jueves, marzo 31, 2011

Resurrección 2011.


Imagen de Carlos D.

Vuelvo a encontrarme en la ciudad de Roma. La misma que dejé en abril del 2006. Aquella urbe misteriosa y bella ya sufría las consecuencias del mal llamado Berlusconi.

miércoles, marzo 23, 2011

Sedna. (O la vida)


composición tomada de Internet.

A veces la vida interplanetaria puede hallarse más cerca de lo que suponemos…

Tras finalizar la carrera y siguiendo a rajatabla mis enraizadas pautas de misantropía, rechacé ir de viaje al Brasil con mis compañeros de curso y me embarqué en un crucero.

viernes, marzo 18, 2011

El Mesonero.


Pintura tomada de Internet.

Al acercarse uno encuentra pliegues valles y montañas donde no hubo más que tersura; amor en el lugar que una vez ocuparon atisbos de la vanidad más desértica.

martes, marzo 15, 2011

Savia Nueva.



Imagen tomada de Internet.

El único y novel maestro que aceptó la plaza para impartir en la escuela de Junquillo, una población de escasos mil habitantes, se llamaba César.
Obtuvo el empleo dos años después de perder a su esposa y a su hijo de cinco, en un fatal accidente de tráfico, en el que aparte de ser él quien dirigía, salió ileso. Aquella triste o inexorable noche de septiembre la culpa no fue suya, sino del hombre que manejaba borracho la moto y le obligó a maniobrar. Chocaron frontalmente contra un poste del tendido eléctrico.

En la escuela tenía a su cargo unos cuarenta niños que cuando crecieran, con toda seguridad, emigrarían a la ciudad o a cualquier pueblo con futuro.
De no ser por la central nuclear de Alcañiz situada a diez kilómetros de la población, posiblemente Junquillo hubiera llegado a prosperar. Desde entonces, nadie deseaba instalarse en un lugar señalado con la divisa de la muerte.
Le costó comenzar, pues reflejado en el rostro de cada alumno encontraba de nuevo a su hijo. Poco a poco, con tenacidad, su organismo se fue abriendo a la vida. Volvió a tener apetito, sentir gusto por la lectura, adorar a los niños, y sobre todo a no sentir miedo al despertarse. Incluso algunos atardeceres, finalizadas las clases, le agradaba caminar por el “Bosque de Alcañiz,” una ilustre floresta donde robles, alerces y castaños, crecían en sintonía. Pero si comenzó a frecuentar la arboleda fue porque en ese lugar encontraba la paz que añoraba y además, aquel mes de septiembre – primer aniversario del fallecimiento de su familia – conoció a alguien que sin esperarlo, pasó a formar parte de su vida.
Arrellanada en un claro del bosque, sobre las raíces de un roble centenario, encontró por primera vez aquella belleza. Sobre sus piernas acomodaba un cuaderno de dibujo, en sus manos un carboncillo trazaba con precisión de matices y claroscuros los rincones del bosque. Se acercó por detrás, y ella sin siquiera volverse a mirar, con tranquilidad, le dijo.
— Siéntate César.
Sin decir una sola palabra – se había vuelto una persona reservada y contemplativa – César se acomodó en silencio, sin dejar un instante de examinar su descubrimiento. De entrada lo que más le llamó la atención fueron aquellos cabellos rojizos y rizados, de apariencia sedosa, luego el aroma balsámico a roble, y después, cuando por primera vez detuvo su difuminado del paisaje y se volvió para presentarse, los profundos ojos violeta de Dania.

