viernes, abril 30, 2010

“Como ser Hombre sin dejar de ser Mujer.”

Atención. Este relato está escrito específicamente para personas mayores de edad. Personas muy sensibles y menores, absténganse de leerlo.


A media noche tenía siempre la misma pesadilla. Me gustaba follármelo pero me encontraba impotente. Cuando despertaba mi marido me abrazaba, me inmovilizaba, y hacía conmigo lo que le daba la gana. Yo sentía dolor, desánimo y asco, desde el primer día, cuando todavía lo amaba y quise abrazarlo sin sentirme avasallada, esclavizada ni puteada. Sintiendo verdadero cariño y respeto, y no el salvajismo al que de pronto me vi sometida...

Caminando por el centro de Madrid, perdido en una calle sin nombre, encontré una librería clandestina. Me fijé en uno de sus anaqueles. Figuraba un libro, titulado:
“Como ser Hombre sin dejar de ser Mujer.”
Comencé su lectura y enseguida me fascinó. Me sentí tan involucrada, que sin pérdida de tiempo, puse en práctica sus indicaciones. El libro empezaba tocando un tema esencial: Como equilibrar la fuerza de las mujeres a la de los hombres. Tomando hormonas y yendo a un gimnasio de halterofilia, lo resolví. Al cabo de año y medio era consecuente; mi fuerza física superaba a la de mi marido, quien por supuesto, no estaba al corriente de mi transformación. Resuelta como estaba a no soportar su dominio, originé una falsa pelea y supuestamente irritada me instalé en la casa de una amiga, a quien tampoco informé de mis ocupaciones. Como es natural el problema esencial residía en los órganos genitales y parecía complejo.
Había una dirección a la que me dirigí, se encontraba a las afueras de Madrid, en una zona poco o nada recomendable.

Me recibió un hombre de mirada huidiza y movimientos extraños y lentos; como los de un camaleón. Me explicó que el milagro podía originarse inyectando células madre genitales a partir de las espermátides. Daría comienzo la espermiogénesis, es decir las modificaciones de las espermátides. Simultáneamente, de uno de los centríolos, surgiría un flagelo que formaría el pene. El citoplasma comenzaría a desprenderse y solo quedaría parte del mismo rodeando al flagelo y las mitocondrias se ubicarían en la base del mismo. El núcleo se aplanaría y condensaría la forma de almendra del escroto. El tiempo necesario para que se completara la espermatogénesis (formación de los gametos masculinos, o espermatozoides, en el testículo) habría de ser de aproximadamente sesenta y cuatro días. Recordar que el volumen del semen eyaculado tendría que ser de tres a cuatro mililitros, conteniendo cien millones de espermatozoides por mililitro. El hombre se considera fértil hasta con veinte millones/mililitros o cuando en el total del eyaculado se encuentran cincuenta millones de espermatozoides.
Lo curioso de este proceso es que era revolucionario y atrevido; no necesitaría de un implante, sino de células madre y algo más sorprendente: Hormonas de lagarto, para realizar el prodigio y que el aparato reproductor creciera por sí solo, como si se tratara de una regeneración, en el lugar adecuado, y además conservara una característica innovadora: La retractilidad.
En seis meses el proceso finalizó con éxito. Lo supe al momento. Me había convertido en un auténtico hermafrodita. Sólo faltaba la prueba de fuego.

Hicimos las paces y regresé un fin de semana al hogar de mi marido. Nada más acomodarme frente a él lo sentí observarme sin vergüenza y menos timidez; dejándose dominar por un nerviosismo palpitante. De pronto me encontré venteando sus inmundas hormonas, estaban por todas partes, mientras escuchaba su respiración alterada, como la de un astado en celo o un sapo. Me di cuenta de inmediato; me repugnaba, si cabe, más que antes del proceso.

Cenamos pródigamente. Lo había preparado todo con celo. No escatimamos en nada, un churrasco de carnaza poco hecho y vino a raudales. Una vez más tuve que tragarme sus inaudibles CDs romanticos, y al final la consabida y hortera copa de cava. Luego apagó las luces y solo quedaron las velas (todo aburrido y predecible). Y allí, en el salón, nos desnudamos. O mejor dicho rompió mis ropas resollando de forma desaforada y empezó a sobarme sin tacto, con aquellas manos con dedos como larvas, cada vez más abajo. De repente prorrumpió en un grito de sorpresa y desconcierto, mientras manoseaba con desasosiego mi pene enhiesto. Le ordené que me masturbara. No me hizo caso. De malas maneras trató de incorporarse del sofá, encender y descubrir aquel terror que superaba los límites de su vaga imaginación. No se lo consentí. Lo tenía preso, atrapado, entre mis brazos de hierro. Ahora yo era el dominante y él la infame presa a mi merced. Le hice una llave le obligué a girarse y una vez lo tuve de espaldas a mí, le sodomicé una dos tres seis diez veinte veces, susurrándole al oído obscenidades impredecibles y salvajes. Ahora quien resollaba era yo y quien lloraba él. Descubrí que me encantaba dominar. Ser macho dentro de una hembra y hembra avasalladora. Pero también me di cuenta de algo esencial, tenía hambre. Mi estómago estaba vacío y los ojos me lagrimeaban. ¿Cómo? ¿No acababa de ventilarme un churrasco? No recuerdo con claridad... Debí de sufrír una especie de shock. De repente no era yo, sino un lagarto ocelado de más de metro y medio y sesenta kilos de peso. Mordí el cuello de mi marido sin convicción y con la boca sangrando, sin verdadero apetito de su carne, desplacé con rapidez los ojos desorbitados y sanguinolentos hacia la cristalera, y según divisé las moscas, lo supe. Como un látigo inaudible y mortal mi lengua se propulsó y encontré el alimento que colmó mi ser, el auténtico y celestial alimento del que hoy todavía me nutro.

