Atención. Este relato está escrito específicamente para personas mayores de edad. Personas muy sensibles y menores, absténganse de leerlo.
A media noche tenía siempre la misma pesadilla. Me gustaba follármelo pero me encontraba impotente. Cuando despertaba mi marido me abrazaba, me inmovilizaba, y hacía conmigo lo que le daba la gana. Yo sentía dolor, desánimo y asco, desde el primer día, cuando todavía lo amaba y quise abrazarlo sin sentirme avasallada, esclavizada ni puteada. Sintiendo verdadero cariño y respeto, y no el salvajismo al que de pronto me vi sometida...
Caminando por el centro de Madrid, perdido en una calle sin nombre, encontré una librería clandestina. Me fijé en uno de sus anaqueles. Figuraba un libro, titulado:
“Como ser Hombre sin dejar de ser Mujer.”
Comencé su lectura y enseguida me fascinó. Me sentí tan involucrada, que sin pérdida de tiempo, puse en práctica sus indicaciones. El libro empezaba tocando un tema esencial: Como equilibrar la fuerza de las mujeres a la de los hombres. Tomando hormonas y yendo a un gimnasio de halterofilia, lo resolví. Al cabo de año y medio era consecuente; mi fuerza física superaba a la de mi marido, quien por supuesto, no estaba al corriente de mi transformación. Resuelta como estaba a no soportar su dominio, originé una falsa pelea y supuestamente irritada me instalé en la casa de una amiga, a quien tampoco informé de mis ocupaciones. Como es natural el problema esencial residía en los órganos genitales y parecía complejo.
Había una dirección a la que me dirigí, se encontraba a las afueras de Madrid, en una zona poco o nada recomendable.
Me recibió un hombre de mirada huidiza y movimientos extraños y lentos; como los de un camaleón. Me explicó que el milagro podía originarse inyectando células madre genitales a partir de las espermátides. Daría comienzo la espermiogénesis, es decir las modificaciones de las espermátides. Simultáneamente, de uno de los centríolos, surgiría un flagelo que formaría el pene. El citoplasma comenzaría a desprenderse y solo quedaría parte del mismo rodeando al flagelo y las mitocondrias se ubicarían en la base del mismo. El núcleo se aplanaría y condensaría la forma de almendra del escroto. El tiempo necesario para que se completara la espermatogénesis (formación de los gametos masculinos, o espermatozoides, en el testículo) habría de ser de aproximadamente sesenta y cuatro días. Recordar que el volumen del semen eyaculado tendría que ser de tres a cuatro mililitros, conteniendo cien millones de espermatozoides por mililitro. El hombre se considera fértil hasta con veinte millones/mililitros o cuando en el total del eyaculado se encuentran cincuenta millones de espermatozoides.
Lo curioso de este proceso es que era revolucionario y atrevido; no necesitaría de un implante, sino de células madre y algo más sorprendente: Hormonas de lagarto, para realizar el prodigio y que el aparato reproductor creciera por sí solo, como si se tratara de una regeneración, en el lugar adecuado, y además conservara una característica innovadora: La retractilidad.
En seis meses el proceso finalizó con éxito. Lo supe al momento. Me había convertido en un auténtico hermafrodita. Sólo faltaba la prueba de fuego.
Hicimos las paces y regresé un fin de semana al hogar de mi marido. Nada más acomodarme frente a él lo sentí observarme sin vergüenza y menos timidez; dejándose dominar por un nerviosismo palpitante. De pronto me encontré venteando sus inmundas hormonas, estaban por todas partes, mientras escuchaba su respiración alterada, como la de un astado en celo o un sapo. Me di cuenta de inmediato; me repugnaba, si cabe, más que antes del proceso.