De repente los días y sobre todo los atardeceres comenzaron a convertirse en fugaces. Se despertaba cantando; iba a clase sin dejar de sonreír. Finalizaba las lecciones y se internaba en el bosque casi corriendo, con las energías de un niño grande, respirando y oliendo con profusa intensidad el aroma de Dania. Se encontraban y se abrazaban con lágrimas en los ojos, envueltos en una sonrisa perenne; jugaban a acariciarse, sentirse, y luego a autorretratarse. En tanto que César se encontraba incapaz de lograr captar los cambiantes rasgos de Dania, ella cada vez sacaba un perfil diferente y más interesante de su semblante. A veces caminaban hablando de sus vidas, de lo que hacían y de lo que harían. Ella le refería que vivía en el pueblo vecino de Saltillo, distante a unos cuatro kilómetros. Luego, sus facciones se iluminaban y pasaba a contarle lo que más le importaba en el mundo: Aquel bosque extraordinario. A él le bastaba escucharla y la cabeza le bailaba inmersa en una burbuja de ensueño.
Un día descubrió algo distinto. A Dania le gustaba recorrer siempre el mismo camino. Se trataba de una senda que trazaba círculos en torno al roble centenario donde se encontraban. Extrañado, le preguntó a qué debía su forma de proceder, y ella, adoptando un aire misterioso, le respondió que lo hacía porque no existía ningún lugar tan ideal en el bosque como aquel que contenía su amor. A César le pareció una respuesta no solo convincente, sino tan acertada, que la tomó entre sus brazos y la besó con arrobamiento. Cuando terminó se encontró tan mareado y exhausto, que creyó desfallecer. Pero seguía vivo; sostenía en sus brazos a Dania y su corazón palpitaba como el de un chiquillo feliz.
Esa misma tarde ella se lo dijo al oído: Quería conocer a los chicos.
Al día siguiente, congregados junto a Dania todos estaban fascinados. Mientras, sentada sobre una raíz del viejo roble, ella vaticinaba el futuro de cada uno. Al último le dijo:
— Gregorio, tú volverás a hacer de este lugar un espacio digno. Y añadió. Serás el encargado de eliminar la Energía Atómica.

Pasados tres días descansaban echados y la explosión retumbó en todo el bosque. Era la planta. Casi en el mismo instante y de la forma más increíble, algo sucedió. El roble comenzó a crujir como las cuadernas de un buque y se rasgó por en medio, dejando entrever una grieta en su corteza. Dentro, el árbol estaba hueco. Cuando la primera lluvia ácida comenzó a dejarse sentir, se refugiaron en su interior.
Transcurridas unas horas angustiosas cesó de llover y salieron. Agitada, Dania dijo que debía ir a Saltillo. César corrió hacia su pueblo. Llegó y todo estaba demasiado tranquilo; lo habían desalojado. Un helicóptero de salvamento lo avistó y tras recogerlo buscaron en Saltillo sin divisar más que otro pueblo abandonado. El helicóptero se alejaba del área contaminada cuando César, negándose a proseguir, solicitó que bajo su responsabilidad lo dejaran en tierra. Volvió veloz sobre sus pasos hasta el roble. La grieta permanecía abierta. Dentro, Dania lloraba desconsolada.
Angustiado, abrazándola con entrega, le dijo.
— ¡Debemos irnos ahora!
Ella le observó contrariada y contestó.
— Lo siento César, te he defraudado. Y prosiguió. No puedo salir de este lugar porque este lugar soy yo misma. ¡Roble, soy yo!
— Aturdido e incrédulo, César tan solo acertó a decir.
— Pero aquí… morirás. La radiación...
— Ella continuó.
— Debí decírtelo. Soy Driada. No puedo alejarme de Roble más de trescientos metros, o moriré...
— Tú... una... ¿Dríada? Pero yo te quiero. ¡Y me da igual lo que seas o como te llames...!
— Es la verdad. Soy quien digo ser César. Por desgracia fui egoísta contigo y...
— ¡¿Qué dices, Dania?!
— Te hechicé para que me amaras, porque te amaba. Un hombre jamás puede amar a una Driada si esta no lo desea pero ahora... ¡Ya eres libre del hechizo!
César permaneció mirándola con turbación. No sabía que creer o su mente no abarcaba tanto espacio…
— Pero... aquí morirás. La radiación te destruirá a ti y al roble y…
Y Dania, mirándolo con fogosidad, repitió.
— ¡Basta! No me destruirá. Además ¡Ya eres libre! ¡Insisto! ¡Vete!
— Pues no. No pienso marcharme... Te quiero e iré contigo dondequiera que vayas y…
— De acuerdo. Asintió Dania y añadió. Pero lo que voy a hacer a continuación es algo muy arriesgado, nunca se ha hecho y…
— Qué…
— Podemos perder la vida.
— Hazlo. No tengas miedo.
César sintió un mareo alarmante. Perdió el equilibrio y se desvaneció.
Se sucedió un periodo de ensueño en el que unas veces se hallaba feliz con su mujer y su hijo. Otras, estaba solo en un pueblo tétrico y vacío. En realidad se debatía entre la vida y la muerte, en el vacío de la intemporalidad…

