domingo, mayo 29, 2011

Los Descubrimientos De Marcelo Sampaio. Primera Parte.





Imagen tomada de Internet.

Sobre 1444 Dionís Díaz (Dinis Dias) divisó Cabo Verde y descubrió la Terra dos Guineus (Senegal-Guinea) penetrando en la desembocadura del Senegal, por entonces llamado: Río de Oro.
Esta historia parte de esa idea y se desarrolla llegando mucho más lejos en la imaginación, hasta extremos tal vez impensables, pero que unos lustros después se harían realidad.
Los escenarios y los nombres que dan pie al relato – algunos modificados – forman parte de nuestro contexto actual, por el contrario, los personajes y la embarcación son ficticios, aunque tal vez existan o existieron por casualidad, cosa que no creo. Por descontado, los nombres en portugués son todos auténticos.




-I-
Hace un día gris y el puerto de Lisboa se encuentra oscuro y silencioso. Desde el Castillo de San Jorge lenguas níveas de niebla se deslizan hacia la ciudad y se precipitan en los callejones de la Alfama, acarician las paredes de gruesa argamasa la catedral de Sé y se detienen en la Rua Do Barao: Mi calle. Se halla cerca del mirador de Santa Luzia, donde algunos días, mientras degusto un vino, reconozco los nombres de los navíos que entran y salen del fondeadero.
Me llamo Marcelo Sampaio y estoy orgulloso de capitanear la expedición que en el año de 1446, por la gracia de Dios, tomará para nuestro rey Alfonso V de Avis, el Río de Oro. Se cree que en dicho lugar – cuyo emplazamiento mantendré oculto – hay yacimientos de mineral, pues la partida de Dionís Días obtuvo varias arrobas en oro.
Viajamos en una carabela bautizada Santa María del Alba, ya que es la luz del alba quien ilumina el descenso de Jesús de la cruz, de la misma forma nuestro camino se alumbrará hasta hallarlo culminado con éxito.
Es un barco de medio calado, con capacidad para unos sesenta toneles y veinticinco metros de quilla, tres mástiles con velas latinas y el castillo de popa son sus atributos. La tripulación habitual suele ser de veinte hombres, aunque en esta singularidad la he aumentado a cincuenta.
Excepto algunos familiares pocos vienen a despedirse. Con la licencia del rey, tras recibir la bendición de Monseñor Ambrosio Falçao y oír las salvas de despedida, zarpamos y nos dejamos llevar por las mansas aguas del Tajo. Aprovechamos los vientos del oeste y en cuatro días atracamos en las Islas de Madeira. En Porto Santo se presenta la primera dificultad. Los hermanos Pereyra, patrones de los astilleros, no se dignan calafatear la embarcación, opinan que desembolsamos poco. Yo sé lo que en realidad les ocurre, sienten recelo de que les ocultemos la ruta del sur, pero las cartas de navegación nos pertenecen y nos hemos ganado la encomienda.
Tras una semana de disputas el rey pone orden y acordamos una cantidad. Cuando finalizan la labor, de nuevo zarpamos.
Los días son soleados y los vientos nos favorecen, animada, la tripulación canturrea mientras lleva a cabo las faenas. Las aguas de tonos verdosos lentamente se van oscureciendo. Algunos piensan que son malos auspicios, yo mantengo que los fondos han pasado de ser llanos y de algas a profundos y rocosos, lo cual tampoco me consuela, pues es en esta clase de escenarios donde les agrada refugiarse a los temibles leviatanes.
A unas cuatro leguas marinas divisamos las Islas de Canaria, decidimos evitarlas, no sea que los castellanos se aperciban de nuestra presencia y nos hagan prisioneros.
Días después, por un error del piloto Abilio Almeida al utilizar la brújula y el cuadrante, nos desviamos de la corriente del sur que acaricia la costa y nos adentramos en zona de calmas, y al quedarse los velámenes sin empuje, recorremos cien leguas en mes y medio y hago algunos hallazgos. Como los peces alados con membranas de murciélago, que perseguidos en ocasiones por otros peces mayores y en el aire por las aves llamadas rabihorcados, se remontan en bandadas sobre cubierta.
Cuando el viento sopla de nuevo nos acercamos a la costa y buscamos el estuario del Río de Oro. Tras dos semanas navegando cerca de tierra, avistamos una aldea. Nos reunimos en asamblea y concluimos que los hombres de ese lugar algo deben saber. Se decide enviar una expedición al mando del oficial Caetano Belho.
Quince hombres a bordo de tres botes desembarcan. Desde el barco presenciamos como, surgiendo de entre los árboles, poco a poco, los salvajes se aproximan. A través del traductor, el moro Atílio, entablan una conversación que se mantiene por espacio de una hora de mi reloj de arena, y cada vez adquiriere tintes más alborotados, hasta acabar en descarga de arcabuces y desbandada general de los indígenas. Cuando los hombres, izando a los heridos, se disponen a hacerse de nuevo a la mar, los bárbaros contraatacan, reducen a los nuestros y los hacen sus prisioneros. Abrumados por la impotencia, escuchamos sus gritos de socorro sin poder hacer nada. Pasamos la noche en vela, atendiendo su suplicio. Al amanecer, sin soportar por más tiempo, decidimos hacer uso de los dos falconetes de bronce y abrimos fuego contra el poblado. Los nativos huyen aterrados. Doy orden de arriar dos botes y rescatar a los supervivientes. Regresan con once marinos, algunos malheridos, entre los que no se encuentran ni Caetano, ni Atílio, el primero por ser el cabecilla, el segundo por odio y despecho entre moros, han sido los primeros en morir padeciendo un horrible tormento.

