viernes, diciembre 20, 2013

El Ruiseñor y el Mauser 98.

Hacía ya tiempo que Maxim, debido a su sordera, había dejado de escuchar, entre tantas otras cosas, el trino de los ruiseñores en la dacha. Los años habían ido pasando y dado que tampoco lograba avistarlos, llegó a suponer que debido a la contaminación, aquellas frágiles aves se habían extinguido de la región para siempre. 
   
   Por entonces su padre se hallaba enfermo de alzhéimer y postrado sobre un sofá, ya apenas hablaba.  
   
   Estaban en primavera. 
   
Un día Maxim tuvo una ocurrencia y le preguntó si había oído a las avecillas cantar durante las últimas madrugadas. El viejo, sin mirar, en un estado de aparente reflexión, se mantuvo recogido sobre sí mismo (solía permanecer horas en semejante postura) y no dijo nada. Por ello, transcurridos unos instantes, Maxim supuso que ni siquiera había prestado atención a su consulta. Súbitamente, la cabeza siempre inclinada del padre, se irguió para encontrarse con la mirada de su hijo. Sus ojos azules y cristalinos, estaban llorosos. Extendió su brazo endeble, se aferró a la mano del hijo, e imitando de forma asombrosa el trino del ruiseñor, pareció emitir unos silbidos. 
   Maxim, apenas entendió la figuración, se emocionó. Pensar en la posibilidad de que continuaran anidando en la región, le hizo abrigar nuevas esperanzas.

   Un mes más tarde y, tras desembolsar una pequeña fortuna, adquirió los primeros audífonos avanzados. Con ellos, pensó, su vida daría inicio a un universo desconocido. 

   Esa noche, sin los artilugios, todo era silencio. Sintió la vibración del despertador a las cinco de la mañana. Cogió el estuche con los aparatos, y abrigado con un grueso batín salió a su jardín; caminó hasta la mesa cenador, se sentó y una vez se hubo acomodado, siguiendo un ritual minucioso, se los insertó. 
   El primer sonido no irrumpió de inmediato, necesitó de unos breves y razonables instantes para alojarse en unos ventrículos desacostumbrados: se trató del siseo del viento. Después, como una dulce y lejana melodía, oyó el murmullo del agua, concretamente de un riachuelo que fluía bordeando su parcela, y se recordó en su niñez, capturando los insectos acuáticos. En ese momento, clamando entre el silencio matinal, surgió una cadencia que lo dejó suspendido, una vez más, en los bosques de Amur; en su dacha de entonces, junto a Vera, un amanecer de primavera de hacía algo más de veinte años. 
   
   Él, feliz, arrullado por el trino más precioso del mundo y ella, recogiendo temprano las fresas que tanto le gustaban. 
   En los árboles nacían brotes tiernos, las frondas pronto se extenderían y la superficie de la tierra, libre de nieve, recuperaría su apariencia de alfombra verde y aromática... 
   
   
    El ruiseñor cesó de cantar y un silencio disfrazado se instaló en el entorno. En tanto Vera continuaba afanada en su labor, con suspicacia, Maxim dirigió su mirada a izquierda y derecha. Descubrió al tigre apostado a aproximadamente diez metros de donde se encontraba ella. Ni siquiera gritó; no había tiempo. A su izquierda, inclinado sobre la pared y a su alcance estaba el viejo fusil de cerrojo Máuser 98, incautado por su bisabuelo a los alemanes en la contienda del catorce, en la batalla de Tannenberg; siempre estaba cargado. Lo cogió y apuntó, y la mañana se revirtió en gris y helada. Fijar la mirilla sobre un vislumbre entre claroscuros que con agilidad se deslizaba hacia Vera, le supuso un esfuerzo considerable. Se impuso templar sus nervios. Afinó y disparó. El viejo Máuser profirió un silbido agónico y reventó. No sin antes, de forma sorprendente, enviar una esquirla de muerte a la cabeza de la fiera. 
   Aislado en un zumbido que anulaba los sonidos de su mente, tambaleándose, Maxim se recuperó y se puso pie sin dejar de gritar y gesticular. Instantes después, Vera estaba a su lado, nerviosa y cubierta de sangre, pero sin cesar de sonreir y brindarle una mirada despierta y apasionada. Maxim se dio cuenta, el gatillazo de alguna forma certero del fusil, acababa de sumirlo en un mutismo angustioso. 

   El ruiseñor avisó y el Mauser retuvo a Vera junto a Maxim durante veinte años de felicidad. Después, un cáncer fulminante se la llevó sin que Maxim llegara a escuchar otra vez su alborozada risa. 
   En cambio ahora, gracias a aquellos artilugios, recuperaba el trino del ruiseñor y percibir su armonía era redescubrir para siempre a su lado, la radiante carcajada de Vera. 

José Fernández del Vallado. Josef. Diciembre 2013.


