viernes, julio 25, 2014

Atrapado en Tánger.

Imagen tomada por el Autor, en Tánger.

Abro los ojos y me encuentro tendido en la habitación. Está en la Casbah de Tánger. Huele a menta y genna, en combinación con un fuerte y predominante aroma a azafrán. 
   Crucé el Estrecho. Llegué hace más de siete días y todavía no he logrado salir del embarazoso laberinto en el que mi mente se ha enmarañado... 
   

    Desesperado, lo primero que se me ocurrió fue internarme en otra civilización, con lo cual me perdí más todavía. ¿Y lo segundo? Lo mismo que a casi todo occidental. Busqué un lugar donde remojar en alcohol ciertos recuerdos y anegar una soledad conectada a mí con la tenacidad de una rémora. Debí perder el sentido, monté un número y me excedí propinando un botellazo en la sien a quien no debía. Si no me rajaron, con probabilidad, se lo deba a la misericordia de un loco. 

   Aparecí aquí, surgió ella y curó mis heridas. Se llama Samira y no es solo hermosa; es una mujer valiente que se desenvuelve a medida en un mundo machista y arrogante. Solo por mostrar el estómago y en ocasiones vestir al modo occidental, es considerada una  Amwach o prostituta. Trabaja por las noches, ejecuta la danza del vientre en un local para turistas. 
   Samira es joven y realista, no sueña como tantos con cruzar el estrecho y sacar partido en occidente. Sabe que Francia, Italia o España, no son los paraísos que se ofrecen al mundo, sino espejismos donde aunque lo difundan, las mujeres tampoco son libres ni los hombres misericordiosos. Ella ama su país, sabe que tiene cosas que jamás podrá encontrar en otra parte, como un buen cuscús, un tallín, una deliciosa taktouka de verduras, o el placer de jugar una partida de parchís en el Fraiche mientras saborea unos cigarros de hachís cualquier deliciosa tarde de invierno con aroma a primavera. 

   Si yo me acosté con Samira fue porque ella quiso, y porque según me reveló me encontraba además de atractivo, deseable. 
   Samira guarda un tesoro, se llama Aneesa y significa: “amigable, buena compañera”, es su hija. Tiene cinco años, es morena con el pelo rizado, ojos negros azabache y unas manos suaves, regordetas y blanditas, con las que mientras su gato Arij ronronea ella amorosamente lo acaricia. 

   Tras los primeros meses, recién restablecido, comencé a darme cuenta de que las cosas no debieron ir bien aquella noche. La primera vez que eché de menos mi tierra e intenté dejar atrás la Casbah, una daga punzó mi estómago y me hizo volver junto a Samira.
   Hubo más intentos, todos finalizaban igual. Me di cuenta cuando organizaron la boda, Samira no era mi premio sino mi obligación, pero aún así la seguí deseando y no me sentí seriamente atrapado. 
   Desde la azotea del bar El Kamalij alcanzo a divisar el puerto, y disfruto viendo llegar los Ferrys, e incluso cuando algunos turistas desorientados se cuelan en nuestra tienda de pasteles de baklawa (elaborados con nueces almíbar, jarabe y miel), converso sobre cómo están las cosas. Me hace gracia cuando ponderan mi excelente acento. Yo, sonriendo, les respondo que no soy más que un humilde prisionero de la Casbah y Alá. Ellos, sin comprender la terrible locuacidad de mi broma, ríen con desconcierto y se despiden. Les voceo que cuando reúna unos dirhams tal vez vaya a visitarlos. Pero ellos —la mayoría— ¿me miran con desconfianza? ¿No les agrada mi barba? ¿No entienden que soy de los suyos? ¿O acaso les molesta que ore plegarias cinco veces al día mirando en dirección a la Meca? ¿Qué hay de malo en ser cristiano converso...? 

   A veces me encuentro algo triste, solo perdura hasta que llego a mi casa. Allí, sentados y recogiditos sobre las escaleras de la entrada, están Aneesa y Arij, juntos como siempre, y reposados. 
   La beso, me acomodo a su lado y mientras acaricio sus rizos musito: “La vida es una eterna sorpresa.” Samira me oye, baja las escaleras, se acurruca entre ambos, y murmura: Insallah...* 

   Insallah:* Si Dios quiere. 
   
   José Fernández del Vallado Josef julio 2014.

 Este relato ha quedado cuarto en el certamen de Relatos de Viaje moleskín.es.

Ante todo quiero dejar claro que, desde mi punto de vista, en cierto sentido los certámenes no son santo de mi devoción; puesto que algunos de e
stos "concursos", en ocasiones están sujetos a manipulaciones interesadas, el lucro de las organizadoras o el enchufismo; y además hay un detalle muy importante, no siempre el que gana suele ser el mejor, pues "sobre gustos no hay nada escrito." Y Como decía, no sé si Chéjov o Dostoievski: "el primer premio es para el recomendado, el segundo para el mejor entre los peores, y el tercero, para el indiscutible vencedor." Yo, he sido cuarto jajaja. Pero para mí el mejor premio ha sido participar, pasármelo bien, y figurar en el libro que se editará en formato digital. 

¡Un fuerte abrazo! Y feliz verano.

Para quienes deseen ver el Fallo del IX Concurso de Relatos de Viaje:
 http://vagamundosmoleskin.wordpress.com/2014/07/21/fallo-ix-concurso-de-relatos-de-viaje-moleskin-2014/
 
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sábado, mayo 31, 2014

Me Despierto y Estás a Mi Lado...

 Imagen tomada de Internet.

Me despierto y estás a mi lado, haces mi vida feliz y llevadera. Salgo al trabajo y me acompañas ceñido. Camino orgullosa, tú eres mi hombre y se lo muestro al mundo. Me consagro a mi trabajo de investigadora y puedo sentir el estigma que imprimes en mí y la vitalidad que pierdo ¡por ti! Pero lo que me hace recordarte es saber que estarás para siempre conmigo, saber que mi amor será siempre íntegro, saber que nunca te perdí y que aunque una parte de ti se fue para siempre, te llevo en mí desde el momento en me inoculaste tu savia y ahora soy una más de los millones de seres que, pese a recibir el castigo, seguimos amando la vida y a quien nos traicionó sin desear traicionar, pero también, negándose a aceptar la realidad del mundo en el cual vivieron, negándose a reconocer que anteponían un placer pasajero a un amor compartido, negándose a reconocer que no era amor lo que sentían por nosotras y nosotros. 

