viernes, agosto 29, 2008

Educación inexcusable.


Encontré a mi hermano desmembrado sobre los raíles del tren rápido y le pregunté por qué lo había hecho. Mirándome con expresión angustiada, me dijo que la vida había sido injusta con él hasta hacerlo enloquecer.
- Ha sido tu alma quien te la ha jugado, no tú.
Le respondí, mientras recogía sus pedazos y los depositaba en un saco.
Y añadí.
- Tú eres un hombre sano e inocente incapaz de hacer nada malo.
Él se quedó mirándome con asombro y dijo.
- Ah, pues si crees que así ha sido ¿Podrás curarme el alma para que me recomponga, verdad?
En seguida me di cuenta, su alma ya no estaba con él.

Comencé por buscar en bares y establecimientos sin resultado.
Después de tres días de fatigas, de madrugada, me deslicé al interior de un antro cavernoso. Me disponía a retirarme con las manos vacías, cuando descubrí algo que había pasado por alto: un reservado.
Entré. En su interior jugaban una partida de poker cinco individuos. Se presentaron como “Arcángel San Gabriel”, quien permanecía sentado a la derecha de un gran tipo que se hacía llamar “El Padre”; de frente estaba “Chutulú”, una bestia de las profundidades, y a su lado el “Príncipe de los ángeles rebeldes.” Y allí, entre todos ellos, despojada de su fortuna y con el rostro enfebrecido por el vicio, se hallaba el alma de mi hermano.
Me desprendí de mi alma la metí en un tubo de ensayo y lo guardé en el bolsillo de mi cazadora. Y antes de que el alma de mi hermano fuera consciente, la sorprendí por la espalda y me introduje dentro de ella o ella dentro de mí.
Y nos fuimos de allí perdiendo lo justo para salir con la ropa puesta.

Conduje sin freno hasta el pantano más amplio y profundo del país, alquilé una embarcación y me embarqué con algunos suministros. Pese a las protestas del alma, mostrándome indiferente, me situé aguas adentró y una vez allí eché el ancla.

Entonces comencé.
- Eres egoísta, le dije.
Ella se retorció tratando de salir de mí sin éxito.
- Por qué…
Quiso saber, mientras trataba de rallar sin resultado mi dura piel con sus uñas.
- Tú puedes vivir durante generaciones y ser el alma de muchas personas. En cambio, el cuerpo de mi hermano necesita de ti. Por lo menos hasta aprender unas cuantas cosas más.
- Cómo cuáles…
- Como que la vida es única y hermosa, tú no se lo enseñaste.
- Eso lo tiene que aprender él solo…
- Con tu ayuda.
- No... Nada de eso…
Descubrí que aquella alma de alguna forma había sido también dañada, pues respondía de forma soberbia y defensiva y cambié de estrategia.
Saqué mi alma del tubo de ensayo y la dejé expandirse y penetrar en mí con la otra. Y no crean, no resultó fácil sentirme con dos almas que vibraban de forma casi constante en mi interior.
El sol se puso cien días en el centro del lago mientras, los atardeceres, yo recomponía con una máquina para unir metrajes de cine los restos de mi hermano.
Un día, ambas almas me comunicaron que la afectada estaba restablecida y lista. La permití salir y nada más hacerlo, brincó con ansiedad dentro de su cuerpo. De inmediato mi hermano se recuperó y volvió a ser la persona que conozco de siempre.

Han pasado tres años y todo va bien. Bueno, no tan bien. En lo concerniente a mí no marchan las cosas, ya que desde entonces mi alma parece haberse vuelto extravagante y maleducada. Discuto con ella como nunca lo había hecho con anterioridad. Y no sé… No entiendo qué es lo que me sucede, aunque me parece que de seguir así cualquier día de estos ¿acabaré enloqueciendo?

José Fernández del Vallado. Josef. 2008.



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miércoles, agosto 27, 2008

Yo, Cristina Márquez, confieso.


Hola, soy Cristina Márquez y tengo algo que contar, si no hoy no estaría aquí.
Mi historia comienza una noche hace ya algunos años. Una de esas noches que para una persona joven, como era yo por entonces, significaban diversión, alegría y quién sabe si a lo mejor encontrar al hombre de mis sueños...

