sábado, enero 31, 2009

Cambio de Orden.



Salí esa mañana temparno, mi objetivo, visitar localidades y descubrir sus posibilidades comerciales.
Manejaba por parajes desérticos y un olor a podredumbre colmaba el espacio que mi cuerpo traspasaba igual que una daga hiende telas de araña. Hacía tiempo que dejé la ciudad y me chocaba no ver un alma, ni hombres con corazones desgarrados, ni monstruos aberrantes. Era un mundo vacío. ¿Y... Lisa?

“Pensaba en sus labios
igual que caricias eternas
de virtud dilatada por un volcán que eyacula
locuras de amor y belleza...”


La carretera descendió y se internó en una enorme explanada. Tuve un presentimiento ¿habría dejado de amarme? Debía ir a más de ochenta y sucedió. El coche derrapó y se detuvo atrapado en la arena. Salí en silencio y comprendí, no iría más lejos. Me subí al capó y angustiado contemplé un erial estéril. Permanecí así hasta que me decidí a caminar. Subí una colina y cual fue mi sorpresa al divisar una diminuta población. Las casas eran de dos pisos, las avenidas estrechas y en medio había árboles secos. Me dirigí a una y llamé. Me abrió un hombre, aparentaba cuarenta. Era frágil e insólito.
Simulando control –dirigiéndome a él – le pregunté por el alcalde. Me respondió.
- Bienvenido. Soy el alcalde y el pueblo.
Aturdido, sólo acerté a preguntar.
- ¿Dónde... estoy?
Me estudió. Me invitó a salir y a sentarme en la acera – no había bancos – y comenzó.
- Verá usted. Lo que va a oír quizá le asombre pero... ha habido cambios sustanciales en el formato “Cielo, Tierra, Averno.”
- ¿¡Qué...!?
- Para empezar – dijo avergonzado – el Cielo y la Tierra han desaparecido, por eso usted anda algo desorientado. Continuó.
- En cuanto al infierno. Sí, es cierto. Antes era esto...
Efectuó un amplio giro con un brazo.
- Pero... resultó ser que tanto el Señor “Lucifer” como el Señor “Altísimo” empezaron a pasarlo mal...
- ¿¡A qué se refiere...!? Articulé.
- La Tierra los incomodaba.
- Los...
- Pues si. Verá usted. ¡Los ponía en evidencia!
- Ah... Y eso...
- Imagine usted una Tierra que resulta mil veces peor que un Infierno y un Infierno mejor que un Cielo que fracasa.
Estaba boquiabierto.
- Lucifer y el Altísimo se pusieron de acuerdo e hicieron intercambio.
- Pero...
- Lucifer tomó posesión de la Tierra y la convirtió en un Infierno.
- ¡OH!
- En cuanto al Altísimo es decir: “Yo Dios Todopoderoso” hice de este lugar mi Edén particular.
- ¡Hosti…! ¡Usted es...!
- Sí... yo.
Me tendió la mano y dijo.
- Su ficha está impoluta de crímenes.
- No, claro, sí. Digo... No hago de eso...
- ¡Ni uno en treinta años! Felicitaciones.
- Gracias.
- Por ello se le dejó entrar.
- Y ahora ¿qué?
- Se le permite quedarse.
- Estoy solo... Tengo el coche averiado.
Sonrió y dijo.
- No se preocupe, lo arreglaré. No olvide quien soy. Quédese aquí y vigile. ¡Dejo el Cielo… el Edén en sus manos!
No volví a verlo. Hoy sé una cosa:
“Lo terrible en cuanto a Dios, es que no se sabe nunca si es un truco del diablo.”

José Fernández del vallado ene 2009.

martes, enero 20, 2009

Ser una estrella.

Habían sido años de preparación para volver a intentarlo. Recordé a Marina. En la primera ocasión ella estuvo conmigo y casi lo logramos, pero fracasamos. En cambio, la noche que regresamos, agotados pero felices, en el hotel, conseguimos algo muy importante: Llegar a la cima del amor, y allí la dejé..., suspendida. Me volví sobre la cama y soñé con el volcán. A la mañana siguiente ella no estaba. En su lugar una nota decía:
“No hay por qué obsesionarse con el fracaso. Un beso”

No la entendí, o fue al revés. Ella no comprendió que yo amaba tanto o más que a ella a la montaña. De aquella fuerza de la naturaleza me enloquecía su frívola desproporción con el hombre, su imprevisibilidad, su dominio, su fortaleza, pero sobre todo su obscena sensualidad y frialdad. Pasé meses en su falda, adivinando lo que nunca veía: Aquella cima apuntalada como un pezón afilado. Cómo sería pisarla, qué habría en el interior de su cráter, y qué me transmitiría cuando llegara. Lo presentía. El volcán haría derramarse mi cuerpo en un edén de sensaciones.