   Me despierto, estás a mi lado y te odio, haces de mi vida un infierno. Siento el dolor en mis huesos mi corazón y mi alma. Salgo al trabajo con miedo, porque si descubren que te llevo dentro me expulsarán de su vida. Me esfuerzo en mi trabajo y escucho lamentos, lamentos de quienes esperan solución al problema que existe dentro de mí. Pero lo que me lleva a odiarte es saber que con sólo un poco de higiene podrías haberlo impedido. Saber que tu amor no fue íntegro, saber que te perdí y que aunque te fuiste para siempre, me condenaste a seguirte. ¡Y Dios! Seguro, quizá en otro tiempo, en otro momento, te habría seguido de saber que tú no sabías sobre su existencia, de conocer que fuiste ingenuo, de saber que fue ella o él quien traicionó y no tú... En cambio, te odio. Lloro todas las noches y por las mañanas soy un fantoche sonámbulo que trata de volver a conectar con una vida desconectada por un cóctel de pastillas que lentamente anulan mi sistema, degradan mi cerebro, empobrecen mis células... 

   Y amo la vida, deseo vivir, tengo derecho a vivir, soy un humano. Un ser del planeta tierra sentenciado a ver pasar unos días recluida en la angustia y sin poder aprovechar su tiempo, mientras otros tienen derecho a vivir, derecho a alimentarse, derecho a cantar y a bailar. Yo, recostada en una tosca estera, en un país del África tropical, agonizo sin ayuda ni alimentos, sin medicinas, sin amor, en la soledad más aterradora y absoluta... Y tú estás a mi lado, eres VIH y has venido a llevarme, a sacarme de la realidad de la vida, a convertir lo concreto en inconcreto, la felicidad en tristeza, la vida en un pañuelo de lágrimas, el mundo en erial, las guerras en patrañas vacuas, las lágrimas en lluvia sangrienta, los paisajes en pinturas oscuras, a fundir el sol en mis ojos... ¿A qué has venido entonces? Si no es a acabar con la felicidad de la vida y romper los sueños, las promesas, la alegría, los proyectos, los abrazos, las caricias, los besos, los resuellos de amor, la ternura... 
   Dime. ¿A qué has venido? 
                                                Me despierto y estás a mi lado… 

   África se desangra por el VIH. El mundo sigue sufriendo los efectos de la pandemia peor vista de todos los tiempos. Mientras tanto, las industrias farmacéuticas continúan sin reducir los precios de las medicinas y suministrarlas a los afectados de los países pobres del Mundo… 

          José Fernández del Vallado. Josef Mayo 2014.

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martes, mayo 13, 2014

Brisa.

Imagen tomada de Internet.  
   
   A mediados de julio la isla destacaba sobre el azul del mar como un tocón forrado de un tapiz verde. Desembarqué y me sentí fatigado. Mi disposición no era la mejor, pero quería hacerlo, alejarme y escribir. Necesitaba sentir la sal sobre mi piel; sentir para cicatrizar sensaciones de las que no lograba desprenderme... 
   Los acantilados blancos, con sus espolones y crestas salpicadas de guano de la colonia de aves marinas, me recibieron silbando melodías oceánicas. Apresados a sus pies, los restos de un carguero eran vapuleados sin tregua por un oleaje grumoso. Caminé sobre el herbazal y los rayos de un sol implacable cauterizaron mi piel. Tendría que acostumbrarme. Ella no volvería, tuvo que partir. Y aunque en esencia yo me quedé, desde ese día también me fui para siempre... 
   
   
    En la isla no había nadie. Excepto aves, hierba de un color verde pajizo, el desarbolado barracón del antiguo farero y un viento perenne. Y cercándola un mar inclemente, que pulverizaba aquello cuanto tocaba. El único y anodino sustituto iba a ser yo. Con un faro automatizado y alimentado por energía solar, apenas tendría que hacer. 

    Una noche, mientras acorralado por el calor estival me revolvía entre las sábanas, volví a soñarla y respiré. 
    A la mañana siguiente trepé a la cima de la isla, saqué mi móvil y marqué un número que no había vuelto a ojear. La voz lúgubre de un hombre vencido por la vida me repitió con insistencia algo que nunca estuve dispuesto a creer: Cristina había fallecido hacía más de veinte años... 
    Colgué, regresé a la cabaña, me dejé caer sobre la hamaca y permanecí varias horas sin moverme, hasta que sopló una Brisa, percibí el silbido acariciando mis sienes y me alegré. Había entrado y acomodándose sobre mis rodillas gorjeaba una algazara que reconocí como una dulce sonrisa. 
     La noche siguiente volvió y me invitó a pasear. Caminando a la luz de la luna llegamos a la laguna interior de la isla. Me senté junto a su orilla y allí permanecí, sintiéndola vibrar a mi lado...
   De madrugada me confiné en la casa y cerré las contraventanas, el sol le desagradaba. Era tan placentero sentirse acompañado de nuevo por aquella a quien amas... 

     A veces me creía solo y ella entraba riendo, revolviéndolo todo, se instalaba junto al viejo piano y lo hacía sonar. Y yo me sentía audaz y fuerte de nuevo. Luego, al anochecer, me enseñaba a bailar al aroma de la dama de noche, corríamos juntos persiguiendo luciérnagas, aullábamos como lobos esteparios, saltábamos a la comba, comíamos moras... 
    El amanecer nos sorprendía estirados sobre la hierba, al borde del acantilado, divisando nuestro mundo y el océano que se extendía ante nosotros como una enorme y brillante pecera sin límites. 
     Cuando el sol comenzaba a calentar nos levantábamos, extendía los brazos y caminando sobre la cresta del precipicio, desafiaba al viento y con la colaboración de Brisa vencía su afán por sacudirse de mí. 
      Los días no existían. Presenciábamos amaneceres púrpuras, atardeceres violetas y naranjas y en ocasiones veíamos al sol incendiarse... 
     Creía conocer toda la isla. Sin embargo, una noche, tras caminar abrazados, Brisa me dijo: “Te  voy a llevar a una cala...”  
      Y era misteriosa, con guijarros que brotaban del suelo como copos de maíz y reverberaban a la luz de la luna. 
      Nos bañamos en sus aguas oscuras, y al agitarme, chispas luminosas brotaron de mi cuerpo y extremidades. Vivíamos tan rápido que daba la sensación de que el tiempo no transcurriera...

