lunes, noviembre 18, 2013

Blatta.



Había transcurrido un año desde que dejó de hablar y garabateó la última letra... 

El invierno regresaba de nuevo y no estaba dispuesto a consentir que una vez más congelara su interior, adormeciera su organismo, y lo comprimiera en una emulsión de translúcido formol... 

Lo cierto era que apenas quedaban ya lugares donde refugiarse, como tantas veces hizo. Presentía que el período que se avecinaba sería aún más frío, y se vería obligado a cavar cada vez más profundo, con tal de escapar de una superficie helada, deslizante y mortal. 
La búsqueda había terminado. Tenía su guarida y mantenía las esperanzas, pero el éxodo continuaba. Pese a todo, seguía percibiendo que vivía de prestado, subsistía, o trataba de hacerlo en un mundo precario y atroz. 
Volvió a ponerse los mitones. Estaban mugrientos. Apestaban a transpiración y enfermedad. Ahora —no recordaba cuándo ni cómo... no recordaba— reconocía la vida desde una perspectiva diferente. Sentía la marca de su huella, y como si se tratara de suturas abiertas en carne viva, veía nacer los milagros que se iban grabando en la superficie de su lustrosa y regenerada piel. 

Se acercaba un nuevo periodo invernal y continuaba sin existencias. No se refería a su abastecida despensa. Tenía alimentos en abundancia. Pero no con quien compartirlos. No acertaba a vislumbrarlo, pero adaptarse a las circunstancias cada vez se hacía más difícil, como si se tratara de algo que nunca hubiera realizado con anterioridad. 
Hubo una época en que supuso que los alimentos allí eran saludables. La verdad es que dados los tiempos que corrían, no le parecieron mal. Se dio cuenta de que algo no iba bien cuando la piel comenzó a desprendérsele igual que tiras de cuero viejo... 
Entonces se impresionó y preocupó. Después, paulatinamente, dejó de pensar o no le fue necesario. Todo estaba dentro de él, formaba parte de un instinto innato y básico. Y ahora, ciertos estados, como los sentimientos, eran  rechazados con violencia desmedida, cuando no olvidados... 
No necesitó pensar. Se limitó a coger el arco, se echó a la espalda el carcaj con dardos envenenados, y salió. 
El efluvio exterior se había convertido en algo habitual: hedores a herrumbre, azufre, diversas materias oleaginosas, escorias, y ciertos olores que su mente había dejado de reconocer. 

Escaló la colina. Era un día plomizo y gris. En lo alto del promontorio el viento se hacía glacial y cortante. Nubarrones de vientres densos y matices añiles, remolcados por un turbulento huracán, transitaban veloces. 
A lo lejos divisó el perfil desarbolado de la Central. 
Intuía que una vez se había tratado de un lugar peligroso y, sin recordar el porqué, percibía que actualmente había dejado de serlo. Allí era donde ahora se concentraba su sustento.

Tras una fatigosa marcha siguiendo los rieles de lo que una vez se llamó línea férrea, encontró las piezas del convoy. Se hallaban desmanteladas cerca de la Central. 
Como solía hacer de forma habitual, se ocultó y esperó. 
A veces no sucedía nada durante semanas. Otras venían... 
Arrastrándose entre los resquicios de la chatarra con una habilidad desconocida, los detectó con entusiasmo. ¡Habían vuelto!
Sin dejarse llevar por el nerviosismo apuntó y atravesó limpiamente la extremidad de uno de ellos. La víctima profirió un alarido de dolor y cojeando trató de correr. Los demás hicieron lo mismo, dejándola pronto expuesta a su suerte. Realmente eran ágiles. Aún sufriendo el espécimen se desplazaba más rápido que él. De no ser por el efecto del veneno paralizante, ahora mismo, sería una pieza perdida. 

Lo encontró un par de kilómetros más adelante. Se trataba de un buen ejemplar de hembra humana. Tal vez sobreviviera... En caso de hacerlo, le haría compañía durante el invierno. Incapaz de hacer un movimiento, los ojos de la humana lo miraban con la intensidad del terror. 
Le daba igual si se acostumbraba o no a su presencia, deseaba tenerla a su lado y al final del invierno, en tanto devoraba su carne fresca y jugosa, copular enérgicamente... 
Aguardó unos instantes. Esperaba oírla emitir algún sonido en aquella frecuencia que -sin entenderlo- le cautivaba. Ávido y ansioso, de forma atropellada la despojó de la pelliza con que se cubría y contempló su débil y tierna piel blanca. Tras tantear sus protuberancias glutinosas con sus antenas filiformes, baboseando de placer, la recogió y amarrándola bien, la depositó sobre su caparazón oval. 
Naciendo del vacío de su mente una melodía se abrió paso hasta instalarse en un lugar de su menguado cerebro. Comenzó a tararearla y mientras, dando tumbos se mezclaba en un paisaje cubierto de escombros que los residuos de humanidad que perduraban dentro de él reconocían como «chatarra radiactiva»  regresaba a su guarida, la letra de aquella vieja canción, repicaba en su mente:

“La cucaracha, la cucaracha, ya no puede caminar, porque no tiene, porque le falta, marihuana que fumar…” 

Se desplazaba tan rápido como sus seis patas le permitían cuando el afilado punzón atravesó su carcasa quitinosa. 
Cogiéndolo con sus patas largas, aplanadas y espinosas, Cefalón lo contempló con sus pequeños y miopes ojos compuestos, y volviéndose excitado,  le dijo a su compañera. 
—Cutícula ¿te has fijado? ¡Otra Blatta orientalis!* Por aquí uno se encuentra bastantes. 
Ella se acercó y señalándolo con sus antenas, advirtió. 
—¡Vaya! Y ha atrapado a otro insecto humanoide. Parecen ser su plato favorito. 
—Pues para nuestra raza: Gromphadorhina grandidieri* no, desde luego, dijo Cefalón con repulsión y exclamó—. ¡Son tan venenosos estos asquerosos bichos blancos! 
Separando a la humana, la arrojó al suelo con desprecio. A continuación, llevándose a sus piezas bucales la Blatta orientalis, comenzó a masticar con fruición. 

José Fernández del Vallado. Josef. Noviembre 2013.

Blatta Orientalis*: Cucaracha común.
Gromphadorhina Grandidieri*: Cucaracha gigante de Madagascar.


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