar haría lo mismo.
Y giré la cabeza con desconsuelo.
Nos dispusimos a dormir. Apenas había entrado en un leve sopor cuando sentí sus brazos rodearme. Abrí los ojos, me miraba fijamente. Me dijo.
— ¿Cansado de estar solo?
Asentí. Y la oí decir.
— Yo también.
Cerré los ojos y percibí sus labios presionar sobre los míos, su lengua al acariciar mi paladar y fundirse con la mía; comenzamos a besarnos. Mantuve los ojos cerrados, no deseaba abrirlos y estropear llenando de realidad aquel momento de ilusión casi irreal...

El viaje duraba unas seis horas, permanecimos tres reconociéndonos; luego nos dormimos. Después el autobús se detuvo. Oí gritar de forma repetida: ¡Cañete, Cañete, Cañete! Ella cogió su equipaje de mano y me dijo.
— Me llamo Chaska. En quechua significa: “La de cabellos largos y crespos.” Si quieres volver a verme, búscame en Cañete, suelo estar por aquí...
Besos... Le dije adormilado y con tristeza.
Me dio un beso y se marchó.

Cuando llegué a la estación de autobuses me senté con cansancio y de forma abstraída me fijé en una de sus paredes. Un cartel publicitario anunciaba: ¡Iquitos, la ciudad de la selva! Visite sus maravillas.
Lo cierto es que nunca se me había ocurrido que en el Perú hubiera selva. Cuando uno oye hablar del país en cuestión lo primero en lo que piensa es en Lima, el Altiplano andino, el Machu Pichu, y poco más. A continuación me enteré que Iquitos es la población más grande asediada de selva e inaccesible por tierra que existe en el mundo. En la ciudad viven unos ochocientos mil habitantes.
Tomé un taxi al aeropuerto. Y tres horas más tarde estaba acomodado en la butaca 17D junto a la ventanilla, con destino a Iquitos….

Continúa.

José Fernández del Vallado. Josef. 27 noviembre 2010.

A MIS LECTORES: Una de mis escritoras favoritas: Lauren Groof, dice: "Al fin y al cabo la ficción consiste en contar la verdad pero mediante mentiras."
Yo en cambio más bien lo veo así: La ficción consiste en contar la verdad y adornarla con un toque fantástico, pero nnunca una verdadera mentira. Puesto que muchas veces la realidad supera a la ficción.
Así pues este relato es en parte realidad y en parte ficción, pero nunca una mentira ni una absurda irrealidad. En sí se trata de nuestra existencia; sus reveses y fortunas... Así es la vida ¿no lo creeís?

Un abrazo.
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jueves, noviembre 18, 2010

En el altiplano. Mitificando la Mitología.

Estuve tanto tiempo vacío de cualquier sentimiento; vacío de pasión por escribir, de ilusión por vivir, pero sobre todo anhelando sentirme caliente y con vida entrelazado junto a una mujer, amándola. Odio esa fase de la existencia en que la fiebre de la sensualidad decae y uno se convierte en “añoranzas de un pasado que nunca existió,” o en cucaracha desganada que subsiste para alimentarse de los desperdicios que la miseria le concede. Puedo asegurarlo, muchas veces me odio a mí mismo, sobre todo cuando me transformo en un patético y asexuado ser que observa a las parejas con aversión y envidia ¿de qué? ¿De que puedan acariciarse libremente mientras yo permanezco prisionero de mi ilustre y marcial reputación? Me repugna ese estado de mi mismo, soy joven aún, y todavía bulle dentro de mí la llama del amor...

