miércoles, marzo 12, 2014

Insustancial.


Imagen tomada de Internet.

Definitivamente, su vida estaba hueca. Lo asumió tras una noche en que no pudo reconocer los rasgos de los individuos que protagonizaron su sueño, la acción se volvió irrelevante y el color que esclarecía las situaciones, desapareció del entorno. Era aquel un sueño sin encanto, acción, o el menor atisbo de pasión. Encarnado por personajes frágiles y desmemoriados, incapaces de culminar las acciones. Un sueño donde lo único que quedaba registrado y además, de forma indeleble, era la total ausencia de emoción. Una quimera basada en una secuencia imprecisa. La de un conjunto de infelices extendiendo sus manos vacías... 



   
   Supo que en cuanto despertara lo olvidaría y no se volvió a preocupar, sin embargo aquello le condujo a advertir que el hecho de no preocuparse, si cabe, era lo más preocupante. 
   Horas después seguía abstraído en el sueño, trataba de darle la apariencia que todo sueño tiene; o uno cree, debiera tener. Para empezar, la circunstancia de que no hubiera una mujer; ya fuera amiga, hermana, prima, vecina, beata, y sobre todo amante o amor, le sacaba de quicio. Tuvo tiempo para repasarlo y apenas rescató una escena intrascendente. Estudió aquellos rostros, sin encontrar en ellos el menor vestigio reconocible. 

   Por la tarde recibió la llamada. Quedaron en verse en el centro. Nuevos pensamientos se transformaron en dudas. ¿Cuánto llevaba sin visitar la ciudad? 
   Cogió una manzana y se sentó. Desde que tenía noción, los brazos de su nodriza Kiruna, eran lo más que averiguaba su mente. En cuanto a su madre, incapaz de vislumbrarla, la imaginaba consagrada a él por entero. 
   Transcurridas unas horas seguía allí, congelado, en el mismo lugar. Un recuerdo lo llenó de angustia. Creía haber descubierto algo, no ocurrió nada: lo olvidó. Y en instantes, también se olvidó de su angustia. 
   Subió al vehículo. Joshua y Batista iban detrás. Nando manejaba, circulaba rápido. Las avenidas, rebozadas en la energía de la combustión surgían ardientes, y desaparecían a la vuelta de un nuevo recodo. Había otras máquinas. No reconocía sus marcas ni distintivos y aquel mutismo ¿siempre era así la ciudad? No la recordaba. Ni siquiera sabía si había nacido en un hospital, chalé, piso, residencia o un lugar en particular. Semejante escasez de recuerdos, adquiría un cariz inquietante... 

   La multitud se concentraba en la plaza. La encontró vasta, interminable, sofocante. Nunca la había reconocido así. Sujetos anónimos, de rasgos escuálidos, mantenían un silencio neutro y derrotado. Sus cuerpos, extenuados, destilaban gotas de sudor. Sintió aprensión. ¿Debía salir y mezclarse con aquella masa enfermiza? 
   No hizo falta. Los demás lo hicieron por él. 
  Abriéndose paso a bastonazos, alcanzaron el inapreciable estrado del centro. Aglomerados debajo, cientos de infelices extendían sus manos. Alcanzó a ver algo y recordó. Sus manos, no estaban vacías. Cada uno sostenía a un bebé. Había miles... ¡millones...! 
   El elegido era un niño sano y bien alimentado. Debajo de la tarima, rasgando el escrupuloso silencio, una mujer berreaba amargamente y eclipsaba a la muchedumbre. ¿La madre...? Escuadrones de jóvenes alerta, la izaron en volandas y se la llevaron. 
   Regresaron con él crío. Alguien le dijo. 
—Tu sucesor... 
   El vehículo arrancó. 
   Extendidas, las manos vacías de los miserables, manoseaban los vidrios blindados y suplicaban ¿por qué?, si tenían lo que él nunca tendría: familias, compañeros, y relaciones que les brindaban amor... 
   
   Su vida estaba hueca. De ese modo sonaba en sus oídos cada mañana, como la corteza de un tronco sin sabía. ¿Era un hombre poderoso? No le importaba. Y aunque se lo hubieran dado todo mascado, durante un imperceptible lapso, su mente se avivó y lo entendió: había dejado de pensar, de anhelar, de sentir, embruteciéndose hasta olvidar incluso en qué consistía el amor; cómo era, y lo que podía sentirse al indagar en unos ojos, acariciar la piel y percibir la calidez del aliento y con arrebato auscultar el corazón de la persona a quien se ama con locura... 
   
   Volvió la cabeza al exterior y trató de mirar. No estaba loco, consideró. Sus ojos miraron sin mirar, su mente pensó sin reconocer, y sumiéndose en un estado de abulia, se olvidó de todo otra vez... 