Sin explicárselo abrió los ojos encontrándose abrazado al tronco de un roble o ¿Al Roble? Miró al cielo, sintió calor y lo entendió. Hacía una tarde tranquila y soleada de primavera. A su lado, una radio emitía y declaraba que la central de Alcañiz había sido desmantelada y se deshacía en elogios hacia el presidente para la supresión de la Energía Atómica: Gregorio Sampedro. Quien, por fin, había cumplido su eterna promesa.
Una voz de mujer lo llamó por su nombre. Se dio la vuelta y con mayor admiración que sorpresa, se encontró con Dania sonriéndole. Ella le dijo con naturalidad.
— A qué esperas. ¿Vienes?
Agarrada de su mano, balbuceando risueña, caminaba a trompicones su hija Davinia.
Más allá, a menos de trescientos metros del viejo roble centenario, se hallaba su recién construido chalé.

José Fernández del Vallado. Josef. 2011.
Creative Commons License
Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons.  

lunes, marzo 14, 2011

La Consulta.


Imagen tomada de Spanish Deviants.

En aquel cuartito pequeño, Nora espera sentada. Observa el gris del suelo y piensa en lo mucho que odia ese color. El gris sólo para los finales de los cuentos que lee, pero basta, con ese matiz ya tiene demasiado. Aún no entiende por qué está allí, por qué sus amigos insisten tanto en que vuelva, que en aquel sitio la ayudarán, si ella no tiene ningún problema. Sin embargo no hace nada por escaparse. Nadie parece entender que encerrarse en su casa no es un trastorno, sino una decisión firme de alejarse de personas inútiles, algunas veces soberbias y pedantes otras, que a ella no le interesa ser parte de ese siniestro mundo.

De todas formas, allí sigue, sentada en uno de los tres bancos dispuestos en hileras. Unos pocos seres humanos también esperan a su lado. Siente hambre. Quizá sería buena idea robarse uno de los alfajores que están sobre la mesa. No lo hace, mejor guardar en sus bolsillos uno de los blisters de pastillas que cuelga de una especie de árbol navideño que, alguien, con mucho humor y sarcasmo, hizo. A veces pierde la calma si tiene que esperar demasiado. Es entonces cuando necesita de ese sabor peculiar debajo de la lengua. Como todos los que están allí. Algunos más, otros menos, pero todos reconocerían que son mucho más felices con un rivotril encima, si se les preguntase. Todo lo que termina en zepam hace bien; salvo el amorezepam medita Nora. Ése lastima y mucho.

Los viejos marcianos con sus manos en los bolsillos, detrás de la mesa, llaman a los terrícolas enigmáticos para evaluar si continúan del lado de afuera o tal vez sea apropiado que pasasen una temporada allí dentro. Quién sabe. Nora siente que es un conejito de indias sometida a la experimentación de estos sujetos de guardapolvos blancos.

De pronto, una puerta chilla y se abre. Nora reconoce a la mujer que desde lejos la llama. Se terminó la espera. Son las once y media, es su turno. Se apura, no sea cosa que pase su cuarto de hora y tenga que regresar a casa sin su receta mágica, aquella que entrega en la farmacia a cambio de una buena dosis de felicidad instantánea.

Helena, la psiquiatra, le hace pasar. Es un despacho pulcro y cuidado en una zona céntrica y cara de la ciudad. De hecho, la sesión le cuesta un riñón. ¡Uf! Se arruina con aquello, se quema. Debe hacer algo y terminar con esa situación ¿estresante? No. Vamos. Si ella no está estresada. Ni siquiera entiende qué quiere decir esa absurda palabra.