Y desde luego, no pensaba en sucumbir a la desidia y la abstinencia, ni siquiera encontrándome extraño. Estaba allí, a cuatro mil metros de altura, quizá un poco menos, en la cuna de la cultura quechua, y aunque me sintiera aturdido mis ojos no eludían las miradas bien intencionadas o mal intencionadas que ciertas jóvenes indígenas me dedicaban. Estaba claro, yo era su objetivo, el forastero rico, y me sentía complacido por ello. Para ellas juntar varios soles al día ya era un milagro, pero ¿y si mediante un golpe de suerte lograban cincuenta o cien soles? Qué suponía ese dinero para mí. Nada. Y, además, cuando estuve en otro continente lo hice sin reparo con algunas diosas de ébano, hasta el punto de caer rendido, fue algo genial y excitante. Luego ¿cómo dejar escapar la ocasión de experimentar el placer de fusionar mi semen con sangre de una raza antigua y noble altiplánica?

Lo sé, puedo llegar a ser despreciable. Pero lo que voy a contar es la inmutable realidad de lo que sucedió en Puno, y no lo que podría haber sucedido.

A mi regreso relaté a todo el mundo que mientras yo aguardaba en el hotel, el pardillo que me acompañaba lo pasaba bomba tonteando con unas bellezas locales. Y así fue, pero no es del todo cierto. Yo también disfruté aquella noche. En realidad, sin saberlo, mi subconsciente aguardaba a que él despejara el camino. Éramos tan diferentes. Él, un joven salido de la nada, y que por obra mía por primera vez conocía su nación, sus misterios y poderes ocultos. Yo en cambio, era un viajero solitario, que siempre supe rodearme de las mujeres adecuadas en los momentos idóneos.
El hecho es que podía haber encargado al servicio que me hicieran el favor de subirme a una prostituta a la habitación, y asunto resuelto. Si los imperialistas del siglo XXI, los turistas norteamericanos lo hacían, por qué no iba a hacerlo yo. La cuestión radica en que no soy tan soez y prefiero llevar las cosas a mi manera, con discreción, no me agrada que más tarde ciertos imbéciles se rían a mis espaldas, aunque eso tampoco hiere ni debilita mis sentimientos.

Descubrí la salida de servicio del hotel aquella misma tarde, cuando bajé a registrarme. Pregunté por los servicios, seguí a un mozo que desapareció por un pasillo al fondo de un lujoso salón que exhibía paredes decoradas con planchas antiguas, las que pesan un quintal, y las que seguramente sirvieron además de para su utilidad para solventar la situación conyugal de unas cuantas parejas de inocentes... O quizá no tanto.

Eran las diez de la noche cuando salí. El mozo de recepción ni me olió. En cuanto a mi compañero me había dejado sobre las nueve. Me dijo que regresaría al hotel en unos instantes, yo en cambio sabía que no volvería de inmediato. Le había oído masturbarse las últimas dos noches en el baño y sagazmente le presté unos soles de más. De modo que estaba listo; y yo también.

Cualquiera que no haya visto Puno será incapaz de imaginarlo. Más que una ciudad es un laberinto de colinas como terrones de azúcar negrita que se desgranan hasta el lago Titicaca. Por la noche está muy, pero muy oscuro. Y además hace frío. De modo que lo mejor que uno puede hacer es ponerse un chullo (clásico gorro del altiplano), un abrigo arropado que te cubra de los pies a la nuca, unos guantes de piel de llama, sin olvidar que te encuentras a 3.827 metros de altura, y hacer esfuerzos indebidos puede resultar aventurado.