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martes, diciembre 17, 2013

LA COMODIDAD DE LO SÓLIDO. HUMBERTO DIB.






 El escritor y bloguero Humberto Dib, dará a conocer su último libro de relatos en Madrid.
El evento tendrá lugar el próximo jueves día 19 a las 20 horas en la Champanería Librería María Pandora (Plaza Gabriel Miró, 1 - Las Vistillas) y será presentado por un servidor; es decir yo: José Fernández del Vallado.

   Os invito a que os acerquéis a conocer a este escritor innovador y cordial. Y de paso nos reunamos con él algunos de quienes compartimos el mundo bloguero. Estoy seguro de que será un evento muy especial y entretenido. 

José Fernández del Vallado. josef. Diciembre 2013.


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sábado, diciembre 07, 2013

Sucedió un Verano de 1980.


Fue en el verano de 1980. Ella era taheña, con el pelo rizado, los ojos azul cobalto, la nariz con unas aletas sobresalientes, y una mirada clara y despejada como un cielo abierto. De complexión delgada, y tan alta o más que yo. Era extranjera, de algún país nórdico: Dinamarca, Suecia o Finlandia tal vez... 

  
Me saludó sin apenas levantar la vista, sin detenerse en el arduo trabajo de liar su petate de tabaco. No pareció preocuparle que yo me acomodara a su lado. Tampoco le interesó saber mi nacionalidad y si tenía estudios o trabajaba, y todos esos chismes que suelen aludirse para iniciar el principio de algo, cuando no se sabe bien qué. 

   Comenzó a dar chupadas a su cigarrillo, concentraba su mirada en las olas y el mar y pensaba en asuntos muy distantes de mí. 
   Permanecimos en silencio largas horas. Era una época diferente, en la que los móviles todavía no perturbaban el silencio del tiempo, y uno podía habitar recluido en sí mismo, con entera libertad y confianza. 
   Fue un verano de mil novecientos ochenta, sí. Recuerdo sus manos preciosas, como los delicados cordajes de un violín, ejecutar pausados y precisos movimientos acompasados siguiendo una singular melodía que tarareaba, y aquel semblante lozano y rubicundo que llegado el atardecer y después de tomar el tercer té, volviéndose a mí, me dedicó una sonrisa. 

   La noche cayó ante nosotros como un manto de franela y un baile fugaz de disfraces de oro y plata fogueó el firmamento. Éramos dos perfiles que nos observábamos como marionetas insólitas que anhelan conocerse, sin reconocerse siquiera. 
   Sombras fugaces de perros y gatos nos asediaron cual chacales; olores extraños, unas veces de gigantes oceánicos, otras provenientes del estrecho, traspasaban nuestras papilas olfativas como desarropadas conjeturas. 

    A medianoche una brisa fresca comenzó a azotar nuestros semblantes disminuidos por una tristeza contagiosa. Entonces la sentí hablar. Se había levantado de la silla y acercándose a mí me proponía algo que yo no supe traducir, porque sencillamente no podía entender aquel acento de acero de tierras sobrias y lejanas. Lenguaje, que sin embargo, produjo en mí un sopor narcotizante, que fui incapaz de controlar. 
   Me tomó de una mano y sonriendo me invitó a acompañarla. Mientras, yo, inmerso en un estado cercano a lo catatónico la seguí, o me limité a dejarme llevar suavemente, como una res se deja arrastrar al matadero. 
   Caminamos por la playa hasta internarnos en un insondable abismo de oscuridad, cuando comenzó de nuevo a hablar y esta vez creí entender lo que decía. Pronunciaba un remoto y sublime conjuro dedicado a los dioses de la noche... 
   Desperté de mis extravagantes alucinaciones y me encontré desnudo, haciéndole el amor a mi peculiar acompañante en una tienda de campaña. Ella gemía y lloraba de forma desconsolada. 
   Le pregunté si estaba bien de mil maneras y, asintiendo, me dio a entender que no era nada. Sólo entonces intuí su dolor, y supe que su llanto no era de felicidad, sino debido a una amargura desgarrada. Conmovido quise saber algo más. 
    
   Pareció comprenderme y tras pensárselo, extrajo un atado de cartas del que fue sacando fotos y a la luz de una lámpara de gas, empecé a conocer la vida de mi sensible acompañante.
   Había una familia: un marido y unos hijos sonrientes y radiantes. Todo eso, fui descubriendo a continuación, se lo habían tragado las aguas para siempre. Por razones inciertas, fueron una familia que hizo del mar su bandera, y desplazándose de puerto en puerto, habían disfrutando de las emociones que esa clase de vida conlleva, pero acabaron expuestos a los riesgos inevitables de un océano ingobernable y cruel. 
   La desgracia se cebó en la familia en los inicios de aquel verano, navegando por aguas gallegas. Al franquear la costa de la muerte una galerna los sorprendió, y saqueó el barco en una lucha desigual. Se sucedieron quince horas de fatiga y, en las que como si de un angustioso episodio por entregas se tratase, aquella Valkiria nórdica, presenció como uno tras otro, el mar le arrebataba a sus seres queridos. 
   