Cierto día conocí a un par de hermanos suizos, me animaron a formar cordada con ellos, pretendían filmar la escalada. Acepté, y lo intentamos de nuevo. Salimos sin dar parte a las autoridades de la iniciativa, pues queríamos sorprender a la prensa y al mundo. Los sorprendidos fuimos nosotros. A tres mil quinientos metros nos inmovilizó una violenta ventisca. Permanecí en la montaña cerca de tres semanas, sin provisiones, con temperaturas de veinte grados bajo cero y los cadáveres de los hermanos a mí lado. Murieron de noche, enterrados por un alud. Yo tenía mi propia tienda que dispuse a unos metros de la suya; que no pereciera con ellos fue pura cuestión de suerte. Desenterrarlos supuso un esfuerzo, tenía el piolet afilado, la decisión, y por supuesto la fuerza, de mi lado. Jan murió al instante, Basil todavía vivía, pero tenía la cadera y la espalda fracturadas. Aterrado, no cesaba de gemir suplicando por su vida. Tras mantenerlo dos días en estado de agonía opté por abrirle la garganta de un tajo; falleció gorgoteando a mis pies.

En la gruta que hallé se estaba bien, excepto por el frío. Cada día nuevas sensaciones me embargaban, como descubrir que un par de dedos del pie se me habían congelado, los cercené con la navaja multiusos mientras me filmaba, vendarme no fue difícil. Sin duda ver la película “¡Viven!,” me resultó útil e incluso, alentador. Cuando comí carne humana ya lo tenía asumido: “Con el proyector de vídeo en buen estado, mi historia daría para rodar un excelente metraje de suspense y supervivencia.” Por ello, supe también una cosa; no moriría, llegaría a la cima. Iba a filmar y narrar mi aventura.

Al fin pareció despejar. Me deshice de los cuerpos y con aliento renovado proseguí mi camino. Tardé dos días, tomando tomas breves, en alcanzar la cota de los cinco mil ochocientos y ahora estaba allí, a cien metros del cráter, iba a culminar. Caminaba deprisa, anteponiendo un pie al otro con una energía desconocida. Los crampones se fijaban a la nieve, resollaba pero no me detenía, debía llegar a la cima antes que anocheciera. De pronto me pregunté. ¿Y si culminaba y allí no encontraba nada que mereciera la pena? ¿Y si aquel volcán no era más que una absurda estafa de la naturaleza? Entonces me entró el pánico, pues todo el montaje y mi película no servirían y jamás tendría éxito. Cuando quise darme cuenta apenas estaba a quince metros de la cima. Me detuve temblando y maldiciendo. ¡Lo sabía! Si el final de la cinta era vulgar y previsible, la película carecería de interés y sería un fracaso. Había que crear un revulsivo de un atractivo y estética inesperados. La idea brotó de mi cerebro con brillante claridad. Ante un final así nadie podría sentirse defraudado. Me propuse marcar con profundidad en la nieve veinte pasos, los veinte pasos del final. Con solemne rotundidad cubrí la distancia enumerándolos de uno en uno, de esa forma se oirían con nitidez en el micro, cuando llegué suspiré emocionado. Dejé caer el piolet y profiriendo una exclamación profunda y desgarrada de victoria, me arrojé sobre la nieve; un dolor mordió mi tórax, un alarido salvaje surgió de mis entrañas y ardí como las llamas de un infierno. Me di cuenta entonces, de forma chapucera y despreocupada, había ido a caer sobre el filo del utensilio que emergía sobre la nieve. La punta atravesaba mi pecho y me empalaba de través. De entrada me asusté y permanecí mudo de asombro y dolor pero, mientras me extinguía, lo comprendí. ¡Era la obra de un maestro! Iba a fallecer culminada la ascensión. Arrastrándome, tomé la cámara y me filmé atravesado por el piolet, sangraba por la boca y vomitaba sangre, y todo, sin cesar de sostener mi sonrisa triunfadora. Ahora sí estaba completo el rodaje. Cuando encontraran la cámara sería un éxito. Sin apenas poner los pies en la cima, iba a ser una estrella. Fallecí con una sonrisa entre dientes, reflejo de mi categórico estado de euforia.

José Fernández del Vallado. Josef. Ene 2009.

sábado, enero 17, 2009

Nieve.