Me puse en marcha. Sobrepasé la Plaza de Armas y me interné en los aledaños de la calle de Lima, bordeándola, no deseaba que cualquier mirón se fijara en mí; se trataba de pasar inadvertido. De pronto me di cuenta, estaba en la Avenida del Puerto. Lo recordé de repente. Ese medio día el conserje del hotel nos recomendó no recorrer esa calle, sobre todo – insinuó – por la noche, podía resultar peligrosa. En cambio yo me sentí a gusto y tranquilo, como si estuviera en un lugar conocido; hasta el momento no había advertido más inseguridad que la que me inducía el hecho de imaginar al autobús despeñándose por un terraplén de los que ascienden al altiplano. Me agradaba depender de mí mismo, ¿quería eso decir que ya era adulto y racional? No estaba claro. Pues en mi historial contaba con unas cuantas heridas de arma blanca por estar donde no debía en el momento más inadecuado. Me sentí confuso y mareado. Quizá fuera el mal de altura o la decepción de descubrir que la oscuridad, una negrura total que me impulsó a preguntarme si habría un eclipse de luna, no resultaba tan peligrosa como todo el mundo imagina, pues el hecho de ser temida empuja a la multitud a evitarla de la forma que sea.
Doblé un chaflán, al otro lado de la calle había un local sombrío como una caverna, y encima estaba en obras. Duraron apenas un instante pero las escuché, se trataba de ¿respiraciones de sofoco? No lo voy a negar, pero inmerso en mi nube de silencio aquellos resuellos apagados se captaban como el fragor de un fuelle destemplado, y como por naturaleza soy curioso, caminando en silencio me adentré pegado a la pared. No deseaba que quien se encontraba allí descubriera mi perfil. Poco a poco mis ojos se acostumbraron al escenario y me revelaron el panorama. Cuatro hombres inmovilizaban a la víctima: una mujer, y daban cuenta de ella. La violentada estaba tan aterrorizada o tan agotada, que ni siquiera tenía fuerzas para gritar o siquiera moverse.
Tras unos instantes de desconcierto dieron fin a la cuestión y uno sacó una navaja. Lo vi claro, su intención era acabar con la vida de la desafortunada. Solo entonces, de forma impulsiva, intervine.
— ¡Basta! Déjenla en paz...
Tres de ellos farfullaron algo y sin siquiera echarme una mirada desaparecieron en las tinieblas. El cuarto, un ser maligno, no se arredró. Sostuvo el arma en sus manos y me plantó cara.
— Vete, le dije con voz temblona y sonora.
Su respuesta fue un jadeo ronco y entrecortado... nada más.
Sin saber evitarlo, murmurando un lenguaje que no recordaba haber pronunciado jamás, aunque tampoco me sonó ajeno, mi garganta articuló.
— Sinvergüenza. No escaparás esta vez. Soy Illapa.*
Nos separaban unos cinco metros cuando se abalanzó sobre mí. En caso de percance ya había previsto e incluso probado mi arma, pero no conté conque fuera a resultar tan impresionante. Saqué el pulverizador antimosquitos: Relec extra fuerte, situé el mechero delante, presioné y el reguero de un lanzallamas abrasó la cara del hombre. Se desplomó sin gritar, dando tumbos, no podía hablar. Aparte del rostro, tenía la lengua y la garganta abrasadas. Acto seguido mi actitud ¿me sorprendió? En absoluto. Impresionado ante mi nivel de agresividad lo rematé a patadas y pisotones, un ladrillazo de adobe resultó definitivo.

Me dirigí hacia la muchacha. Estaba sucia y desnuda, revuelta en el barro. Cuidadosamente saqué y desenvolví mis paquetes de clínex. En cuanto estuvo lista me encontré ante mí a una deidad indígena o ¿¡la hija del mismo Dios Viracocha!? Era... ¡bellísima! Exhausta, sus ojos almendrados y negros, me contemplaban extraviados en terror. Solo el hecho de examinarla me produjo un placer inexplicable, tan lujurioso, que antes de hacerlo pensé que con tal de evitar aquella mirada, prefería acabar con su vida. Pero no fui capaz, o algo me lo impidió. Sin contenerme, me abalancé sobre ella como el peor maleante y la besé y acaricié con lascivia. Cuando terminé me incorporé resollando. Ella ni siquiera me miró, había cerrado los ojos. Sin pensarlo deposité a su lado seiscientos míseros soles – una fortuna en aquel lugar – y huí como si me persiguiera el diablo.
Regresé al hotel sintiéndome sucio y miserable. Me di una ducha, me metí en la cama y permanecí dando vueltas sin sueño.
Un par de horas después la puerta se abrió. Inti* alzó los brazos y con voz alcoholizada, clamó.
— ¡Bravo! He encontrado chicas, chicas quechuas bellísimas. ¡Mañana saldremos con ellas!
Y se durmió.
Al día siguiente, Inti con resaca (de chicas nada) y yo con pánico y vergüenza, tomamos el autobús para Cuzco. Inti compró un ejemplar del diario: “Los Andes,” y como se sentía incapaz de leer, me lo entregó. Venía en la primera página. Decía así:

