lunes, enero 31, 2011

Sin Agua.

Imagen tomada de Internet.

Un amanecer, dispuesto a ducharme, abrí el grifo y en lugar de agua la alcachofa escupió un terrón de barro. Pensé que la cañería se habría obturado. Comprobé las demás llaves y obtuve la misma respuesta: Nada. ¿No había... agua?
El timbre me sacó del bloqueo, corrí a abrir la puerta y el rostro suspenso de Luisa, mi vecina, balbuceó la pregunta prevista.
— ¿Tienes...?
De mis labios brotó la respuesta temida.
— No.
De los suyos temblorosos, en cambio, nació una noticia increíble.
— Acabo de ver los informativos y dicen... dicen...
— ¿Si?
— ¡Que no queda gota en toda la región!
La miré, en cierto modo, conocedor del desastre.
— Ya... Me temía algo así, dije. Y le pregunté.
— Entonces... ¿qué va a hacer el gobierno? ¿Pedirá ayuda al extranjero?
Su cara cambió, derramó una sonrisa alterada, se tornó en expresión abatida y mediante un hilo de voz, declaró.
— Me temo que no.
— ¡Cómo es eso posible! Exclamé.
Ella suspiró y añadió.
— Hace unas horas, aparte de declarar zona desértica nuestra pequeña región, el Gabinete Territorial con el Presidente a la cabeza, acaba de abandonarnos, y se ha llevado consigo en cisternas las reservas existentes.
— Políticos de mierda. ¡Nos roban hasta el agua! Grité enfurecido.

Miré hacia ambos lados, alcé la cabeza y volví a centrar la mirada en la fisonomía de Luisa que encogida aguardaba mi decisión. Lo cierto es que se trataba de una mujer delicada. Había soñado tantas veces con ella. Y ahora estaba ahí, ante mí, esperando a que ¿yo hiciera algo? Yo, que no era físico, ni químico, ni tratante de aguas, que trabajaba ocho horas diarias sacando fotocopias en la modesta imprenta de la calle de enfrente, yo que era un desgraciado que nunca saldría de la “Calle De los Chopos,” que ahora, inmersos en aquella tragedia, iban a perecer sin remedio.

Luisa me preguntó si podía dejarla pasar, accedí encantado y preocupado.

Transcurrieron varios días, salimos adelante consumiendo briks de zumo y coca colas que nos ponían frenéticos. La mayoría de los vecinos abandonaban sus hogares, partían hacia el norte. Nosotros, en cambio, desorientados, esperábamos algún tipo de ayuda, por el momento inexistente. De pronto nada funcionaba y un país inmerso en revueltas, se desmoronaba golpe tras golpe de Estado.

El séptimo día, tras bebernos aquel amanecer el último brik de zumo de frutas, el calor y la sed comenzaron a hacer su labor. Poco a poco, casi desvariando, nos infundimos ánimos. Nuestra idea era salir a la calle, apoderarnos de cualquier vehículo, y tratar de alcanzar si existía, una zona segura. Echado sobre el sofá, con la cabeza de Luisa sobre mis piernas, respiraba de forma agitada. De súbito y como un flash mi mente se remontó a otros tiempos, a épocas lejanas en que la abuela todavía presente, me visitaba. Recordé una antigua superstición que los cálidos anocheceres de algunos veranos, cuando a medianoche el sofoco de la jornada se conservaba en unos bochornosos treinta grados, y acomodados en el porche de la casa, ella en su balancín y yo en las escaleras, con ojos que sublimaban destellos soñadores, me narraba. Era una leyenda indígena. La llamaba: “Awash...”
Me di la vuelta y corrí hacia el cuarto trastero. Luisa me siguió intrigada. Tras más de media hora revolviendo, encontré los apuntes de la abuela. Las locuras de la abuela llamaba yo a aquellos escritos. Jamás había creído en ellos pero, estaban en un estado lamentable. Aún así pude descifrar su contenido. A continuación corrí al cuarto de las herramientas y provisto de una azada, pico, pala y cuerdas, bajé al sótano. Alarmada, persiguiéndome, Luisa no cesaba de farfullar: “Qué locura estarás cometiendo” Luego me miraba y me preguntaba: “Oye ¿tu estás bien de la cabeza?” Yo me limitaba a asentir y proseguía. Sabía que cierta o no la locura no había tiempo que perder.