Nieve, navegas en el aire
como la espuma en el mar.
Impregnando de negra blancura
un paisaje teñido en claroscuro.

Anulando las esporas
de mi mente,
las desnudas de silencio
e inundas con lágrimas
de cristal frío y dorado,
mi corazón.

Inútiles siento mis miembros,
si quiero alcanzar esa nube,
que difumina tu aliento
de procaz sensualidad.

Nieve, me pierdo en tu boca,
efusiones de lirio,
azules cabellos de ensueño...

Pienso en tus labios
igual que si fueran caricias eternas
de virtud dilatada
por un volcán que eyacula
locuras de amor y belleza
como tiernos vuelcos de pasión.

Nieve, a veces no hay aire,
sólo blancura que ciega
la cordura
y la envuelve en un manto
de sopor delicado
desbaratado y errante.

Pendiendo entre copos
la sangre y el alma
se insertan en el envés de la flor,

y la belleza de tus ojos
vestidos de azul
ocultan una existencia
de amor dolor y clamor,
bajo el perfil de una tibia
y sabia blancura y la opacan,
tras una nieve interna,
eterna y sin fin.

Y para siempre te amo
Nieve, a ti... Nieve a ti.

No me abandones
en el camino,
tendido de través,
donde tal vez
te descubrí, desarmado.

No soy yo sin tu aliento
sino un cuerpo vacío
que pende de la sonrisa
que una vez desbordó mi vida

de blancura sosegada.

Cierro mis ojos, abro la boca
consiento a tu apéndice
asfixiar mis sentidos de ausencia,
y a mi mente
derramar las esporas de aliento sobrante
y tallar un desgarro de amor en la nieve...
¡Nieve...!



José Fernández del Vallado. Josef. Ene 2009.

jueves, enero 15, 2009

Ausencia…

Hacía un atardecer tormentoso, un viento racheado agrietaba los labios en mi semblante petrificando lágrimas de cristal en mis mejillas. Ajeno a la situación, mi organismo parecía gozar discurriendo a tropiezos entre el roquedo del campo. Lo había entrevisto… No, lo presentí hace ya tiempo. Supe que jamás podría presenciar las estrellas junto a ella. Lo comprendí cuando sobrevolé aquel país lejano y agreste, no antes…

viento que acaricias
una suave flor
alojada en mi corazón,
vas sangrando y deshojándome
quitándome los brazos...
vas golpeando el recuerdo,
y la lejanía contra el mar,
rompiendo las olas,
que se agigantan en mi llanto...

Quizá todo se desencadenó cuando ella me envió la carta con la imagen en la cual se abrazaba de forma alegre, casi ingenua, como sólo una madre sabe hacerlo con un hijo, a aquel joven de semblante inmaculado. Sentí vergüenza de mi rácano egoísmo, de mi impotencia, de mi alma de persona envilecida. Pero ya era tarde, una extraña furia de celos se apoderó de mí y comencé a hostigarla sin sentido. En realidad no había motivo y jamás lo hubo...

temblando voy hacia sus manos,
el miedo me hace su esclavo,
me encadena con furia,
me adormece en un sueño profundo
senda inútil y cruel, de árboles agresivos
mi orgullo va diseminado entre ramas,
rasgando tus pétalos...


Luego, cuando más lo necesitaba, no acudí a la cita en aquel café. Se produjo la deflagración, y aún sigo sin explicarme por qué me sentí incapaz de estar en el lugar que me hubiera correspondido…
Fui mezquino, la abandoné cuando mi corazón ardía por ella y de pronto aquel día, de la forma más misteriosa y cruel, pagué mis errores y se desvaneció dejándome solo; vacío y destruido...

me enredo en sus labios
Van derritiéndose mis caminos
Mientras la luna va brillando
Emergiendo entre mis dedos,
La opción de ser libre,
Se ha quebrado en un eclipse
Que hoy nos hace,
Palparnos a ciegas,
Interminables hallazgos
Plenos en penurias,
Hoy el sol no respira en mi,
Exhalan sus rayos en mis poros
Quemándome una vez mas...

