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jueves, noviembre 29, 2012

¿Para qué las Necesitamos…?

  
Se llamaba Vera. Era morena y esbelta. Sus ojos negros preservaban una timidez joven y ensombrecida. Sus facciones eran delicadas, sus pómulos suaves. Sus cabellos castaños, suspendidos a ambos lados de su rostro, envolvían unos hombros lineales. Llevaba un chaquetón gris perla, con flecos negros; lo lucía con estilo. Calzaba botas negras de caucho. 

  No esperaba encontrar nada mejor ese frío atardecer de noviembre y, tenerla delante, tan cerca, casi me hizo recular. No era culpa mía, sino del paso del tiempo. Tratas de evitarlo pero según deambulas por sus afiladas aristas, aunque cierres los ojos, te basta percibir que cada esbozo es un doblez que dejaste marcado con un bucle. 
  
  Algunos la miraron aparte de embobados, escandalizados. Por vestir de esa manera era una fulana. Yo sabía que no era sí. Si se lo proponía podía darle cien vueltas al más formado de los muyahidines de Hamas. Formaba parte de una generación revolucionaria; crecían alimentados por algo más sutil que el odio: Adiestramiento y estudio psicológico del adversario. Si lograba su propósito sería leyenda y un objetivo; no de los asesinatos selectivos de Israel, sino de los incuestionables avances de Oriente. 
  Podría convertir el encuentro en algo mejor pensé, mientras la invitaba a subir al destartalado segundo piso. Allí tenía mi oficina y junto a ella, el cubículo donde se hallaba el sucio camastro en el que me revolcaba con las prostitutas. Hacerlo me seguía avergonzando, de todas formas, era algo ya inevitable. La guerra me había transformado en un alma indiferente, por no decir insustancial. 
  Resultaba obvio; ella no era una cualquiera, sino una mujer... 
  Mi mente regresó lejos; a Europa. ¿Hubo allí alguien similar...? Aún así, me pregunté ¿Existiría en el mundo una sola mujer con su carisma? 
  Se sentó frente a mí. Sus piernas se entrelazaron con una facilidad asombrosa. En cambio yo, a mis treinta años, asolado por diarreas y las heridas de guerra que se activaban con el frío, era un viejo prematuro. 
  Preparé un té y escuché. Sabía que era portadora de un plan revolucionario. Dio un sorbo, sus labios se movieron con plácida serenidad. ¿La conocía? No. En cambio, creía intuir su forma de proceder. Por ello me aventuré y pregunté.
  —¿Cuál será el siguiente paso? 
  No vaciló. Con decisión pronunció. 
  —Desarma a tus hombres. 
  Alarmado, la contemplé con los ojos muy abiertos. Esperaba cualquier cosa, menos aquello. Vacilante conteste. 
  —Lo que propones... es un suicidio. Los hebreos caerán sobre nosotros. Nos aniquilarán... 
  Echó más azúcar. Removió la taza de té y concentrada, dijo. 
  -¿Para qué las necesitamos...? –Y hablando con placidez, añadió– Mañana, no debe quedar un fusil en Gaza. Han de ser enterradas. 
  La miré ensimismado. Hizo un guiño natural sin pretender ser sensual, y lo fue. Era tan bien parecida. Permanecía en aquella postura, una pierna flexionada sobre la que apoyaba su mentón, la otra, recogida debajo. Igual que cuando nos sentábamos a fumar en aquél país lejano y casi solitario. Entonces yo no era Muyahidin, y ni siquiera intuía lo que podría significar. Después lo supe: muerte, dolor y enemistad. Por entonces era el hijo de un palestino próspero, lo cual me facilitaba el lujo de viajar. Ahora, en la franja de Gaza, sujetos de posición acomodada había unos cuantos, todos traficantes. Lo mejor seguir así: Pobre, ambiguamente rico, conviviendo en dudosa espiritualidad. 
  
  Cuando terminamos el té, sin hablar, contemplándome con un ademán agradable, me había ganado de forma incondicional. 