Cuando mi pico se clavó por primera vez sobre el suelo del sótano, Luisa dio un grito de sobresalto. Evidentemente, tras presenciar mi extraña reacción, estaba algo más que asustada.
Durante cuatro o cinco horas me limité aseguir cavando y entonces, derrotado, muerto de sed y agotamiento, me detuve. Luisa, escandalizada, protestó mientras me incitaba a abandonar “aquella increíble locura.” En ese instante el suelo cedió bajo mis pies y me precipité en el vacío. Quedé suspendido de la cuerda a la cual, por mera precaución, me había amarrado. El pico se perdió en la oscuridad de la sima. Ni siquiera lo escuché golpear contra el fondo. Saqué la linterna de mi bolsillo y fui incapaz de divisar más allá de... ¿¡cincuenta metros quizá!?
Agotado, reuní fuerzas y volví a ascender. Arriba, pese a comprobar que me encontraba bien, Luisa no cesaba de mencionar mi nombre y abrazarse a mí neurasténica. Con la lengua hinchada y seca luché por convencerla para que se amarrara a la cuerda y descendiera hasta el fondo conmigo. Su respuesta veloz me dejó sin habla.
— ¿No pensarás bajar... ahí?
Asentí. Y añadí.
— Es el único camino que nos queda por tomar en esta vida...
Me miró con miedo y dijo.
— Sabes... En condiciones normales jamás bajaría pero... si tú lo deseas te seguiré.
Pese al cansancio, dejó entrever una sonrisa alentadora.

Ni siquiera sabía si con la cuerda que disponíamos alcanzaríamos a llegar, pero un arrebato de obstinación me animó a seguir adelante.
Comenzamos a descender; con lentitud la perforación en las alturas se convirtió en la cabeza de un alfiler; proseguimos deslizándonos hasta que ya no hubo soga y aún así, continuamos nuestro descenso arañando la pared, hasta internarnos en una oscuridad desoladora.
Cuando vinieron en sus canoas a nuestro encuentro lo comprendí; o fueron sus ojos refulgentes y ovalados como lunas quienes me revelaron el secreto de la tribu Awash, refugiada de la maldad del hombre blanco desde hace más de tres siglos en: “La Gruta de Awash Eternas...”


José Fernández del vallado. Josef Enero, 2011.
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lunes, enero 24, 2011

Pareja de Jotas. Trío de Ases.



Imagen: Philippe Berthier

A primera hora de la tarde descubrí a Noemí en las vistillas. Era enero, hacía un frío espantoso, y hasta los gorriones sucumbían a la helada.

Nos conocimos hace unos años, en una reunión de escritores.
Entablamos conversación en el auditorio, proseguimos durante el almuerzo, y terminamos haciendo el amor.

Luego, volvió a su país…

Ella residía en Melbourne, yo subsistía en Madrid. Ella escribía poemas, yo los completaba con prosa. Ella llamaba de lunes a miércoles, yo de jueves a sábado. Ella descansaba los domingos, yo intentaba seguir escribiendo. Ella se bañaba en enero, yo lo hacía en agosto. Ella era hija de familia numerosa y solidaria, yo de familia antigregario y solitaria. Ella cantaba en un orfeón, yo contaba cuentos a niños lisiados. Ella había nacido un veintiuno de julio, yo un once de septiembre. Ella amaba la vida, yo la cosecha de vid. Ella era hija del sol, yo de la luna. Ella quería tener hijos, yo una camada de cachorros de lobo. Ella era tres años mayor, yo menos mil noventa y cinco menor. Ella había tenido más de un amor en la vida, yo más de diez desamores. Ella era rubia platino, yo anhelaba la plata. Ella montaba a caballo, yo jugaba a los caballitos. Ella tenía un descapotable, yo me cubría con paraguas la capota. Ella podía viajar todos los días que quisiera, yo viajaba todas las noches que quería. Ella era dotada y altiva, yo desprovisto de todo, excepto de un amor que guardaba en mi corazón bajo llave...

Y así transcurrieron cinco años; sin vernos, conectando siempre por Messenger. Yo sin ir a Melbourne, ella sin ir a Madrid. Proclamando nuestro amor sin ambages, haciendo del ciber amor, creyéndonos ideales y ahora, si no me equivocaba, ella estaba allí. Sin mí, de la mano de otra mujer.

No recuerdo cuanto tardó en suceder, hasta que sentí la espina clavada.
Las aceché durante toda la tarde y luego la noche.