Nubes cobrizas se insinuaban etéreas y bosquejaban perfiles grumosos ante un firmamento en declive, un suave velo de lluvia acarició mi rostro lloroso.
Fue un aliento fugaz. ¡Deseé ser ella, volar como ella! Me situé al borde del acantilado, me desnudé, cerré los ojos y extendí ambos brazos. Entonces salté y planeé hasta alcanzar el reverso de la existencia. Nada más verme llegar me hizo hueco a su lado. Al horizonte, divisé una luz eterna, cegadora, ella enfiló en su dirección. La seguí forcejeando, girando, asiéndome a sus frágiles extremidades; desnudándola…
Como un denso torbellino de promisión y bonanza recibimos su luz y nuestras vidas comenzaron a forjarse una vez más…

un túnel eterno,
jugando con la miseria humana
está flameando cerca de mi alma,
entre llamas azules,
desarmado y vagabundo
esta mi cuerpo que cuelga
de una de tus uñas,
vas hilando y destejiendo
mi rasgado destino,
yo solo cierro mis ojos,
mientras guardo la rosa
dentro de mi boca,
se tritura mi lengua
y ahora no podré gritar…


Prosa de Josef, Versos de Ameba. Año 2007. De la página de los cuentos.net.

miércoles, enero 14, 2009

¡PALESTINA, AGUANTA, NO TE VAYAS SIN MÍ!

Una situación triste, desesperante, inquietante, la opresión a la que se ve sometido el pueblo palestino. ¿Quién los salvará? Nadie parece acudir en su ayuda, están bajo las garras de quien antes fue oprimido. ¿Y por qué quien fue oprimido oprime ahora? ¿Por qué un pueblo que se considera panacea de la inteligencia se comporta de forma bárbara y absurda? Nunca lo sabremos. Pero sí sabemos algo. El ser humano, el cual se autodenomina "racional" es totalmente irracional, absurdo y estúpido! E Israel se comporta de forma criminal ¿Acaso quieren dar alas, por que las dan, a una nueva y devastadora conflagración que acabe con todos nosotros?
En un mundo hiperarmado, para terminar con las guerras lo primero sería destruir todas las armas que fabrican nuestros propios gobiernos. Lo cual exigiría la movilización de toda la sociedad, pero la sociedad es negligente y estúpida y fácilmente manipulable, y los políticos y las fuerzas facticas que manejan el mundo desde detrás, han aprendido a manejarla. Es sencillo asustar a las masas mediante insinuaciones de invisibles ataques a nuestra libertad, y mientras mantienen que las armas son necesarias en el mundo. Y, además, matar al vecino siempre resultó ser un negocio muy bueno, hasta que deje de serlo.

Mi poema:

¡PALESTINA, AGUANTA, NO TE VAYAS SIN MÍ!

¿Nadie lo sabe?
Los dioses de la guerra
dictaminaron dilapidar
su abuso de bombas.
¡¡Hoy toca Gaza!!

Gaza…
semblantes de sudor y de miedo,
jirones de piel rancia,
olor acre y aridez sobre aridez
ambiciosa de muerte.

Caminos transitados
por estelas fugaces,
exhalaciones de muerte.
Niños que yacen
cual organismos inertes,
difuntos ya
quienes les tiendan y atiendan
en nichos fútiles
de ensueños.

¡Palestina, aguarda, no te vayas sin mí!

Vivir afecta
el valor de una quimera
de saldo barato y sin brillo.
Bosques de antaño
hoy ya cedros desteñidos,
extirpados por las bombas
de factura USAhebrei.

¿Nadie lo sabe?
Los dioses de la guerra
lo dictaminaron:
¡¡Hoy toca Gaza!!

Cae se levanta
y vuelve a extinguirse Palestina,
en brazos de aquellos vecinos,
que con codicia la desean.

Es la Suiza perdida
en la agridulce sequía
de un Mediterráneo
pasional y arrebatado.

Otra tarde en Gaza.
Ojos negros, relámpagos,
crepúsculo ardiente,
velos de raso;
una taza de té y un café,
mientras se habla de paz
y un desastre
se cierne como perversión extravagante...

¡Palestina, aguanta, no te vayas sin mí!


José Fernández del Vallado Julio 2009 josef.


martes, enero 13, 2009

Verano Austral. (Variación sobre el tema de Moderato_josef)

