sábado, junio 04, 2011

Los Descubrimientos De Marcelo Sampaio. Segunda Parte.



Imagen tomada de Internet

-II-
Tras cinco días más de camino la selva se abre y forma claros entre los que prospera el arbusto y las hierbas altas plagadas de hormigueros y serpientes muy venenosas.

Árboles con troncos redondos como toneles, de una altura de un cuarto de legua, que ni quince hombres asidos de las manos abarcan, llenan los espacios. Los salvajes los nombran Baobab; sus troncos están colmados de agua. Caminamos por sendas abiertas por elefantes, con temor a encontrarnos con ellos, pues los negros los temen, y si ellos, que conocen bien estas tierras tienen motivos para inquietarse, yo y mis hombres también. El camino sube y baja una colina tras otra. Una de esas veces, tras alcanzar la cima de una, a nuestros pies, bajo un espléndido árbol acacia, encontramos un conjunto de más de veinte leones. Tratamos de retroceder pero es tarde, el viento sopla de espaldas y propaga nuestra pestilencia a sudor. De entrada se inquietan – temen a los hombres – pero las madres dormitan con sus cachorros y no piensan dejarlos desprotegidos. En cuestión de segundos quince leonas ascienden prontas a lanzarse sobre nosotros. Atentos, los guerreros se cierran en círculo. Nosotros también nos agrupamos, alzamos los arcabuces y se desencadena la revuelta. Se nos echan encima, el estruendo de nuestra andanada resulta aún más letal que nuestras balas y atemoriza a las fieras. Retroceden dejando un rastro de sangre.
Tras el encuentro, el grumete Alvarado fallece a causa de un zarpazo en el cuello, pero es en el bando de los nativos, debido al menor poder de sus armas, donde las pérdidas son dolorosas: Tres hombres yacen con heridas mortales y un cuarto, agoniza. Los guerreros, acuclillados ante el malherido, susurran un misterioso canto, sin previo aviso, uno de ellos desenvaina y sin titubear hunde su cuchillo en el corazón del infeliz.
Entristecidos y perturbados, tallamos una cruz, enterramos al compañero y tras rogar unas plegarias, estamos listos para seguir. En cambio estos salvajes sacrílegos se niegan a aceptar las oraciones que deseamos prestar a sus muertos, prefieren danzar durante horas sobre el túmulo de piedras bajo el cual cubren los cuerpos, haciéndonos perder dos días de marcha. ¿Tampoco existe piedad en este mundo ajeno a Dios? Aunque también le pertenece, y solo por razones que desconozco, dispone que las cosas sucedan así.
Al fin nos ponemos en camino, a nuestras espaldas dejamos, aparte de a nuestro estimado grumete, los cadáveres de ocho leones.

Según andamos los campos observamos mayor movimiento de gentes, y nos vamos asombrando con los conocimientos de este pueblo. Producen aceite, fruta, un vino de un sabor extraño y vinagre. También se manejan en diversas artesanías, como la textil y elaboran cuero muy resistente.
Atravesamos varios poblados, sus chozas son de planta circular, las paredes están fraguadas con excrementos del ganado y sus techumbres cubiertas con retamas y hojas amplias y resistentes. Los hombres y sobre todo los niños, acuden a contemplarnos como si fuéramos piezas de museo. Hasta que un día, alzados en lo alto de una colina, divisamos el mar de cobertizos de barro de la capital: M´banza Kongo. En el centro se eleva una notable construcción, que según nos indican los negros, se trata de la morada principal del gran rey del Manicongo: Nkuwu. Una comitiva formada por guerreros de aspecto temible sale a recibirnos, nos rodean y nos conducen al palacio. Entramos en una sala oval decorada con alfombras de piel de leopardo y animales que desconocemos. Arrellanados en los flancos de un fastuoso pasillo, se encuentra la asamblea en la que participan jefes destacados de los estados de la región. Me doy cuenta. Es un imperio importante. Al fondo está Nkuwu. Un tocado de forma cónica compuesto por piezas de oro, lapislázuli y cobre, del cual pende un penacho de plumas grises y blancas, de un ave que llaman avestruz, cubre su cabeza; un tejido largo y azul con orlas negras envuelve su cintura y se ensancha hasta las rodillas. En los brazos y en los tobillos lleva unos soberbios brazaletes de oro macizo y en su mano derecha esgrime una lanza con puntas de doble filo. Es alto y fuerte y nos observa con expresión grave. Me siento impresionado y aún así no lo dejo translucir. Soy un humilde emisario y vislumbro las razones por las que el Señor nos ha puesto en este mundo olvidado. Más adelante, será preciso colmar estas almas vacías con la fe de Jesucristo, antes debo averiguar la procedencia del oro que a cambio Dios, quiere poner en nuestras rectas manos. “También es el dios de mi pueblo,” me pregunta. Le respondo que así es, Dios está por encima de todo. Objeta que ellos ya tienen un Dios, se llama: Nzambi. Le digo que Nzambi es también siervo de nuestro Dios. Titubea y permanece sin hablar, mirándome con expresión confundida. Aprovecho el momento para sacar de mi zurrón una cruz y la Biblia y le explico, señalando siempre hacia el cielo, que Dios es el Señor del universo y sus palabras están contenidas en ese volumen, pero con nosotros se comunica a través de ese signo. Mira la cruz, luego al cielo y señala también. Afirmo. Le acerco la cruz, la beso y se la doy a besar. Prudente frente a la rúbrica de Dios parece temeroso e inseguro y se detiene unos instantes. Finalmente la besa, me sonríe y me dice. “Si tu dios y el mío son uno nuestras tribus encontrarán la amistad,” y añade. “Sois bien acogidos entre los nuestros.”