     Cierto día, al despedirnos, nos detuvimos uno enfrente del otro. Brisa, la retraída y correcta Brisa, comenzó a perder la batalla por su dominio. En cuanto a mí, no me hallé en mejor situación. No hubo forma. Un insólito poder nos condujo a abrazarnos y revolcarnos como lagartos sobre las dunas. 
     Nos amamos hasta quedar del todo vacíos... o llenos... 

    A partir de entonces los días se hicieron cortos, el verano se fue disipando, dejó de soplar viento cálido y el tiempo se volvió fresco y olvidadizo. 
     Brisa se esfumó como un sueño, si alguna vez lo fue... 
    Lo dije y lo sigo pensando. Tenerla a mi lado fue sentirme acompañado por una hálito tibio y puro de vida. Ella fue la mejor bocanada, con ella nunca me faltó el aliento... 

     José Fernández del vallado. Josef. Mayo. 2014.

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miércoles, abril 30, 2014

Los Gemelos -IV- Último capítulo.

 Imagen tomada de Internet.
-V- 
Una vez mi hermano y yo nos instalamos en la choza ceremonial, uno enfrente del otro, Tuntui entró. 
   Para llevar a cabo el rito se había puesto un tocado de plumas amarillas y naranjas, de las que sobresalían los penachos de cinco largas plumas azules de guacamayo. Llevaba la cara pintada con achicoria roja y brillante, faldillas rojas, y una sencilla camiseta pajiza de manga corta. 
   Se colocó en el centro del semicírculo y preparó los materiales necesarios para la ceremonia. Para ahuyentar las posibles energías negativas, comenzó entonando una dulce letanía y sopló humo de una pipa sobre la taza que contenía el preparado de ayahuasca. Hizo lo mismo a nuestro alrededor. Entonces nos dio de beber y nos invitó a recostarnos. 
   No sucedió nada de inmediato. 
   De pronto empecé a levitar, ascendía sin cesar, sintiéndome muy asustado. Desde las alturas en que me instalé presencié un universo irreconocible, como nunca podría ser concebido por ser humano alguno. Mientras fluctuaba, empecé a comprender que preocupaciones tales como asfixiarme, caer en la taza del váter, o simplemente mi esquizofrenia, carecían de sentido; ya que ser excéntrico o desequilibrado, era lo más normal en un mundo enloquecido. 
   Me miré en un espejo y acaricié mis cabellos con grima. Se habían vuelto de fibra, pero no me importaba. Lo que me preocupaba era una cuestión puramente existencial: la existencia precede a la esencia. Pero, ¿y si lo que hacemos es vivir sin saberlo y ni tan siquiera somos esencia? Me encontré cara a cara con la Muerte y de repente oscilando en un vacío absoluto. Tuve náuseas y empecé a vomitar. Sentí una horrible soledad dentro de mí: vacío y soledad... ¿soledad absoluta? Busqué a mi hermano, el apoyo y consuelo de mi hermano frente a mí, pero no logré verlo o encontrarlo. De súbito, una tras otra, las paredes se cerraron formando un cuadrilátero perfecto y me encontré en una impoluta y sórdida sala. En el centro vi a una mujer. Estaba tendida boca arriba. Sobre su vientre abultado habían dispuesto un embozo verde. Se abría formando un rectángulo en su parte superior. 
   La puerta se abrió. 
  Entraron dos hombres que reconocí como cirujanos, y dos auxiliares. Algo me dijo que yo también lo era, pero nada estaba claro. Ni siquiera estaba seguro de haber presenciado alguna vez algo similar. Uno de ellos cogió un escalpelo y practicó una incisión en el abdomen de la mujer. Me escandalicé y asusté. ¡Qué hacían! Y cómo no lo entendía cuando debería saberlo. Porque yo era cirujano o ¿nunca lo había sido? Mi pérdida de memoria me sobrecogió. Ni siquiera recordaba mi nombre, mi nombre... ¿tuve alguna vez? La figura de Tuntui surgió caminando entre la bruma. Afectuosa y servicial se acercó y me preguntó si todo iba bien. Verla me tranquilizó. Asentí y renegando, volví abajar la cabeza. En realidad no deseaba ver lo que sucedía en la habitación, pero una fuerza enigmática, más fuerte que yo, me incitaba a presenciar aquel escenario que de pronto se convirtió en una carnicería de sangre y convulsiones rápidas y violentas... o más bien, precisas y delicadas; admirables en su ejecución. Uno de ellos introdujo sus manos enfundadas en guantes en el vientre de la desdichada, y tras remover —¿revolvió siquiera?—, tomó suavemente entre sus manos aquel ser diminuto y violáceo, que una vez puesto boca abajo, empezó a gimotear. El doctor que lo había extraído lo mantuvo entre sus brazos ante el abdomen de la madre. El otro hombre repitió la operación y sacó otro bebé, que colocó boca abajo. Tras azotarlo comenzó a lloriquear y abrió unos ojos de un azul muy intenso, que reaccionaron ante un primer estímulo visual, fijando su mirada pasmada en la cara sonrosada del hermano que depositaron a su lado. 
   Entonces vi su semblante. Era una faz luminosa y todavía húmeda de escayola. Ante mi horror y sin que yo —indefenso bebé— pudiera evitarlo, comenzó a agrietarse ante mí. A continuación su constitución de muñeco se deshizo también; lo mismo sucedió con la progenitora, doctores y auxiliares, el material quirúrgico y toda la sala hasta acabar concentrados en finas y chispeantes partículas de polvo que impulsadas por una brisa imperceptible, tras cubrirme, se desintegraron. 
   Permanecí suspendido en medio de mi insignificancia, apenas una bagatela envuelta en candidez e ingenuidad; sin luz, color o cualquier indicio de vida. ¿O tal vez no...? A una distancia indefinida un destello me deslumbró, y reconocí el cálido azogue. Un único espejo era cuanto quedaba. Sustentos inexistentes me guiaron por un camino ficticio, me situaron  delante del marco y pude verlo todo reflejado en el espejo de mi alma. Y lo supe con claridad. Quien había vivido sometido por el dominio que mi hermano había instaurado dentro de mí avivando mis miedos y temores más deshonestos y obscenos, había sido yo; quien había despreciado a mi hermano por usurpar mi vida, era yo; y quien había nacido “dos minutos antes”, por supuesto, no había sido Carlos, sino ¡Yo! 
   Aquel rostro asombroso y las cuatro paredes del paritorio fueron todo lo que llegué a intuir o recordar durante otros dos minutos. Los dos larguísimos minutos —toda una vida— que se prolongó la existencia de mi hermano. Luego, pese a los esfuerzos de los especialistas, la diminuta llama de Carlos se apagó hasta extinguirse. Pero otro acontecimiento trascendió incluso más. La vida de la mujer que nunca tuve la oportunidad de reconocer como mi madre, también se perdió para siempre... 
    Impresionado, tras comprenderlo, grité de dolor: mi hermano había tenido el privilegio de nacer, pero apenas había existido y pensado como un ser exclusivo y concreto más allá de dos minutos. Y supe algo más, durante los breves instantes en que ambos nos percibimos y olimos —aunque a continuación él falleciera— el concepto de confraternidad y entendimiento que existió entre los dos caló en mi interior para siempre. De forma que cuando me desarrollé, también lo hizo mi cerebro y su complejidad interior, dando lugar a la creación de dos entes. 