Despacio, fue cayendo el sol sobre las calles y me sentí libre. Seguí avanzando sin explicarme el porqué, con el presentimiento implícito de que si no me movía mi corazón se detendría. Había llegado a aquella ciudad enclavada en el sur profundo del sur esa mañana. Encubierta, buscándolo, de forma inconsciente y deliberada, como actuamos a veces, aguardando encontrar motivo o respuesta a nuestros porqués. 
Un vendaval congelado me golpeaba sin clemencia mientras me refugiaba en mí misma, intranquila, pensando en las bellezas que soñé en encontrar. ¿Por qué a veces uno se empeña en hallar belleza en lugares inhóspitos, donde solo hay ignorancia y hosquedad? Buscaba indicios que señalaran que Rafael había escapado al Golpe para refugiarse allí. Era pleno mes de febrero – verano Austral – del año 1974, y apenas hacía cinco míseros grados centígrados. 
Deambulé hasta el fondeadero, contemplar el puerto y dejar volar mi melancolía degustando el aroma salobre del mar era cuanto anhelaba. Un militar uniformado me cerró el paso y me pidió la documentación. La realidad cayó a plomo sobre mí. La de un mundo militarizado, que progresivamente, de forma estúpida o “humana,” se arrastraba a su juicio final. La ciudad estaba tomada. Temblando salí ilesa del percance; mi sueño, volver a amarlo, continuaba vigente... 
Lo busqué caminando en solitario por calles despojadas de vida, matizadas con témpanos de hielo que se clavaban en mi corazón, preguntando con desaliento a individuos anónimos que se volvían a mirarme con el miedo empotrado en sus almas. Me refugié en un bar anacrónico y tomando un café de dos horas observé tras los ventanales mi locura reflejada. ¿De qué me servía encontrar soledad a tres mil kilómetros de mi vida? y ¿qué era mi vida sin él? Era viajar y buscar sin saber qué vendría después. Estuve deambulando horas hasta que al final doblé una esquina y frente a mí estaba el indígena Kawesqar; mi corazón dejó de palpitar. Sin hablar ni pensar, hacía horas que había cesado de hacer ambas cosas, me acerqué despacio y me detuve ante él. Sus facciones agrietadas temblaron hasta tensarse. Mirándome con nobleza, dijo:
- ¿Me presta su mano, por favor? 
La extendí. Tomándola, prosiguió.
- En esta bella mano encuentro sufrimiento y desesperación, la misma que mi tribu padeció hasta su exterminio. Pero otra vida está cerca. Debe cruzar al otro lado. 
- ¿A dónde?
- Lo que usted ama está en Ushuaia. Allá hay libertad...
Amparada en un barco de carga dejé atrás Punta Arenas alcancé Ushuaia y sorprendentemente me reuní con un hombre ¿distinto o igual? No importaba. Ambos eran humanos. Nuestra felicidad allí duró dos años. En 1976 hubo un Golpe. Lo detuvieron por conspirar, nos separaron y me devolvieron acá. ¿Es Punta Arenas? No sé. Sé que los años no cesan. Recorro las calles, leo manos y analizo semblantes; busco indicios. Salvaguardado tras cualquier apariencia quizá encuentre a Rafael. El otro día lo supe, el dictador falleció. Da igual, ya nada es igual. No he vuelto a ver al Kawesqar...

José Fernández del Vallado. Josef. Ene 2009.



domingo, enero 11, 2009

POR FAVOR CLIKA AQUÍ: MODERATO_JOSEF PARA VER MI NUEVO POST EN MI BLOG RECIÉN RECUPERADO.


jueves, enero 08, 2009

La Endemoniada Virtud del Alcoholismo.

Invierno. Hace mucho frío, menos doce grados bajo cero en Madrid, cuando Ricardo Sadá y Valentín Villa, ambos hombres de la calle, se encuentran o más bien se apiñan en el portal de una sede bancaria sobre las cinco de la madrugada de un amanecer cualquiera.
Valentín Villa, ex atleta, ex estibador, ex ganador de diversos títulos y en definitiva, ex hombre músculo. Ricardo Sadá, ex empresario, ex respetable, ex vox populis, y en definitiva, ex hombre acreditado. Los dos rondan ahora la decisiva cincuentena y sin recursos para bregar en sus diversos caminos y avatares han llegado a ser quienes son: Dos perdedores. Pero sobre todo hoy son ya algo más; dos hombres arruinados por una misma y singular particularidad: El alcoholismo.

Ahora, ambos se escudan y reconocen tras un mismo poder de supervivencia, un elemento que los mantiene sumidos en constante enajenación: La ley del alcohol a bajo precio. Al fin y al cabo, una ley tolerada por la sociedad.
Sin apenas ser conscientes, oprimidos bajo un proceso engañoso y avasallador, con lentitud, de forma infame y gradual, han ido abandonando sus intereses establecidos y han empeñado sus cada vez más escasos recursos en la bebida.

¿Cómo empezó todo? De forma simple en apariencia. En principio vivieron una época de borracheras iniciales con los amigos. Por aquel entonces todo les resultaba no sólo natural y sencillo, sino feliz y... exaltado. Ambos hallaron un mundo en el cual solazarse y hacer partícipes a los demás de sus hazañas y frivolidades; rodeados de incondicionales, emborracharse rendía, era placentero y divertido. E incluso, en alguna de aquellas escaramuzas noctívagas lograron fascinar a más de una mujer, con la cual acabaron primero fornicando y más tarde, evacuando el producto de sus atroces resacas. A partir de ahí, punto y final a la aventura. En cuanto la mujer descubría en su acompañante a un insaciable bebedor, lo abandonaba.