      José Fernández del Vallado. Josef. 11 Marzo 2014.

 

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lunes, marzo 03, 2014

Confieso...

Imagen: Heidi Bradner.

-I- 
Pierdo contacto con la realidad... No soy capaz de vocalizar o situarme en nuestro mundo. He dejado de leer y transcurro las horas dormitando. En cuanto a la vida, sigo buscándola durante noches en las que sueño que todo pudo haber sido diferente. 



-II- 
   Forzado a presenciar sus ejecuciones, tras recibir la descarga, las recogía en mis brazos y sin ocultar mis emociones, las besaba de la misma forma que cuando de niños jugábamos a ser mayores en las callejuelas de Grozni. Luego crecieron y se casaron. Éramos una gran familia. Las recuerdo y rememoro sus noviazgos como ensueños en un universo brillante: sus bodas, bailes y risas de felicidad. Las quería a todas: mis primas Mandina y Zemfira; Dzhennet, Marja, Saida, Danila, Alikha... 

   Los recuerdos me asaltan. Veo nieve y delante las vías del tren. El convoy se aproxima.Las balas silban muy cerca. Acuchillan el espacio con la cadencia de suspiros fúnebres. Algunos compañeros, ametrallados, se desmoronan como terrones de azúcar desmenuzado. ¡Están aquí! Como misioneros de una muerte terapéutica, deslizándose entre la bruma lánguida del invierno, perfiles difuminados de militares rusos, pulverizan el que una vez fue nuestro mundo.
   Dispongo de segundos, salto y la agarro. Abrazados, entre el fragor de la locomotora y el resuello de los morteros, rodamos por el desplome que hay al otro lado. Nos detenemos en el lindero de un bosquecillo. Retiro el velo y sorprendo el rostro sonrosado y aturdido de Marja, la joven a quien amo. Nos internamos unos pasos. Desbaratados ante nosotros los descubrimos: Cadáveres, y entre ellos, reconocemos unas formas; sus hermanas violadas. Incrédulo, el rechazo me conduce a la náusea. Y ella... ¿¡qué hace!? Embelesada en la locura permanece mustia y enmudecida. Lo percibo con miedo ¿belleza entre el salvajismo? Si la encuentran estará perdida. Me quito el chaquetón, mis pantalones, se los ajusto con el cinturón, le ruego vaya a un número de la Avenida Zavety Ilyicha, busque a una familia de apellido Ingushka, se una a ellos y huyan a las montañas.

-III- 
   Los cerrojos chirrían y vuelven a entrar. Delante está el hombre de porte brutal. Esgrime una barra metálica. 
—A ver... ¡Cuéntanos todo o te aplico este hierro al rojo! 
   Mis dientes castañetean. Absorto, apenas reparo en los golpes. Mis muelas rechinan como loza al resquebrajarse. Sus fragmentos se mezclan en mi boca con el sabor de la sangre.
   Llorando... confieso. 

-IV- 
   Otro día... 
  Todo está como siempre. El valle árido a nuestras espaldas, el cielo claro, de un azul intenso y envolvente. Los contornos como guillotinas de unas montañas de hierro oxidado; y a unos metros, un rebaño de cabras. Mientras se desplazan entre los peñascos escucho el tamborileo de sus pezuñas. 
   Y allí, en la ciudad, estallan salvas del ejército ocupante. Están aquí con un pretexto: el nacionalismo, que encubre una reivindicación concluyente: Petróleo. En cuanto a lo demás; pisotear las cosechas, robar y demoler los edificios, violar y asesinar, apenas le conceden importancia. 
   Todo está igual, excepto los fusiles señalando al corazón de mis amigas de la infancia. La guerra las trastornó y transformó en implacables. Antes no eran así. Lo perdieron todo. El dolor las desgarró y sólo quedó odio. No están todas. Dzhennet de diecisiete años y Marja de veinte, se inmolaron en el metro de Moscú. Las explosiones dejaron cuarenta muertos. Inocentes que sufren las consecuencias de las acciones de políticos desalmados. 
   Ruegan a los piquetes que les retiren las vendas que cubren sus ojos, para morir como sus maridos, hijos y hermanos. 
   Con la expresión tumefacta y el ceño avergonzado, sonrío con nerviosismo y ellas, reflejando una palidez taciturna, recobran el destello fugaz de cuando eran niñas, y ya sin rencor, me entregan una sonrisa... 
   Al escuchar la andanada cierro los ojos y una certeza me invade. 
   «Mientras yo lo desee no seré prisionero de nadie, y el mundo seguirá siendo eternamente libre...» 
   
   José Fernández del Vallado. Josef. Marzo 2014.
 

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