Y ahora estaba sola. Vagaba arrastrando su espíritu roto por las costas españolas. No era sino los restos de una mujer transfigurada en alma en pena, que apenas hablaba y había dejado de creer, y todo lo que hacía era llorar su dolor como hizo durante las horas siguientes. Apoyada sobre mi hombro o recostada entre mis brazos, y yo mimándola, admirando aquella belleza perdida, erosionada por un dolor infinito... 

   No dormí hasta altas horas de la madrugada. Abrazado a ella como una lapa; besándola, tratando de mitigar su profundo desconsuelo y suturar una cicatriz sin remiendo y cubierta de pus. 

     Las primeras luces del alba me despertaron tendido sobre la arena de la playa. 
    Había recogido la tienda y se marchaba a ningún lugar o a cualquier rincón desconocido. Quién sabe, tal vez cruzara el estrecho y recalara en África. Perderse allí de forma definitiva podría ser fácil. Sobre todo adentrándose en el inmerso camposanto de pasiones dilapidadas que conforma el desierto del Sahara. O quizá volviera a la civilización, para llevar una vida insustancial diluida en el solitario anonimato que concede la multitud. 

     Un beso breve y seco por despedida. Unas frases enigmáticas, internacionales. 
   Me sentí incapaz de moverme. Mi organismo, dominado por un nerviosismo frenético, no cesaba de temblar. 
   A lo lejos un silbato. El ronroneo del autobús al arrancar y después un silencio eterno, repentino y tranquilizador. 
   Volví a cerrar los ojos y la realidad intensa de la vida, se convirtió en una losa de gratino imposible de quebrar... 

   José Fernández del Vallado. Josef Arreglos Diciembre 2013.


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miércoles, diciembre 04, 2013

Luces de Fulgores Apagados.



 La oscuridad de la noche —una noche más— se convierte en descolorida, o es mi vista la que apenas da más de sí. Las notas de una vieja canción se difuminan en mi mente... 
Llegué a esta ciudad sin nombre siendo muy joven. ¿Por qué tuvo el tiempo que marginarme? 


Recuerdo que una vez dije algo. Ocurrió en una época lejana. No temía los presagios de la vida y amaba, pero ¿llegué a entender lo que realmente significa el amor? Dirigiéndome a ella, le dije: 

“Si pudiera amarte siempre, jamás moriría.” 

La calle huele diferente. Un grupo de muchachas jóvenes pasan a mi lado. Ni siquiera se fijan en mí. ¿Me habrán visto? Claro, no existo para ellas. Soy viejo. Muy viejo... 

Por aquel entonces, por un lado, creía en ciertos argumentos inverosímiles, como la existencia de ciudades devoradas por la selva; tesoros ocultos en lugares insólitos; mamuts perdurando vivos bajo la capa helada de permafrost de Siberia; volcanes que conducían a mundos interiores bajo la corteza terrestre; islas perdidas, colonizadas por una fauna exótica y desconocida. 
Y a la vez no creía en nada, y menos en la existencia de un camino que condujera a una ciudad extraviada en el desierto. En la selva ocultarse de la vista de cualquier desaprensivo resulta sencillo, pero y en el desierto ¿cómo hacer pasar desapercibida una ciudad de un millón de habitantes sin que la humanidad lo descubra? 

Cuando llegué todavía era joven. Vine siguiéndola como un perro en celo. Era una indígena de rasgos mestizos, figura voluptuosa, y un poder de seducción que anulaba mis convicciones y en conclusión, mi sentido del razonamiento y del riesgo. 
Entré respirando el polvo irrespirable de esta ciudad y la amé durante años. 
Un día, tuvo que decirlo. 
Estaba tumbado en una hamaca, disfrutaba del duermevela de un sofocante atardecer. Se dio la vuelta y habló así: 
—No existes. Ya eres polvo del desierto... 
La miré con incredulidad e ironía. Supuse que se trataba de otra de sus bromas. Contemplé sus ojos y no encontré en ellos el menor atisbo de humanidad. Ansioso, me levanté para abrazarla y cuando lo hice se desmenuzó entre mis brazos, quedaron en el aire unas palabras. 
—En cuanto a mí. Nos soy más que un espejismo de tu mente. 

Me suponía joven y no creía en nada que no tuviera sentido. Como, por ejemplo, aquella ciudad incoherente en la que me hallaba atrapado. Y si por entonces alguien me lo hubiera dicho, tampoco hubiera apostado porque a través del amor la vida podría eternizarse sobreponiéndose incluso al glacial olvido de la muerte... 

José Fernández del Vallado. Josef. Diciembre 2013.
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