Ahora, mantengo controlado mi ser. Los domingos voy al rastro y compro larvas de mosca y gusanos de seda. Mientras, mi cuerpo no descansa, excepto cuando se enfría, sigue buscando presas con quienes primero se deja copular, luego copula, extermina, y olvida para siempre...

José Fernández del Vallado. Josef,30 de abril 2010.
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miércoles, abril 28, 2010

Las lentes.

El hombre invisible chocó conmigo en el Caprabo sobre las cinco y media de la tarde. Se excusó de no haberme visto porque se encontraba de espaldas a mí. Yo también me excusé; mis gafas estaban sucias. Las toallitas limpiagafas que me cedió eran tan eficaces que al repasarlas mis lentes desaparecían. No volví a ver al hombre, no había forma de verlo. ¿Y si las gafas tenían un defecto de fábrica? Iba por la docena cuando tuve la idea. Encargué a fábrica que el próximo par de lentes las hicieran en tres D.

José Fernández del Vallado. Josef, abril 2010.
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domingo, abril 25, 2010

El amor de Joel.

A veces me pregunto por qué vuelvo y vuelvo a dar vueltas sobre el tema del amor si parece ser un asunto trillado, pero es que la locura del amor es un argumento recurrente en nuestras vidas, y cuando me decido a explorar tramas para mis relatos, me surge alguna historia; como la siguiente.


Joel era un disciplinado ejecutor. Había ganado reputación y cada vez le encomendaban operaciones más complejas que solventaba con audacia y rapidez. La nueva tarea que ciertos poderes fácticos le confiaron, consistía en deshacerse de una prostituta de alto standing que mantenía relaciones con un prelado con aspiraciones a la sucesión por el papado (no fuera a ser que hablara más de la cuenta).


Se decidió por presentarse ante ella como un alto cargo de un gobierno irrelevante. De tal forma, antes de cumplir su cometido, disfrutaría de sus servicios. Como no deseaba dejar su registro en una casa de citas ni en el libro de ningún hotel de prestigio, optó por alquilar un sedan que manejaría personalmente. Se citaron en una calle del barrio del Trastevere, en Roma. Antes Joel ojeó unas fotografías de la mujer y le pareció tan hermosa como el mismo Diablo. Lo cual añadió cierto morbo a su tarea. Segaría la vida de una flor envenenada.
Recogió a Iruna de forma puntual a las diez. Antes deseaba cenar cualquier cosa, la compañía de aquella belleza no le vendría mal, e incluso tal vez le abriera el apetito, pues las semanas de inmovilidad aguardando destino y objetivo le inducían stress y falta de hambre.
Todo discurrió con normalidad. Mientras ella se mantuvo sentada en la parte trasera del vehículo y él condujo, apenas intercambiaron un par de frases. Joel le preguntó si tenía hambre, y ella acotó con un incisivo, “sí.”

La llevó hasta el restaurante Ostaria Isidoro, situado en la Via San Giovanni, en la zona del Coliseo. Se trataba de un restaurante de gran tradición, situado en el edificio de un antiguo convento de inicios del S. XVI. Tenía un ambiente con encanto y una cocina cuidada. Joel se dio cuenta de que, sin pretenderlo, tal vez había elegido un lugar demasiado romántico.

Cuando el asesino y la prostituta se sentaron frente a frente y cruzaron sus miradas, a Joel le ocurrió algo que ni siquiera se le había pasado por la cabeza. Se encontró incapaz de apartar la vista de las facciones admirables, regidas por unos ojos pardos, que manteniendo en todo momento un misterioso esbozo de sonrisa, lo escrutaban al otro lado de la mesa. Subyugando aquel panorama, perseveraba el timbre de la faringe de Iruna: Que lo tenía todo. Pues una tesitura perfecta entre agudos y graves, componía una tonalidad que se acercaba a la de una mezosoprano. De modo que en su acentuación era posible encontrar aunadas fuerza y suavidad. A Joel le resultó similar al acorde de una preciosa caja de música, lo cual le extasió; y sin advertirlo, tras los postres, el frío y letal asesino, era ya poco más que un lorito embelesado que asentía y coreaba cada frase de su interlocutora, quien sin cesar, narraba la triste historia de su vida en los parajes del este.
A Joel apenas le interesaban aquellos lugares. Desde luego, había estado en ellos, ejecutando a políticos y empresarios endeudados con la mafia. Hacia tiempo que ya no se preguntaba las razones, si las había, por las que llevaba a cabo su trabajo. Era más sencillo que eso. Le bastaba con hacerlo de forma eficiente; cobraba y desaparecía. De hecho Joel era un hombre sin patria y sin mayor conocimiento en la vida que el de liquidar a otros hombres ¿como él? No. Como él no había nadie. ¿Acaso sus afines en ocupación? Tampoco. Es raro que los asesinos se vean entre sí, y menos que organicen timbas o acudan a fiestas familiares, porque rara vez tienen familia, y si la tienen, acaban siendo eliminados...