    -VI- 
   Finalizado el rito de la ayahuasca, lograda la comprensión y unión absoluta de ambos gemelos en uno, la doble personalidad dejó de tener sentido. Carlos murió para siempre y Luis, no solo recobró su realidad, también superó su esquizofrenia. 

   —Esencia—. 
   No temo a la muerte. Deseo exprimir hasta el último suspiro de mi vida. 
  Agotado he vuelto a sentarme. Tuntui en cambio, infinitamente feliz, baila sin cesar bajo la lluvia. El poder de la ayahuasca y su magia han derrotado a la enfermedad. 
   He dejado de ser gemelo. Pero es que en vida, exceptuando “dos minutos”, nunca lo fui. 
   Jorge Luis es el único que se acerca a mí y riéndose satisfecho, me dice. 
—¡Bravo Luis! Has vuelto a nosotros como un ser íntegro y original. 
   Durante unos instantes, ambos permanecemos pensativos. 
  Teniendo en cuenta que llegué a anularme de forma que solo vivía para evocar el recuerdo ficticio de quien tan minuciosamente construí, —en estos primeros instantes, y no sé durante cuánto tiempo—, me resulta extraño reconocer mi verdadero nombre. 
   Jorge Luis está feliz. La perspectiva de un regreso a la ciudad le atrae tanto o más que un imán. Me ofrece un trago de masato. No es más que yuca masticada y fermentada con saliva. ¡Está deliciosa! 
   En cuanto a este lugar, no es difícil descifrar sus sensaciones. Me basta atisbar las expresiones crispadas y medrosas de los aguarunas. En el poblado no quieren a Tuntui y nunca podrán aceptarla. No es que lo considere una cuestión de importancia. Ella y yo disponemos de toda la región de la Amazonia. Según tengo entendido, aunque permanezca en continua devastación y retroceso, en la actualidad su extensión alcanza unos seis millones de kilómetros cuadrados. 
             
                       ¿Suficiente para dar cabida al amor de dos seres de nuevo rehabilitados...? 

        José Fernández del Vallado. Josef. Abril 2014.


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viernes, abril 25, 2014

Los Gemelos. -III-

  Foto tomada de Internet.
 -IV- 
Perdí la cuenta. No sé si navegamos tres o más días. 
   Desembarcamos y pese a no ser demasiado larga, la primera caminata en la selva acabó por resultar agotadora. 
   Cuando como por ensalmo el poblado se reveló ante nosotros, sudábamos por todos los poros. 
   Me sentí entre admirado y desilusionado. Esperaba encontrar una horda de paleolíticos agasajándonos e incluso, venerándonos. En cambio el puñado de indígenas que se acercó hasta nosotros, parecían muy conscientes de lo que esperábamos ver reflejado en ellos: sus atuendos, y una cultura que se detuvo en el tiempo. 

  
   Pese al aparente silencio, me di cuenta de su laboriosa actividad. Me hallaba en una aldea en la que todos sus miembros trabajaban; unos elaborando delicados utensilios, otros cazando y pescando. Nada era como había imaginado. Si bien, sobreponiéndose a todo, algo logró impresionarme: su mirada intuitiva. Eran ellos quienes nos estudiaban, y quienes en realidad iban a decidir si habrían de aceptarnos o expulsarnos. 
   Tras disfrutar del entretenimiento y vínculo de unión de unos tiros con cerbatana, todos estábamos sonrientes, aunque en el fondo me sintiera algo triste. Pues entendí su delicado contexto. Estaban atrapados entre la espada y la pared. La espada era nuestra civilización; en cuanto a la pared, una selva que debido a los intereses comerciales acabaría por resultar esquilmada. 

   Esa misma noche o quizá después, todo cambió para mí. Empecé a encontrarme débil ¿eran las fiebres o secuelas de mi enfermedad? Lo cierto es que los anti psicóticos parecían haberme estabilizado. De una forma u otra todo tiende a tener un principio y un fin, y dentro de mí se fraguaba un cambio que no era capaz de prever. 
   Me desperté en una oscuridad silenciosa. Lejos o tal vez cerca, unos perros aullaban. Amortiguados por la fragosidad de la selva, los baladros disminuyeron hasta desvanecerse y de nuevo se impuso el silencio. 
   Salí de la choza y en el claro que se abría en la espesura contemplé las estrellas, a la vez que mis oídos se iniciaban a nuevos y extraños susurros y resonancias, como el dulce o escalofriante ulular de especies que nunca había oído. Un impulso irrefrenable me animó a caminar. El croar de las ranas dominaba un escenario encuadrado entre negros telones de tul, que ofrecían la turbadora sensación de mantener velados unos gigantescos bastidores. Enraizado a mi tronco con el vigor de una madreselva, el incesante canto de los batracios me fue guiando hasta un cauce cuya superficie ondulada proyectaba reflejos bruñidos en plata al albor de una luna purpúrea. En un estado de inconsciencia alcancé su margen. Caminaba sin experimentar ese miedo que de forma instintiva aviva nuestros temores más ancestrales. Pese a encontrarme descalzo, me conducía con una resolución involuntaria o quizá accidental. Estaba en un entorno frágil y a la vez movedizo, y dejarme llevar por los sentidos era todo cuanto podía hacer: oler los aromas, respirar y sentirme vivo era un placer cercano al hedonismo. Sin embargo, cualquier paso en falso, podía significar la diferencia entre continuar o dejar de ser...
   