Tras llevar a cabo un intercambio de obsequios, nos muestran nuestras estancias, después de una semana de marcha aventurada por los caminos aciagos de esta tierra, las acogemos con complacencia. No obstante, antes de dormir, imploro unos salmos al Señor para que vele por nosotros durante el tiempo que permanezcamos en manos de este pueblo de bárbaros.

Día tras día somos testigos de la vida de estas gentes. Los trabajos más duros parecen recaer en las mujeres, pues los hombres preparándose para la guerra, se ejercitan en el manejo de las lanzas – su principal arma – y en la lucha cuerpo a cuerpo, y cuando no tienen que hacer permanecen recostados bajo el resguardo acogedor de las sombras de los árboles, rascándose las picaduras de los insectos, que les desesperan tanto como a nosotros.
Cada tres días somos invitados a participar en las cacerías de la realeza, junto a su majestad el rey Nkuwu. Hallamos y capturamos gran variedad de presas, entre las que destacan, además de leones, una especie de ciervos con astas retorcidas y puntiagudas como estiletes, a los que llaman Puku; jabalíes mucho más fieros y veloces que los de tierras portuguesas; elefantes de la selva, que derriban clavándoles estacas en los costados. Aunque todavía más impresionantes son los simios llamados gorilas, un solo macho de espalda plateada posee la fuerza de diez hombres.
Los anocheceres, disfrutamos de banquetes copiosos de aromas especiados y nos emborrachamos con una bebida blanca muy alcohólica. Luego, los hombres piensan en las mujeres y con disimulo las contemplan. Son altas, incluso más que nosotros; de hechuras bien acabadas; algunos sueñan con ellas, sin acercarse demasiado, pues saben que estamos entre guerreros y un solo movimiento sugerente bastaría para que nuestras gargantas fueran segadas de un tajo. Regreso a mi estancia y por orden del rey me aguardan tres espléndidas hembras. Me dispongo a rechazarlas. Medito acerca del agravio que mi gesto supondrá para Nkuwu, sobre todo delante de su corte. Y encomendándome al Señor, por el bien y la vida de todos, las invito a reunirse en mi jergón.

Las semanas transcurren con demasiada placidez y más teniendo en cuenta que nos hallamos en un reino de guerreros. En días sucesivos no me pasa inadvertida la maliciosa mirada de Nkuwu, sospecho acerca de sus intenciones.
Un anochecer regreso a mi choza y la hallo colmada de aromas, entro en mi alcoba y encuentro una chiquilla de apenas doce años que dice llamarse Nkuba y es, nada menos, que la hija del enaltecido reyezuelo. Sus propósitos se ponen de manifiesto. Mediante compromiso real pretende sellar lazos con el Reino de Portugal. Al instante tengo clara una circunstancia. Explicarle que apenas soy nadie en mi reino supondría nuestro sacrificio irrevocable. Me acuesto a su lado y me lleno de amargura: Aromas y recuerdos de mi tierra sacuden mí conciencia, por primera vez percibo la nostalgia abriéndose paso en mi interior. Un poder inquebrantable supera mis deseos y me implora: “Regresa Marcelo, aún estás a tiempo. Toma lo que puedas y vuelve a mí de nuevo.”
Sé lo que debo hacer. Solo existe un camino para no amanecer degollados.
Con suavidad tomo a la joven de los hombros y la invito a recostarse. Ella, retraída y misteriosa, guarda silencio y apenas es capaz de contemplarme. No sé cuanto le habrán revelado, o si sabrán en este lugar ajeno a Dios lo que significa unirse en matrimonio. Me desabrocho los calzones, retiro el velo que cubre su cuerpo, y conteniendo dentro de mí el profundo aroma a mi tierra, penetro dentro de ella.