Desalentados – hemos sufrido la pérdida de cuatro hombres buenos – proseguimos y dos días más tarde descubrimos con sorpresa y contrariedad, Cabo Blanco; al cual se refirió Dionís Díaz. Creíamos estar más al sur. Por lo tanto para alcanzar la desembocadura del Río de Oro aún deben faltar días de singladura.
Echamos anclas al pie de cabo. Se trata de una ciclópea roca del mismo color que su nombre. Las aguas son tranquilas y forman una ensenada donde los que saben nadar se bañan y recreándose, recuperan el entusiasmo perdido. Tras capturar una especie de venados, abastecernos de agua dulce y reponer fuerzas, proseguimos.
Transcurren varios días de navegación sin incidentes. Una mañana el cielo se muestra cubierto y el mar embravecido. Los navegantes menos experimentados sufren mareos y vómitos, en tanto los más veteranos, sin dejar de contemplar el horizonte, permanecen con semblantes preocupados. Debido a la fuerza del oleaje las cuadernas del buque liberan lamentos angustiados. Me asombra el joven Adalberto, quien pese a las embestidas de las olas que hacen zozobrar la carabela, aferrado a su cítara, arranca notas tratando de infundir ánimos. Tras un par de días de lucha, empapados hasta los huesos, nos encontramos al borde del colapso y la derrota. Un tercer día amanece, el oleaje amaina, y avistamos una isla que no figura en los mapas.

Ordeno lanzar anclas y bajar a tierra para recomponer los desperfectos. Pero Varejao, el segundo de a bordo, me contradice. Él y quienes lo secundan, piensan que la travesía está abocada al fracaso. “El temporal es una advertencia de Dios,” insinúan. Consideran que debemos dar la vuelta y regresar. Impongo silencio y obediencia. Varejao arguye que en alta mar el poder atiende solo a quien Dios favorece. Se dispone a sacar el arcabuz, pero yo, prevenido, le clavo una cuchillada rápida y profunda en el estómago que no le da tiempo de lamentar su deshonra.
Una vez en tierra, en juicio sumarísimo, determino que los nueve hombres que lo apoyan sean dejados en la isla con un tonel de agua y una tortuga marina. A la vuelta, si se puede y siguen con vida, serán recogidos y encarcelados en Lisboa. Tras bautizar el islote con el nombre de: “Ilha Pequena” y hacer noche, nos despedimos de los penados y continuamos.

Comenzamos a navegar a buen ritmo – la media es de unos cinco nudos – descendemos hacia el sur adentrándonos en regiones desconocidas, y según progresamos, la costa se muestra cava vez más exuberante, hasta que nuestros ojos asombrados presencian un bosque esmeralda infinito, y en tanto el agua del mar se caldea, los peces que cogemos son cada día de un tamaño mayor y a cubierta llegan insectos de dimensiones prodigiosas. Me parece que Dios ha querido adornar este mundo desconocido de una forma más generosa que el nuestro, sin embargo, no logro entender cual es el mensaje o la lección que, mediante tales descubrimientos, trata de hacernos saber.
Divisamos otros poblados; desembarcamos bien pertrechados, atentos a cualquier ardid que puedan planear, la mayoría nos reciben con recogimiento, tomándonos por dioses. Los hombres tienen una piel negra, brillante y musculosa, y son fuertes como mulas. Se nos ocurre enrolar a algunos y enseñarles nuestra lengua, para que más adelante, puedan servir de traductores. Las mujeres, de ojos como el carbón, tienen muchos hijos y entre las más jóvenes las hay bellas y resplandecientes como lajas de azabache. Me debo a mi mujer Alicia Vasconcellos, pero algunos de los más jóvenes tienen ocasión de probarlas y dicen que en el amor son apasionadas y están llenas de vigor y devoción. Nos advierten. Al sur hay pueblos belicosos que viven inmersos en guerras perpetuas, lo cual, por desgracia, me resulta más propio de mortales que el paraíso de paz en el que conviven estas personas tranquilas.

