miércoles, junio 08, 2011

Los Descubrimientos De Marcelo Sampaio. Final.




-III-
Luego de un tiempo prolongado de marcha creemos disfrutar de una cómoda ventaja: Nos equivocamos. Nuestros corazones se encojen al descubrir a nuestras espaldas las siluetas de siete canoas con diez guerreros cada una, que de forma ordenada, progresan dándonos alcance.

Al tiempo, un rumor se acrecienta hasta convertirse en estruendo: Las cataratas. Nadie proyecta un plan que nos asista. Lo percibimos. Sorprendidos entre la caída de agua y los salvajes, apenas nos queda una posibilidad real de supervivencia: Llegar a la orilla. Evitando venablos que rozan las canoas remamos como si dispusiéramos de un depósito inagotable de energía, y aún así, debido al peso del oro, nuestra canoa empieza a rezagarse. No hay elección. Cogemos el fardo y sin dudar lo arrojamos al agua. Saltamos a tierra, nos cubrimos tras unos árboles caídos y disparamos contra las canoas que nos siguen. A descubierto, en medio de la corriente, los guerreros tratan de bregar hacia nosotros, pero las descargas de nuestros arcabuces causan, inicialmente desconcierto e instantes después, pánico. Las tres primeras pierden el control y se precipitan por la catarata, las restantes viran y alcanzan el lado opuesto del río. De momento fuera de su alcance, decidimos cargar con dos canoas y sortear la caída. Al segundo día de marcha incurrimos en la cuenta; no es solo una catarata, sino multitud de saltos de agua que cubren un importante desnivel, y al tercero, las fiebres se ceban de nuevo en tres de mis hombres. Dejan de caminar y nos vemos obligados a cargar con ellos en las canoas. Kuwa, sobrecogido y nervioso, nos dice que somos lentos y si no nos damos prisa acabaremos devorados por Kuhá, el Diablo de la floresta. Finalmente, en las opacidades de la noche, temblorosos ante los aullidos de fieras desconocidas, sin dejar de oír los tambores, alcanzamos el río de nuevo. Cezar, Domingos y Donato, se encuentran cada vez más graves y de madrugada el primero de ellos fallece. Con delicadeza depositamos su cuerpo en las aguas, murmuramos una corta oración y continuamos remando como poseídos; no podemos dejar de hacerlo, y menos ahora, cuando estamos cerca de La Santa María del Alba.
Al doblar un recodo del río vemos alzarse una espesa columna de humo, después, ante nuestros anhelos frustrados, entre la neblina, surge el perfil incendiado de la carabela. En su línea de flotación hay una pléyade de canoas y aupados en ellas, los hombres de los cobertizos acuáticos, aúllan con fiereza y arrojan venablos ardiendo sobre la cubierta de un buque sin gobierno. Oímos disparos y distinguimos como los compañeros de tripulación, abrasados, se arrojan al agua donde son rematados. Nuestro deseo no es hacerlo, pero nos vemos obligados a retirarnos del cauce y nos refugiamos en la espesura. Por fortuna, los guerreros, dedicados a destruir lo que queda del barco, ni siquiera reparan en nuestra llegada. A resguardo, presenciamos como los últimos cinco hombres que resisten se rinden y llevados a tierra, son martirizados y decapitados sin misericordia.