Misterioso “Criminal del Pulverizador” asesina al alcalde de Puno y libra de una muerte segura a su mujer, Doña Quilla.*
Según palabras de la esposa violentada, el ilustre Alcalde Señor Don Supay*, celoso de la relación – por supuesto inexistente – entre ella y Don Illapa,*(empresario textil) pretendía no solo vejarla, sino después asesinarla y....

Cuando terminé de leer me sentí mucho mejor pero permanecí pensativo. ¿Al mencionar al tal Don Illapa se referían a mí? ¿Me buscaban? ¿Cómo habían descubierto mi nombre de combate? ¡Imposible! No había dejado rastros, recordaba haber recogido meticulosamente uno tras uno todos los clínex con los que limpié a… ¿Doña Quilla? En cambio aquel nombre sí me sonaba... y de una forma sobrecogedora. Todo sucedió en unos instantes. Experimenté una sensación de descarga y entendí que de alguna forma había cumplido mi objetivo. Mi tensión interior se aplacó transformándose en relajante desahogo. Inti dormía placidamente, sus párpados despedían rayos de luz blanquecina. Oí la voz de Viracocha dándome su aprobación y me sentí tranquilo por fin. Tras un par de noches en blanco, mis ojos se cerraban, sentí un cosquilleo en mi entrepierna y volví a centrarme en el designio prioritario de mi milenaria existencia: ¡El sexo!

José Fernández del Vallado. Josef. Noviembre. 2010.

Supay:* (Dios Zupay) Es un demonio de la mitología Inca. Era a la vez el dios de la Muerte y el señor del inframundo. Fue la personificación de toda la maldad.
Quilla:* Era la diosa de la Luna, también hermana y esposa del Dios Inti e Hija del Dios Viracocha. Mitos que rodean a Mama Quilla incluyen que lloró lágrimas de plata y que los eclipses lunares fueron causados cuando ella era atacada por un animal. Era representada en la forma de una bella mujer y sus templos en el Cusco eran atendidos por sacerdotisas dedicadas de los Acllahuasis.
Illapa:* (Dios Illapa) :Considerado como “Gran Señor del fuego”, también recibió el nombre de "Libiac" su colérica figura se identificaba con un guerrero celeste que al sacudir su onda producía un estallido que ocasionaba fuego. Se cree que era enormemente apasionado.
Inti:*Hijo de Viracocha, Dios del sol.





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lunes, noviembre 15, 2010

¿Señal de buena fe?

Puedo ver a través de la cristalera del bar como lentamente el relente y la oscuridad de la noche van ganando el terreno que durante algunos años mi organismo ha perdido frente a la luz de la vida. Y, sin embargo, ahora, acomodado a la mesa frente a ella, la juventud y la belleza vuelven de nuevo a impregnar mi interior de un calor desconocido. Escucho expandirse su timidez oculta tras la coraza de su belleza, deseo que el tiempo no transcurra, y borre la magia de unos instantes inapreciables, tal como suele ocurrir a menudo. Soñé con una mujer como ella muchas… demasiadas veces, y hasta redacté incompleto, porque nunca supe terminarlo, un relato que representaba a una mujer similar.