En cada local en el que se internaban yo brindaba con whisky anhelando tenerla, y ellas lo hacían con champán. Yo me retorcía nervioso y ellas carcajeaban bulliciosas y canjeaban besos por cigarrillos. Yo las espiaba en el reservado, y ellas se acariciaban con dulzura sus partes más íntimas. Yo me excitaba con ellas y ellas se amaban, hablaban entre susurros y deslizaban estribillos de amor y arrebato...

Sobre las tres de la madrugada salieron ebrias a la calle y en una pared sellaron inflexible su compromiso de amor.

Luego fueron al hotel, yo las seguí con sigilo.

Pidieron las llaves y se perdieron en un ascensor que se detuvo en el séptimo... cielo...
Detrás entré yo. Un par de billetes y obtuve su número, me hospedé en la estancia contigua y escuché sus resuellos de anhelo, sus clamores de ardor y lujuria, sus íntimas confesiones...

Sobre las cinco el cansancio doblegó sus voluntades; sobre las cinco y media entré en la sala en penumbra; sobre las cinco y treinta y dos minutos estaba a los pies de su cama; sobre las cinco y cuarenta y cinco acalorado contemplaba el fastuoso espectáculo: Cabellos suaves y sueltos; cuerpos desnudos y esbeltos, revueltos, entrelazados, sudorosos y rebosantes de voluptuosidad.
Sobre las seis menos cuarto, con cautela y emoción, me acomodé entre ambas y el sueño venció mi alteración...
Sobre la nada, una lengua me acarició el paladar y me volvió de un sueño a otro sueño, unas manos mimaron mi pecho ruborizaron y cosquillearon mi piel... Y aquellas risas de náyade, llenas de candor y alegría. Nos fusionamos en un trío de pasiones mutuas, sincronizadas y entretejidas...

A primera hora de la tarde me descubro en un ático de las vistillas. Es agosto, un semestre más tarde. Hace un calor espantoso y hasta los gorriones sucumben a su sofoco.
Ahora Noemí escribe poemas, yo los completo con prosa, y Talia les imprime vida, y el color de un bello paisaje inmortal...

José Fernández del Vallado. Josef. Enero 2011.
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Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons.  

jueves, enero 20, 2011

A Cinco Mil Metros, más o menos…


Fotografía tomada de Internet.

Todo el mundo sabe que en el océano, a cinco mil metros de profundidad, no hay nada. Bueno sí, algo hay, dicen los entendidos: Detritus y una extraña variedad de lombrices enormes y carroñeras. Luego ¿merece la pena bajar allí con objeto de estudiar semejantes parásitos? Me negué desde el principio, pero a Carlos le gustaban las lombrices.
— “¡Seguro! Podrán ser útiles para otros fines.” Me dijo mirándome de soslayo, con ciertos aires de malicia.
Él tenía la pasta y el batiscafo, era un océanologo de reconocido prestigio.
Excepto los potentes focos de la nave, allí abajo, la oscuridad era absoluta, y me sentía atrapado en un tétrico pozo sin fondo.
En un par de horas estuvimos a ras del fondo y comenzamos la búsqueda. No tardamos en descubrir aquellos bichos, devoraban los mastodónticos restos de una ballena.
Utilizando las pinzas del artefacto Carlos atrapó un espécimen, mediría unos tres metros de largo por cinco de circunferencia. A continuación, manejándolas con habilidad, la ensartó en un gran anzuelo unido a un sedal de calibre, y apagó los focos de la nave. Ascendimos, nos situamos a unos cuatro mil quinientos y aguardamos la... ¡sacudida! Algo poderoso, acababa de morder con fuerza el señuelo.
Tras cerca de una hora de lucha la bestia se empezó a vislumbrar.
Carlos encendió los focos a toda potencia y lo que entonces presencié, me dejó, aparte de estupefacto, palpitando del sobresalto. Exhausta y derrotada, una preciosa mujer de cabellos rojos y enmarañados como astas de coral, senos blancos como la leche, y ojos níveos como esferas brillantes, era arrastrada hacia las pinzas del batiscafo.
Carlos me miró feliz. Estaba eufórico. Prorrumpió en risotadas, y con los ojos fuera de las órbitas, vociferó.
— ¿¡Qué te parece!? ¡Es hermosa! ¿no? Y mirándome con superioridad, añadió.
— Es una “Sirena Abisal.” ¡La primera en ser contemplada y capturada! La pondré en la pared del salón, junto a la colección de mariposas exóticas. ¡Quedará estupenda...!