El hecho es que lo que vino después de la cena, aunque tuviera lugar en el ambiente enrarecido de un coche, y no estuvieran en el escenario de una cómoda cama de agua en una lujosa planta con jacuzzi, le pareció la forma más sublime en que pudo hacer el amor.
Una vez terminaron, Joel, el frío e insensible Joel, horrorizado ante la perspectiva de que acabaran con la vida de su amor, le propuso a Iruna que la acompañara en sus viajes. Con una sonrisa placentera y su timbre de voz – siempre su precioso timbre de voz – ella confesó sentirse enamorada y feliz a su lado, y accedió.

Lo que vino a continuación – pese a que Joel comunicó a los interesados que había cumplido su tarea y hecho desaparecer el cadáver de la víctima – no fue más que una larga huida. Una mentira, en la cual, deambulando por los rincones del mundo: hotel tras hotel, chalé tras chalé, el amor de Joel pasó a convertirse en una Lolita más de un Vladimir Nabokov desahuciado. En resumen. De pronto Iruna no amaba a Joel, lo detestaba y estaba aburrida de él. Estaba claro que Iruna no era mujer de un solo hombre; necesitaba más.
Cansada, Iruna advirtió a Joel que si no se iban a vivir a un lugar estable lo dejaría para siempre. Y Joel, sin en apariencia inmutarse, asintió y aceptó el reto de cambiar de vida.

Pero aquella noche el asesino se ausentó, lloró y se recluyó en el alcohol de forma solitaria. No quería estar con nadie y además, cuando se embriagaba, cosa que le había sucedido un par de ocasiones en su vida, no hablaba, simplemente meditaba...

A la mañana siguiente, pese al dolor de cabeza, y a saber que lo que iba a hacer posiblemente era una tarea arriesgada, Joel parecía dispuesto a llevar a cabo lo que la mujer a quien amaba, le pedía.
Esa noche la invitó a cenar y le hizo la firme promesa de que al día siguiente dispondría de su preciosa mansión. Iruna renació de nuevo y feliz brindó, copa tras copa de cava, hasta desvanecerse embriagada.
Joel la tomó entre sus brazos, la acomodó en el asiento trasero del coche y arrancó.

Iruna despertó a la mañana siguiente y se encontró en una inmensa cama con dosel de matrimonio, en una habitación espléndida, con ventanales con cortinas de satén, sofás hindúes, alfombras persas, un armario lleno de vestidos de encaje… y la luz de una nueva vida por delante.
Como un vendaval salió de la habitación llamando a Joel, se topó con unas amplias escaleras como las de la película: “Lo que el viento se llevó.” Las descendió riendo a carcajadas, cruzó un impresionante salón lleno de objetos de porcelana, vajilla de plata, cubiertos de oro, lámparas de lágrimas de cristal... Caminó deprisa hasta la puerta y se disponía a salir cuando, cerrándole el paso, surgió tras las cortinas un hombre corpulento que sujetándola la retuvo y con voz clara, pero servicial, le dijo.
— Lo siento señora Lorena. El señor se encuentra ocupado trabajando. No puede salir.
Ella forcejeó unos instantes y de pronto, dándose cuenta de que aquel hombre la llamaba de forma equivocada, se detuvo. E irritada, protestó.
— ¡Se confunde usted de persona! ¡Me llamo Iruna, no Lorena!
El hombre la miró con seriedad, asintió, y le dijo.
— Ya... claro. La entiendo. Oiga... señorita... Hum, señora. Le aconsejo que vuelva a la cama. Y añadió. Todavía no se encuentra repuesta.
Ella lo miró si cabe más enfurecida, y vociferó.
— ¿Qué le ocurre? ¿¡Está usted loco!? Estoy perfectamen... Y enmudeció.
Por primera vez lo advirtió. Percibió como su voz se quebraba y ya no era la de siempre. Se había vuelto aguda, ¡como el chirriar de una puerta! Entonces notó el picor en el rostro, en la garganta y en el cuello, y llevándose las manos a la cara, al mismo tiempo, pidió un espejo.
— ¡Rápido! ¡Lo necesito ahora mismo!
— Desde luego, señora Lorena.
Le respondió una mujer gruesa que se acercó con prontitud y le entregó un espejo de mano,
Con nerviosismo, Iruna situó el espejo ante su cara, y prosiguió observándose con frialdad el semblante, de lado a lado, durante minutos. Al tiempo, su boca se abrió y de su garganta surgió un gemido que creció en intensidad y se convirtió en un chillido desgajado, como el de un roedor malherido, que hendió las paredes de la mansión. Su nueva mansión. Luego, Lorena, “la mujer – ahora sí – de Joel para siempre,” dejó caer el espejo... se dio la vuelta, subió las escaleras cubriéndose la cara y regresó a su lujosa cárcel de oro, donde todo era nuevo, incluidas su identidad y su rostro.


José Fernández del Vallado. Josef, abril 2010.
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viernes, abril 23, 2010

Caminos diferentes.

Ella está lejos. Necesitas viajar otra vez en su busca, encontrar su calor. Ese fin de semana estás solo en casa. Al amanecer arrancas el coche, te pones en marcha y partes hacia ese amor que anhelas y a la vez te desconcierta.
Durante horas recorres parajes desérticos, boscosos, lugares fantásticos que parecen formar parte de un increíble relato, pero son reales y forman parte del mundo en el cual vives.

Finalmente, desde la calzada por la que circulas, divisas la pequeña población; es tal como la describió. Está instalada en un valle circunscrito de vendimias, protegida por los muros de una antigua fortaleza que todavía descuella en el mismo centro de la localidad. Sus casas son de colores, sus tejados naranjas, sus árboles verdes y amplios, su limpieza, inexplicable.