Recién regresado del Amazonas, donde mi organismo necesitó purgarse de la basura adherida a su anatomía y arterias, me encuentro limpio y nuevo otra vez como no lo he estado en años, e incluso joven, una vez más.
Me aventuro en la charla con ella inquiriendo con precaución, sin dejarla de escrutar con disimulo, deseando no herir sus sentimientos o su sensibilidad, conocedor de que la magia – semejante clase de magia – a veces solo dura unos instantes. Observo en sus pupilas despiertas colmadas de felicidad y de sueños, y las entiendo: Las mías fueron iguales.
Decidida a dar el gran salto a la vida ha elegido mi piso, aquel que habité durante unos años de felicidad irracional pero sincera, antes de que todo dentro de mí se fragmentara.
Cometo entonces el error de comenzar a hablar de mi pasado. Pues cada vez que lo hago, descubro que en mi juventud hubo de todo pero también mucho descalabro y sobre todo, tinieblas. ¿Cuanto tiempo anduve perdido? Años...
Me callo y doy un sorbo a la taza de café.
Ella permanece mirándome con ojos de asombro. Su capacidad de discernimiento aún no alcanza a desentrañar que se puedan cometer semejantes reveses; pero la vida pese a ser corta da para mucho, y yo los cometí creyendo que era feliz, cuando cada vez era más débil y dependiente de mi propia e inestable fragilidad…

Me limito a sonreír, ella hace lo mismo. No estoy dispuesto a romper el encanto de la noche relatando historias fragosas. Tampoco necesito ver otra vez a un rostro precioso, llorar. En cambio, aquella sonrisa... cada mueca suya de alegría suponen diez recuperaciones de mi corazón; diez aspiraciones de aliento; diez nuevos anhelos de vida; diez recargas de creencia ante la incredulidad; diez esbozos de pasmo infantil en mi rostro; diez inocencias recobradas; diez regresos a mi más tierna infancia... diez…
De golpe me encuentro a gusto y reconfortado, y no deseo acabar mal una historia nocturna de edades distantes. Miro la fecha de su carné. Podría ser mi hija; la hija que no tengo...
Saboreamos los cafés mirándonos satisfechos. Existe algo más que cordialidad entre nosotros. Firmamos la señal, me entrega el dinero y doy por concluido el momento.
Fuera, el frío y la lluvia me devuelven a la realidad. Caminamos hasta su moto.
Mirándome fijamente S se detiene, y como si temiera romper la fragilidad del momento coloca sus manos sobre mis hombros, se alza y me da un suave beso en los labios. Luego, mientras se pone el casco, me dice.

—Descuida, tu piso está en buenas manos.

José Fernández del Vallado. Josef. Noviembre 2010.

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jueves, noviembre 11, 2010

Sobre la espesura de la vida.

Fotografías de José Fernández del Vallado.

Lo confieso. Antes de viajar a la selva – un lugar que de bello se puede transmutar en arriesgado – transcurrí muchas horas meditando cómo alcanzar de alguna forma el grado de liberación físico y espiritual que necesitaba. Me sentía oprimido. No sé si por los de mi especie o quizá por la insufrible rutina de una vida de escritor casero y solitario. Solo sabía lo siguiente. En España me encontraba desalentado, sin mecanismos que resolvieran una situación que se prolongaba demasiado.

Opté primero por viajar a Europa, pero por grandiosos que fueran, inmerso entre monumentos humanos, supe que tampoco iba a encontrar aquello que precisaba. Por eso escapé hacia un lugar donde probarme a mí mismo. No fue una huida, sino una puesta en marcha, un mirar hacia delante e intentar desentrañar como estaba el mundo y yo en realidad. Y descubrí sorpresas dolorosas: La pobreza, la devastación y el sometimiento al capital ante el cual el ser humano se encuentra abocado. Y hermosas: Hay en esos lugares cantidad de humanidad que a pesar de su miseria material, demuestran además de calidad humana, una enorme riqueza espiritual. Junto a ellos he aprendido a crecer un poco más, y a ser mejor. Entre otras me descubrí a mí mismo a mis apuestos cuarenta y tantos, y ahora sé con certeza algo que sospechaba: Soy vago, no tan ágil como suponía, pero conservo cierta juventud interior, y sobre todo tengo la estrella de haber tenido la oportunidad de vivir bajo la tutela de unos padres excelentes, y caminar durante unas cuantas horas por una selva extenuante a 40ºC, luchando contra el barro, las trepadoras y los mosquitos, contra los que por desgracia, no hay mucho que hacer, excepto sucumbir con estoicismo a sus irritantes picaduras.