José Fernández del Vallado. Josef. Enero 2011.

lunes, enero 17, 2011

Ceguera de Mil Años...


Fotografía tomada por Xiomara B.


Texto escrito entre Josef y Xiomara Beatriz

El... Estoy ciego, siempre ha sido así. Los días se suceden igual que noches eternas, donde mi existencia, es un sosiego silencioso sin una luz temeraria que ilumine mi camino...

Ella... Veo que aun la noche le implora al tibio albor retardar su llegada, pero las aves están hambrientas en la vecina rama, se escucha el canto nítido de un ruiseñor. El sol va ascendiendo consumiendo las sombras, mostrando los senderos tantas veces recorridos, me gusta pasear por el muelle al comenzar el día, ver la ola que estalla en la roca.

El... Pienso, no, ¡oigo! a una mujer acercarse. Sin conocerla sé que no es blanca o pálida y tampoco morena. En cambio aporta el color de una luna irradiada y su belleza se percibe como un aura inconcebible…
Pienso.... y el temor se adueña de mí unos instantes, tal vez cuando llegue a mi posición pase de largo sin siquiera prestarme atención, y no vuelva a verla nunca, sumiéndome de nuevo en prematura oscuridad.

Ella... Recuerdo el trébol de cuatro hojas que encontré en mi sueño, allí iba descalza como la aurora acompañada aun por el manto de la noche, caminaba como ahora hacia el mar, frente a él cerraba mis ojos, la luna ya sabía mi deseo y cómplice se reía, la brisa se contenía de envolver mi cabello, pedí el deseo y de pronto embelesada me encontré en otro lugar...que no era cielo ni mar... habían mil soles o seria el fulgor de banco de corales.

El... Estoy de pie, junto al árbol, y puedo sentir sus tacones de aguja; su paso seguro; apenas vacila; su andar ¿melancólico?
Mis ojos contemplan su espíritu como si estuvieran abiertos y vivos,
no deseo que ella se dé cuenta...

Ella... Miro el hombre cercano a mí de nuevo, allí sigue de pie en el frondoso árbol con aroma a primavera, quizás espera a alguien mientras mira hacia el horizonte ensimismado, sus gestos algo buscan, el frío aun se cuela en el ambiente, cierro mi suéter. Y vuelvo a mirar al inquieto hombre, ¿él parece querer escuchar mis pensamientos...?

El... Se ha detenido a tan solo unos metros... Estoy ciego y puedo verla con tal claridad, ¡como si estuviera ante mí! Su respiración entrecortada, la sensibilidad de sus movimientos precisos, casi calculados, guían mis sentidos hacia su ser…

Ella... Observo como el sol quiere ya alcanzar su trono, voces cercanas llegan con la brisa, me dejo llevar por el estallido de los colores, y recuerdo de nuevo la libertad que sentí en ese mundo de mis sueños, donde los vocablos eran las hojas de los arboles, algunas cuando mis dedos las tocaban se transformaban en mariposas que se sacudían las alas llenas de felicidad. Un perro paseaba placenteramente en su pelambre llevaba poemas que iban cambiando a medida que el avanzaba, mire el alba y esta se sujetaba del horizonte como ropa en el tendedero y cada vez que la brisa la acariciaba exhalaba toda su policromía...

El... Poco a poco, con la cautela de un científico que no desea que su admirable descubrimiento se eche a perder, me dejo caer arrastrándome sobre la corteza del árbol, y me acomodo sobre la fresca hierba del suelo.
Sin embargo, hay algo que no alcanzo a dominar. ¿Sabrá ella que aún sin siquiera mirarla, la estoy observando? ¿Sentirá mi respiración agitada mientras yo recibo su aroma a esperanza, sus vahídos sensibles y dúctiles? No sé de donde viene, ni quien la creó. Apenas sé nada de ella. Para mí ahora es una estrella naciente, y no dejará nunca jamás de crecer ante mí...