Huimos horrorizados, nos internamos en el bosque y durante horas nos dejamos subyugar por una espiral de locura, enredándonos torpemente en la maleza, clavándonos sus espinas, revolcándonos en charcas de barro, sin que el gobierno de nuestras mentes maneje y ponga orden a nuestra caótica y desmoralizada situación. Solo cuando, resollando, nos detenemos, constatamos que Domingos, Donato y Kuwa, no nos acompañan. Acerca de los dos primeros comprendemos el porqué. Enfermos, han sido incapaces de seguir nuestro disparatado ritmo, en cuanto al último, es quien más nos preocupa. ¿Habrá delatado nuestra situación? Y... ¿en qué situación estamos? Lo sabemos: Desalentados y perdidos ante un imperio ávido de nuestras cabezas y casi seguro, con un pie encima de nosotros.
Incapaces de dar un paso, la noche nos sorprende. Molidos, permanecemos echados unos sobre otros sin siquiera intercambiar una palabra, no hay mucho o nada que decir. El resplandor de la luna proporciona un poco de claridad a mi mente confusa y me induce a pensar en lo extraño y cruel que puede llegar a ser Dios. Quizá no le concierna la muerte de unos cristianos o a lo mejor nuestra derrota de hoy es su victoria de mañana. Claro, solo somos piezas con las que confecciona el escenario de la vida. Un sueño necesario y aplastante me obliga a claudicar y después de vivir una pesadilla, la sueño de nuevo.
Algo golpea mi estómago. Abro los ojos – ¿ha amanecido? – siento una humedad pegajosa, me reclino, estoy empapado ¡en sangre! La cabeza decapitada de Kuwa con los ojos fuera de las órbitas reposa a un palmo de mi rostro; y rodeándome, un mar de piernas oscuras. En el más riguroso silencio los guerreros me contemplan – más que con odio – con el interés de quien estima lo extraño. No en vano, somos los últimos ejemplares de una raza para ellos desconocida. Apenas hago un movimiento y un bosque de lanzas me señala. Me estremezco con miedo y sobresalto, sé que me espera la peor de las agonías, ni siquiera reúno las fuerzas necesarias para mantener la compostura de un capitán general. Con precaución vuelvo la mirada y descubro a mis hombres en situación similar. Amenazantes, los guerreros entonan un murmullo formado a partir de silabas entrecortadas. Lo he presenciado antes, durante el ajusticiamiento de prisioneros, crecerá en intensidad hasta convertirse en un estallido de locura. No han hecho más que comenzar y ya están excitados; sus lanzas aguijonean mi cuerpo causándome dolorosas heridas. De repente unas notas admirables, surgidas del cielo, silencian las bravatas desafiantes de los salvajes y los gorjeos del bosque. Con lentitud e indecisión, la multitud de despiadados libera murmullos de desconcierto, y avasallados por un terror indescifrable, desaparecen. La floresta se abre y caminando más o menos sereno – o al menos causa esa sensación – sin cesar de manejar la cítara, la figura de Adalberto crece como la de un gigante invencible. Temblorosos, magullados y en silencio, los ocho nos incorporamos y vamos tras él. Durante los tres días siguientes nos abrimos paso hasta alcanzar una playa de arenas blancas y puras en la desembocadura del Congo.
Hambrientos, capturamos tres tortugas marinas, seguimos su rastro en la arena encontramos sus puestas y matamos el hambre, en cuanto a la sed, nos saciamos bebiendo en las balsas de agua que se acumulan en las hojas de algunas plantas insólitas. Recorremos la ribera del río y un par de días después, la fortuna quiere acompañarnos al encontrar restos de la Santa María del Alba, gracias a los cuales, con el propósito de salir de este lugar amenazante, construimos una almadía, cargamos varias tortugas, cantidad de melones jugosos llenos de agua, y nos hacemos a la mar.

-IV-
Después de librarnos, de milagro, con la ayuda de Dios y Adalberto, nos sentimos felices y agradecemos al músico su oportuna ocurrencia. Durante dos días la corriente del enorme río nos impulsa mar adentro. Considero que con la ayuda del pequeño velamen zurcido a base de retales, siempre que los vientos del sureste sean favorables, nos será posible alcanzar las rutas transitadas por nuestros barcos o los de algún castellano. Los supervivientes que viajamos a bordo, somos: Adalberto Fernándes: Paje, Abilio Almeida: Piloto, Elder Amado: Artillero, Filipe cosinga: Marinero, Eusebio Coimbra: Marinero, Gustavo Barboza: Marinero, Mnbeki: Traductor, Heitor Leao: Marinero, y yo, Marcelo Sampaio: Capitán General.
De momento todo va bien, tan solo un asunto me preocupa: Pese a mis intentos de rectificar el rumbo, arrastrados por una corriente, la balsa sigue adentrándose en el océano, de seguir así es probable que tarde o temprano, acabemos por encontrar el final de este mundo de Dios.
Tras dos semanas intentando que nuestra remendada vela nos guíe en la dirección adecuada, fracasamos, hallándonos a la deriva. De forma inevitable la corriente nos conduce siempre hacia el oeste.
Un día, el viento deja de soplar, lo que por un lado me alegra – al fin podré descansar – y por otro me preocupa, estamos en área de calmas y la situación puede prolongarse durante días e incluso, meses.