  Enterramos las armas y al día siguiente. 
  Cuando los blindados merkava llegaron, en medio del bombardeo, todos estaban en las afueras. Hacían lo que siempre habían hecho: Arar las tierras y prepararlas para la cosecha. 
  Los cañones se silenciaron. La larga hilera de tanques se detuvo. Las cabezas desconfiadas de los soldados, se asomaron con precaución a las torretas. 
  De repente la figura alta y solemne de Vera, paseaba entre las filas del ejército avasallador. Se limitaba a recibirlos con una ingenua sonrisa. Contagiados por su espíritu, descendieron de los carros, saludaron a los palestinos y hombro con hombro, se emplearon a fondo en la faena de arar y sembrar. 
  
  Han transcurrido décadas. Los esqueletos enmohecidos de los blindados, siguen ahí. Casi nadie recuerda su utilidad y tampoco tratan de averiguarla. 
  Vera se fue o se encuentra en todas partes ¿era un ángel, Dios? 
  No. Me desagradan las explicaciones sobrenaturales o divinas. En cambio, me gusta pensar, se trataba de una persona de verdadera inteligencia, que sabía trasmitir ese espíritu casi olvidado, pero congénito y redimible (y que prevalece sobre el miedo y el odio) de nobleza y cordialidad. 
  
  José Fernández del Vallado. Josef. Noviembre 2012.
TU OPINIÓN:


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sábado, mayo 19, 2012

El Rodaje

 

Hacía tiempo que deseaba producir mi propio corto. 
En la universidad había un dinero resultante de unos fondos de nebulosa procedencia y una cámara de cine profesional marca Arri de 35mm, y se me presentó la oportunidad.

miércoles, octubre 08, 2008

Nadie excepto yo.

RELATO FINALISTA EN EL CERTAMEN DEL GRUPO BUHO.COM



Estábamos en el frente, en las trincheras; llevábamos más de cinco años sin ver a una mujer. El cuerpo de una mujer. Su bendita o maldita sensualidad que logra que tu mente traspase su callada discreción y busques la perdición y el desasosiego. Pero allí, en la infame y helada Siberia, no había mujeres, en realidad no había nada por lo que mereciera la pena luchar. Todavía no entiendo como los hombres luchamos y morimos en lugares de semejante crueldad. ¿Por las reservas del oro negro? El último hidrocarburo de la tierra, dijeron. No… Yo, no lo creo. Más bien sospecho que fue lo de siempre: El maldito afán guerrero del ser humano. Había que alimentar y mantener en acción a un ejército de más de un millón de almas inactivas. Y luego, lanzarlo contra los orientales, aunque ellos fueran más numerosos. “Tenemos la tecnología,” nos aseguraron los politicastros… ¡Cínicos!

Y desde luego, cuando lo pienso, solo puedo reconocer que sin ti, amigo mío, sin tu valor jamás hubiera llegado a donde lo hice. Habría desertado o estaría ya muerto. No, ni siquiera recuerdo cuando empecé a reconocer en ti el modelo a seguir en estas tierras heladas, qué mecanismo suscitó que saltara tras ti en pos de una lucha inmerecida e irracional. ¿Cómo fui capaz de permitir que el mortal silbido de las balas hendiera a escasos centímetros de mi sien? Qué fuerza me ayudó a batirme como una fiera durante días y noches contra interminables hordas de orientales que se nos echaban encima fila tras fila, como fichas de dominó. Y, sin embargo, las hicimos frente una a una.