Una mañana nuestro traductor Mnbeki, tras sobornar a un cortesano, nos pone al corriente del secreto mejor preservado: El lugar donde se halla el yacimiento. Apercibidos de que Nkuwu no contempla mostrar sus riquezas, sino solo utilizarnos, resolvemos dar un golpe de mano y con la ayuda del agasajado, a medianoche, dejamos atrás la población dispuestos a llevarnos el oro que nuestros brazos abarquen.
Salir de la ciudad presenta una dificultad fundamental: Las murallas.
Ante la imposibilidad sopesada de sobornar a los centinelas, nos vemos obligados a acuchillarlos. Por fortuna son tiempos de paz y solo son seis. En el exterior los peligros tampoco son de menor importancia. Aparte de los elefantes, que suelen desplazarse en la oscuridad, están las catervas de hienas y por descontado, los leones.
Nos apresuramos durante toda la noche y de madrugada, a orillas del río Congo, el cortesano señala el lugar del yacimiento y nos dice que lo defienden una docena de guerreros. Le ordenamos adelantarse y referir a los centinelas que es portador de resoluciones importantes de Nkuwu. Cediéndole el paso con curiosidad, abren el portón. A continuación, sin darles tiempo reaccionar, entramos los once y con más facilidad de la esperada, damos cuenta de unos guardias adormecidos. Luego nos encaminamos al lugar donde se almacena el metal extraído y recibimos el golpe. Esperábamos encontrar cientos de arrobas en oro y solo hallamos la cantidad de una arroba (11, 50 kilos). ¿Son éstas las fabulosas riquezas del gran reino del Congo? ¡Miseria! No hallamos más que infortunio. Defraudados, liberamos a los esclavos que trabajan en el filón y apenas tenemos tiempo de cargar las pepitas en un saco, embarcar en tres canoas y escapar de los recién liberados, que invadidos por una codicia insaciable, reclaman las riquezas para ellos.

Ante nosotros se abren las puertas de un cauce pasmoso, tal vez repleto de tesoros que no tienen porqué ser oro y nuestro afán desacertado de conseguir el metal hace que pasen desapercibidos a nuestros ojos, medito. Mientras las canoas constituidas a partir del tronco de un árbol avanzan con ligereza, y pese al cansancio que soportan mis brazos tras horas de bregar sin descanso, mi mente encuentra una paz que nunca supo hallar o ver en cualquier otro lugar de la tierra, quizá éste sea el mensaje que Dios espera que entendamos, encontrándonos envueltos en esta floresta exultante, de una belleza que raya en la lujuria, aunque nunca en la inocencia. Nada sucede por descuido o dejadez en esta naturaleza, todo tiene su fin, hasta los salvajes que nos persiguen aprendieron a vivir en conciliación en este rincón del planeta. Y nosotros... rechazamos su gentil recibimiento y conspiramos a cambio de una miseria, cuando lo que en verdad tiene valor en esta vida es la amistad, pero... qué es la amistad, si tuve amigos o creí que lo eran y me cambiaron por riquezas y palacios, dejándome a solas con mi mejor amiga y compañera: Mi alma. En realidad somos almas que vagan en un mundo demasiado ancho ante nuestras menguadas tallas, y en el que toda comprensión es limitada y apenas discernimos una menudencia de los secretos, que inadvertidos, se ocultan a nuestros ojos.
Tras un día y una noche consecutivos de bogar río abajo, extenuados, nos detenemos en un remanso del río. Apenas llevamos un rato cuando escuchamos los tambores y Kuwa, el cortesano, le dice a Mnbeki que nos buscan y que detenernos significa la muerte. Por primera vez comprendemos la grandeza de nuestra estupidez y osadía y nos preguntamos. ¿Cómo escapar de un pueblo que se desenvuelve en la espesura mucho mejor? Kuwa dice que sigamos adelante, dudo que nuestra ventaja nos sirva de algo. Nosotros no tenemos tambores para comunicarnos con la Santa María del Alba y suplicarles que aguarden: Estamos en camino.


última parte el día 8....

José Fernández del Vallado. josef. Junio.
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6 libros abiertos :

fgiucich dijo...

Un relato muy bien estructurado que no permite la más mínima desconcentración. Con ansiedad, espero el próximo capítulo. Abrazos.

© José A. Socorro-Noray dijo...

Otro relato que va camino de convertirse en un gran relato. Quizás esa paz es la que debamos continuar buscando cada día.


Un fuerte abrazo.

JOSH NOJERROT dijo...

Debo decirte que cuando leo algo que me atrapa no me gusta esperar, pero también debo decirte que la espera bien mereció la pena...

abrazzzusss

Mixha Zizek dijo...

Valio esperarte y seguirte leyendo, te haces extrañar con tu escritura. Espero con ganas la siguiente entrada, estupenda lectura, besos

Carlobito dijo...

No pude dejar de leer hasta el final de esta segunda parte, veo que publicaste la parte final también... voy por ella.

Saludos amigo.

Julia Hernández dijo...

Dentro de cada una de las partes de tu relato, encuentro tantas reflexiones que se hacen nuevas cada vez que te leo. Que la magia y la inspiración sigan acompañándote!!!

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