Ella... Aun recuerdo a el hombre que paseaba susurrando trovas igual que las aves cuando surcan el cielo ¿o serian peces? ... Luego me asome a una ventana, y lo vi de nuevo, con el rostro con el cielo cautivo en el paisaje de sus facciones, como rememorando un profundo beso, pues sus labios aun temblaban anhelantes, estaba con su traje de buzo aun correando agua de mar sobre las sábanas, pienso qué extraños son los sueños, en ese momento me volteo por el ruido que hace al deslizarse sobre la áspera corteza del árbol el hombre parado junto al árbol, y me quedo sorprendida, pues el rostro que vi en mis sueños... aquel que susurra igual que las aves era igual al hombre que encontré parado cerca del árbol...


Por Xiomara Beatriz y josef. Enero 2011.

Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons.

martes, enero 11, 2011

La Cruda Brecha del Estrecho.


Imagen tomada por el Autor

 Abro los ojos y me encuentro tendido en la habitación. Está en la Casbah de Tánger. Huele a menta y genna, en combinación con un fuerte y predominante aroma a azafrán.

Crucé el Estrecho. Llegué hace más de siete días y todavía no he logrado salir del embarazoso laberinto en el que mi mente se ha enmarañado...
Desesperado, lo primero que se me ocurrió fue internarme en otra civilización, con lo cual me perdí más todavía. ¿Y lo segundo? Lo mismo que a casi todo occidental. Busqué un lugar donde remojar en alcohol ciertos recuerdos y anegar una soledad conectada a mí con la tenacidad de una rémora. Debí perder el sentido, monté un número y me excedí propinando un botellazo en la sien a quien no debía. Si no me rajaron, con probabilidad, se lo deba a la misericordia de un loco.

Aparecí aquí, surgió ella y curó mis heridas. Se llama Samira y no es solo hermosa; es una mujer valiente que se desenvuelve a medida en un mundo machista y arrogante. Solo por mostrar el estómago y en ocasiones vestir al modo occidental, es considerada una Amwach o prostituta. Trabaja por las noches, ejecuta la danza del vientre en un local para turistas.
Samira es joven y realista, no sueña como tantos con cruzar el estrecho y sacar partido en occidente, sabe que Francia, Italia o España, no son los paraísos que se ofrecen al mundo, sino espejismos donde aunque lo difundan, las mujeres tampoco son libres ni los hombres misericordiosos. Ella ama su país, sabe que tiene cosas que jamás podrá encontrar en otra parte, como un buen cuscús, un tallín, una deliciosa taktouka de verduras, o el placer de jugar una partida de parchís en el Fraiche mientras saborea unos cigarros de hachís cualquier deliciosa tarde de invierno con aroma a primavera.

Si yo me acosté con Samira fue porque ella quiso, y porque según me reveló me encontraba además de atractivo, deseable. Samira guarda un tesoro, se llama Aneesa y significa: “amigable, buena compañera”, es su hija. Tiene cinco años, es morena con el pelo rizado, ojos negros azabache y unas manos suaves, regordetas y blanditas, con las que mientras su gato Arij ronronea ella amorosamente lo acaricia.

Tras los primeros meses, recién restablecido, comencé a darme cuenta de que las cosas no debieron ir bien aquella noche.
La primera vez que eché de menos mi tierra e intenté dejar atrás la Casbah, una daga punzando mi estómago me hizo volver junto a Samira. Hubo más intentos, todos finalizaban igual. Me di cuenta cuando organizaron la boda, Samira no era mi premio sino mi obligación, pero aún así la seguí deseando y no me sentí seriamente atrapado. Desde la azotea del bar El Kamalij alcanzo a divisar el puerto, y disfruto viendo llegar los Ferrys. E incluso cuando algunos turistas desorientados se cuelan en nuestra tienda de pasteles de baklawa (elaborados con nueces almíbar, jarabe y miel) converso sobre como están las cosas. Me hace gracia cuando ponderan mi excelente acento. Yo, sonriendo, les respondo que no soy más que un humilde prisionero de la Casbah y Alá. Ellos, sin comprender la terrible locuacidad de mi broma, ríen con desconcierto y se despiden. Les voceo que cuando reúna unos dirhams tal vez vaya a visitarlos. Pero ellos – la mayoría – ¿me miran con desconfianza? ¿No les agrada mi barba? ¿No entienden que soy de los suyos? ¿O acaso les molesta que ore plegarias cinco veces al día mirando en dirección a la Meca? ¿Qué hay de malo en ser un cristiano converso..?