Un día, divisamos los surtidores de una manada de ballenas. Algunos proyectan darles caza. Una sola nos serviría de alimento durante meses. Reunidos en asamblea la posibilidad se rechaza. Ocurre que aparte de no tener los utensilios necesarios para la empresa, tampoco disponemos de espacio suficiente en las bodegas. Así pues nos limitamos a presenciar con asombro la grandeza de estos peces.
El calor ha ido en aumento y la humedad es de tal magnitud, que por las noches, apenas me es posible descansar. Las estrellas titilan con un vigor y claridad tal que a veces tengo la sensación de que en lugar de navegar nos desplazáramos por el firmamento. Estoy lejos de todo mundo conocido descubriendo tierras vírgenes, doy gracias a Dios por acompañarme y estar a mi lado.

Un amanecer, desde el palo mayor, el vigía José Alves da el aviso. Frente a nosotros se abre el estuario del que parece ser un caudal formidable. ¿Se trata del Río de Oro? Solo su desembocadura tendrá un ancho de por lo menos tres leguas largas. Las aguas parecen profundas, midiendo con largas varas lentamente avanzamos. Las riberas del río están saturadas de la mayor concentración de espesura que jamás haya visto. Dejamos atrás el mar y otro océano diferente gobierna nuestros movimientos, que desde la floresta parecen estar observados por ojos que nuestras naturalezas intuyen. Bandadas de aves con los colores del arco iris nos sobrevuelan; aromas desconocidos impregnan nuestros sentidos, y en los árboles se alojan especies de macacos. De estos últimos ya estaba al tanto, pues Dionís Díaz adquirió algunos en su travesía, aunque nunca fue testigo, como hoy lo hacemos, de su lugar de procedencia. Abatimos algunos con las ballestas para observarlos. No resulta difícil preguntarse si ésta es la puerta olvidada al Paraíso. De pronto las aguas son tan profundas que no alcanza una vara para medirlas y entonces damos con el primer engendro, lo pesca el suboficial Pedro Cabrales. Se trata de un pez enorme, con la boca provista de colmillos más numerosos y afilados que los de un pez tiburón, lobo, o cualquier carnívoro de tierra. Algunos hombres pensaban refrescarse en el río y quedan tan impresionados que ninguno desafía semejante atrevimiento.
Dos días más desplazándonos por corrientes a veces intranquilas, y en una de sus riberas distinguimos una ciudad milagrosa formada por cobertizos que descansan sobre el agua. Alarmados tratamos de hacer virar la embarcación. Conscientes de nuestra llegada, sus ligeras canoas alcanzan y bloquean la Santa María del Alba. Embarcamos en dos botes – siete hombres en cada uno – dejamos el resto en estado de alerta y tras encomendarnos al Señor, vamos con ellos.
De entrada somos bien recibidos, nos acogen con asombro y reverencia. Nos llevan ante su rey quien a su vez – interpretado con dificultad por nuestro traductor – nos desvela que nos hallamos en el reino del Congo y que ellos son los dueños del río llamado asimismo Congo (y no Río de Oro), por el cual navegamos. Le entregamos unos presentes entre los que figuran piezas de confección, cuentas de vidrio, espejos y utensilios de trabajo; unos cuchillos son aceptados de buen grado. Dándonos cuenta de que algunos de sus jefes se adornan con colgantes y piezas de oro, con cortesía, les preguntamos donde lo obtienen. Demostrando orgullo y vanidad, nos responden que estamos en la ciudad de Songo y que el oro es patrimonio del rey del Manicongo: Nkuwu, quien reside en la poderosa capital M´banza Kongo. Les expreso mi deseo de conocerlo. Complacidos acceden y organizan una partida que nos guiará al interior de los territorios.
De nuevo en el barco, resolvemos una cuestión. Definitivamente no nos hallamos en el Río de Oro, sin embargo, hay muchas posibilidades de que este reino sea incluso más rico en oro y especias. Decido dejar veintidós hombres a bordo – es preciso asegurarlo ante un posible cambio en la situación – y viajo con los catorce que inicialmente componemos la partida. El rey del poblado, Ndo Nwalu, nos cede treinta guerreros, no solo con objeto de que seamos guiados, presiento, sino también estrechamente vigilados.
Los primeros días avanzamos por senderos que se abren paso en un bosque misterioso. Prevalecen, aparte de los aullidos de macacos y animales desconocidos, el alboroto y gorjeo de las aves más extrañas que Dios haya inventado. Desde el primer instante los negros nos observan con curiosidad, piensan que somos diferentes, pero luego, viéndonos desnudos como ellos, ríen y se tranquilizan. En realidad con este calor asfixiante las ropas no sirven de gran cosa, se empapan y adhieren como harapos a nuestros cuerpos sudados. Ni siquiera en mi tierra, donde hace un calor abrasador, sudé tanto. Además, debo reconocer que con las armaduras, la marcha resulta penosa y los ágiles guerreros que nos acompañan, se ven obligados a detenerse y esperar de tanto en tanto. Al principio muestran interés por nuestras armas, les mostramos los arcabuces y disparamos alcanzando a pájaros y macacos. Tras verlos caer abatidos, se sobrecogen y nos miran como si fuéramos hechizadores; tal vez por ello, vuelven a desconfiar.