Estacionas y caminando te diriges a la plaza central. No reconoces a nadie, en cambio ellos averiguan en ti – tus ademanes impetuosos, rápidos, nerviosos, te delatan – a un forastero, y te saludan con caras amables, pero siempre, sosegadas. Perteneces a la ciudad y no sabes lo que es estar relajado: vivir sin crispaciones, soñar fascinaciones, comer disfrutando, viajar con la mente...

La encuentras en el lugar convenido, un pequeño establecimiento especializado en vinos. Pides un blanco de rueda, brindáis con visible emoción. Contemplas sus ojos azules; su sonrisa breve y pausada. No te hace preguntas, no te atosiga, te deja ser tú y que descubras la forma de respirar de nuevo ese aire limpio que una vez olvidaste.
Más tarde, a la puesta del sol, paseáis por el pueblo. Hace un atardecer entre cálido y fresco. Anochecer de una primavera recién iniciada...

Entráis sonrientes en la casa, ella enciende la salamandra, bebéis un licor de mistela, jugáis al dominó y disfrutáis de la luz de un quinqué. ¡La luz de un quinqué...!
Entonces le ruegas que vuelva y una vez más le preguntas: Cómo se puede vivir sin televisor, sin ordenador, sin coche, sin luz, sin agua caliente, sin alarma ¡sin ruido! Con un viejo jergón de plumas y el silencio a su lado. Y ella lo reconoce, reconoce echar de menos algo esencial en su vida y confiesa. Necesita algo de la civilización, le falta una biblioteca y libros de los que alimentarse.
Con cansancio y tal vez resignación vas hasta el coche, abres el maletero y le entregas las cuatro cajas de libros que le has preparado. Ella se muestra radiante y feliz. No puede dejar de admirarlos. Finalmente te abraza y os enterráis bajo el grueso y caliente edredón.

Mañana será otro día. El día de tu regreso a la civilización de la cual no sabes salir porque estás atrapado, el día de tu capitulación y reconocimiento ante una sociedad que te mantiene en sus brazos de metal. Tienes fobia a la soledad, te gusta el barullo, te atraen las máquinas y los lugares atestados de gente. El día, tal vez, de un adiós definitivo. Aunque en la vida nada es para siempre, excepto la muerte. Y aún así, siempre es posible resucitar a una nueva vida.


¡Buen día del libro!

José Fernández del Vallado. Josef marzo 2010.
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miércoles, abril 21, 2010

Mi hermano. Los escritores. Y un repaso a la historia.


Mi hermano va a encontrar por fin un puesto de trabajo, y me alegro mucho por él. Yo quisiera tener un trabajo como el de mi hermano. Ser abogado defensor de una causa, en todo caso, justa. Pero no me pega o no me va. Por eso me ha tocado estar aquí, encerrado en mi sótano – prisión, enviando currículum a empresas a las cuales no intereso o no les interesa un escritor. Lo dicho, los escritores no servimos para nada, más que para escribir. En cambio hay países a los que los escritores les importan: Les importa encarcelarlos y pegarles un tiro en la nuca; todo por escribir. Claro, debe de ser que por aquí el trabajo de escritor está infravalorado, por eso no te pagan. Antes también se estilaba aquí. Lo de darles un tiro, en la nuca, o donde fuera...
Lo otro, lo de pagar, nunca se estiló.

A Franco no le agradaban escritores que no fueran del régimen (tampoco les pagaba). Lo curioso es que ahora que estamos en una democracia (o eso dicen), en el gremio de la justicia una serie de jueces ¿franquistas? quieren encausar a otro que no lo es porque indaga en los crímenes que cometió un dictador que estuvo a la altura de Hitler. Yo no digo que el señor Garzón sea una persona ideal; es ambicioso y un tanto politiquero. Al menos, a lo largo de su vida ha demostrado serlo. Pero algunas cosas de las que hizo y hace – ordenó detener a Pinochet – y ahora, saca a la luz los cadáveres de la dictadura, me parece que no están de más. Hay tanto cadáver encubierto que da asco. Y todo por la política. Siempre lo he pensado pero nunca lo he dicho: “De la política al crimen hay un paso.” La historia lo demuestra con preclara luminosidad. Lo que me asombra es que a estas alturas exista gente a quien les preocupa o inquieta que el mundo sepa que Franco fue un asesino de masas; cuando todos lo sabemos ¿O hay quien todavía no?
Imagino a esos jueces que procesan a otro de su gremio; deben pertenecer a otro tiempo. Ser parecidos a viejas momias a medio embalsamar. Tal vez seguidores de Ramsés II, que finalmente hallaron la perfección en Franco.

Por cierto, ya que estamos. ¿Por qué no sacan el cadáver de Franco a pasear? Desde luego, es de un angustioso el mausoleo que se construyó con los prisioneros. ¡Sus prisioneros! No lo olvidemos. Creo que muchos de ellos yacen enterrados a su vera. Figuraros, qué pena, que desastre o ¡que gran putada! Acabar yaciendo junto al hombre que seguramente aborrecías más en el mundo.
Desde luego, la vida es injusta, ¿pero y la muerte?