A veces me encuentro algo triste, dura solo hasta que llego a mi casa. Allí sentadaos, encogiditos  sobre las escaleras de la entrada, están Aneesa y Arij, juntos como siempre, y reposados.
La beso, me acomodo a su lado y mientras acaricio sus rizos musito: “La vida es una eterna sorpresa.” Samira me oye, baja las escaleras, se acurruca entre ambos, y murmura: Insallah...*

Insallah:* Si Dios quiere.

José Fernández del Vallado. Josef. Enero 2011.

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martes, enero 04, 2011

El Placer de Vivir...


Imagen tomada de Internet.

Antes vivía a las afueras, por eso y solo por eso y la soledad, tal vez, creo, me cambié a vivir al centro...
Me llamo Pablo, soy moreno, mido un metro ochenta, tendré unos treinta y ocho tacos, ojos grises y una mirada que a mí me parece bonita, a otros ya no lo sé...
Antes trabajaba, hoy, sobrevivo a diario. ¿Qué es mejor? Desde luego, no tener jefe, ser dueño de uno mismo y no que te tengan cogido por las pelotas...
Me instalé en un viejo sótano lleno de humedades y olores poco o nada recomendables (creo que soy el único que hice todo al revés de los demás) para nadie que no haya vivido antes rodeado de aromas difíciles, o casi imposibles de describir, como a mí me sucedió...

La oía por las noches, y en seguida la reconocí. Era una rata grande; ¡qué digo!, adulta e inteligente, de las que se reconocen fuertes, poderosas, de las que doblegan al gato y ahogan el ladrido del perro en aullidos de pánico. Ella lo sabía; era mi única compañera y más tras el estallido y recrudecimiento de la crisis...
Abandonaban los edificios, huían lejos, escrutándome con miradas de desconfianza y a veces incluso, de conmiseración, pero sobre todo de miedo. La ciudad ya no servía y nadie confiaba en nadie. La sociedad había terminado por descomponerse igual que un estómago en fase crítica de diarrea, y lo malo, no hubo revolución que la salvara, que cambiara o renovara sus marchitas perspectivas.

La involución estaba en marcha...

La rata también lo sabía; la presumía feliz.
Una noche algo me despertó. Era ella, estaba sobre mi estómago y olisqueaba ¿con hambre? Abrí la mochila y le di unos cachos de pan. No me miró con gratitud. ¿Puede existir amistad entre dos especies que conviven dándose la espalda y que se saben inteligentes, por no decir despreciables...?
El cielo estaba siempre gris y los López cada día más agitados. Vivían en el segundo y no se decidían por marcharse. Sólo eran tres. Los padres: Celia y Juan, ya no eran señores, habían perdido ese título. Desde entonces vivían inmersos en la batalla de improperios más digna de aborrecer que haya presenciado. Y su hija Miriam, de unos veinte y pico calculo, que escondían de mis miradas – lo reconozco – muchas veces obscenas, con un miedo razonable y creciente. La razón que los ataba a una tediosa y quizá inútil esclavitud, era el establecimiento. Se hallaba en el bajo. Lo defendían, de día, armados con escopetas de diverso calibre, y por la noche, cerraban con una puerta de cerradura metálica de blindaje; que según creo, se habían agenciado en la sucursal de algún banco.
Los bancos fueron los primeros y últimos en ser asaltados. En sus aledaños se libraron feroces batallas con tiroteos peores que los de la masacre del instituto Columbine, y donde la gente moría por nada. Cuando el valor del dinero dejó de existir millones de humanos se dieron cuenta de lo absurdo de sus vidas y se suicidaron. De modo que ahora, por suerte, éramos menos y más inteligentes o estúpidos y quizá por ello, taimados…

Otra noche algo me despertó, era ella. No, la rata no. La tal Miriam. Había resuelto el problema me dijo al oído con voz desquiciada, sentada a horcajadas sobre mí con el cuchillo empapado en sangre sobre mi cuello, me animó a que lo hiciéramos. Por lo general no me gusta que me impongan pero... llevaba demasiado tiempo soñando, así que lo hice, follé... es decir, estuvimos así hasta el amanecer. Oímos el estruendo eran bombas o... parecía ser... parecía ser... el calor fue en aumento lo mismo que mi clímax. Proferí un alarido de placer y dolor, dolor y placer y supe que lo habían logrado, por lo tanto, la tierra, durante los próximos doscientos millones de años estaría bajo el control de las ratas…

¿Los humanos? Nos auto inmolamos en masa...

José Fernández del Vallado. Josef. Enero 2011.
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