Tres semanas más. Seguimos anclados en medio del océano y nuestras reservas de alimento escasean. Algunos hombres comienzan a sentir debilidad, primer síntoma del escorbuto. Días después a Elder, Filipe y Eusebio, les sangran las encías, dos semanas más tarde la piel se les pone amarillenta, los dientes se les caen y comienzan a padecer fiebre y malestar. En cuanto a los demás sentimos síntomas parecidos, aunque quizá no tan graves.
Una mañana abro los ojos y horrorizado, a unos metros de mi rostro, distingo el dorsal de un pez tiburón más grande que la almadía. Asustados tratamos de calmarlo y le entregamos el cuerpo de Elder – nuestro compañero fallecido esa noche – con asombro vemos que lo rechaza y tras rondarnos un rato, desaparece en las profundidades. Ahora sabemos la clase de monstruos que acechan bajo las aguas. Por el momento nos sentimos aliviados, aunque no por ello más afortunados.

Tras despachar la última tortuga nuestra suerte empieza a torcerse. La calma se transforma en un oleaje violento y la balsa comienza a remontar olas de al menos siete brazas. Agarrándonos al puntal que sujeta la vela, apenas somos capaces de mantenernos, y se produce el desastre. Una colosal cresta envuelve y vuelca la embarcación. Dominados por la flaqueza de su enfermedad, Filipe y Eusebio, se ahogan, lo mismo sucede con Heitor, quien no sabe nadar y es engullido por las aguas. Los demás, como podemos, nos aferramos a la balsa y resistimos, y poco a poco, uno tras otro, logramos encaramarnos sobre su cubierta inferior.
Cuando la tempestad decrece ya no somos hombres, sino despojos que acobardados y con ojos ofuscados, contemplamos como Gustavo Barboza se debate gimiendo con un corte en el muslo por el cual se el escapa, además de sangre, la vida. Con restos del velamen le hacemos un torniquete y entonces los vemos. No son majestuosos como el gran tiburón que vino a visitarnos, pero causan mayor inquietud. Excitados como una jauría de lobos hambrientos, dan vueltas a lo que queda de embarcación, golpeándose contra las maderas, hasta que el Piloto Abilio desenvaina la espada y delirante los acuchilla. Se desencadena una aterradora batalla de peces que devoran a otros en aguas ensangrentadas, y de la cual sacamos partido al enganchar media porción de uno. Nos encontramos tan hambrientos que nos olvidamos de los peces y como aves de rapiña nos abalanzamos sobre la pieza, de sabor insípido y malo, pero ante un estómago vacío cualquier cosa puede ser buena.

Transcurren seis días más. Sin agua ni alimentos yacemos sobre cubierta como penados a muerte, nos movemos tan poco que de forma inesperada, un amanecer, sucede. Al no apreciar movimiento un albatros tiene la ocurrencia de posarse a descansar. Instantes después un dardo de mi ballesta perfora sus deliciosas carnes, temblando de ansiedad lo repartimos y atragantándonos con las plumas, deglutimos. Otro día quienes nos visitan son algunos peces voladores, a bordo se crea una disputa por ver quien captura más. Guardo algunos y se los ofrezco a Gustavo, que cada vez se encuentra más débil. Peor que el hambre es el problema del agua, tenemos las lenguas hinchadas y llega un punto en que nos vemos obligados a orinar y beber nuestra orina. Por fortuna, una tormenta nos anima a sonreír y saltar de alegría salvándonos de la muerte... de momento. Llenamos los yelmos de agua y como si de un tesoro se tratase, la racionamos. ¡Qué lejos queda el oro de nuestro pensamiento en estos momentos de angustia!