Luego, cuando empezaron las deflagraciones atómicas en la región oriental, comprendimos que nuestro ejército era superior en armamento nuclear. Pero las filas de orientales no disminuyeron; continuaban llegando a nuestras trincheras, aunque ahora se trataba de hombres jóvenes, sin experiencia, hasta ser muchachitos que ensartábamos como a anchoas en nuestras bayonetas kalasnikov.
Y un día, cierto día de gloria, cuando coreábamos la victoria, comenzaron a aparecer las mujeres soldado. Al principio no deseamos luchar, muchos alzaron sus brazos sobre las trincheras para recibirlas. Pero el mejor recibimiento que obtuvieron quienes no tuvieron la precaución de cubrirse, fue una andanada mortal. Sí, nos dimos cuenta de que si no lo hacíamos nosotros, ellas se encargarían con crueldad insuperable de llevar a cabo el trabajo. Mujeres… ¿Quién dijo que no sirven para luchar?
Después ocurrió lo de Serguei con la oriental. Se trataba de la primera persona a quien hirió; hasta ese momento Serguei nunca había herido a nadie. Acababa con los enemigos de un certero disparo. Debió de haberla rematado, tal como hacía yo para evitar, precisamente, caer en debilidades y en la traición.
Él en persona la acarreó hasta el hospital de campaña. A partir de ahí ya nada fue igual y comenzó lo preocupante. Empezó a interesarse por su estado y la visitaba. Iba a verla con frecuencia. Solía hacerlo por las noches, después de los combates que tenían lugar a diario. Aquello, tal como supuse, comenzó a trastornarlo y tuvo consecuencias en su actitud hacia el enemigo. Por ejemplo, más de una vez se olvidó de rematar a una mujer, y hube de ser yo quien se encargara. Caí en ello un amanecer; de pronto, Serguei parecía haber perdido su valor y el temple que lo caracterizaba. ¡Lo sorprendí implorando! Nunca había hecho algo así con anterioridad.
Peor resultó cuando la mujer se recuperó. Debía afrontar un tribunal, su destino estaba sellado: El pelotón de ejecución iba a ser su suerte...

Nadie… Nadie excepto yo presenció lo que sucedió aquella noche sin luna, la noche antes de la ejecución. Yo, como siempre, su ángel guardián. Y Serguei. Sabía deslizarse en la oscuridad con la elegancia de una pantera. Se hizo con las llaves del calabozo y la liberó. Luego, la acompañó hasta los límites de las trincheras, y antes de despedirse, en el cráter de un proyectil, lo hicieron. ¡Se amaron…! Dios. ¡Y cómo! De tal forma por primera vez entendí cuánto la amaba y tuve claro que él… jamás me amaría.

Disparé sobre ella cuando resollaba anhelante con él en su interior. En un primer instante permaneció desconcertado; pero no tardó en reaccionar, estaba acostumbrado. Volviéndose con agilidad me voló la oreja de un disparo. Entonces comprendí que era inútil decírselo. ¡Decirle cuánto lo amaba!
Me arrojé con rabia y fiereza, hundí la bayoneta en su estómago y la retorcí destrozándole las entrañas. Y eso fue lo que presenciaron los centinelas cuando llegaron, a un hombre de su ejército ensañándose con el cuerpo de un superior, porque Serguei era mi superior: El sargento Serguei Ivanov.

Son las cinco de la madrugada, no debe faltar mucho. Hace frío. Mucho frío, lo sé… Pero yo ya no lo siento. La ropa se adhiere a mi piel como harapos mojados, y sin embargo, tampoco siento. Un insoportable olor a orines me abruma y acompaña. Mis mandíbulas castañetean como si actuaran por inercia. Estoy rodeado por cientos de mujeres orientales, todas serán fusiladas. Me metieron aquí para reírse de mí, o para ver cómo ellas me despedazan. Me llaman el marica celoso. En cuanto a ellas, podrían haberse vengado y haberme atacado; supongo, pues saben lo que hice. Pero tanto ellas como yo ya sólo somos cadáveres andantes. En el fondo deseo morir de una vez porque ya no sé como es vivir sin Serguei.

Oigo correrse cerrojos, la puerta de la celda se abre y unos hombres nos sitúan en fila de a uno.
Salimos descalzos a un patio fortificado y blanco por la nieve. No siento los pies. Nos ponen frente a una pared; el suelo está rojo por la sangre coagulada. El capitán ordena la alineación del pelotón de soldados y a continuación, da la orden.
Suena una descarga. Siento calor por todo mi cuerpo. Vamos cayendo unos sobre otros. Ahora, mi cabeza está apoyada sobre la espalda de otro cuerpo y es entonces, cuando frente a mí veo un rostro y unos labios que se abren incitantes. Y descubro, que me gusta… no, ¡me encanta esa visión! Trato de dar una última orden a mi cerebro; como el segmento de una pesada oruga mi cuerpo obedece y se mueve hasta que logro besar esa boca que se abre provocadora. Siento un placer mil veces más intenso y sensible que el que nunca haya experimentado. La vida retorna a mí cuerpo y de pronto, ¡mis sesos arden! y se desparraman, cuando el oficial me remata dándome el tiro de gracia…


José Fernández del Vallado.josef. 2008.