Mientras le ayuda a despojarse del abrigo, le invita a sentarse. Hace frío en la calle, en cambio allí dentro todo es cálido, tranquilo e incluso, relajante.
Se sienta donde siempre, frente a ella, en su lugar al otro lado de la mesa de cristal. Ella es siempre correcta, atenta y perfecta; sabe guardar las distancias. Sí, sabe comportarse y transmitir bienestar mediante esa mirada preciosa y su rostro firme y aburrido. ¿Aburrido? ¿Acaso la aburre? ¿Qué pensará de ella? ¿Será una más en su ajustada lista de consultas? Nunca se lo ha dicho y en realidad no sabe nada de ella, ni siquiera si está casada y tiene un marido insulso listo o... imbécil. En cuanto a los fines de semana ¿Irá de compras a los almacenes como hace la mayoría de la gente mediocre? En cambio ella, le cuenta todo. Diez años dibujando con esmero los detalles más procaces e insulsos de su vida, diez años de sumisión y ha olvidado porqué está ahí...

Nora se encoge ante su mirada, la traspasa, es capaz de hacerlo sin esfuerzo, está segura. Ensaya un arranque de coraje para mantenerse serena, y pregunta.
— Dígame doctora. Sabe... ¿por qué estoy aquí?
La otra ni se inmuta. Arquea las cejas y contesta.
— Tú sabrás...
Nora permanece mirándola en silencio, mientras se frota las manos. Están frías y tensas. Sobre todo tensas. Diez años y la sigue temiendo. ¿Y por qué la teme? ¿Por qué no se lo dice y acaba de una vez?
“Helena te temo. Tu mirada me desconcierta y descentra por completo.”
¿Por qué en todo ese tiempo no han sido capaces de compartir un mate o un café ni han hecho un esfuerzo para intentar ser amigas? Y por qué después de cada consulta tiene que dejar sobre la mesa esos ciento cincuenta pesos. ¿Por qué el dinero? ¿Por qué? ¡Exige saberlo! En realidad no exige nada. En cambio, contesta.
— No lo sé...
De nuevo los ojos clavados en ella. La expresión de la doctora cambia, utiliza un fascinante aire de Madonna, y le dice.
— ¿No lo sabes…? O no quieres saberlo.
El qué, piensa Nora ¿Qué es lo que no quiere saber? Dónde reside el misterio de su vida, de su pasado. Que ella sepa, su actitud como persona, como ser humano, ha sido siempre intachable. Al menos mejor que la de cualquier desgraciado de...
Su mano izquierda comienza a temblar. Con disimulo la oculta bajo su brazo derecho. Son ellos, los echa de menos, los medicamentos. Para colmo no recuerda qué ración ha olvidado tomar esa mañana.
— Cuéntame. ¿Cómo te va? Le pregunta la doctora mirándola de forma inquisitoria.
Y qué... Qué hay que contar cuando en la vida no pasa nunca nada. Si todo se resume en un continuo fluir del trabajo a casa y de casa al trabajo. Claro que, para esa clase de pregunta sí está prevenida y lleva respuestas preparadas. Utiliza una que tal vez suene bien y convenga.
— ¡Oh! Sabe.... Ayer le compré un gatito a la Candy.
La doctora permanece en silencio unos segundos, sus labios esbozan una sonrisa... ¿burlona? Y mirándola divertida, le inquiere.
— ¿Le compraste una gatita a tu gata?
¡Vaya por Dios! Sin querer debe de haberse tomado doble ración de Orfidal, piensa Nora, y la memoria le falla. Sonríe nerviosa y corrige.
— No... En realidad fue a mi hija. Sí, a mi hija...
— ¡Ah! Y dime. ¿A cuál de tus tres hijas se lo compraste? Pregunta la doctora con renovados ojos de felicidad.
¿Tres hijas? No tiene solo... ¿una? Ya no hay duda. Algún medicamento le induce efectos contraindicados. Es su culpa por no leer los detalles de las posologías.
— Adela... Sí, Adela. Responde, y hace un esfuerzo para no chillar del miedo y la ansiedad.
Pero la doctora se ha dado cuenta. Nada pasa inadvertido a sus ojos de ave rapaz ¿o de rapiña?
Ejecuta una mueca contrita, y lo dice. Pregunta exactamente lo que debe y lo que Nora, retorciéndose las manos sudorosas, espera que diga.
— ¿Necesitas que te extienda una receta?
Con júbilo encubierto, Nora resopla. Al fin se produce lo que desea y en realidad lo único por lo cual acude de nuevo a la consulta. Se apresura a responder.
— Pues sí doctora, en realidad preciso que me extienda varias. Se me terminó casi todo...
— Veamos, apunta la doctora. Hagamos un repaso a lo que estás tomando para ver si estás debidamente reforzada. Y comienza.
— Para estabilizar tu estado ansiolítico tomas dos pastillas de Orfidal Wyeth. Una por la mañana y otra antes de dormir. ¿Correcto?
— Sí... Así es.
— Tres grajeas de veinticinco miligramos de Topamax antes de dormir como tratamiento preventivo contra las migrañas asociadas a tu stress. ¿Correcto?
— Sí...
— Dos Frosinor de veinte miligramos después del desayuno y dos más de Deanxit para la astenia y para prevenir la depresión crónica. ¿Correcto?
— Si. Bueno... No exactamente. Tuve que añadir un par más...
— ¿Cómo? ¿Dos más? ¿Te sentías tan mal?
Sus ojos exploran a Nora de forma huraña y amenazante. Ella se echa a temblar.
— En realidad... Solo sé que tuve que añadirlas...
La doctora parece relajarse. De súbito la mira con condescendencia. Se echa hacia atrás sobre el respaldo de su cómodo sofá, y añade.
— Bien. No es problema. Es más. Para asegurarnos, vamos a añadir otras dos. ¿Te parece?
— Sí... Bueno... ¡Claro!
— Sigamos. Para regular los estados anímicos alterados y restablecer la percepción real del mundo que te rodea, tomas seis cápsulas durante la comida de Tropargal que te prescribí. ¿Correcto?
— Si, si...
— Ah, y además te voy a recetar seroxat, un antidepresivo de nueva estructura química, tres pastillitas diarias. ¿Podrás? Y para tu memoria que veo te flojea vitamina B1 y B12. ¡Por supuesto! No olvides vacunarte de la gripe este año. No te me vayas a enfermar...