La mañana que dentro de mí penetró esa especie de – llamémosla, sensación de euforia – no supe como aspirar la admirable simplicidad de su contexto. Estaba vivo y reformado. Y sin embargo apenas tenía conciencia de sentirme lejos de casa, y era así porque de alguna forma concebía que el océano de selva desconocida que me envolvía no me era tan ajeno, pues en cierto modo formaba parte también de mi hogar.

Jorge Luis, a mis espaldas, pescaba una tilapia tras otra, mientras que John delante de mí, hacía lo mismo. Y yo, con la caña entre las manos, me sentía incapaz de cesar de admirar el lago de aguas oscuras más misterioso y salvaje que presenciaba en mi vida. Estábamos en un lugar realmente deshabitado, a más de cien kilómetros del primer vestigio de civilización. Entonces me sentí explorador, pero actual, sin ambiciones y con un único deseo: Empaparme de imágenes y sensaciones, sin perturbar aquel entorno fascinante. Sabía que estaba ante un tesoro frágil, dejarme llevar por las nociones de mis guías era un placer; oler los aromas, respirar, y sentirme pletórico era lo mejor que podía hacer sin exponerme, dado que en la selva – alejado de cualquier lugar de socorro – un paso en falso marca la rúbrica entre continuar o dejar de existir. Dotados de una facultad admirable para localizar a insectos y animales disfrazados en la espesura, me advertían siempre con antelación, tomando sus precauciones ante, por ejemplo, el paso de las hormigas soldado, o la situación de un hormiguero de las hormigas más notables y temibles del mundo (de unos tres o cuatro centímetros) poseedoras de una mordedura que en instantes te contagia una fiebre de 43º C. Me enseñaban arañas tan voluminosas como un puño en sus madrigueras; un conjunto de murciélagos hematófagos – se alimentan de la sangre de algunos mamíferos, entre ellos el hombre – resguardados bajo la corteza de un árbol. Jorge Luis, el guía más notable, un indio distinguido y casi aristocrático, me explicaba como las hojas de una planta poseen las propiedades del yodo; las secreciones de otras sirven de protección solar; tomó dos frutos exactos, unos eran mortales y otros comestibles. Algunas variedades de plantas y en especial una enredadera, se utilizan como antídotos; otras para cosmetología o como estimulantes, etc... Encontrarme insignificante bajo la Ceiba, el árbol gigante de la selva, me dejó impresionado. Aunque en realidad te topabas con especímenes espléndidos en cualquier rincón de aquel laberinto de vergel.

Aquél día fui partícipe de una clase muy importante, o si no, según mi baremo, la más significativa de mi vida. La mayoría de las lecciones que algunos profesores impartieron a lo largo de mi juventud fueron siempre teóricas, en cambio, no hay nada como una clase práctica en el escenario más espectacular, poblado de vida no humana.

Cuando nos despedimos Jorge Luis me dijo sonriente:

“José, tienes que volver. Cuando vuelvas iremos más profundo todavía.”

Ahora sé a qué se refería. No consistía en llegar más lejos como pensé en un principio. Eso es algo tan sencillo como remar hacia delante sin un lastre que te impida avanzar, pero con los ojos vendados. Él en cambio hablaba de profundizar, con el debido respeto, en la visión de ese entorno tal como aún hacen e hicieron siempre los indígenas, y como se lo enseñaron a él desde niño. Por eso a mi manera de ver era un guía excelente, porque protegía por encima de todo a las comunidades indígenas que pueblan la selva, y a la vez, trataba de transmitirnos su forma de ver:
La selva como un organismo vivo y sensible.