Cenamos pródigamente. Lo había preparado todo con celo. No escatimamos en nada, un churrasco de carnaza poco hecho y vino a raudales. Una vez más tuve que tragarme sus inaudibles CDs romanticos, y al final la consabida y hortera copa de cava. Luego apagó las luces y solo quedaron las velas (todo aburrido y predecible). Y allí, en el salón, nos desnudamos. O mejor dicho rompió mis ropas resollando de forma desaforada y empezó a sobarme sin tacto, con aquellas manos con dedos como larvas, cada vez más abajo. De repente prorrumpió en un grito de sorpresa y desconcierto, mientras manoseaba con desasosiego mi pene enhiesto. Le ordené que me masturbara. No me hizo caso. De malas maneras trató de incorporarse del sofá, encender y descubrir aquel terror que superaba los límites de su vaga imaginación. No se lo consentí. Lo tenía preso, atrapado, entre mis brazos de hierro. Ahora yo era el dominante y él la infame presa a mi merced. Le hice una llave le obligué a girarse y una vez lo tuve de espaldas a mí, le sodomicé una dos tres seis diez veinte veces, susurrándole al oído obscenidades impredecibles y salvajes. Ahora quien resollaba era yo y quien lloraba él. Descubrí que me encantaba dominar. Ser macho dentro de una hembra y hembra avasalladora. Pero también me di cuenta de algo esencial, tenía hambre. Mi estómago estaba vacío y los ojos me lagrimeaban. ¿Cómo? ¿No acababa de ventilarme un churrasco? No recuerdo con claridad... Debí de sufrír una especie de shock. De repente no era yo, sino un lagarto ocelado de más de metro y medio y sesenta kilos de peso. Mordí el cuello de mi marido sin convicción y con la boca sangrando, sin verdadero apetito de su carne, desplacé con rapidez los ojos desorbitados y sanguinolentos hacia la cristalera, y según divisé las moscas, lo supe. Como un látigo inaudible y mortal mi lengua se propulsó y encontré el alimento que colmó mi ser, el auténtico y celestial alimento del que hoy todavía me nutro.
Ahora, mantengo controlado mi ser. Los domingos voy al rastro y compro larvas de mosca y gusanos de seda. Mientras, mi cuerpo no descansa, excepto cuando se enfría, sigue buscando presas con quienes primero se deja copular, luego copula, extermina, y olvida para siempre...
José Fernández del Vallado. Josef,30 de abril 2010.
Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons.
A media noche tenía siempre la misma pesadilla. Me gustaba follármelo pero me encontraba impotente. Cuando despertaba mi marido me abrazaba, me inmovilizaba, y hacía conmigo lo que le daba la gana. Yo sentía dolor, desánimo y asco, desde el primer día, cuando todavía lo amaba y quise abrazarlo sin sentirme avasallada, esclavizada ni puteada. Sintiendo verdadero cariño y respeto, y no el salvajismo al que de pronto me vi sometida...
Caminando por el centro de Madrid, perdido en una calle sin nombre, encontré una librería clandestina. Me fijé en uno de sus anaqueles. Figuraba un libro, titulado:
“Como ser Hombre sin dejar de ser Mujer.”
Comencé su lectura y enseguida me fascinó. Me sentí tan involucrada, que sin pérdida de tiempo, puse en práctica sus indicaciones. El libro empezaba tocando un tema esencial: Como equilibrar la fuerza de las mujeres a la de los hombres. Tomando hormonas y yendo a un gimnasio de halterofilia, lo resolví. Al cabo de año y medio era consecuente; mi fuerza física superaba a la de mi marido, quien por supuesto, no estaba al corriente de mi transformación. Resuelta como estaba a no soportar su dominio, originé una falsa pelea y supuestamente irritada me instalé en la casa de una amiga, a quien tampoco informé de mis ocupaciones. Como es natural el problema esencial residía en los órganos genitales y parecía complejo.
Había una dirección a la que me dirigí, se encontraba a las afueras de Madrid, en una zona poco o nada recomendable.
