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domingo, julio 05, 2009

Cuando Me Dejaste...



Me encontré desnudo
Despojado de presente
¿Y qué fue de mi pasado?
Mi pasado fuiste tú...

Tu mirada profunda
Tus ojos de fuego calcinado
Horadaban mis entrañas
Cuando me dejaste...

Separaste sombra y alma
Y las mezclaste en laberinto
De pasiones quebrantadas
Jamás lloraste por deseo...

Hoy los suspiros se asfixian
Tras un simún de calor apagado
Barre mi carne sudada
Lacrimógena, turbia y agrietada...

Mis sentimientos alados
Son ya Pegaso sin rumbo
El faro sigue titilando
Se mece al ritmo de las olas
Cuando me dejaste...

Soy flor marchita
En espejismos extraviados
De un mundo sin envés y desflorado
De cielos índigo y violeta
Y ensueños destripados...

Donde el corazón se trastoca
Por un amor infinito
Que ahorcó mi pecho
De tristeza suicida y anodina
Cuando me dejaste...

Un banal riego de amargura
Cubrió mi coraza reseca
De pensamientos tristes, cortantes
Cuando me dejaste...

Vuelo ensimismado en tu aroma
Vivo sin saber donde existo
Camino a rastras por ti
Soy lagarto ocelado...

Con tal de no nombrarte
Entierro mi voz en la arena
Me arranco la lengua de palabras
dormito con los oídos ocluidos

Una sutil locura lacera mi tez
Serena a veces, otras sin faz
Te miro en el recuerdo
Entre una neblina grisácea.
Un halo cósmico me envuelve
Estoy desnudo, huyo del ayer
Te miro, te veo sin verte
Allí estás tú...
Cuando me dejaste...

José Fernández del Vallado. Josef. Julio 2009.





viernes, junio 19, 2009

Por Amor...


Aquel año encontré a la mujer de mis sueños. Se llamaba Carmela y era rubia y morena, blanca y negra, triste y alegre, alta y bajita, culta e ignorante, ágil y patosa, seria y graciosa. ¡Lo tenía todo!
Me cité con ella en un bar y emocionado, tomándola de las manos, le propuse que se casara conmigo y aceptó pero también se negó.
Carmela venía a mi casa por las mañanas y por las noches se acostaba con otros. Me hacía el desayuno y la comida un día sí y otro no. Y por la tarde, cuando estábamos a punto de hacer el amor, me dejaba y se iba a hacer sus quehaceres...
Después del primer año quedó embarazada y a los nueve meses estaba con el bebé en casa y por la tarde, cuando estábamos apunto de hacer el amor, se marchaba, dejándome al cuidado del bebé.
Dejé de trabajar por las tardes y me dediqué a cuidar del niño, y al hacerlo, veía a Carmela el instante de darle un beso y salir...
Nueve meses después tuvo el segundo y otros nueve meses más el tercero, y así sucesivamente hasta llegar a los diez.
Tras años de esfuerzo me convertí en el papá ideal y saqué a los chicos adelante. En cambio, no volví a saber de Carmela.

Cuando me jubilé el Estado se negó a pasarme la pensión pero mi primer hijo, abogado con futuro, me defendió con éxito y me pagaron el doble. Poco después comencé a pintar y como no vendía, mi segundo hijo, galerista de renombre, se convirtió en mi mecenas y comencé a tener éxito. Tuve una complicación de riñones y mi tercer hijo, doctor, me operó . Para celebrarlo quise construirme una casa y mi cuarto hijo, arquitecto, me la diseñó. Cuando cumplí los sesenta y nueve organicé un festejo por todo lo alto y mi quinta hija, Madame, me puso a las chicas. Hice una gira por todo el mundo y mi sexta hija, Jefe de una agencia de viajes, me organizó el itinerario y me hizo un descuento. Los hoteles pertenecían a la cadena de mi séptimo hijo y me salieron sin cargo.
En Nueva Delhi sufrí un atentado. Sufragado por alguien, mi octavo hijo, asesino a sueldo de experimentada reputación, intentó acabar con mi vida. Pero el noveno, Jefe personal de Seguridad intuyó la trama, ocupó mi lugar y detuvo al octavo.