Ante todo iniciaré por describirme y lo haré, porque así lo deseo, de arriba abajo. Soy, creo que alta; pues mi estatura ronda el metro setenta y pico. De origen latino. Mis abuelos por parte materna eran sicilianos y del lado paterno caribeños. Mi cabello es negro, largo suelto y brillante, mis ojos almendrados, marrón muy claro, dicen que resultan bonitos. Tengo una nariz pequeña y puntiaguda y unos labios gruesos. Mi cuello es más bien largo, mis pechos sobrios, ni grandes ni pequeños. Eso sí, con unos pezones marroncitos que hacen la delicia de los chupetones. Poseo una estrecha cinturita que se cierra como un caño antes de dar paso a la exuberante esplendidez de mis caderas, y sobre todo de mis soberbias nalgas. Sí… Ahí radica el eterno problema y ya casi desgracia de mi variopinta existencia. Pues aunque me gustaría, no puedo evitar cada vez que salgo a pasear, que los ojos de los hombres se claven como dardos en una diana, sobre mí macizo y generoso trasero. Mis piernas son largas y bien formadas y me siento orgullosa de ellas. En cambio mi trasero representa mi más cruda debilidad y aquella noche, también lo fue.

No sé por qué se me ocurrió salir sola; de hecho, nunca jamás he vuelto a hacerlo. Recuerdo que era una noche del mes de julio con un calor agobiante que apenas dejaba respirar. Me notaba extraña, una serie de sentimientos entremezclados, por un lado soledad y por otro angustia, me cercaban en mi piso y pugnaban en mi interior. Podía, y de hecho creo que pude oler la secreción sexual de los hombres en la calle incitándome. Había multitud de machos, jaleaban cual elefantes en celo, y sin duda aguardaban con impaciencia la aparición de una musa dionisiaca que apaciguara y contuviera sus enfebrecidos y levantiscos ánimos.
No pude evitarlo. Lo hice de forma compulsiva. Creo que, aunque me resistiera, mi mente ya tenía el objetivo fijado de antemano: Los hombres.
Así que me vestí, me puse una blusa de seda beige, debajo un sujetador rojo que se traslucía de forma descarada. Me anudé la blusa a la cintura por encima del ombligo. A continuación me ajusté una falda plisada color negro, debajo una prenda interior a tono, unas medias del mismo color y unos zapatos de tacón que me elevaban siete centímetros, de modo que me ponía en el uno ochenta, ya que en cierta forma no pretendía esconder mi estatura sino al contrario, y elevarla para atrapar a un gran macho. Pues era eso lo que pretendía. ¿Cazar a un gran macho?

La cosa es que antes siquiera de plantearme en llamar a una sola amiga ya estaba sola en la calle, camino de un local donde yo sabía que habría muchos hombres.

Entré en el local. Interpretaba un grupo, nada en especial. Me fijé en la vocalista, era una mulata fina y delgada de aspecto delicado. De hecho, nada más reparar en su presencia me recordó mucho a Sade. Pero luego, de forma progresiva, fui vislumbrando en ella detalles que me fascinaron. Lo primero, su voz; se trataba de una voz aguda pero suave y con un tono de una dulzura y sutileza tal que provocó que me estremeciera hasta el punto de ponerme la carne de gallina. Además, destacaba por su estatura, era realmente alta; brasileña sin duda. Lo adiviné enseguida por el marcado acento de su voz.

Me acerqué a la barra, pedí una cerveza y cuando mis ojos comenzaron a adaptarse a la penumbra, comencé a ser consciente de la clase de ganado que rondaba por allí. A mi derecha había un negro alto y fuerte que no la tendría nada mal, aunque quizá exageradamente grande, pensé con sarcasmo. A mi izquierda descubrí a un teutón rubiancho y panzón: cervecero. Tampoco me convenció. Sin duda vi los ojos de unos cuantos hombres más, que con órganos enhiestos, imaginé, ansiarían acercarse a mi tesoro y poseerlo.
En cambio yo, asentándome en una banqueta, contra la pared, lo puse a buen recaudo, y me sentí por primera vez en toda la noche a gusto consigo mismo y mi absoluto dominio de la situación.

Conforme la velada discurría la música del grupo en lugar de perderse fue creciendo en intensidad y haciéndose sublime, hasta que llegado cierto momento me encontré totalmente entregada al repertorio de dulces melodías impregnadas de romanticismo y sensibilidad, que aquella mujer bella… bellísima, deshojaba con maestría.
A las tres y media de la madrugada, después de dos actuaciones repartidas con una hora de descanso, el grupo finalizó la actuación. Entonces yo, admirada, salí de mi estado de catarsis y corrí con emoción a felicitarla, y durante unos instantes, las dos juntas, sonrientes y animadas, como si ya nos conociéramos, nos fundimos en un inexpresable abrazo. Tras lo cual la invité a una cerveza y ella, Alexandra se llamaba, me propuso que la acompañara hasta su casa, pues según me dijo, allí daban un festejo.