   Asociado al concierto de la jungla capté una nota discordante, era un lánguido resuello silbante. Aislándola de los infinitos matices que la cercaban me moví en una dirección. Me condujo a un afluente que solo podía desembocar en el turbio caudal del Marañón. Chapoteando caminé por la orilla, hasta que unos ojos fosforescentes y fríos, como pulidos diamantes amarillos, me interrumpieron. Me dispuse a hacer lo más razonable: regresar. Entonces lo vi. Se encontraba a apenas medio metro del reptil, derrumbado boca arriba, con un astil atravesando su costado y sumergido casi por completo en un agua estancada. 
   Avancé con lentitud perezosa y haciendo gala de un coraje descabellado, desafié la codicia del carnívoro y pasé ante sus fauces. 
   Con un sentido inherente mis manos se convirtieron en las del cirujano. Con cautela tantearon el cuerpo aún con vida y extrajeron el dardo. Tras desenredar la débil figura de las lianas, soportando las picaduras de unos mosquitos rapaces, la sostuve en mis brazos. 
   El caimán dio un coletazo y se perdió en la oscuridad. 

   Carlos y yo nos esforzábamos en su cuidado. Era una joven mestiza que al poseer un admirable cabello pelirrojo y unos rasgos de un lustre blanquecino, lo más probable es que fuera el resultado del encuentro entre un garimpeiro de origen anglosajón y una indígena. Obviamente el sujeto no se había detenido a meditar las consecuencias de su inseminación. Y ahora Tuntui, considerada maldita y rechazada por la tribu, pagando con su vida, había estado a un soplo de recoger los frutos de su herencia envenenada. 
   Como dije la atendíamos ambos e incluso, fascinados por su atractivo, alcanzamos un acuerdo en el que ninguno debía tocarla. 
   Conseguir que la admitieran de nuevo significó días de deliberaciones por parte de la asamblea de ancianos de la tribu. Por supuesto, el refuerzo de Jorge Luis que dominaba el dialecto, y retribuciones exclusivas de nuestro inmoral proceder occidental, como el vergonzoso soborno de unos dólares que algunos nativos empezaban a adorar con un fervor superior al de unos dioses, que tarde o temprano olvidarían, terminaron por resultar decisivos. 
   Lo que a partir de entonces ocurrió entre nosotros, nunca había tenido lugar. Sobre todo de una forma tan violenta e irreflexiva. 
   Cuando regresé, tras limpiar y coser la herida de Tuntui, administrarle antibióticos y dejarla en vías de recuperación, el recrudecimiento de mi enfermedad perjudicó mi movilidad obligándome a permanecer en reposo. 
   Ahora y por decisión de la asamblea, los tres compartíamos cabaña. La medida no pudo ser menos acertada. 
   No sé cuantas semanas se sucedieron entre delirios, hasta que una de aquellas noches, la imprecisa claridad que proporcionaban las estrellas al filtrar su resplandor en el tejido de tela del tragaluz, me condujo a presenciar una escena que entristeció y corrompió mi alma. 
   Me despertaron unos suspiros profundos. Su origen estaba a mi derecha; en el jergón de Carlos. Volví la cabeza y en la penumbra de una vigilia tranquila, vislumbré sus siluetas y percibí sus deseos. Sus manos se buscaban y palpaban, sus sofocos contenidos eran puñaladas que desgarraban mi corazón. No sé cuánto permanecí en aquel estado de humillante postración, incapaz de moverme, sometido a la traición, hasta ceder a un desfallecimiento que convirtió mi percepción en un laberinto de extravagancias desmembradas. 
   
   Peor fue abrir los ojos al día siguiente. Completamente desnuda, la desvergonzada salvaje yacía fuertemente abrazada a mí. No pude sino enternecerme primero y a continuación echarla de mi lado a manotazos. 
   El resto del día fue un tormento. 
  Mi corazón me dolía y la cabeza incluso más. Lo cual no fue impedimento para que vomitara palabras fatuas, cargadas de odio contra mi hermano. En cambio él continuaba ignorándome ¿o se hacía el olvidadizo? Me daba cuenta. Mi enfermedad progresaba tan rápido como mi desorden mental. Necesitaba la ayahuasca. Pero teniendo en cuenta que el chamán de la asamblea aguaruna no estaba por la labor de proporcionarnos el brebaje —pues pensaba que estábamos igualmente malditos—, ¿quién y cómo me lo iba a suministrar? 

   Una noche volví a sorprenderlos. Esta vez no me pillaron desprevenido. Salí de la cama y con un machete me abalancé. Aterrada, Tuntui esquivó por milímetros los machetazos y salió de la choza como una exhalación. 
   Me desperté lleno de heridas y atado al camastro. Aquello era obra de Jorge Luis, que ayudado por jóvenes guerreros, acudió a separarnos. 
   En vano supliqué que me liberaran. 
  Tuntui regresó a mi lado y llorando me dio de beber y comer. Después llamó a Jorge Luis y le hizo traducir lo siguiente. 
—Mi madre era un chamán condenado. Su condena era ser mujer y chamán. Solo si tú lo deseas y así lo decides, seré tu guía espiritual en la ceremonia de la ayahuasca. 
   Me quedé mirándola perplejo y me di cuenta de que además de amor, sentía una profunda admiración hacia ella. 

Sigue dentro de tres, cuatro días... 
Muchas gracias a todos. 

José Fernández del Vallado.Josef. Abril 2014.

 

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viernes, abril 18, 2014

Los Gemelos -II-

Imagen tomada de internet

-III- 
Transcurridos cinco meses los anti psicóticos no resultaban. Lo que tampoco era extraño, teniendo en cuenta que era un tratamiento previsto para un plazo de cinco años. 
   No obstante, a riesgo de perder el cargo y  la reputación, Carlos no podía permanecer mucho más sin trabajar. Por otra parte, su actitud fría y autosuficiente me irritaba. Nunca se compadeció de mí. Al contrario, actuaba como si yo  fuera un cero a la izquierda. No se daba cuenta de que al hacerlo ejercía en mí el efecto inverso. Socavando mi complejo de inferioridad, llevándome a revelarme y a detestarlo cada día con un resentimiento mayor. 