Quizá siendo conscientes, o tal vez sin serlo, pero en el fondo y aunque negándola descubriendo su imperiosa necesidad, a medida que perdieron su capacidad de razonar ambos malograban aquel círculo de amigos no tan “incondicionales” como habían supuesto; y con ello, disminuía su previsible constancia para trabajar y también la facultad para ser razonables consigo mismos y con los demás. Enseguida su situación de estabilidad real dejó de existir y pasó a transformarse en una extravagante parodia onírica, de la cual les resultaba cada día más y más difícil... ausentarse.
Y así, ambos discurrieron por caminos paralelos, hasta encontrarse en aquella tesitura ese terrible amanecer. Sin hogar, sin pareja, sin dinero, sin familia y sin un solo amigo que los respaldara. En definitiva, abandonados a su suerte en el mundo.

Sí, hacía un frío excepcional esa madrugada, y Valentín Villa, ex atleta, ex estibador, ex ganador de diversos premios y en definitiva, ex hombre músculo, aparte de estar congelándose, no disponía de un trago que llevarse al gaznate y sentía un profundo malestar y ansiedad. Lo cierto es que hacía demasiado frío y el lugar resultaba incómodo para ambos, pensaba Ricardo Sadá, ex empresario, ex respetable, ex vox populis, y en definitiva ex hombre acreditado, quien además poseía la única botella de aguardiente en la que todavía se preservaban unos últimos tragos de alcohol. Frío... ¡demasiado frío! ansiedad, pocas palabras y poca o ninguna amistad, pues hasta hablar resultaba un esfuerzo a aquella temperatura. Ese era el breve resumen de su situación. Por ello, Valentín Villa, al descubrir la bebida en manos del otro hombre, no le pidió un trago de forma educada, ni se afligió, ni trató de congeniar, sino que valorando cuan mal se encontraba, dominado por un estado de nerviosismo irascible, le exigió beber de inmediato.
Y el frío, siempre el frío, compañero de males, enemigo de amistades y de aliviar mediante una conversación amigable los problemas... Pero el problema de ambos era ya una dañina enfermedad, si no irremediable, violenta. Pronto pudo descifrarse con claridad la terrible ansiedad y molestia devastando el rostro de Valentín, y más cuando Ricardo le negó el trago con rotundidad. Tampoco intercambiaron una frase al comenzar el forcejeo; una total ausencia de vocablos o exabruptos acompañó la disputa desde el principio, y cuando los brazos aún poderosos de Valentín rodearon y atenazaron el cuello de Ricardo con potencia hasta asfixiarlo, sólo hubo un gemido, un hondo suspiro, una leve convulsión; eso fue todo...

De momento Valentín Villa había ganado la partida. Con manos temblorosas destapó la botella y bebió. Estaba muerto de frío. Pero sobre todo la ansiedad el malestar y el frío glacial... dejó de existir y se convirtió en placentera y cálida riada deslizante que se precipitaba ard
iente por su garganta. De pronto, se halló calzando sus viejas zapatillas de deportes en el magnífico estadio de verano, aclamado por más de cinco mil almas en las gradas. Se vio situándose en la salida y arrancando con potencia endemoniada, sin cesar de sudar un solo instante ni consentir en ser sobrepasado por sus rivales, venciéndolos en la recta final. Pero sobre todo, a su encarnizado enemigo el americano Michael... ¿Michael Ricardo Sadá? A continuación, desde el podio, saludó sonriente y se inclinó para recibir la medalla que acompañó con ¡un delicioso trago de ron! De repente, sus movimientos se ralentizaron y se empezó a sumergir. ¿Dónde y por qué se hundía? Estaba atrapado. Un manto de fango lo succionaba y sucedía, ¡estaba sucediendo! Sin embargo, no sintió miedo dolor o ansiedad. No, todo eso se había terminado para él. Cayó, siguió despeñándose en el profundo y agradable letargo...

Ese mismo amanecer, sobre las siete, un funcionario del banco halló los cadáveres. Los retiraron enseguida y los depositaron en una fosa común.
Al día siguiente, apenas hubo un breve recordatorio sobre sus vidas en los diarios. Dado que en una nación muchos son los problemas que se deben de afrontar; y además, a diario, hay cantidad de fallecidos, y encima más ilustres a los que hacer referencia que a un par de miserables... ¿enviciados?