José Fernández del Vallado. Josef. Abril 2010.
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domingo, abril 18, 2010

El día en que perdí la audición…

El día en que perdí la audición, dejé de escuchar el trino de los ruiseñores en mi jardín los amaneceres de primavera, dejé de escuchar el silbido de la brisa al mecer los pinos del monte, dejé de estremecerme al escuchar preciosas canciones en mi mini cadena y la magia de los conciertos de música clásica en el auditorio, dejé de prestar atención, porque no las oía, a las palabras de ánimo de mi otorrinolaringólogo, dejé de llegar a tiempo a las clases de narrativa (no oía el despertador), dejé de escuchar los latidos de mi corazón, dejé de oír las palabras de ánimo y amor de Rosa, mi prometida, dejé de desear vivir frenéticamente, dejé de ver a mis amigos, dejé de tener hambre de vivir, dejé de fijarme en las chicas bonitas que pasaban a mi lado, dejé de arreglarme, dejé de sentirme completo.

En cambio, comprendí el sentido del silencio en la vida, el valor del amor sin palabras, el valor de ser amado por alguien seas como seas, hagas lo que hagas y vayas a donde vayas, el valor de sentarse a contemplar un amanecer o una puesta de sol en absoluta paz y disfrutar de unos instantes de descanso y armonía, el significado de prestarle una mano a un ciego y ayudarle a cruzar una calle, la importancia de dar limosna a un vagabundo, de sonreír ante las adversidades de la vida, de amar sin necesidad de escuchar palabras de amor, de procurar que la música esté siempre dentro de mí, de reconciliarme con el hermano con quien una vez peleé y pescar juntos de nuevo, de disfrutar como tus hijos oyen por ti, de apreciar como la vida no se detiene ante nada y como Rosa es capaz de entenderse contigo sin necesidad de palabras, comprendí el valor de asumir sin escuchar ciertos riesgos que a la larga se convierten en logros, de luchar contra tus pesadillas, vencerlas, y tener consciencia de que el silencio a veces puede ser más ruidoso que la algarabía de una ciudad.

El día que perdí la audición aprendí a conocer el verdadero valor de mi existencia...


El autor: Josef, que ha llevado a cabo este ejercicio, padece sordera parcial.
Teniendo en cuenta lo que debe sentir un sordo irreversible, ha tratado de ponerse en su lugar e imaginar algunas de sus sensaciones primarias, con mayor o menor éxito...

Va también por los incapacitados del mundo.


José Fernández del Vallado. Josef, abril 2010.
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miércoles, abril 14, 2010

Natalia…

Veo el mundo desde las ventanillas de mi coche; y llueve. La gente se protege bajo los paraguas, unos chicos corren a refugiarse en unos soportales, y Natalia no está.

Cuando teníamos diecisiete montábamos en mi moto Ducati; y me gustaba sentirla allí, detrás, aferrada a mi espalda. También me agradaba ir a esperarla cuando salía de la academia donde estudiaba mecanografía. Después íbamos a la cervecería Cruz Blanca, y tomábamos unas buenas cervezas. El efecto de la bebida en mi cerebro relajaba mis músculos y una especie de flojera tendente a la sonrisa, y en la cual percibía mejor las mañanas soleadas de primavera y el semblante de Natalia, afloraba en mi ser. De pronto me hallaba inmerso en medio de una luz desbordante y viva; y Natalia ya no estaba.

Ahora percibo todo en tonos más grises, será porque ella ya no está y siento nostalgia, o quizá se trate de la vista, que al irse desgastando pierde su brillo interior y lo nuevo deja de serlo.

El pasado fin de semana por primera vez salí de mi refugio y escribí iluminado por la luz del sol. Pensé en cuando corría – sí, en cuando era un atleta – y corría por los campos de mi antiguo colegio hoy ya rodeado de edificios y civilización. Entonces veía pasar el mundo desde las ventanillas de mis ojos, y todo era brillante y prometedor.
No digo que hoy haya dejado de serlo. Apelo al pensamiento positivo. Solo que ya no estoy con Natalia; lo cual tampoco me importa porque Natalia acabó cautivada por el atractivo que mi hermano desplegaba para internar a las personas en su maravilloso mundo de felicidad y color. Puedo contarlo porque yo también caí y viví rodeado de su fantasía y realidad, o al revés. Mi hermano era especial para lograr ese difícil arte de subyugar... y lograr que uno tuviera lo que nunca tuvo. Puesto que yo nunca tuve una moto y Natalia si existió fue entre los brazos de mi hermano, pero como él me quiso regalar, por capítulos, parte de sus sentimientos más nobles, la viví como si hubiera sido mía, y la soñé a mi lado tantas veces como si hubieran sido realidad.

Luego Natalia se fue a algún lugar con mi hermano. Algunos dicen que murieron, pero yo sé que eso no es cierto. Ella está viva y con una familia en algún lugar del planeta; en cuanto a mi hermano, todo lo que puedo decir es que el próximo quince de mayo, cumplirá los cincuenta. Quizá por eso lo estoy casi celebrando mientras afuera la lluvia no cesa. Aunque ya no es lluvia, pues en el caso de serlo, mi hermano me habría anunciado que se trata de una lluvia de meteoritos, y habría montado una gran fiesta en el sótano de casa. A la cual habría acudido Natalia, Cristina, Paz, Carlos, César, y todas aquellas personas que una vez, hace ya tiempo, marcaron una etapa de nuestras precoces, breves y felices vidas en la Tierra...

José Fernández del Vallado. josef, abril 2010.

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lunes, abril 12, 2010

Amazonía.


Eran las nueve y media de la mañana y ya hacía un día de un calor asfixiante, y dentro de la cabina de la “Landcaster Brown,” una grúa de trescientas toneladas, aún era mucho peor.
Luis Méndez sudaba y temblaba en tanto sufría los efectos de la resaca de la noche anterior, mientras, con los auriculares incrustados, canturreaba las melodías de las canciones que escuchaba.