Me recibió un hombre de mirada huidiza y movimientos extraños y lentos; como los de un camaleón. Me explicó que el milagro podía originarse inyectando células madre genitales a partir de las espermátides. Daría comienzo la espermiogénesis, es decir las modificaciones de las espermátides. Simultáneamente, de uno de los centríolos, surgiría un flagelo que formaría el pene. El citoplasma comenzaría a desprenderse y solo quedaría parte del mismo rodeando al flagelo y las mitocondrias se ubicarían en la base del mismo. El núcleo se aplanaría y condensaría la forma de almendra del escroto. El tiempo necesario para que se completara la espermatogénesis (formación de los gametos masculinos, o espermatozoides, en el testículo) habría de ser de aproximadamente sesenta y cuatro días. Recordar que el volumen del semen eyaculado tendría que ser de tres a cuatro mililitros, conteniendo cien millones de espermatozoides por mililitro. El hombre se considera fértil hasta con veinte millones/mililitros o cuando en el total del eyaculado se encuentran cincuenta millones de espermatozoides.
Lo curioso de este proceso es que era revolucionario y atrevido; no necesitaría de un implante, sino de células madre y algo más sorprendente: Hormonas de lagarto, para realizar el prodigio y que el aparato reproductor creciera por sí solo, como si se tratara de una regeneración, en el lugar adecuado, y además conservara una característica innovadora: La retractilidad.
En seis meses el proceso finalizó con éxito. Lo supe al momento. Me había convertido en un auténtico hermafrodita. Sólo faltaba la prueba de fuego.
Hicimos las paces y regresé un fin de semana al hogar de mi marido. Nada más acomodarme frente a él lo sentí observarme sin vergüenza y menos timidez; dejándose dominar por un nerviosismo palpitante. De pronto me encontré venteando sus inmundas hormonas, estaban por todas partes, mientras escuchaba su respiración alterada, como la de un astado en celo o un sapo. Me di cuenta de inmediato; me repugnaba, si cabe, más que antes del proceso.
Cenamos pródigamente. Lo había preparado todo con celo. No escatimamos en nada, un churrasco de carnaza poco hecho y vino a raudales. Una vez más tuve que tragarme sus inaudibles CDs romanticos, y al final la consabida y hortera copa de cava. Luego apagó las luces y solo quedaron las velas (todo aburrido y predecible). Y allí, en el salón, nos desnudamos. O mejor dicho rompió mis ropas resollando de forma desaforada y empezó a sobarme sin tacto, con aquellas manos con dedos como larvas, cada vez más abajo. De repente prorrumpió en un grito de sorpresa y desconcierto, mientras manoseaba con desasosiego mi pene enhiesto. Le ordené que me masturbara. No me hizo caso. De malas maneras trató de incorporarse del sofá, encender y descubrir aquel terror que superaba los límites de su vaga imaginación. No se lo consentí. Lo tenía preso, atrapado, entre mis brazos de hierro. Ahora yo era el dominante y él la infame presa a mi merced. Le hice una llave le obligué a girarse y una vez lo tuve de espaldas a mí, le sodomicé una dos tres seis diez veinte veces, susurrándole al oído obscenidades impredecibles y salvajes. Ahora quien resollaba era yo y quien lloraba él. Descubrí que me encantaba dominar. Ser macho dentro de una hembra y hembra avasalladora. Pero también me di cuenta de algo esencial, tenía hambre. Mi estómago estaba vacío y los ojos me lagrimeaban. ¿Cómo? ¿No acababa de ventilarme un churrasco? No recuerdo con claridad... Debí de sufrír una especie de shock. De repente no era yo, sino un lagarto ocelado de más de metro y medio y sesenta kilos de peso. Mordí el cuello de mi marido sin convicción y con la boca sangrando, sin verdadero apetito de su carne, desplacé con rapidez los ojos desorbitados y sanguinolentos hacia la cristalera, y según divisé las moscas, lo supe. Como un látigo inaudible y mortal mi lengua se propulsó y encontré el alimento que colmó mi ser, el auténtico y celestial alimento del que hoy todavía me nutro.
Ahora, mantengo controlado mi ser. Los domingos voy al rastro y compro larvas de mosca y gusanos de seda. Mientras, mi cuerpo no descansa, excepto cuando se enfría, sigue buscando presas con quienes primero se deja copular, luego copula, extermina, y olvida para siempre...
José Fernández del Vallado. Josef,30 de abril 2010.
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