   A pesar de mi estado, en mis momentos de lucidez estudié mi dolencia, lo cual me condujo a encontrar un artículo interesante. Se trataba de algo, que por casualidad, estaba relacionado con un congreso internacional sobre cirugía que se iba a celebrar en Iquitos, Perú, y al que habíamos sido invitados. 
   Iquitos, ciudad enclavada en la selva. 
  Teniendo en cuenta que la noticia versaba sobre la ayahuasca, y sugería que el brebaje resultante de la decocción de la liana «Banisteriopsis caapi» podía ser una terapia efectiva en el tratamiento de los problemas de personalidad y esquizofrenia, me pareció una perspectiva viable y el lugar adecuado. 

   Tras un vuelo con algunas incidencias: turbulencias, dolor de cabeza, y un ataque de pánico que afortunadamente superé, aterrizamos. 
   La ciudad no era lo que había soñado, aunque no sé si alguna vez soñé algo parecido. Un calor aplastante nos recibió y me llevó a vomitar en los baños de un aeropuerto sin apenas aviones.
   Un hombre que se presentó como Roosevelt, de pelo gris, barriga prominente, y la cara surcada de cicatrices de viruela, que con un orgullo vanidoso declaró descender de un linaje de aristócratas de raza blanca —tuve dudas razonables en un lugar donde el mestizaje era del setenta por ciento— se erigió en nuestro guía, y nos condujo a un hotel más apto para insectos y demás bichos que humanos. 
   Después salimos a dar una vuelta, atravesamos un terreno baldío con árboles y maleza, donde los muchachos se tiraban a nadar en charcas llenas de sanguijuelas. 
   En el barrio de Belén prevalecía un hedor a sumidero; suciedad, drogas, lujuria y malaria con fiebre de cuarenta grados. Para quedar a salvo de las crecidas del río Nanay, las casas se alzaban sobre pilotes. En un embarcadero cuajado de canoas y barcazas desvencijadas, numerosas familias vivían en la insalubridad. 
—El viejo Iquitos de siempre, putas y rufianes —dijo Roosevelt, esbozando una sonrisa socarrona, mientras un nutrido grupo de prostitutas lo saludaba. 

   “¿Quieren lindas chicas?” 
   “¿Bailes de mujeres desnudas?” 
  “¿Follar maricas guapos?” 

   La humedad de Iquitos se adhería a nuestros cuerpos. Casi me asfixié tras pasar la noche cobijado al amparo del ensordecedor siseo de las paletas del ventilador, atendiendo a otros rumores, como el de los mosquitos, y vocablos que se ahogaban en gemidos. 
   La mesa del desayuno, aparte de carcomida, tenía un soporte tronchado y las cucarachas nos asediaban. 
   Roosevelt nos esperaba a la puerta. Saldamos la cuenta y salimos a buscar un medio de transporte hacia la selva. 
   Encontrarlo no fue fácil. Al fin dimos con un guía indígena —aunque de nativo le quedara poco— llamado Jorge Luis. Por lo menos daba la impresión de estar amoldado a la ciudad. Era culto, por no decir refinado y cordial, y vestía al modo occidental. 
   Más confiado me abrí a él y con naturalidad le confesé a medias la verdad. 
—En realidad nuestra intención es experimentar el rito de la ayahuasca con fines curativos.
   Permaneció unos instantes sin hablar, observando más que con curiosidad con reserva. —¿Cuál es la enfermedad? 
   Lo miré mientras para mis adentros, repasaba una máxima: “Aunque innoble, siempre es mejor una mentira piadosa que una calumnia sin vuelta de hoja.” 
—Padezco depresión crónica y me gustaría descubrir si de alguna forma este sistema puede aliviarme. 
   Se quedó pensativo. A continuación, hablando con serenidad, explicó. 
—Para empezar no se trata de un sistema. Sino de una ventana que puede ayudar a ver y entender la vida desde una perspectiva diferente y, muchas veces, acertada—y prosiguió—. Basándome en mi experiencia, los mejores chamanes de ayahuasca son los aguarunas. Para encontrarlos es preciso ir hacia el suroeste por el río Marañón. En sus orillas, de forma temporal, establecen comunidades. 
     Llegamos a un acuerdo. 

   Había imaginado las riberas del Amazonas como un lugar pulcro, con aroma a floresta. Me encontré lo opuesto. Debido a las alteraciones periódicas en su caudal, en Iquitos no existían los muelles. Solo un terreno arenisco, cubierto de vidrios y desperdicios, que me recordaba a una playa en decadencia. 
   Las curiará —canoas amazónicas hechas de un solo tronco— se alineaban unas contra otras.
  Descendimos y nos embarcamos en la que nos llevaría a la selva, o lo que quedara de ella. 

   Noviembre comenzaba y también las inundaciones. El cielo estaba encapotado y mientras me mantenía en la proa, soñaba. La ciudad, sus llantos gritos y accidentes quedaban atrás. Ascendíamos por un cauce que pese a discurrir entre remolinos amenazadores, abrigaba perspectivas alentadoras. El amanecer era más o menos fresco, la espesura limítrofe se confinaba con diferentes matices de verdor hasta los umbrales de un vergel impenetrable. Las tonalidades eran apresadas por el marrón cobrizo de un río que discurría incesante, reflejando el sol con gradaciones variables. Más allá, como farallones solemnes y oscuros, nubarrones grises dominaban lugares prohibidos. 
   Una fina lluvia empezó a tender un velo de agua y produjo un cosquilleo en mi piel. 
   De pronto Jorge Luis se alzó sobre la canoa y señalando, gritó. 
—Allí... ¡Delfines! 
   Mirando hacia el horizonte, me puse de pie. En ese momento una gabarra pasó a nuestro lado levantando unas olas. En segundos la canoa empezó a balancearse, perdí el equilibrio y caí.
   Comencé a bracear de forma descoordinada y me di cuenta de mi temeridad. La emoción y el nerviosismo no me habían dejado pensar con claridad y reconocer el peligro en que me encontraba sin haber aprendido a nadar. Tragaba agua, gesticulaba, me sumergía y volvía a emerger. Y en esas estaba: ¡me ahogaba! Cuando un brillante dictamen se desveló en mi cerebro. Aquellos veranos en los que el miedo había truncado mis deseos de meterme en el mar obligándome a permanecer en tierra, me habían transformado en un espectador de excelencia —que vomitando bilis de la envidia— presenciaba zambullirse a mi hermano, mientras de forma inconsciente estudiaba y memorizaba su elegante y metódica forma de bracear. Tal vez no resultara difícil, me dije. Trate de concentrarme. Mis brazos y piernas dejaron de remover el agua con terror e incoherencia, se sincronizaron y comenzaron a flexionarse con una cadencia rítmica. Saqué la cabeza, respiré con sosiego y en unos instantes era un consumado nadador que con preocupación me daba cuenta de algo más: estaba siendo arrastrado por la corriente, y no avistaba la canoa. 
   Me di la vuelta y manejada hábilmente por Jorge Luis, la descubrí a pocos metros. 
  Mientras el guía me tendía una mano, enfrascado en un silencio inconmovible, Carlos se limitaba a observar de reojo. Pero sobre todo y como era habitual en su forma de proceder, mantenía un aire de retraimiento y menosprecio. Sabía nadar y aún así había sido incapaz de fingir un exiguo ademán de socorro. Resultaba obvio, me detestaba y apuesto a que desearía verme acabado. 
   Tiritando del nerviosismo me senté, entonces me asaltó una aterradora sensación. Tanto él como yo, apenas éramos consecuentes sobre donde nos estábamos metiendo.  