Resulta curioso. Nora tampoco recuerda haber enfermado de nada grave jamás.

Una vez verificadas, le pasa las recetas. Nora las toma con manos temblorosas.
Le ayuda a ponerse el abrigo y le acompaña a la puerta. Esboza una sonrisa en cierto modo prescrita y le extiende una mano distante, que ya no forma parte de su aséptica e intachable consulta. Es Navidad, aún así ni siquiera permite que Nora la despida dándole un beso.

El Blog de Eleonor: From my forest

By Josef & Eleonor Smith.
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viernes, marzo 11, 2011

Documento 6


Imagen tomada de Internet.

Tras el desfase de la noche de madrugada me dolía la cabeza. Aunque era necesario; el whisky relaja mi organismo, no como otras clases de alcohol. Y, sin embargo, tampoco es la solución a mis problemas o a mi vida rutinaria y deplorable.
Me levanté temprano, vomité varias veces. A primera hora estaba en la oficina del Ministerio. Se abrió la puerta de mi agobiante despacho y allí estaba: El director. Dejó deslizarse sobre la mesa el archivo y acabó limpiamente en mis manos. Nada más verlo lo supe; todos habíamos oído hablar de él. Era conocido como Doc 6. Nada más.
Al abrirlo encontré el resultado de su enigmático secreto. Narraba la historia de un hombre cualquiera; o casi. Ya que a un cualquiera no le sucede lo que al señor Sergio Agusti.
Vivía en el norte de España, en una ciudad agraciada y cosmopolita donde se dedicaba a arrendar edificios. En primera línea de playa poseía varios inmuebles con vistas que eran bastante envidiados.
Cuando las tropas de Hitler controlaron Europa y comenzó la caza de judíos, Sergio Agusti fue denunciado y deportado. Dicen que lo enviaron primero a Angouleme, y desde allí el convoy 927, el primero de deportados de toda la guerra, lo transportó hasta Mauthausen.

