Hecho está...
Toma Nota.
Remitente: Tomás Fernández Chanca.
Beneficiario: Francisca Nayara Fernández Chanca.
Número: 006-790-9458
Cantidad: 3,465.87 Nuevo Sol peruano.
Querida Nayara a ver si con esta guita* que te envío, trescientos euros de los cuatrocientos de mi mensualidad, que he ido ahorrando durante tres meses y en total hacen una buena suma en soles, puedes ir saliendo adelante o cuando menos solucionas las dificultades económicas que con seguridad sé y sin tener una chamba* segura, la vida te dará a diario...
Entiendo que nunca podrás dejar de maldecirme. Que me odias por todo lo que hice y más por haberte dejado olvidada en «Puerto fluvial Silvia», pero sé que allí estás segura, junto “al Señor que nos Habla*” nuestro querido y a veces odiado río Apurimac; al fin y al cabo, sigues estando en los brazos de Inti*, esposo de Pachamama* y en nuestra tierra que es su tierra...
Quizá estarás cansada e incluso harta de ese lugar. Pero no imaginas el fervor con que ahora y comprendiendo que estoy lejos, añoro sus angostos y acogedores cañones cubiertos de espesura, el rumor grumoso de sus cascadas y rápidos, los valles donde pastan la llama y el huanaco, las noches cuajadas de estrellas titilando en medio de una claridad traslúcida y fresca, y esos senderos de nuestros antepasados incas en el cerro que frecuentábamos y a los que nunca podré volver...
Imagino lo que piensas acerca de Sendero. Dijiste que era una chusma de fanáticos, terrucos* y asesinos, y que Fujimori sería el gran hombre que liberaría la nación. Creo que tú tenías razón y yo estaba equivocado. Nada mejor que el tiempo para meditar los asuntos y darse cuenta de la inutilidad de nuestra revolución. Lo cierto es que no somos más que unos humildes serranos* nacidos en el serrucho.* En cuanto a mis pesadillas sobre las palizas que los capataces descargaban en la mina sobre mí, se han terminado. Puesto que aquí no las recibo yo... sino ellos.
Te preguntarás quiénes son ellos: zambos*. Hay muchos. Trabajan en la construcción como yo, o en cualquier faena por lo general mal pagada. Son conchudos*. Al principio algunos se rebelan y se ponen bravos;* entonces y tras recibir una buena paliza, los dejan tirados en la calle. Vienen de África, su tierra. Huyen como si el lugar del que proceden estuviera apestado. Me asombra pensar que todos prefieren recorrer un territorio que dicen terrible —muchas veces a pié— y que se conoce como desierto del Sahara, con tal de dejar atrás para siempre la tierra que los vio nacer y que se supone deberían amar. Aunque según aseguran, allí todo está podrido por las guerras, sequías interminables y enfermedades desconocidas y espantosas.
¿Te acuerdas de nuestra hija Milagros Kukuri? Yo a menudo. Y estoy seguro de que tú también. ¿Recuerdas? Solía venir un poco antes del anochecer para verme salir de la mina y acompañarme de vuelta. Al principio regresábamos en silencio. Transcurrido un rato comenzábamos a bromear, y era entonces cuando perfilándose en los rasgos de su estampa desvaída, germinaba una tenue mueca de regocijo y de forma casi imperceptible, dejaba entrever su satisfacción.
He meditado mucho sobre lo que pasó. Cuando pienso en ello me echo a temblar y creo que voy a volverme loco de nuevo. Una y otra vez repaso las razones que me llevaron a unirme a Sendero, y ahora sé que todo cambió para mí después del día en que aquellos capataces mañosos* se llevaron a nuestra hija, le sacaron la chaira* y tras maltratarla y reírse de ella, mientras la obligaban a cantar la violaron, la cosieron a puntazos* y la dejaron mancada* en un barranco.
Yo creía en un Dios Todopoderoso y tenía la esperanza de que en un amanecer no muy lejano, nos librara de las injusticias. No fui ni soy capaz de entender cómo un ser que se dice a sí mismo Todopoderoso, permitió que unos demonios se ensañaran con una chiquilla inocente. Ya sabes, Kukuri era un poco extraña. Lo cierto es que desde que nació siempre fue calabacita,* pero aparte de un poco infeliz, era buena. Así era nuestra hija a sus doce años, chévere,* y yo la quería muchísimo.
No maté a los hombres que maté por capitalistas o poderosos.
Cada vez que esgrimía un cuete* y apretaba el gatillo lo hacía pensando en Kukuri. No me uní a Sendero para enriquecerme con el negocio del talco* como hacían otros, y como tú creíste... o quizá nunca lo creíste, pero no pudiste aceptar, y hacías bien, que me uniera a esos criminales. Tampoco me preocupó o interesó entender el significado de la palabra socialismo, y menos aún comunismo. En cuanto a la bandera roja que enarbolábamos, para mí era un emblema que comprendía el color de la sangre y el odio que cada amanecer seguía palpitando en mi interior. Entonces el loco y frustrado era yo. Estaba tan ávido de sangre que durante una época incluso disfruté asesinando a los capataces de las granjas colectivas, y a comerciantes mal vistos entre los campesinos. Todo se desmadró o era ya una locura desde el principio, porque había nacido alimentado en el odio y la paranoia de un cabecilla esquizofrénico.Lo sentí por algunos estudiantes muy jóvenes e incluso más ingenuos que yo mismo, y que seducidos por la palabra del profeta Abimael, habían dejado sus estudios y su vida, para enfrascarse en aquella lucha sin sentido. Los juicios populares que realizábamos en los pueblos finalizaban en acciones de barbarie. Encontrábamos enemigos por todas partes. Puesto que éramos asesinos insaciables de todo cuanto tuviera que ver con la sociedad o se pusiera al alcance de nuestros gatillos: maestros, alcaldes, sacerdotes, comerciantes, etc.