Delante: La selva. Las dos enormes pinzas metálicas de la Landcaster horadaban, hacían estragos y destruían árboles enormes como si fueran débiles churros a medio elaborar. Y, a sus espaldas, lo que dejaban a su paso: Un gigantesco erial de piedras, barro, troncos y raíces desenterradas. Pero había que darse prisa, pues la compañía les exigía ir cada vez con mayor rapidez; ya que las ventas de madera aumentaban de forma exponencial y además, insistían, había que amortizar la deuda externa.

El Superintendente Joao Alves se presentó de golpe y le dio un buen susto.

— ¡Buenos días Ingeniero de máquinas Méndez!
— ¿Ehhh? ¡Uh! Hola... Joao. ¡Vaya! Menuda sorpresa verlo por aquí. Tenga cuidado, no toque nada. A ver si se va a ensuciar el trajecito.

— Vamos Méndez, déjese de sarcasmos. Que no estamos para bromas.
— ¿Ah no? Hoy no...
— No.
— Y, dígame… ¿Qué es lo que ocurre que nos ponemos tan serios?

De un ágil movimiento el Superintendente Joao Alves se había apropiado de la botella de ron que siempre acompañaba en la cabina de la grúa taladora. Méndez no se explicaba – excepto si se tenía en cuenta su olfato de jaguar malherido – la facilidad con que había dado con su escondite a la primera. Joao dio un largo trago, a continuación extrajo un pañuelo de un bolsillo, y se secó el sudor de la frente.
Luis Méndez lo miró y se fijó en un detalle: Los ojos de Alves estaban enrojecidos e hinchados, repletos de venillas que surcaban un iris que una vez fue blanco.

— Detenga... Detenga la máquina, dijo.
— ¿Qué...? ¿¡Cómo diceee!?
— La máquina. Pare... Pare la máquina, balbuceo con voz agotada.
— ¿¡Qué!? ¿Qué la detenga?
— ¡Sí eso! ¡Ahora mismo!

La máquina se detuvo y de pronto Luis Méndez observó que las doscientas máquinas que hacían formación, se habían detenido también a su vez y había en el ambiente, había... por primera vez en diez años, un silencio extraño y sepulcral. Sólo entonces tuvo ocasión de fijarse, y también fue la primera vez que escuchó el aullido de los monos aulladores, y una bella y deleitable cantata de silbidos y susurros provenientes de innumerables pájaros y clamores desaforados de loros mezclados con el inconfundible aroma de la selva. Y, de golpe, se dio cuenta del enorme tesoro que estaba destruyendo y en segundos de lucidez decidió que dejaría aquel infame trabajo.
Se disponía a comunicárselo al Superintendente, cuando aquél volvió a hablar antes; y lo hizo sin mirarlo a la cara. Con la mirada extraviada y una voz vacía e impersonal, dijo:

— Lo lamento de verdad. Su trabajo aquí ha terminado.
— Y Luis Méndez, sólo supo contestar.
— ¿Cómo? ¿Me despide ahora? Es por lo de la botella de ron, ¿verdad?
— No, nada de eso. Por cierto, su ron está muy bueno.
— Entonces no será por lo de anoche. Yo... yo...
Joao lo interrumpió. De nuevo su voz parecía haber recobrado la potencia y era otra vez fuerte y grave. Comenzó a reírse.
— ¡Jajaja! ¿Lo de anoche? ¿De verdad cree que fue por lo de anoche?
— Bueno yo... Reconozco que me pasé un poco con usted y...
— Qué va. ¡Si estuviste cojonudo, Méndez! Estuvo bien que me atizaras. Me lo merecía, sabes... Y además ¡me hiciste reír como nunca!
— Bueno. ¿Entonces qué?
— ¡Se ha acabado...!

Gritó con fuerza, señaló hacia la selva y permaneció en silencio. Su rostro estaba pálido; más blanco que de costumbre. Y su expresión se contrajo en un rictus de crío a punto de echarse llorar. En cuanto a sus manos, rugosas y deterioradas, no cesaba de frotárselas con evidente nerviosismo.

Con el corazón latiéndole como a un corcel desbocado, Méndez inquirió.

— Ya... ¿¡Ya está!? ¿De verdad? ¿Se acabó?

— Así es, asintió Joao Alves, y añadió.
— Esas que ve son las últimas sesenta mil hectáreas y después... Nada.
— Nada... ¿de nada?
— Nada. Ni un árbol más en toda la miserable Amazonía.

Luis Méndez se despojó lentamente de los auriculares; dio un trago a la botella de ron y se echó a llorar como un crío. Y mientras tanto, pensó: “¡Demasiado tarde!”Luego pensó lo mismo dos, tres, cien mil, un millón de veces. Pero con eso tampoco fue suficiente...


José Fernández del Vallado. Josef. Abril 2010.

Luchemos por al Amazonía. Aún estamos a tiempo pero... ¿cuánto nos queda?

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domingo, abril 11, 2010

Cronos.