José Fernández del Vallado jun 2006 josef. Arreglos dic 2008.

martes, enero 06, 2009

TELARAÑA...

Al encontrarme con las peticiones de algunos esta noche en los blogs, me puse a
buscar encargos para mí y se me ocurrieron tantísimos, que de pura saturación puestos
unos sobre otros, no logré distinguir más que un borrón sucio y entintado. Por lo que
me pregunté: 
¿Será el carbón de los reyes o el socavón de una de las bombas israelíes  el que avergüenza y tiñe mi mente? 
De pronto todo se derrumbó, el caos se apoderó de mí ser y se entretejió una brillante y oscura telaraña que no me permitió razonar ni ver con claridad, me senté de nuevo impasible o dubitativo tal vez... volví a encender el televisor. 

José Fernández del Vallado. Josef. Enero. 2009.



jueves, enero 01, 2009

La Araña II.

Dicen que Luis García Montalvo dejó sus queridos pies de gato en lo alto de aquella cima y cuando descendió, ya no era el mismo. Se hizo cargo con empeño y dedicación de los negocios de la familia y no tardó en contraer matrimonio con una mujer de la también rica familia de la cercana localidad de Casares de la Asunción: Doña Teresa Azucena de Lima. Pronto engendraron un hijo tras otro hasta alcanzar la respetable cifra de seis, y señalan, que eran la familia más alegre y feliz del mundo.

Sucedió en uno de sus viajes de negocios por Europa, cuando, hallándose en Interlaken, Suiza, alguien le habló, por supuesto sin conocer su pasado, acerca de las mil semblanzas de la terrible cara norte del Eiger*. Luis García Montalvo escuchó con atención, sin sufrir apenas alteración alguna en su expresión. Más sin embargo, y sin explicarse claramente el porqué, al día siguiente se apeó de un ligero coche y se hospedó en el lujoso hotel “El Águila.” Ahora, tras él, en la dirección del lago de Brienz tenía una formidable barrera de montañas casi desnudas, de aspecto agreste y feroz; a su izquierda, se extendía lo que llamaban El Valle, una sucesión de planos inclinados ascendentes hacia lejanas neveras*, cubiertos de frutales, plantaciones de legumbres, aldeas y chalés en curioso desorden. Y justo allí, enfrente, se elevaba ostentosa como un gigante la soberbia pared nevada del Eiger, y cerca el pueblo de Gringewald, de unos tres mil habitantes, que se hallaba a unos mil quinientos metros de altura, casi en el centro del valle del mismo nombre.

A partir de su entrada en el hotel Luis comenzó a ejecutar sus movimientos de una manera espontánea y abstraída, incluso despreocupada; como a quien no le va la cosa. De esa forma y con esa actitud al día siguiente adquirió un telescopio y lo instaló tras los ventanales de su habitación, desde la cual, “casualmente,” se divisaba con claridad la cara norte del Eiger. Así comenzó a vigilar todas y cada una de las evoluciones que realizaban las sucesivas cordadas* que tenían el valor de afrontar la terrible cara norte.
Decepcionado, observó como una gran mayoría, antes de alcanzar la mitad del trayecto daban la vuelta. Pero también presenció – sin ser consciente – tremendamente ilusionado, y excitado, como algunas expediciones, igual que diminutas y torpes orugas, progresaban metro a metro, tenazmente, abriéndose camino hasta culminar la ascensión. Entonces, Luis no era consciente del porqué, pero de repente se le revolvía el estómago, sentía mareos, e incluso, vomitaba.

Y así transcurrieron los días y el primer mes. Su mujer lo reclamó pero él, con la manifiesta intención de quedarse, antepuso una excusa un tanto absurda. Su trabajo, por descontado, también requería su atención, pero dado que era gerente de la empresa, delegó sus labores inmediatas en su secretario.
Transcurridos seis meses la situación no era mejor. Luis ya sólo tenía ojos para ver por el telescopio. Día y noche permanecía consagrado al anteojo, mientras ordenaba le subieran lo indispensable para vivir a la estancia. Un peluquero le hacía la manicura, lo afeitaba y rasuraba el pelo; un camarero le procuraba alimentos y bebidas; un limpia le lustraba los zapatos; un botones le leía los rotativos del día; las chicas de la limpieza arreglaban la habitación; un auxiliar de enfermería lo aseaba con un balde. Todo discurría mientras el permanecía, en silencio, sin cesar de carraspear y observar por el telescopio. Y cada vez que una cordada culminaba, los vómitos y el mareo, que el psicólogo que lo atendía tampoco lograba explicarse.