El suceso la suerte o condena de Agusti comenzó cuando lo desnudaron para gasearlo. Hicieron formar a los prisioneros a las puertas de lo que llamaban las duchas y en realidad eran cámaras de gas. Al pasar revista un sargento se detuvo tambaleante ante él. Acababa de fijarse en la marca de nacimiento que Sergio tenía sobre el hombro izquierdo. Era, sin duda, una cruz gamada perfecta.
Alarmado ordenó separarlo de la formación y de forma inmediata y en secreto fue llevado ante el comandante del campo: Fran Ziereis; quien, sin dejar de mirar aquella cruz blanquecina con ojos de espanto, por pura superstición, fue incapaz de ejecutarlo, y a la vez estremecido ante las nefastas consecuencias que podrían derivarse de exponerlo ante la saña iracunda de un führer celoso, dio orden de encadenarlo y encerrarlo retirado en un zulo de la Selva Negra.
Allí permaneció hasta finales de la contienda. Tras el desembarco de los aliados Fran Ziereis entrevió la derrota del Reich, y antes de que Francia cayera, ordenó su traslado a España.
Desde entonces han transcurrido catorce años. Leo el anexo añadido a última instancia en el folio final del informe. Dice:
Según órdenes del Generalísimo y con vistas a la cercana visita de su Excelencia, el Presidente Norteamericano: Dwight. D. Eisenhower, el señor recluido en el anexo 000 de la cárcel de Carabanchel, también conocido como Doc 6, debe ser eliminado.
Tras firmar el documento dando el visto bueno todavía me encuentro peor. Sin pensarlo me incorporo y abro la puerta en silencio. Nadie me ve. Salgo a la calle y tomo un taxi. Al cabo de veinte minutos me deja en las puertas del penal. Portando el informe una reja tras otra cede a mi paso.
Finalmente el portón blindado de una de las mazmorras más apartadas se abre y me detengo ante un hombre pálido y calvo que contempla mi uniforme de funcionario sin siquiera manifestar un leve gesto.
Le tomó de las manos y le digo.
— Vengo a sacarlo. ¡Voy a liberarlo! Ya es hora de...
El hombrecillo lentamente se incorpora. Tiene casi mi altura. De forma comedida eleva la cabeza y clava en mí una mirada abismal y vacía. Trato de sacar el revolver. Mi corazón comienza a palpitar de forma desenfrenada y sin querer pronuncio.
— Es usted el... ¡Diablo!El documento. Ahora veo claramente el anexo. Al pie de letra contiene un 666 ¿verdad?
Permanezco abstraído y fuera de mí. Le oigo decir.
— ¡Vamos! No imagine estupideces. El Anticristo no existe. Pero ¡Oh! No es necesario que me saque de aquí, la verdad, estoy francamente bien. Además, ahora con las pruebas nucleares y la guerra fría el mundo marcha y me gusta. Descuide, saldré de aquí cuando sea necesario.
Luego señala el anexo y dictamina.
— Por cierto. Ya puede ir eliminando ese inútil legajo.
Con manos temblorosas saco el mechero y lo quemo. Vuelve a clavar su mirada sobre mí. Me atemorizo. Añade.
—  Por favor, ahora regrese a su despacho, y olvídese de mi existencia…

José Fernández del Vallado. Josef. 2011
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lunes, marzo 07, 2011

La Llamada de Sonia.


Imagen tomada de Internet. Por replicante.

La llamada de Sonia lo despertó de la siesta una tarde lluviosa de marzo. Desde hacía una semana el tiempo parecía inestable y el pronóstico tampoco era favorable; tal vez nevara, pensó Germán mientras se desperezaba.
Sonia era la inquilina de uno de sus chalés de alquiler y el asunto era el siguiente. Una vez firmado el contrato y tras obtener las llaves no había cesado de darle problemas, y ahora, su voz desentrañaba con claridad que algo le inquietaba, y bastante.
Germán se interesó y ella le dijo que las cañerías de la casa se habían atascado. Cuando quiso saber cual, le respondió que todas. Él le concedió cierto crédito. Entre otras cosas porque Sonia no era una inoportuna y además, quienes le vendieron la propiedad, en lugar de presionarlo le habían dado excesivas facilidades. Así pues, lo que anteriormente le había resultado como una excelsa lotería, de repente, le hacía recelar.