Sigue dentro de tres, cuatro días... 
Muchas gracias a todos. 

   José Fernández del Vallado. Josef abril 2014.
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domingo, abril 13, 2014

Los Gemelos -I-

Foto tomada de Internet.

  -I- 
Tuntui... su fina piel clara, el colgante de élitros de escarabajo esmeralda oscilando en su lóbulo izquierdo, sus cabellos rizados y pelirrojos meciéndose al viento; su mirada apasionada y curiosa, reconociendo cada partícula de un atmósfera gris que presagia tormenta. Extiende los brazos y ríe. Es una carcajada espontánea, que excita y enciende sus ojos con la intensidad de dos brillantes luceros. 
   


   El cielo se va oscureciendo y la selva se apaga. Como una enorme y palpitante raíz arrancada de cuajo un fibroso relámpago perfila el firmamento, y cuando ruge el primer trueno una brisa fresca inyecta un aromático incienso a floresta. La válvula se abre y la lluvia cae con el ímpetu de un surtidor a aspersión. 
   Se descalza y se quita la camiseta, se baja la faldilla, se suelta los cabellos y conquista el lugar mostrando sus pezones rojizos y su pubis poblado de un vello color zanahoria. Me toma de una mano, me ayuda a desnudarme y me saca a bailar bajo el baño cálido y ventilado. 
   Y ahí estamos: solos. No. Intimidados dentro de sus chozas, los indígenas observan el disparate obsceno y prohibido entre una mujer maldita: mestiza y pelirroja, y un blanco. Y sin embargo, no me importa. Ella me ama... 

-II- 
   Mi hermano y yo nacimos como gemelos monocigóticos. Sucede en el caso en que el embrión originado partiendo de un óvulo y un único espermatozoide, durante las primeras fases de su desarrollo se divide de forma accidental. No es más que eso, pero tiene sus consecuencias.
   Podría asegurarse que tras llegar al mundo Carlos y yo éramos clones exactos. Y lo fuimos durante un día o tal vez un mes. Luego, matices que nos diferenciaban y que a cualquiera le habrían hecho feliz, comenzaron a pesar como una losa sobre mí y condenaron mi vida. 
   La verdad es que me habría agradado ser el primero en algo; cualquier minucia hubiera bastado. No obstante el Altísimo cuidó incluso del más sutil de los detalles. Tras la irreversible cesárea, Carlos nació o lo apresaron del útero dos minutos antes, y aquel inicuo lapso, bastó para considerarlo el mayor. 
   El hecho es que según crecíamos las diferencias se hacían evidentes. Para empezar el designado «Elemento Espejo», parecía cumplirse a rajatabla. 
   Mi hermano era diestro y por tanto juzgado como un chico afectuoso y correcto. En cambio yo, tras desarrollar mi predilección por la zurda, me di cuenta de algo. ¿Por qué mi madre en lugar de dignarse a mirarme, chascaba la lengua y ponía los ojos en blanco? Comencé a entender. Ser zurdo no era lo procedente y me contemplaban como a un ser satánico. 
   En la escuela, pese a mi tenaz empeño en imitarlo, diferencias que se abrían primero como diminutas fisuras y luego abismos insalvables, se hicieron obvias. Así descubrí que el maldito efecto Espejo se extendía a nuestros cerebros. 
   Mientras Carlos despuntaba en ciencias, de forma circunstancial yo comencé a hacerlo en letras. Había más consecuencias, y ninguna me gustaba. A los dieciséis años era capaz de reparar o restaurar cualquier cachivache. Carlos me llamaba con cariño “El Manitas.” Lo cierto es que tenía cierta habilidad y había descubierto que consiguiendo tiras de cuero y baratijas, me las apañaba para componer pulcras piezas de bisutería que luego vendía. Nada de aquello me satisfacía. De todas formas él me superaba en una cuestión que para mí se erigía en un muro: era sociable, y pese a ser como dos gotas de agua, frente a aquello, yo no podía hacer nada. En las reuniones él era siempre el triunfador. Mientras que debido a mi timidez y mis expresiones ridículas, acabé siendo considerado el gemelo aburrido. 
   ¿Por qué ninguna de mis aptitudes agradaba y las suyas eran aceptadas con una amplia sonrisa? ¿Por qué odiaba tanto a Carlos y a mi situación? 
   Tal vez porque dentro de un sistema de castas, me tocó interpretar el rol de invisible. Para sobrevivir debía trabajar en los espacios laborales permitidos, y recoger los excrementos de quienes estaban encima. 