Cuando Gustavo Barboza fallece, se desata la peor disputa de mi vida. De un lado estamos Adalberto y yo, del otro Abilio y Mnbeki, que como fieras hambrientas, desean comer del cadáver del recién fallecido. Somos cristianos, no carroñeros, antes prefiero morir que alimentarme de mis semejantes. Me pongo en guardia y mantengo el objeto de la disputa bajo mis piernas. Mnbeki desenvaina su afilado cuchillo, Abilio me punta con su arcabuz, yo solo tengo la ballesta y Adalberto la cítara, que en esta ocasión de nada nos sirve. Juzgando que acabarán por asesinarme, dominado por el miedo, Adalberto desobedece mis órdenes y les entrega el cuerpo exánime del marinero. Entonces, y durante las próximas horas, somos testigos de hasta donde puede llegar la ignominia del hombre, cuando dejándose llevar por los instintos más bajos, se convierte en fiera vil y repulsiva, al servicio del Diablo.
Los días transcurren entre el dolor y el agotamiento, ellos cada vez se encuentran más fuertes, nosotros débiles y apagados, lo cual no nos impide constatar como, quien una vez fue un ser civilizado y cristiano, es rebajado por estos diablos sin alma a un montón de huesos blancos y pelados. Un silencio tenso se instaura en la balsa; excepto el masticar y roer de los huesos, durante días, nadie pronuncia una palabra. Por fortuna Adalberto, tras doblar la punta de un clavo, la amarra a un fino cordel y abriendo diminutas conchas de lapas que se aferran a lo que ahora es la cubierta y antes fue el fondo de la balsa, logra pescar peces pequeños, casi sin carne, con los que ambos de momento, sobrevivimos.
Las noches transcurren turnándonos en el sueño, no podemos dejar de vigilar, ellos aguardan. Sabemos qué tarde o temprano, ocurrirá. Cuando la comida se agote vendrán por nosotros. Después de lo sucedido, ya no nos contemplan como a hombres, sino como a piezas de carne fresca. Lo dije y lo mantengo, se han transformado en feroces alimañas y contra las bestias, solo cabe un remedio.
La noche siguiente atiendo que a Abilio – me parece el más peligroso, ya que es taimado y maneja bien el arcabuz – le venza el sueño. Una vez se relaja, en la oscuridad de unas tinieblas sin luna, tenso la ballesta y la descargo. Aguardo unos instantes, no se oye nada, temo haber fracasado. De repente, escucho nacer el silbante jadeo de un estertor angustioso y distingo el perfil de Abilio en pie sobre la balsa, me apunta con el arcabuz y cae de espaldas al agua. Como una fiera hostigada Mnbeki libera un chillido inhumano y se arroja sobre mí. Tengo otro dardo en la ballesta, descargo, noto una quemazón en mi costado y su humanidad se detiene inerte encima de mi cuerpo. ¿Y Adalberto? Incapaz de luchar profiere alaridos desgarrados que derivan en un llanto que desvela su profundo terror.