Aparcó delante del porche y entró protegiéndose inútilmente de la lluvia. Su primera impresión dentro fue heladora.
Tras saludar a Sonia le preguntó si tenía problemas con la caldera. Ella, mirándolo con viveza desde su estatura de apenas metro sesenta, negó rotunda. A continuación lo hizo pasar a la cocina, fueron al fregadero. Abrió el grifo, el agua empezó a correr y cuando el fregadero se llenó destaponado, Germán pensó: “Demasiado.”Y sin preocuparse de Sonia se dirigió al primer servicio encontrándose con el lavabo destaponado, casi a rebosar. Comprobó los otros dos con el mismo resultado.
Incapaz de esclarecer – de momento – los secretos del atolladero se dirigió al salón. Sonia le ofreció un café y lo invitó a acomodarse en un sofá estampado con flores psicodélicas de aspecto kitsch que se encontraba de espaldas a un ordenador de sobremesa. Germán habría querido levantarse y fisgonear el software del computador, pero asentada sobre una de las altas banquetas de la barra americana, contemplándolo con ojos redondos y expresivos, Sonia no dejaba de escrutarlo. Gesticulando con agilidad le comentó como había resuelto uno tras otro los problemas de fontanería que la casa le había ido presentando, hasta encontrarse inmersa en aquel desastre. Luego pasaron a hablar sobre el cine, sus películas favoritas, sus carreras fracasadas, sus gustos deportivos…

Sobre las diez de la noche Germán se encontró abrazado a Sonia degustando sus axilas, sus senos, su cuello, su estómago delgado y suave y finalmente, mientras acariciaba sus labios y la besaba en la boca, la penetraba.

Un resoplido o flatulencia lo despertó. Miró su reloj pulsera, habían transcurrido cuatro horas. Sonia permanecía dormida a su lado. Todo era realidad. De súbito lo recordó. ¿Y la arqueta de la casa? Por supuesto, debía de hallarse en el sótano. Sin hacer ruido, se calzó las botas. Debajo de la escalera halló la puerta. Abrió y comenzó a descender una escalera estrecha y húmeda. Abajo encontró el interruptor; una bombilla de cuarenta vatios iluminó un recinto de paredes amarillentas y... arañadas. En un rincón estaba la cubierta de piedra de la arqueta y a su lado la pala. La tomó y utilizándola de contrapeso la alzó. Un tufo insoportable invadió el recinto. Dentro estaba el cadáver de quien fuera. Lo movió con la pala y el agua atrapada en los lavabos y en la pila, empezó a fluir... A sus espaldas oyó la carcajada.
Giró sobresaltado. Era Sonia. Le dijo.
— ¡Bravo chico! Al fin lo has solucionado.
Germán permaneció mirándola atónito. Sonia tenía un hacha en las manos. Pasó la punta de su lengua sobre su precioso labio superior y añadió.
— Ahora, solucionaremos el de nuestro próximo alimento... ¿No te parece?

José Fernández del Vallado. Josef. Marzo 2011.
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sábado, marzo 05, 2011

Amor en Plenitud.


Imagen tomada de Internet.

Ocurrió una noche fría de enero. Thana y Florián se asomaron a la balconada del chalé donde tenía lugar el festejo, vieron la estela y durante breves segundos, sintieron sus cuerpos abrasados por un calor cósmico...
Cuando aquello pasó, sonrieron y se besaron. Olvidaron, y regresaron a su hogar compartido.

Mientras meditaba aquella madrugada, Florián deseaba que todo hubiera sido diferente.
Evocó los momentos sublimes de su emparejamiento con Thana. La emoción de su primer contacto en la barra del restaurante donde se conocieron; su primera salida en pleno mes de agosto a un local del Paseo del Pintor Rosales; sus escapadas nocturnas por el Madrid de los Austrias; sus desiguales costumbres que se condensaban en un cóctel extraño y sublime. Y luego, cuando comenzaron a trabajar en pareja, las excursiones a la playa o a la sierra, degustando los días con la parsimonia de quien se sabe inmerso en una situación estable y feliz, en una existencia que por fin reparte la inmensa baraja de posibilidades que puede conceder sin reservas. Y deseaba que todo hubiera sido diferente.