Lo recuerdo embarcando sonriente en la curiara:* Barcaza indígena hecha del tronco de un árbol.
Levaba dos días con fiebre, decía que era la gripe. Luego supe que, debido a su trabajo, había contraído tres veces la malaria.
El último día lo descubrí leyendo afiebrado. Curiosamente llevaba conmigo el libro de Joseph Conrad: El Corazón de las Tinieblas. No pude evitar regalárselo. Pensé que antes que yo formaba parte de su vida, él es un hombre de la selva, y yo tan solo un enamorado de aquel paraíso a veces infernal.

José Fernández del Vallado. Josef. Noviembre. 2010.
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lunes, noviembre 08, 2010

Entre Puno y Cusco: Altiplano.

Hace una mañana gris y el autobús no se detiene, ¡vuela! Atraviesa los páramos de altiplano y del tiempo pero no se decide por descender y continúa su ascenso imparable.
Incómodo sobre el asiento paladeo caramelos de coca y no ceso de sudar. Mis brazos se aferran sobre los asideros de forma casi exaltada. ¿Tengo fiebre, un brote de malaria, ansiedad, o es la gripe? No lo sé. Me resulta imposible echar una cabezada, y lo necesito tanto. Las dos últimas noches padecí de insomnio ¿debido al catarro? Mi cabeza, apoyada sobre la fina cortina de tejido que cubre la moldura de la ventana, apenas obra un gesto, un desasosiego insólito se instituye en mi interior.

Sobre los 4750 mts mis ojos dilatados presencian paisajes insostenibles de cielo y averno. Siento los tímpanos a punto de estallar, mi cordura se espesa rebasando los límites de lo razonable. El autobús bordea ahora la morrena de un glaciar. Y sin embargo, están ahí; afuera. ¡Los veo abrirse paso entre la bruma! Aran el suelo helado y sin vigor de una tierra... muerta. y todavía son capaces de extraer lo poco que encuentran en ella. Mi admiración se torna en asombro inquietante. ¿Se puede vivir a cinco mil metros? Incrédulo ante lo que me resulta descabellado, busco en sus rostros, intento encontrar el rasgo que los equipare a otros seres humanos del planeta. Pero no hay comparación, son diferentes. Son los hombres y mujeres del altiplano, hechos de una pasta especial...

De improviso, la carretera transige y sin avisar toma un giro inesperado y brutal, encara el abismo y comienza a descender a tumba abierta. Tras un par de horas de tensión, cuando nos detenemos a 3.000 metros, me siento a orillas del mar. En cambio el cielo encapotado de Cuzco, la ciudad que Pizarro arrebató a los Incas, me transmite algo diferente. Esto no es Puno. Aquí todo vestigio de la impresionante cultura incaica ha sido sofocado bajo toneladas de Credos, Padre nuestros, y Ave marías de piedra angelical post colombina. Me gustan las catedrales del arte post hispánico, pero ya que eran y son tan beatos, ¿cómo no supieron respetar las otras formas de arte en lugar de desdeñarlas o envidiarlas?

El hotel es agradable y cálido. Cuzco expele el aroma de un bello pueblo – ciudad. Y aunque las guías turísticas mencionen que está lleno de ladrones al acecho del turista, me siento más seguro que en cualquier rincón del Perú, exceptuando Iquitos, un lugar extraño, “infernal y paradisíaco”, del que más adelante hablaré. Pero antes... o después, tengo una cita con el tiempo y nuestro pasado, el de todos, debo visitar el lugar donde la magia se hizo realidad para siempre: ¡iré al Machu Pichu!

José Fernández del Vallado. Josef. 7/11/2010
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viernes, noviembre 05, 2010

Sobrevolando el altiplano.


A veces, aunque nos encontremos en el lugar más deslumbrante, no es suficiente. Nuestra mente es capaz de hundirse en un lodo frío e incomprensible sin alcanzar a entender el porqué… o los porqués...