Un día descansaba a solas en la tumbona de la piscina y Carmela se presentó en la mansión. Contemplé su belleza de nuevo e incapaz de alzar la voz – como en los viejos tiempos – la invité a subir al salón, nos recostamos en el sofá, vimos el atardecer ocre en el desierto de Arizona, y cuando hacíamos el amor, inducido por el sutil veneno que puso en mi copa, fallecí de un ataque al corazón.
El forense dictaminó ataque cardiaco severo, Carmela heredó mi patrimonio.
Mi décimo hijo, propietario de una funeraria, organizó el funeral. Mi ataúd labrado en caoba con remaches de oro puro, era espléndido. Sobre mi tumba erigieron una escultura en la que Carmela y yo nos abrazábamos con amor...
José Fernández del Vallado. Josef. Junio 2009.


lunes, abril 20, 2009

Desolación y Deleite.-

El autobús, cambiando de marchas, ronca viejo y gastado por carreteras que reculan entre parajes boscosos y hasta hace poco prohibidos para cualquier humano común. Y qué es un “humano común,” si somos raros engendros de la naturaleza. Ya no. Hoy somos dioses hollando una selva precoz y milenaria y quizá, tan delicada como tú...

Recuerdo aquellos instantes, los últimos que tú y yo vivimos de la mano. Tú... mi alma, medio ser de mi mismo durante años de valor insubstancial; abstraída en tus proyectos, amistades y tareas. Yo, perdido en un entramado de oficinas que lentamente estrangularon mis sentidos y sensibilidades hasta convertirme en un muñeco de cera que se derritió cuando llegó el momento de afrontar la realidad. Te fuiste, ni siquiera hubo adiós y apenas un beso residual demostró la existencia del amor. Nuestro amor recién expirado...
La ciudad sin ti resultaba agobiante y terrible. Los días pesadillas interminables de asfixia y metal y las otras mujeres, en lugar de ayudarme a olvidar, fingían la aflicción que yo no necesitaba sentir.

Se funden nubes de retal y algodón deshilachado absorbiendo vapores grises en una vegetación impenetrable. Recuerdo el río nada más pasar sobre el puente, el hermoso discurrir de sus aguas revueltas y espumosas, como una cascada de humedades adherentes. Las aves multicolores echando a volar a nuestro paso y el chirrido de los frenos del autocar; el olor a gomas calcinadas, los gritos entrecortados entre el cacareo de gallinas y una mujer santiguándose. Luego un vacío de giros entre una nada… Abrir los ojos de nuevo y el terrible dolor de cabeza. Cuerpos aplastados o encajonados, desmembrados, bloqueando las entradas. Ropas teñidas del líquido denso y oscuro de la sangre, la luz disolviéndose entre metales retorcidos y el silencio de la muerte...

Tu frialdad, y aquel beso que me dolió como un bofetón mal encajado, la falta de pasión con que saliste de mí tras cinco años de... ¿nada? ¿La culpa fue mía o de la vida?
Me arrastro y sollozo, estoy en las trincheras de mi existencia, perdido en un país desconocido, soy un extranjero y ahora también único superviviente de un desastre inesperado. No puedo caminar ¿tendré ambas, o una pierna fracturada?
Avanzo o más bien serpenteo entre la maleza, alcanzar el sendero unos metros por encima supone la vida. Aquí, en la garganta, la muerte me tomará entre sus brazos, y quizá sea lo mejor que me puede aguardar...
Despierto, todo está oscuro, es de noche, no sé cuanto tiempo ha transcurrido. Oigo voces, ¡revuelven en la maleza! La luz de una linterna me ilumina. Unos hombres me observan con indiscreta pasividad mientras cuchichean entre ellos. Gimiendo con alivio les digo que no soy de allí y les revelo mi identidad. De súbito, me miran de otra manera, preparan una camilla y me colocan en ella. Llorando, exhausto, les doy las gracias por salvarme y mis sentidos vuelven a nublarse...