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domingo, octubre 05, 2008

Prisionero.

No conseguía explicarme cómo había ido a parar a un lugar como aquel. En mi país era pobre pero al menos sacaba la vida adelante. Trabajaba de día y estudiaba de noche para aspirar, en un futuro, a un trabajo mejor. Claro que nunca supe descifrar si para un negro del sur de Nueva Orleáns existe un futuro.
Si te alistas te darán una paga excelente, me dijo Charlotte. Y tenía razón.  En un año podía ganar lo que diez en mi actual puesto de trabajo. Está claro, siempre fui reticente hacia el ejército, pero Charlotte no. Ella creía en la causa, decía que el enemigo era real. Cuando dudaba me recordaba siempre lo de las Torres Gemelas y me explicaba que había que machacarlos. Le preguntaba que a quién, y con convencimiento indiscutible, me replicaba que a los islamistas. Entonces yo señalaba a Sulim Fattie y a Liz, los de la tienda de comestibles de enfrente, le decía que ellos eran musulmanes, y le preguntaba si acaso le parecían malas personas. Me respondía que por supuesto, ellos, no eran así, porque se habían contagiado del espíritu libre de América – y seguía. – En cambio los otros, los del desierto, los que viven enterrados bajo las dunas, aspiran a robar nuestra prosperidad. Harto de discutir, me sentaba sobre las escaleras de salida, miraba en todas las direcciones y buscaba la prosperidad. Mi vista se topaba con casas viejas y destartaladas aún con las huellas de cuando las anegó el huracán Katrina. No, jamás conocí más prosperidad que a la “Prospe,” mi compañera del cole, que perdió la razón, si la tuvo una vez, debido a una meningitis galopante a sus tiernos siete añitos.
Lo cierto es que no tuve demasiado margen de elección. O me alistaba o me alistaban. Si no me alistaba era un marica de mierda a ojos de Charlotte y los amigos del barrio, y además, estaba el rutilante salario; de modo que me alisté: Por la patria.