   Un día, a mitad del tercer año de la especialidad de cirujano que mi hermano estudiaba, sus manos atolondradas me despertaron. Adormilado, permanecí tendido sobre la cama. Mis ojos soñolientos se abrieron y magnetizados descubrieron algo desconocido: su expresión por primera vez parecía alarmada. 
—Perdona mi insolencia —dijo. 
   Cesó de balancearme. De una zancada alcanzó la alacena, sacó una botella de coñac y nervioso dio un trago. 
   Presencié la escena con una incredulidad extasiada y me mantuve en silencio. 
—Verás... —dudó—. Es difícil de explicar, pero... hemos empezado las prácticas y me he dado cuenta de un detalle que puede ser desastroso —se mesó los cabellos y murmuró—. ¿Cómo no lo tuve en cuenta? 
—¿El qué...? 
   Volvió la cabeza y se enfrentó a mí. Su cara estaba sudorosa y sus ojos irritados. No había dormido, o era la pobre impresión que ofrecía. Poniéndose de pié sobre la cama, en equilibrio, extendió sus brazos con las palmas hacia abajo y se quejó. 
—¡Mis manos! Tiemblan como las de un niño. 
   Lo miré preocupado y pregunté. 
—¿Bebes últimamente? 
   Negó. Asintió y terminó diciendo. 
—Supongo que lo de siempre... 
—¿Algún medicamento? 
   Volvió a negar, y mirándome con repulsión, batió los brazos arriba y abajo como si asestara golpes al vacío  y gruñó. 
—¡No...! ¡Nada de eso! Soy yo, que no me controlo... 
   Me di la vuelta sobre la cama y estirándome entre bostezos, le dije. 
—Pues entonces tendrás que aprender. 
—Y cómo... 
   Sonreí con superioridad. 
—Deberías saberlo. Hay recursos. 
  Giró sobre sí y dijo. 
—No te referirás... 
—¡Acertaste! La tecnología de la bioquímica o en tu caso, la farmacología. Encontrarás remedios que pueden ayudarte. 
—¿Cuáles...? 
   Lo miré de soslayo. 
—¡Por Dios! ¿No me digas que estudias medicina y no lo sabes? 
   Sentado, me miró con aire de incredulidad. Incapaz de entender que yo, prosaico alumno de letras, estuviera al tanto de aquellos detalles. 
—Seguro que sin querer has oído nombres: orfidal, sumial, lexatín... 
   Permaneció anonadado. Entonces le animé. 
—Los conseguiremos. Tendrás que ir probándolos. Utilizarás el que te vaya mejor. 

   Comenzó a tantear. El lexatín y orfidal le adormecían, y para operar tenía que estar alerta y sereno. En cuanto al sumial, pensé que resultaría. Era la última novedad. Muy utilizado en sus exámenes por los estudiantes de piano y violín para sacudirse los temblores. 
   Sin embargo el día de la prueba, tuvo lugar un factor inesperado. Sus manos no le temblaron. En cambio su mente se quedó en blanco. Tan hueca y vacía como el viejo tronco de un árbol. Y para operar uno debe tener los conceptos claros. Sin nociones ni pautas no hay nada que hacer.
   Quedaba una alternativa y la pusimos en práctica: sería sus manos. 
   Regresaba agotado de las pruebas y él me ayudaba a su maldita manera. Conquistaba mujeres preciosas y me las presentaba. Si bien satisfacían mis ansias fisiológicas, jamás me llenaban. Algo no funcionaba. De todas formas tampoco él podía estar satisfecho; y así fue. 
   Cuando se licenció me exigió dejar mi estéril dedicación. No estaba dispuesto a afrontar su aprensión y se había acomodado. Vivía a lo grande. Asistiendo a fiestas y reuniones mientras que yo, aparte de desvivirme por él, malvivía envuelto en las sombras. Era su esclavo y cautivo de lujo. Recompensado con mujeres esplendidas con quienes tras fornicar, apenas disimulaba una sensación: náuseas. 
   Disgustado con mi situación me afanaba pinchándole. Él fingía no ver ni entender mi malicia y pasaba olímpicamente de mí. Al final, con sus despreciables aires bonancibles, me ganaba por la mano.
   Se veía venir. La situación no podría sostenerse. Tarde o temprano y por cualquier absurda pifia, descubrirían el enredo. 

   No recuerdo exactamente cuándo comenzó. Quizá una mañana o a mitad de un día cualquiera. Me encontré nervioso y en realidad feliz y excitado. Dentro de mí una necesidad: expresar el torbellino de ideas y símbolos que se mezclaban en mi cerebro y como torrentes lo inundaban pugnando por abrirse espacio y salir. Comerme el mundo, paladearlo sin respiro, era mi objetivo, y proclamar a los cuatro vientos mi milagro. Era un ser nuevo y brillante. Aquel día operé como nunca. Suturaba con una agilidad tan exquisita que al finalizar, la sala se había ido llenando de enfermeras, auxiliares y cirujanos. Todos estaban allí con un afán; presenciar mi virtuosa maestría. 
   Días o semanas después desperté hundido en un oscuro pozo. Arrinconado en la angustia y la irritación. Los estímulos y emociones que me habían llevado a funcionar con la precisión de una máquina, me habían abandonado. 
   En el quirófano la dificultad para mantener la concentración me condujo a un bloqueo desquiciante. Me vi obligado a ceder el trabajo a mis ayudantes, y amparado en una excusa trivial escapé. 
   
   En los meses siguientes seguí cayendo y mi vida se convirtió en una ruina. Me despertaba fuera de sí, gritaba ordinarieces a las mujeres que Carlos —preocupado por mí— me traía, y las echaba a patadas. Comencé a abandonarme; no me afeitaba, apenas comía, vivía en un caos de desorden, me enfrascaba en eternos monólogos apenas coherentes conmigo mismo y contra mí. 
   La mañana que el doctor diagnosticó mi anomalía, no daba crédito. 
  Con aires de pensador, juntó los dedos y dijo. 
—Mire, todo ha cambiado. Los psiquiatras ahora no procedemos como antes. Seré claro—resumió. 
   Lo miré con ojos abiertos e irritados. Llevaba días sin pegar ojo. La causa de mi desbarajuste tenía su origen en sombríos temores sin pies ni cabeza. Para empezar, recelaba de mí mismo, y sentía fobia por detalles ridículos: como caerme en la taza del inodoro; cegarme con la luz del amanecer; ensuciarme los dedos, asfixiarme...
—Padece esquizofrenia de tipo desorganizado o hebefrénica. 
   Me quedé sin habla. 
—Se caracteriza —siguió diciendo una voz lejana aunque audible— porque el sujeto presenta un comportamiento desorganizado sin ningún propósito, así como una afectividad inapropiada o plana —matizó. 
   Y se mantuvo flemático. 
   
   Lo que siguió a continuación aquel día, no es digno de contar. No pude aceptarlo. Sufrí un ataque de cólera que solo exterioricé al llegar a casa y arremeter contra el mobiliario. 

 Sigue dentro de  tres, cuatro días...
 Muchas gracias a todos.

José Fernández del Vallado. Josef abril 2014.
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