Abro los ojos y un fuerte resplandor me obliga a cerrarlos de nuevo. Me llevo una mano a la frente para protegerme de la claridad y al tiempo percibo una molesta punzada de dolor y me doy cuenta, tengo una brecha en la frente. Vuelvo hacia un lado la cabeza para no mirar de frente al sol y me preguntó dónde estoy, pero un velo de inconsciencia empaña mi cerebro y no soy capaz de recordar. Me decido por incorporarme pero cuando quiero hacerlo una pierna no me obedece, está fracturada. Jadeando, consigo apoyarme sobre un brazo que pese a estar dolorido, parece encontrarse mejor. Entonces empiezo a ser consciente de mi verdadera situación. Estoy... ¿encadenado a un árbol? La cabeza me da vueltas y no distingo a nadie. Grito, pido ayuda y vuelvo a caer pesadamente sobre el colchón de hojarasca. Algo me escuece en el brazo, miro y veo un acaro grueso, más grande que una garrapata, me está picando; su volumen asqueroso se infla y deforma al tiempo que absorbe mi sangre. Alguien me lo quita de un movimiento rápido, lo revienta entre sus dedos y me ayuda a reclinarme. Puedo ver… es una mujer. Atendiéndome, deposita un paño mojado con alcohol sobre mi frente. Trato de hablar pero ella, sin dejar de observarme con una mirada triste, profunda y sincera, como nunca advertí en mi ex mujer, musita.
— Bienvenido a la selva. Me llamo Ingrid. Ingrid Betancourt. Sonríe un instante e inquiere con dulzura.
— ¿Y usted...?
No hablo. Incapaz de responder inicio un gesto de gratitud, la tomo de las manos y se las beso. Pese a estar encadenado y herido ya no me importa, de repente lo descubro, tenerla a mi lado me llena de sosiego y sobre todo, me puebla de libertad...

José Fernández del Vallado. Abril 2009. Josef.



lunes, febrero 02, 2009

Ya no siento más.


No sé cuanto tiempo ha transcurrido, no hay relojes, ¿suenan todavía en mi cabeza? quedan tan lejos... Tal vez estén fuera, en el exterior o enterrados aquí dentro, abajo o arriba ¿estoy en algún lugar? todo es inodoro. No hay nadie a quien recibir, nadie con quien hablar. No hay lugar para el amor, ni a quien besar o abrazar… ¿y hacer el amor? Tampoco. Los besos quedaron lejos, aparcados en el tiempo, congelados. Me llevó mucho tiempo, si así puede llamársele, alcanzar este estado y permanecer enclaustrado en mi interior. Hoy soy férrea prisión de mí mismo y ya no sé cómo escapar...

Me gustaría volver a salir... reconocer el olor de una rosa, degustar el sabor de un asado, acariciar algo suave y sentirme palpado por las manos del alguien distinto a mí, de alguien de otro sexo... Acomodarme a la orilla del mar, dejar humedecer mis pies, y sentirme acariciado por la tibia brisa marina mientras contemplo un cielo azul celeste en lo más alto, y oscuro en el firmamento, donde se funde con un océano salvaje y palpitante de vida...

No sé cuanto es necesario vivir para tener el presentimiento de que estás muerto; de que todo ha acabado, de que solo hay silencio en torno a ti; de que los días felices pasaron y se volvieron espuma en tus brazos... Y cuando trataste de impedir que escaparan y ser libre de nuevo, la decepción volvió a ti, porque ella se fue para siempre. Sin avisar, sin siquiera aprender a hablar tu idioma, sin aceptar un solo ramo de flores...

Vivo entre cuatro paredes y no sé cuales son, dicen que estoy loco y no recuerdo otra locura que un profundo amor, unos labios rojos abiertos ante mí, una espalda ondulada y vuelta del revés, sus cabellos densos y revueltos, y aquellos ojos, como ventanas de vida. Estelas abiertas escrutando sin sentir amor por quien amó durante un tiempo incierto en un lugar incierto y en una estación incierta de un año bisiesto que nunca terminó para mí, porque el tiempo no existe, es pura invención del hombre, no así de la naturaleza con la que una vez conviví en delicada armonía y felicidad...


Ya no siento más...
Todo ha acabado…
No sé cuanto tiempo ha transcurrido...


José Fernández del Vallado. Josef. Febrero 2009.

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