Y ahora despertaba con la cabeza zumbándome, en aquella especie de zulo fétido y rezumante de olor excrementicio, el cuerpo como una costra atestado de cortes producidos seguramente por la jodida explosión del bazooka, o la mina antitanque que se tragó nuestro Hummer, los brazos ligados a un palo sobre los hombros. A mi lado estaba Fred, uno de mis compatriotas blancos, en la misma situación. Vivo, nadie más.
Entonces entraron los enemigos o los guerrilleros o los “hijosdeputa” que nos habían reventado, nos agarraron y nos condujeron a una sala en la que sólo había una mesa y tres sillas.
Nos obligaron a sentarnos a empellones y entraron cuatro más. Uno bajito y delgado con ojos entrecerrados y perilla arrebujada se sentó frente a nosotros, nos ofreció un cigarro, y hablando con sutil claridad nuestro idioma, comenzó dirigiéndose a mi colega.
Le dijo que su libertad dependía de si podía pagar un rescate de dos millones de dólares. Mi compañero lo miró con ojos de espanto, sin embargo, tras recibir un par de bofetadas y echar el bofe, asintió. Permanecí mirándolo asombrado. Pensaba que estaba loco. En la vida lograría reunir tal cantidad; y menos yo. Por supuesto ellos tampoco le creyeron, y para asegurarse lo abofetearon más duro. Hasta que al final Fred lo soltó: Tenía un pariente millonario y tal vez le pudiera salvar el pellejo. A partir de ahí su trato hacia Fred varió de forma radical. Le soltaron las ataduras, le dieron güiski, se rieron con él y lo llevaron a otro lugar; a mí no.
Conmigo empezaron igual. Reconozco que al principio pensé en decirles lo del pariente millonario, pero la vida me ha hecho demasiado sincero y repetir semejante mentira  ¿verdad? o absurdo, ni se me pasaba. Si la iba a palmar mejor ser franco y decir la verdad, y eso hice. Les dije que no tenía dinero y nada contra ellos. “Entonces por qué has venido a matarnos, esbirro negro,” me preguntaban. Y yo respondía, porque mi mujer así lo deseaba, y porque si no lo hacía me llamarían marica. Y se reían, los cabrones se descoyuntaban. Y decían que el americano negro estaba loco. Pero aquello no tenía ni pizca de gracia. Volvían a ponerse serios y me pedían dinero y yo les repetía que era más pobre que un perro. Abrían la boca me señalaban y cuchicheaban entre ellos. Y yo estaba seguro: No daban crédito. “¿Un gringo pobre? Imposible.” Debían de pensar que en América todo el mundo es millonario. Claro. Como van siquiera a imaginar que allí quien manda son Bush y sus cuatro sopla pollas, en cuanto a los negros hispanos y algún “gili descerebrado o inteligentísimo” como Fred, el del pariente millonario, somos sus peones mercachifles.
Ninguno me entendió o pareció entenderme y me abofetearon hasta romperme los dientes; excepto el que hablaba inglés. Cuando me habían dado la tanda y me recuperé, dijo algo. Luego me tomó del brazo y me llevó a un lugar retirado. Entonces, escupiéndome a la cara, me preguntó de dónde era. Se lo dije. Se puso serio y me dijo que lo sabía, que él había viajado a mi tierra y estaba al tanto de la putada del Katrina. Yo le repliqué que si lo sabía sabría también que era más pobre que él. Se detuvo un instante y me ofreció un trago de güiski de una petaca, y bebió también. No sé por qué se me ocurrió preguntarle que cómo bebía si era musulmán. Me arreó una bofetada y me dijo que los católicos podemos hacer lo que queramos. Le dije que yo nunca fui católico sino hechicero vudú. Me miró interesado, y me preguntó qué era el vudú. Le dije que una religión que se originó entre los pueblos de esclavos, y que me daba mucho poder. Sonrió y me dijo que si tenía tanto poder podría conseguir el dinero con facilidad. Le respondí que sólo me daba poder para ser feliz, para el amor, y para eludir a la muerte. Me miró con asombro y me susurró que estaba loco, porque a la bala de un kalasnikov nadie la engaña. Le dije que no más que mi compañero, el que tenía un pariente millonario. Se echó a reír y me dijo que yo le caía bien. Le dije que si era cierto entonces fuera rápido, no necesitaba torturas porque no tenía ni un dólar. Me miró con aparente tristeza y me dijo que él no luchaba contra mí, sino contra hombres como mi presidente. Le respondí que en la vida todos luchan contra algo, yo lo hacía contra la pobreza y de pobreza iba a morir. Alcé la cabeza y añadí: “Pero no por dinero. Como tú y gran parte de este mundo. Mi dinero puedes quedártelo.” Bajé la cabeza y sonreí. Oí el percutor y pensé: “Tal vez Charlotte tuviera razón y tal vez… – un fogonazo hizo arder mi cerebro – No...”


José fernández del Vallado. Josef. Oct 2008.


miércoles, septiembre 24, 2008

INFAMIA.

Me gustaría creer que alguna vez viviré en un mundo lleno de belleza y armonía, donde el ser humano será un ser gentil e inteligente ¡Y ESTO NO VUELVA A SUCEDER... JAMÁS!

Los niños jugaban a atrapar la luz cuando los vagones se detuvieron. El padre llamó a sus hijos, les puso las manos sobre los hombros, y les dijo. Os toca ir con mamá, ser buenos y hacer lo que ella os diga. Asintieron. Besó a cada uno con lágrimas en los ojos. Atravesando caminos cercados, los vio difuminarse entre la bruma de la mañana. El hedor de la descomposición se podía oler a distancia; sus dientes no cesaban de castañetear. Un corpulento soldado se acercó hasta él, se llevó un dedo a los labios en señal de silencio, le sacudió un culatazo...


José Fernández del Vallado. josef. 2008.



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