Aquella mañana en particular Luis no dormía, sino al contrario. Por vez primera se sentía excepcionalmente confuso y agobiado, llevaba observando más de tres días a una cordada de un par de jóvenes que comenzaron bien la ascensión, pero que lentamente y con el transcurrir de los días, se habían ido apagando como la flama de un cirio; y ahora ya, estaba seguro, que de no hacer algo en las próximas horas, sucumbirían a los rigores de la montaña.
Tardó un par de horas en decidirlo y de repente, se encontró buscando el saquito de magnesio que guardaba cuidadosamente envuelto en el doble forro de su maleta. Lo cogió y salió lanzado hacía el Eiger. Alcanzó su base y no buscó sus pies de gato, porque sencillamente, no los tenía. De modo que, pese al temporal reinante, comenzó por descalzarse; a continuación se empolvó cuidadosamente de magnesio tanto los pies como las manos, se puso unos calcetines, y comenzó la dura ascensión.

No hizo sino palpar de nuevo la roca y se sintió renacer con una vitalidad insuperable. En realidad readaptarse le costó breves minutos – demasiado – pero cuando se hubo adaptado, comenzó a trepar encaramado con la facilidad de una araña. Sus manos no parecían tales sino ventosas que se adherían a las resbaladizas rocas con expedita facilidad. Le seguían sus piernas, estirándose a los lados hacia el centro o adoptando ángulos de geometría radical e imposible; su torso brillaba y se arqueaba como la goma y su cabeza cuando era preciso giraba formando un ángulo de noventa grados. En el pueblo, la voz de lo que estaba teniendo lugar, prendió como una mecha de dinamita, y todo el mundo había corrido a los telescopios que vigilaban la pared. Y ahora, la multitud presenciaba boquiabierta la rapidez con que Luis: “La Araña – pues sólo con verlo evolucionar en una localidad de amplia afición montañera todos supieron quien era – progresaba hacia los hombres inmovilizados.
Nada más alcanzarlos se topó con la mirada de unos seres al límite de sus fuerzas. Urgía actuar cuanto antes, comprendió. Sólo precisó de una cuerda que pasó por el abdomen de cada uno, y uno a uno, los descendió hasta dejarlos en un lugar seguro. Luego, permaneció en un resalte de roca sin dejar de lamerse las manos durante más de media hora. Y la gente del pueblo, que aplaudía a rabiar, comenzó a preguntarse qué diantre haría. No imaginaban que Luis García Montalvo estaba enfrascado en una dura y terrible pugna contra su instinto.

Dieron las seis de la tarde y La Araña se puso en movimiento, ¡y no descendió! como todos esperaban que hiciera. Pues a esa hora, el temporal había arreciado y la pared se había convertido en un letal congelador a menos quince bajo cero. Su instinto, más fuerte que su sensatez, se había impuesto. Continuó ascendiendo; subía cada vez más alto y con mayor lentitud, hasta que de pronto, a su lado, escuchó una voz fantástica, procedente de ninguna parte y de todas a la vez. Le dijo así:
“Luis, no subas. No puedes volver a subir... Lo sabes, está escrito. Detente. ¡Detente ya, Luis!”
Y Luis García Montalvo, “La Araña,” se detuvo...

Si pasa por la localidad de Gringewald podrá ver el Eiger y descubrir su aspecto imponente. Lo que quizá le impulsé a acercarse a los telescopios orientados hacia su cara norte para echar un inevitable vistazo. En ese caso, tal vez se le aproxime un curioso y siempre gentil habitante, que con la pretensión de aclararle el panorama, le dirá:
“Observe bien la montaña… ¿Imponente no? Se empieza a escalar por la Travesía “Hinterstoisser” luego viene “La Manguera de Hielo”, a continuación “El Vivac de la Muerte...” Y... ve... ¿Ve aquella mancha oscura a la altura casi de la cima?”
“¡Sí, ahora la veo, sí!”
Antes de hablar el hombre tal vez suspiré; luego, probablemente le mire con ojos brillantes, presos de una visible afectación, sólo entonces, dirá.
“A ese lugar lo llaman: “Araña.*” Porque es el lugar donde “La Araña” se detuvo...”

Eiger*: Montaña de 3.970 m. de altura de los Alpes de Suiza.
Araña*: Nombre que recibe un comprometido paso de la ascensión al Eiger por su vertiente norte.
Neveras*: Bloques de hielo acumulados durante milenios en determinados puntos de las montañas.
Cordadas*: Expediciones de alpinistas.

José Fernández del Vallado. Josef. Dic 2008.


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