La guerra entró en una fase sangrienta. Los días transcurrían sin enterarme y las noches nunca se acababan. Unos consumían* a todas horas y otros, aunque se impuso la prohibición de beber, pasábamos las horas tomando chilindrinas*. Ebrios del todo salíamos de nuestros refugios, y tambaleándonos como endemoniados íbamos en busca de sangre. Lo más normal es que no tuviéramos una luca* en los bolsillos y estábamos hambrientos. Si teníamos suerte, lo mejor que comíamos era chifa.*
Comenzamos a asaltar los pequeños pueblos de la sierra. Matábamos a todos y robábamos lo que se ponía a nuestro alcance. Cuando las violaciones empezaban el estómago se me revolvía, me entraban los huaycos* y me las ingeniaba para evaporarme de la escena.
Uno tras otro mis compañeros fueron cayendo. Unos por no usar poncho* al cachar* y quemarse;* otros, en las escaramuzas cada vez más violentas contra los Comités de Autodefensa, el ejército gubernamental, o la policía.
Uno tras otro mis compañeros fueron cayendo. Unos por no usar poncho* al cachar* y quemarse;* otros, en las escaramuzas cada vez más violentas contra los Comités de Autodefensa, el ejército gubernamental, o la policía.
Un día desperté y me descubrí tendido en una aldea ¿vacía...? Un hedor identificable me golpeó como un puñetazo y me dejó sin aire. Miré a mi alrededor y debatiéndome entre el zumbido de las moscas reconocí un espacio saciado de muerte...
Acobardado me despojé de mis ropas y me puse las de un campesino.
Disimulado entre una muchedumbre que huía logré pasar los controles, alcanzar el puerto de Marcona, tomar un barco y dejar un continente del que no soy sino un eterno proscrito. Ni siquiera me despedí de ti, pero ¿qué te habría dicho y tú cómo habrías reaccionado?
Probablemente cuando recibas esta carta ya habrás encontrado a alguien mejor que yo. No es difícil que lo hagas. Imagino un hombre atractivo y trabajador, y al que palpar un revolver le espante y no te abandone jamás.
No puedo seguir aquí y ni siquiera mencionarte dónde me encuentro. No puedo contarte nada, y menos hablarte o sentir el aroma tibio de tu aliento sobre mi pecho desnudo. ¿Qué hay del amor, nuestro amor? Ahora recuerdo. Su sabor dulce y ardiente ha vuelto a mí en estos días de invierno. Me gusta pensar que allí estarás bien y arropada. Tal vez descansando en un prado que los dos conocemos. Aquel junto a la laguna de superficie brillante como un espejo de plata. Intuyo que un compatriota sospecha de mí. Me mira con ojeriza. Por sus tics y sus gestos de cautela de alguna forma descubro que también él ha vivido nuestra guerra. Quién sabe, tal vez su cometido fuera el mismo que el mío en el otro bando. ¿Asesino y hoy cazador de fugitivos? Aunque tenga que disfrazarse de albañil, después de lo que habrá pasado, no le vendrá mal el cambio.
No quiero que me veas. Me daría roche* mirarte a los ojos y encontrarme reflejado en los tuyos. Me asustaría y a ti también. Pero es curioso, tener vergüenza cuando no tuve reparos en matar una sola vez...
Te dejo. Me voy. Tal vez me aventure en el desierto. Ese desierto que mi amigo Menkure, un africano sonriente y calvo —sin imaginarlo— me pide que no pise nunca. Y no sabe, nunca lo sabrá por mi boca, o a lo mejor es el primero en percibirlo, que sin ti y sin mi tierra dentro de mí ese desierto ya existirá siempre.
Con cariño...
Tomás Chanca.
José Fernández del Vallado. Josef. Enero 2014
Guita:* Dinero.
Chamba:* Puesto de trabajo
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Señor que nos Habla:* Apurimac. Cuete:* Arma de fuego.
Inti:* Dios del Sol. Talco:* Cocaína.
Pachamama:* La madre Tierra. Consumían:* Esnifaban coca.
Terrucos:* Terroristas. Chilindrinas:* Cervezas.
Serranos:* Indios. Luca:* Sol peruano.
Serrucho:* Sierra. Chifa:* Comida china.
Zambos:* Negros. Huaycos:* Vómitos.
Conchudos:* Descarados. Poncho:* Preservativo, condón.
Bravos:* Violentos. Cachar:* Follar.
Mañosos:* Pervertidos. Quemarse:* Contagios venéreos.
Chaira:* Navaja. Roche:* Vergüenza.
Puntazos:* Navajazos, cuchilladas.
Mancada:* Muerta.
Calabacita:* Cabeza vacía.