En su casa se reunió un grupo de unas treinta personas. Había mucha variedad, sobre todo de hombres; estaban el negrazo y el teutón. Dos grandes machos dignos de mi, pensé con ardor.
Pero la cosa no discurrió tan bien, pues resultó que a eso de las cinco de la madrugada del teutón tan sólo quedaban despojos etílicos, en cuanto al negrazo… Aquel hombretón se acercó a mí cuando estaba echada sobre el sofá con expresión de aburrimiento, porque mi admirada anfitriona, mi adorable y querida Alexandra, se había ido a dormir dejándome en la más completa soledad.
El hombre andaba subido de tono, y solo necesitó formalizar un insinuante ademán al cual yo otorgué mi consentimiento. Y no es que yo sea una depravada o viciosa, no en vano aquella noche… Tal vez el extremo calor o quizá el alcohol ingerido me incitó a dirigirme de una forma que estaba fuera de mi propio control.

Me asió de ambas manos y tirando de mí me condujo a una habitación. Dentro estaba oscuro y yo ni idea de donde diantre estaba el interruptor de la luz; y él, supuse, tampoco. Pero ¡qué importaba! Si a fin de cuentas se trataba de hacerlo... De realizar una práctica que a veces me resulta muy satisfactoria y placentera, sin embargo en ocasiones, no acaba más que en burda pantomima de gestos y jadeos guturales que desembocan en una riada de un absurdo... nada.
De pronto me sentí muy acalorada, y sin pensarlo, me desabroché la falda con brío, me bajé las bragas, me incliné sobre lo que al tacto parecía ser la cama y presionando contra él le ofrecí mi lindo trasero para que lo disfrutara, mientras pensaba con resignación, aunque no sin cierto morbo ¿consciente o inconsciente? de mi clara intencionalidad: “Dale. Es todo tuyo. Lo conseguiste.”
Dos manos me sujetaron en la oscuridad por las caderas y a continuación fui penetrada con excitante facilidad y suavidad. Y ya no albergué dudas ¡sabía lo que se hacía! Un jadeo suave y progresivo, un movimiento que se hizo acompasado, perfecto y preciso, hasta convertirse en un concierto de sintonías: Las mías, desaforadas, y las de él casi imperceptibles pero a la vez magistrales, y ¡allí estábamos ambos! fundidos en uno solo, sudando las humedades de nuestras sufridas vidas interiores. El aroma de su colonia me envolvió de una forma suave y balsámica, igual que el perfume de una mujer. Y a continuación su resuello y su eyaculación enérgica, intensa, sublime… Temblé de turbación y comencé a gemir a llorar y a gritar de pasión, de placer, de complacencia. Entonces le dije que lo amaba, que siempre lo amaría. Que lo hacía como las rosas y que no podía ser un hombre sino una flor delicada quien así me hacía el amor. Se detuvo. Hubo un extraño silencio.
«Contesta » le dije. “Di algo.” Le supliqué.
“¿Me amas?” Le pregunté. “¿Me amas?” Volví a preguntar.

De pronto la luz se encendió y ante mí estaba… la bella, frágil y excelsa Alexandra. La gran Alexandra que de pronto resultó ser… ¡Alejandro! O al menos eso dijo a continuación. Sí, él también me amaba, prosiguió asegurando.
Entonces y solo entonces me di cuenta del error, de la desgracia. ¡Yo no había amado a Alejandro sino a Alexandra! ¡A Alexandra! La bella y tierna Alexandra.
Eché a correr. Salí de la casa sin siquiera volver la vista atrás; tropezándome y cayendo. Huí, escapé de las garras del hombre que se ocultaba tras el bello semblante de la tierna y adorable mujer, Alexandra.

Y así ocurrió. Yo, Cristina Márquez fui objeto de una… ¡violación! Pues nunca lo quise. De hecho y de haberlo sabido de antemano ¡jamás hubiera consentido que Alejandro me pusiera una mano encima! Aunque creo que fue culpa mía y de mi ingenuidad, caí en un absurdo engaño.
Ahora ya lo saben. Eso es todo y así resultó. Soy y he sido una mujer execrable. ¡Pero no! Aunque lo crean ahí no acaba todo. Les diré algo muy personal. Sí, Yo, Cristina Márquez confieso:
Pese a lo sucedido, y lo que tuve que sufrir para decidirme a dar a luz el hijo que llevaba dentro, y a su renuncia, al rechazo y negativa de Alejandro a considerarse el padre de su hija: Alexandra, aún hoy sigo soñando todas las noches y empapándome con ella, con mi adorada y celestial Alexandra…

José Fernández del Vallado. Josef. Agosto 2008.


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