Después de un día agotador y caluroso de lucha contra Ofión, el malvado Titán serpiente, me acomodé en silencio en el lecho, abrí un ánfora de vino y comencé a sollozar...
La mujer entró por la ventana abierta, se acercó a mí y sin mediar palabra me besó. Permanecí mirando sus ojos brillantes de diamante, su cuerpo estilizado apenas rozaba el suelo al caminar, sus manos acababan en dedos como ventosas, que se adherían a mi piel, sus cabellos rojos eran flamas ardientes.
En un instante la soledad que me había atenazado durante meses se redujo hasta desinflarse y desaparecer absorbida en su piel reluciente. Mientras me acariciaba de su boca de fuego perfecta, con labios como hilos de seda, surgió un murmullo similar a las olas del mar. Me tomó de las manos y enmarcados en la luz de las constelaciones, deslizándonos por el marco del ventanal, caminando entre arcos y capiteles, alcanzamos el agua, nos zambullimos e hicimos el amor...
Semanas después, mientras rastrillaba mi playa, la limpiaba de algas y medusas, y daba de comer a los meros y morenas del estanque, una noche de luna llena, Rea, la Nereida que me enamoró, cantó para mí hermosas canciones y me hizo partícipe del nacimiento de nuestro hijo varón, Poseidón.

José Fernández del Vallado. Josef. Abril 2010.
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viernes, abril 09, 2010

Mundo.

Supe cual iba a ser mi lugar cuando la pandemia se volvió virulenta. ¿Cuál puede ser el terreno de un hombre sin estudios y en el paro? Sencillo. Primera línea de muerte. Allí, retirando escombros de las casas y quemando o atendiendo a infectados, estábamos Humberto y yo. A mí me tocó por vago y desempleado, lo de él fue peor: Estaba allí por idiota. Pero no por indolencia, era una causa perdida. Los médicos lo tildaron de: “individuo de escaso nivel craneal, tendente a la subnormalidad.” Eso dictaminaron, y todo por ahorrarse una expresión.
Sin embargo, Humberto para mí tenía más luces que muchos de aquellos paranoicos que trataban de salvar su vida a cualquier precio, cuando todo estaba escrito de antemano. Algunos eran gilipollas de los que aún creen en clases. Recuerdo que una vez llamé a uno administrativo, y ofendido me soltó el estribillo de: “Todavía hay clases.” Pobre idiota. ¿Cómo puede haber clases en una sociedad que se desbroza de golpe?

Siendo consciente de que quizá sólo nos quedaran meses de vida, ser partícipe del valor con el que Humberto se desenvolvía, me hacía renacer cada día.
Una vez un pitbull lo atacó y él le replicó con un cariñoso saludo, natural que sucediera. El perro ya nunca pudo separarse de él. Nuestros superiores nos recomendaron que lo matáramos, representaba un foco de infección. Más infectos me parecieron ellos. Y Claxón seguía con nosotros, más sano que ninguno. Tanto que sospeché que fuera inmune, pero para qué decírselo a nadie. Con tal de salvarse, lo despedazarían sin miramientos. Que se fueran al carajo.

Tras seis meses de – ¿lucha? – la suerte estaba echada y
el mundo era una pútrida desolación por la cual nos movíamos Claxón, Humberto y yo.
Recorríamos una senda en la que nadie se oponía a nuestra fuerza, pues los seres humanos que encontrábamos, eran apenas despojos. Y nos tocaba velar el último aliento de aquellas almas molidas.
Cuando empecé a sentirme mal no se lo dije, se dieron cuenta. Humberto cargó conmigo en sus brazos y no paró de avanzar. Yo no cesaba de insistir:
“Humberto… ¿a donde carajo me llevas si ya no hay nada más que ver?”
Y el cabrón, sonreía.

Una mañana abrí los ojos y me encontré allí; en la cima de una montaña. Quizá no fuera muy alta, a mí me pareció gigantesca. Una claridad resplandeciente que hacía posible ver todo alumbraba el escenario. Lentamente me acomodé sobre el prado en el cual nos encontrábamos. Miré a Humberto y le pregunté.
“Hemos llegado, ¿verdad?”
Asintió. Y dijo.
“Mundo.”
Centré la mirada a mi alrededor y fui consecuente sobre donde estábamos. Desde el alto era posible ver mar, tierra, ciudades y desiertos...
De repente comprendí hacia donde había estado encaminada mi vida; a presenciar la sublime belleza del mundo, incluso en sus instantes finales.
A mis pies Claxón lamía mis pústulas; lo hacía todos los días.
Con una mezcla de asombro e incredulidad aprecié una diferencia. Empezaban a cicatrizar. Quizá existiera un mañana...
Me volví a mirar a Claxón y a Humberto. Les debía la vida y algo más...

Sin duda, ellos eran ya los padres de una nueva eternidad.

José Fernández del Vallado. Josef, abril, 2010.
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miércoles, abril 07, 2010

Décadas… de amor desvelo y exhibicionismo.

Descubrí a la mujer esa misma mañana. Estaba en el supermercado; y ya no me pude alejar demasiado de ella. Ni de sus nalgas bien formadas, ni su cabello castaño que brotaba como una cascada y le alcanzaba hasta la mitad de la espalda, ni su forma de caminar segura y despreocupada, ni de aquellos ojos grandes como esferas de vidrio translúcido, ni aquel ceño sereno y maduro que dibujaba unos labios ni gruesos ni finos, sencillamente adecuados, que esbozaban una preciosa sonrisa cuando se cruzaba con las dependientas, y aquella increíble nariz recta. A su lado las dependientas eran vulgares y demasiado serias, con aquel rictus de permanente amargura. La verdad, algunas me hacían casi enfermar de la desesperación que me causaba mirarlas; en cambio ella...
Tal vez porque supe que era la mujer que faltaba en mi vida, no dejé de seguirla.
Pero... ¿faltaba una mujer en mi vida? Mientras caminaba siguiéndola por la avenida, tampoco estaba seguro.