Llegando a Puno, localidad situada en el altiplano andino, a una altitud de 3.827 mts, me descubro aturdido. ¿Me vence el soroche*? No, ni siquiera tengo náuseas, más bien me encuentro apesadumbrado, sin conocer la razón de mi repentina melancolía.

Lo advierto al salir del autobús, es como si el impávido azul de un cielo andino misterioso desnudara mi alma y la ofreciera en carne viva a un venerable dios inca. En Puno me percibo en el ojo del huracán, circunscrito en una civilización que en absoluto se ha sometido al dominio radical del cristianismo, y donde el lenguaje y las costumbres quechuas se mantienen en plena y recobrada vigencia.

Fatigado, escalo los peldaños que me transportan a la habitación del hotel (¿a qué el castigo de asignarme el último piso?) y me desplomo sobre la cama sin aliento. No, no lo entiendo, ¿tanto esfuerzo por transportar la mochila? Claro, es la altitud. Puedo sentirla. Cansa como si remolcara una losa, maltrata mi alma y mi cerebro.

Momentos después y tras tomar una infusión de coca, todavía desfallecido, camino por Puno y mi mente se embriaga ante algunas indígenas que contemplan mi paso dubitativo con ojos sesgados y oscuros, rebosantes de energía, el vigor que tanto echo en falta ¿está en su interior?
Zigzagueo jadeando, esquivando infinitas escalinatas que llevan al cielo, flemáticos grupos de turistas americanos, una atronadora banda que me aturde... La atmósfera diluye aromas a crematorio y sobre todo, desprecio cualquier alimento. No hay hambre de placer ni de ocio en mi interior, tan sólo permanece en mí un cansancio enfermizo y la sensación de haber tocado el cielo sin sacarme una sufrida foto de júbilo.

A la mañana siguiente el lago Titicaca está ahí; resplandeciente e indómito. Sus aguas, sin prestar atención a la sequía de altitud que las rodea, permanecen ajenas a los picos que las enclaustran.
Gobernado por un destino señalado, entro en una sucursal e inspirado por la sugerencia que una diosa del turismo propone, me animo a visitar la necrópolis de Sillustani.

Mientras asciendo al collado situado a 4000 mts de altura donde se hallan las construcciones, una sensación insólita arde y estalla dentro de mí reavivándome de emoción. Retrocedo a una período quizá más antiguo que cualquier cronología conocida; y aunque hay dataciones, el secreto que envuelve las Chullpas* donde se encuentran los monarcas de una civilización segada por la avaricia, permanece a cubierto bajo un viento helado que talla en mi rostro una mueca de nerviosismo, invitándome a descender al furgón y abandonar sin desvelar un misterio que perdura en la sangre de las castas del altiplano. Me doy cuenta, todo resulta tan... enigmático y hermético. De forma febril husmeo sin encontrar explicaciones ni respuestas a una civilización que aún siendo atropellada, no se dejó vulnerar y resistió protegiendo las claves de su tecnología y sabiduría con obstinación. ¿A dónde escaparon, si fue así? ¿Siguen entre nosotros...? En adelante mi encuentro místico con ellos dejará de ser un acto especulativo para convertirse en una constante. En el increíble Machu Pichu, también los percibiré...

Me marcho presa de cierto desbarajuste interior, y pese a irme restableciendo, constato un evidente problema de altura. Me superan demasiadas cosas en Puno. Quizá no esté preparado para amoldarme a los hábitos indígenas, quienes instalados en sus chozas de adobe continúan su vida impasible, sabedores de que el mayor enemigo que afrontan no residió en la avaricia de los conquistadores o la crueldad de los clanes enemigos; en cambio, siempre fue el mismo: Exigüidad y penuria.


Soroche*: Mal de altura.
Chullpas*: Mausoleos donde se conservaba, en posición fetal, a los restos momificados de personajes de alcurnia de las etnias altiplánicas.

José Fernández del Vallado. Josef. Octubre 2010.
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