-V-
El golpeteo del oleaje en los maderos de la embarcación al intercalarse con las voces de Adalberto, me saca de mi letargo. La sombra de su figura alivia durante unos instantes el suplicio diario del sol y la sal alojándose en las llagas de mi avanzado escorbuto. Me obliga a beber, después intento masticar – con los dientes que me restan – el sabroso filete de un pescado que él mismo ha dejado sin espinas. Con dificultad le pregunto si estamos cerca ya de Lisboa y su voz, ambigua, me revela que así es. Recostado sobre el tronco de un árbol que en nuestro desorientado derivar hallamos y subimos a la balsa con objeto de usarlo de sitial, un dolor se sobrepone a los demás: Las punzadas de la puñalada al desgarrar mis entrañas. La tristeza me vence, me vuelvo y ruego a Adalberto que toque cualquier cosa. Toma la cítara, se acomoda a mi lado, y desgrana las notas que nos libraron de morir. La música ilumina y despierta mi mente abriéndola a perspectivas que una vez más la conducen a soñar. Pero ahora y por un momento, no lo hago con mundos olvidados, estoy sobre una pradera verde y tierna y recostada a mi lado, sin dejar de contemplarme con ojos llenos de querencia, se encuentra mi mujer; y ya no me importa nada, ni siquiera no haber tenido oportunidad de ser un hombre completo y engendrar criaturas, claro que... al contrario, sí me concierne. Me atañe la felicidad de las personas a quienes dirijo, quiero y quise siempre, estimo la vida igual que la naturaleza y me agrada y alegra observar el vuelo elegante de las gaviotas que surcan nuestras... ¿Aves? ¿Estamos cerca de tierra? Puesto en pie Adalberto prorrumpe en carcajadas y señala con gestos enajenados. ¡A Dios! A quien señala es al Señor, que después de ponernos a prueba ante las fuerzas del Diablo, nos concede el perdón y nos da la buenaventura.
Un par de horas y oímos el estruendo de las olas. Poco después, mansamente, la balsa se detiene en la orilla de una playa. Pasando la cabeza por debajo de mi axila, Adalberto me ayuda a incorporarme. Pese al dolor, caminar de nuevo en tierra firme sin que nada gire o permanezca enfrascado en eterno balanceo, es un placer. Damos unos pasos, nos echamos a la sombra de unos árboles quedándonos profundamente dormidos.

Despertamos ante un corro de salvajes diferentes a aquellos de los que escapamos. Nos contemplan con sorpresa y curiosidad. Consternado, Adalberto les muestra mi herida. Me aplican un ungüento que me hace sentir la brecha más fresca y mejor. Miro fijamente a estos hombres de piel morena – negra no – les sonrío y ellos me devuelven la sonrisa y ya no son salvajes, sino ángeles. Me fijo en sus brazos, algunos llevan brazaletes… ¿de oro? No, ¡más que eso! Las varas de las flechas que esgrimen también son de oro, lo mismo que sus arcos, e incluso su sonrisa es amarilla y llevan yelmos relucientes. Entonces sé donde estamos. Con asombro me vuelvo, miro a Adalberto y se lo digo. Nos encontramos en el pudientísimo Reino de la India. Al fin somos ricos, añado con la voz temblando de la emoción, pero no, no deseo que se enteren. Me río de nuestra ingenuidad. Después de todo no era necesario buscar lugares tan diabólicos como los que, por desgracia, o quizá por la gracia de Dios, visitamos. Una mujer… No. ¡Una diosa! se acerca a mí me lava la cara y mientras lo hace, no puedo dejar de mirarla. Encuentro en ella la perfección que siempre soñé que hallaría en la Virgen, porque es una doncella celestial que sin duda envía el Señor para celebrar nuestro hallazgo. Lo veo... Lleva en sus manos el pan y el vino de la comunión. Con gran emoción, dispuesto a recibirlos, cierro los ojos, abro la boca, encuentro el silencio perfecto y la paz se derrama en mi corazón agitado...

Fin.

José Fernández del Vallado. Mayo 2011.

Agradezco de todo corazón la presencia de los verdaderos lectores, quienes a la hora de la verdad demuestran que continúan viniendo a leer y no sólo por poner un pie en este blog, sino por una enraizada amistad a través de la lectura y el placer que de ella se obtiene. 

Gracias.


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4 libros abiertos :

Julia Hernández dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Carlobito dijo...

He quedado muy satisfecho, me encantó el final, fue emocionante acompañar a los sobrevivientes hasta el final.

Me encantó el detalle de la música como salvadora... el tramo final, en la barca volcada fue desesperante.

Gracias por seguir escribiendo y deleitándonos con tu imaginación.

Abrazos amigo.

fgiucich dijo...

Amigo mío, nos has regalado un formidable trabajo con un final a toda orquesta. Abrazos y felicitadiones.

Julia Hernández dijo...

Paso a releerte y a felicitarte por los cambios que me parecen preciosos en tu blog. Besos y abrazos!!! :)

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