sábado, mayo 31, 2014

Me Despierto y Estás a Mi Lado...

 Imagen tomada de Internet.

Me despierto y estás a mi lado, haces mi vida feliz y llevadera. Salgo al trabajo y me acompañas ceñido. Camino orgullosa, tú eres mi hombre y se lo muestro al mundo. Me consagro a mi trabajo de investigadora y puedo sentir el estigma que imprimes en mí y la vitalidad que pierdo ¡por ti! Pero lo que me hace recordarte es saber que estarás para siempre conmigo, saber que mi amor será siempre íntegro, saber que nunca te perdí y que aunque una parte de ti se fue para siempre, te llevo en mí desde el momento en me inoculaste tu savia y ahora soy una más de los millones de seres que, pese a recibir el castigo, seguimos amando la vida y a quien nos traicionó sin desear traicionar, pero también, negándose a aceptar la realidad del mundo en el cual vivieron, negándose a reconocer que anteponían un placer pasajero a un amor compartido, negándose a reconocer que no era amor lo que sentían por nosotras y nosotros. 

   Me despierto, estás a mi lado y te odio, haces de mi vida un infierno. Siento el dolor en mis huesos mi corazón y mi alma. Salgo al trabajo con miedo, porque si descubren que te llevo dentro me expulsarán de su vida. Me esfuerzo en mi trabajo y escucho lamentos, lamentos de quienes esperan solución al problema que existe dentro de mí. Pero lo que me lleva a odiarte es saber que con sólo un poco de higiene podrías haberlo impedido. Saber que tu amor no fue íntegro, saber que te perdí y que aunque te fuiste para siempre, me condenaste a seguirte. ¡Y Dios! Seguro, quizá en otro tiempo, en otro momento, te habría seguido de saber que tú no sabías sobre su existencia, de conocer que fuiste ingenuo, de saber que fue ella o él quien traicionó y no tú... En cambio, te odio. Lloro todas las noches y por las mañanas soy un fantoche sonámbulo que trata de volver a conectar con una vida desconectada por un cóctel de pastillas que lentamente anulan mi sistema, degradan mi cerebro, empobrecen mis células... 

   Y amo la vida, deseo vivir, tengo derecho a vivir, soy un humano. Un ser del planeta tierra sentenciado a ver pasar unos días recluida en la angustia y sin poder aprovechar su tiempo, mientras otros tienen derecho a vivir, derecho a alimentarse, derecho a cantar y a bailar. Yo, recostada en una tosca estera, en un país del África tropical, agonizo sin ayuda ni alimentos, sin medicinas, sin amor, en la soledad más aterradora y absoluta... Y tú estás a mi lado, eres VIH y has venido a llevarme, a sacarme de la realidad de la vida, a convertir lo concreto en inconcreto, la felicidad en tristeza, la vida en un pañuelo de lágrimas, el mundo en erial, las guerras en patrañas vacuas, las lágrimas en lluvia sangrienta, los paisajes en pinturas oscuras, a fundir el sol en mis ojos... ¿A qué has venido entonces? Si no es a acabar con la felicidad de la vida y romper los sueños, las promesas, la alegría, los proyectos, los abrazos, las caricias, los besos, los resuellos de amor, la ternura... 
   Dime. ¿A qué has venido? 
                                                Me despierto y estás a mi lado… 

   África se desangra por el VIH. El mundo sigue sufriendo los efectos de la pandemia peor vista de todos los tiempos. Mientras tanto, las industrias farmacéuticas continúan sin reducir los precios de las medicinas y suministrarlas a los afectados de los países pobres del Mundo… 

          José Fernández del Vallado. Josef Mayo 2014.

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Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons.

martes, mayo 13, 2014

Brisa.

Imagen tomada de Internet.  
   
   A mediados de julio la isla destacaba sobre el azul del mar como un tocón forrado de un tapiz verde. Desembarqué y me sentí fatigado. Mi disposición no era la mejor, pero quería hacerlo, alejarme y escribir. Necesitaba sentir la sal sobre mi piel; sentir para cicatrizar sensaciones de las que no lograba desprenderme... 
   Los acantilados blancos, con sus espolones y crestas salpicadas de guano de la colonia de aves marinas, me recibieron silbando melodías oceánicas. Apresados a sus pies, los restos de un carguero eran vapuleados sin tregua por un oleaje grumoso. Caminé sobre el herbazal y los rayos de un sol implacable cauterizaron mi piel. Tendría que acostumbrarme. Ella no volvería, tuvo que partir. Y aunque en esencia yo me quedé, desde ese día también me fui para siempre... 
   
