
Los lunes, tras la
resaca del fin de semana – mañanas heladas de enero – bajaba desde la Moncloa.
Tras adentrarme en el Parque del Oeste, tendida
bajo las ramas de un aligustre, me encontraba a Jenny aterida, envuelta en retazos de cartón. La aguja
hipodérmica insertada en el brazo y la mirada perdida, carente de vida, con aquella
peculiar forma de mirar sin ver que solo he hallado en las personas atrapadas
por la enfermedad de la ansiedad. Tenía poco dinero y sabía que colaborar
equivalía a echar monedas en un saco sin fondo; pero lo hacía.