Reconoció que tal vez le había resultado difícil. Desde luego, no era sencillo hacerlo ante un público ávido de sexo y que voceaba palabras obscenas sin la menor vergüenza en un principio, y minutos después, dándose cuenta con desconcierto que Thana y Florián no solo estaban follando, enmudecía. Hacían el amor de una forma diferente y quizá insuperable; como pudo ocurrir con los primeros Homo Sapiens; como dioses de mitologías indescifrables; e incluso, como Adán y Eva si existieron.
La multitud acomodada en sus sillones adoptaba una pose abstraída, y permanecía deleitándose – no en una sórdida velada insubstancial – sino en la sinfonía del amor en plenitud. El amor que ambos personalizaban no era escenificación, sino realidad, no era una mera simpleza, sino complejidad y belleza.
Finalizaban y el local lleno a abarrotar se perpetuaba en silencio.
Se incorporaban, ejecutaban una reverencia, y abandonaban un auditorio estupefacto, aplacado de lascivia, íntegro y colmado de amor...

El establecimiento dejó de ser solo para hombres.

Comenzaron a asistir parejas de enamorados, que fascinados, trataban de emular a sus estrellas, acercándose siempre, pero sin obtener – jamás – resultados parecidos.
La clave estaba en la extraordinaria habilidad de los dos para fusionarse y resultar uno solo. Lo cual, aunque imposible, de alguna forma tenía lugar en aquel espacio saturado de efluvios. Pero como todo acto milagroso o espléndido se cobra su rédito, mientras que el acto en Florián evolucionó en una sensación de saciedad y disminución de los impulsos lúdicos, en Thana ocurrió al revés.

Apenas transcurrieron seis meses cuando los sorprendió.

Thana, sentada sobre el borde de la cama, lloraba de forma desconsolada y el joven, un muchacho que una vez había sido hermoso, yacía a su lado como una carcasa chupada y vacía.
Le costó tranquilizarla, y le explicó que no era culpa de ella, sino de su recién adquirida naturaleza.
Se deshicieron del cuerpo en secreto y con precaución, y pasó a ser un desaparecido más en una ciudad superpoblada.
El acto mortal se repitió muchas veces. Thana estaba poseída por una lascivia interminable y exterminadora. Florián la amaba, y no podía hacer sino protegerla y ayudarla a eliminar todos aquellos cadáveres despojados de sustancia vital...

Finalmente, se convirtieron en fugitivos que iban dejando un rastro de cadáveres. Los cuerpos de los inocentes que Thana necesitaba para sobrevivir. Y cada vez precisaba de más...

Mientras adelgazaba, le crecieron uñas poderosas como garras, los dientes le amarillearon transformándose en colmillos afilados; su cabello rubio pasó a ser una mata de greñas negras con la consistencia del betún, y se convirtió en una bestia glacial que solo deseaba frío, oscuridad, y cuerpos cada vez más jóvenes que no se conformaba con vaciar y mutilaba horriblemente.

Estaban en la planta veinte de aquel edificio de Santiago de Chile, cuando el temblor tuvo lugar.
Las paredes trepidaron y se movieron ondulándose como piezas de plastilina. Aterrado, Florián abrió la puerta y descubrió el horror. Ella, inclinada sobre el muchacho, dispuesta a violarlo y destrozarlo. Comprendió que ya no la amaba, Thana había muerto para siempre y él era incapaz de amar a la bestia. Tomó la pistola y sin vacilar vació el cargador.
Luego, mientras escuchaba los golpes de la policía en la puerta, se deslizó por las escaleras de servicio, llegó hasta su coche y condujo sin detenerse hasta el desierto de Atacama, cuando alcanzó los geiseres del Tatio en el Valle de la Luna, se detuvo. Salió del vehículo, se sentó sobre una roca y sin dejar de contemplar las estrellas deseó que todo hubiera sido diferente.
De entre los geiseres surgió una sombra, avanzó hasta donde se encontraba Froilán, se acomodó junto a él y mirándolo con ojos que centelleaban en la oscuridad, le dijo.
— Hola. Soy Liar. Me gustas. ¿Vienes conmigo?
Froilán asintió. Se tomaron de la mano y caminando se adentraron en los geiseres...


José Fernández del Vallado. Josef. 4 marzo 2011.
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