   
    En la isla no había nadie. Excepto aves, hierba de un color verde pajizo, el desarbolado barracón del antiguo farero y un viento perenne. Y cercándola un mar inclemente, que pulverizaba aquello cuanto tocaba. El único y anodino sustituto iba a ser yo. Con un faro automatizado y alimentado por energía solar, apenas tendría que hacer. 

    Una noche, mientras acorralado por el calor estival me revolvía entre las sábanas, volví a soñarla y respiré. 
    A la mañana siguiente trepé a la cima de la isla, saqué mi móvil y marqué un número que no había vuelto a ojear. La voz lúgubre de un hombre vencido por la vida me repitió con insistencia algo que nunca estuve dispuesto a creer: Cristina había fallecido hacía más de veinte años... 
    Colgué, regresé a la cabaña, me dejé caer sobre la hamaca y permanecí varias horas sin moverme, hasta que sopló una Brisa, percibí el silbido acariciando mis sienes y me alegré. Había entrado y acomodándose sobre mis rodillas gorjeaba una algazara que reconocí como una dulce sonrisa. 
     La noche siguiente volvió y me invitó a pasear. Caminando a la luz de la luna llegamos a la laguna interior de la isla. Me senté junto a su orilla y allí permanecí, sintiéndola vibrar a mi lado...
   De madrugada me confiné en la casa y cerré las contraventanas, el sol le desagradaba. Era tan placentero sentirse acompañado de nuevo por aquella a quien amas... 

     A veces me creía solo y ella entraba riendo, revolviéndolo todo, se instalaba junto al viejo piano y lo hacía sonar. Y yo me sentía audaz y fuerte de nuevo. Luego, al anochecer, me enseñaba a bailar al aroma de la dama de noche, corríamos juntos persiguiendo luciérnagas, aullábamos como lobos esteparios, saltábamos a la comba, comíamos moras... 
    El amanecer nos sorprendía estirados sobre la hierba, al borde del acantilado, divisando nuestro mundo y el océano que se extendía ante nosotros como una enorme y brillante pecera sin límites. 
     Cuando el sol comenzaba a calentar nos levantábamos, extendía los brazos y caminando sobre la cresta del precipicio, desafiaba al viento y con la colaboración de Brisa vencía su afán por sacudirse de mí. 
      Los días no existían. Presenciábamos amaneceres púrpuras, atardeceres violetas y naranjas y en ocasiones veíamos al sol incendiarse... 
     Creía conocer toda la isla. Sin embargo, una noche, tras caminar abrazados, Brisa me dijo: “Te  voy a llevar a una cala...”  
      Y era misteriosa, con guijarros que brotaban del suelo como copos de maíz y reverberaban a la luz de la luna. 
      Nos bañamos en sus aguas oscuras, y al agitarme, chispas luminosas brotaron de mi cuerpo y extremidades. Vivíamos tan rápido que daba la sensación de que el tiempo no transcurriera...

     Cierto día, al despedirnos, nos detuvimos uno enfrente del otro. Brisa, la retraída y correcta Brisa, comenzó a perder la batalla por su dominio. En cuanto a mí, no me hallé en mejor situación. No hubo forma. Un insólito poder nos condujo a abrazarnos y revolcarnos como lagartos sobre las dunas. 
     Nos amamos hasta quedar del todo vacíos... o llenos... 

    A partir de entonces los días se hicieron cortos, el verano se fue disipando, dejó de soplar viento cálido y el tiempo se volvió fresco y olvidadizo. 
     Brisa se esfumó como un sueño, si alguna vez lo fue... 
    Lo dije y lo sigo pensando. Tenerla a mi lado fue sentirme acompañado por una hálito tibio y puro de vida. Ella fue la mejor bocanada, con ella nunca me faltó el aliento... 

     José Fernández del vallado. Josef. Mayo. 2014.

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 Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons.

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