Al cuarto día la marcha se vuelve agotadora. Daniel y Fabiano cogen unas fiebres y van dando tumbos. Yo y otros, de tanto caminar, tenemos dolorosas llagas en los pies y asimismo, cada poco, se hace necesario detenerse con objeto de desprenderse las sanguijuelas, grandes como puños, que absorben nuestra sangre con ansiedad. Los guerreros, tras conversar con el traductor, ponen sobre los enfermos unas cataplasmas de hojas, barro, excrementos de animal y no sé qué cosas nauseabundas. Alarmado ante semejante desaire ordeno retirarlas y adecentarlos. A la mañana siguiente, Daniel fallece. Afligidos rezamos unas oraciones. Fabiano, en cambio, parece recuperarse. Seguimos camino. Sobre el medio día, con la piel ardiendo, delira. Nos detenemos y a cierta distancia escuchamos un rumor que al acercarnos se torna en el estruendo que causan las cataratas más importantes vistas por alma cristiana. Advierto en ellas una señal del Señor y ordeno colocar a Fabiano bajo uno de sus chorros, lo cual parece reanimarlo. Nos mira, sonríe, y nos da la bendición. Permanecemos todo el día en el lugar velando por nuestro compañero, aún así, al atardecer, su alma deja este extraño mundo, no tan bueno como en principio creí y en cambio, más aventurado

Continúa el día 4...

José Fernández del Vallado. Josef. Mayo 2011.

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11 libros abiertos :

Carmen Conde Sedemiuqse dijo...

Hola Moderato... que extenso trabajo.

Besos y amor
je

JOSH NOJERROT dijo...

Un magnifico diario de abordo, un relato que cruza la barrera del tiempo y nos sumerge en la fantástica aventura de tus letras...


abrazzzusss

Julia Hernández dijo...

Manteniendo siempre tu excelente narrativa, elegante y relajada, nos conduces en diferentes sensaciones y circustancias manteniéndonos en vilo durante el trayecto de esta impresionante aventura, entre un realismo mágico que se despliega en tus letras. Excelente trabajo José, te felicito. Esperaré tu próxima entrada. Ah, cuánta creatividad te acompaña amigo, bien por eso!!! Besos y abrazos!!!

Mixha Zizek dijo...

Excelente bitácora narrada con tu estilo tan único. Donde uno empieza y quiere llegar hasta la última frase.Espero tu segunda parte, besos

Arwen dijo...

Quedamos a la espera pues de saber como desembocará este texto.

Un gran relato.

Besos.

Arwen

Amig@mi@ dijo...

Habrá que esperar a leerlo entero.
Las cosas al tirón me gustan más.
¿Todo bien?
Mira:
http://desvaneros.blogspot.com/2011/05/taller-de-iniciacion-la-escritura-de.html

Un abrazo, José

Miguel Baquero dijo...

Yo también esperaré a tenerlo entero... y a imprimirlo, que las cosas tan largas prefiero leerlas sobre papel

Jose dijo...

Esto de blogueria es una tremenda herejía,pues un di si y otro tambien funciona muy mal,no sé si m3e dejará opinar

Saludos

soy beatriz dijo...

Hola Joseff, que increíble forma de narrar que tenes. Es maravillosa la forma en que te ubicas en el tiempo de la historia y como te adecuas a cada detalle de aquellos tiempos. Asimismo, la magia no falta en tu relato. La magia y el suspenso que tan bien sabes mantener.

Mis felicitaciones!!1
un abrazo!!

fgiucich dijo...

Una brillante entrada que promete mucho más. Abrazos.

Carlobito dijo...

Genial amigo Josef, me gustó mucho la primera parte de esta aventura, tus descripciones tan detalladas me permitieron ser uno más de la tripulación de Marcelo Sampaio.

Espero impaciente la continuación.

Saludos compañero.

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