La mujer que recordaba más cercana... o la mirada de mujer era la de Ivana, la prostituta. Cuando lo hacíamos y estaba dentro de ella, me miraba y se carcajeaba ¡sin importarle sentir! Lo cierto es que exceptuando los billetes de veinte, a Ivana no le importaba nada. Es curioso, porque, a pesar de estar totalmente degradada en el vicio, no necesitaba refugiarse ni desfogarse en la bebida. En cambio yo... me dio cierta tristeza cuando tuve que poner fin a nuestra grotesca situación y dejé de verla para siempre.

Jennifer detuvo el carrito a la puerta del chalé ¿su chalé? Abrió la puerta y comenzó a sacar las bolsas. Le puse Jennifer porque me daba reparo seguirla así, sin ni siquiera conocer su nombre. Necesitaba presentarme lo antes posible. Teníamos que conocernos fuera como fuese. El amor habría de nacer entre nosotros, era inevitable, la había elegido.
Fue una suerte comprobar a lo largo del día que Jennifer ¡mi Jennifer! No estaba comprometida. Ni tan siquiera tenía hijos, pues la vi salir varias veces sola de la casa.
Al final de la primera semana yo estaba preparado, en realidad estaba listo desde el primer instante. Sabía que el encuentro tendría, de alguna forma, que acabar sucediendo. Fui feliz cuando me enteré de que estudiaba en una academia que estaba al lado de un parque, y que para llegar tenía que cruzar una zona arbolada.

Luego las temperaturas cayeron y pasé unos meses malos sufriendo el castigo de Dios y aquel invierno aterrador, mientras aguardaba. Pero, por fortuna, pude solventarlo refugiándome bajo los pinsapos y secuoyas del parque. Y la música. ¡Gracias, doy gracias a Dios y al Diablo porque exista un grupo que está por encima de ambos y me haya salvado la vida! Sin el mp3 y la voz celestial de Ian Curtis, habría agonizado entre la blancura de la nieve. En cambio, escuchar la fulgurante y cruda eternidad de su música, me ayudó a revivir y a ser un hombre nuevo cuando la primavera volvió.
Aprendí a refugiarme y a huir de los cuidadores del parque. Me movía de los aligustres a los pinsapos, y de aquellos a las cimas de las secuoyas...

Un año más tarde, el día que sucedió, no pude dar crédito de mi suerte. Jennifer pasaba justo por debajo del la secuoya donde me ocultaba, de repente se detuvo, sacó un libro de su bolso y se sentó en un banco a un lado del camino.
Hacía un día espléndido de primavera y yo – debo reconocerlo – de haber tenido un libro habría hecho exactamente lo mismo. Pero no tenía libros, hacía tiempo que carecía de objetos personales.
Llevaba leyendo un cuarto de hora y yo, sudando de la emoción, sin atrever a moverme.
Finalmente, me decidí a descender. Me situé enfrente de ella y aguardé cerca de diez minutos antes de que elevara la cabeza. Lo hizo, y me miró con un tic lleno de miedo y sorpresa. Le dije.
— Hola. No tengas miedo. Me llamo Jaime. ¿Y tú?
Titubeó unos instantes. Parecía indecisa. Tal vez demasiado asustada. Le dije.
— Tranquila, no va a pasar nada. No soy peligroso. Sólo quiero enseñarte una cosa. Pero antes debes decirme tu nombre.
Me contemplaba perpleja y posiblemente aterrada. Lo cual era normal, porque lo que no es normal es que de repente un hombre se te presente en medio de un parque así como así. Yo lo comprendía y quería darle el tiempo necesario para que se acostumbrara.
Cerró el libro y muy bajo, musitó.
— Lorena.
Permanecí mirándola anonadado. De modo que Jennifer se llamaba Lorena. Ya no habría más Jennifer en mi vida, a partir de ahora todo serían Lorenas. Y que bello timbre de voz. Escucharla hablar era una delicia.
Titubeé unos instantes y, repitiéndome nervioso, le dije.
— Yo... soy Jaime y proseguí. Verás... Quiero ser tu amigo. Pero primero debo enseñarte, debo... y me sonrojé.
Ella se puso de pie, y mirándome inquieta, me dijo.
— Bien Jaime, verás, tengo prisa. Debo asistir a clase. Así que dime o pregúntame eso que quieres y me iré ahora mismo.
— De acuerdo, está bien. Podrás irte. Pero no te reirás, ¿verdad?
Me miró con asombro e irritación y dijo.
— No, no me reiré.
Entonces lo hice. Abrí de golpe el gabán y le mostré mis genitales en medio de una gran erección.

Lo que sucedió a continuación me pilló desprevenido. Lorena profirió una especie de chillido, y me arrojó el libro con tal fuerza y acierto que atinó de lleno en mis partes.
Di un par de traspiés y caí gimiendo de dolor. Estuve así durante varios minutos, cuando me recuperé, ya no estaba. Se había ido dejándome solo en la vida de nuevo. Sentí rabia de mi torpeza, rabia por como había procedido. Tras un largo invierno meditando cómo hacerlo y alcanzar la conclusión de que lo mejor sería conocer nuestras intimidades a fondo... ¿En qué me había equivocado? De forma involuntaria me encontré pensando en la figura de Lorena pero sobre todo, en la escena: Lorena viendo mis genitales; porque los había visto y además, ¡con lascivia! ¡Menuda puta! Ocurrió casi de repente… sentí la necesidad. Saltando, con el tobillo contusionado, alcancé las ramas bajas de la secuoya, me arrodillé y gimiendo de placer, eyaculé como no lo había hecho durante aquel largo invierno, y como en realidad no lo había hecho durante décadas…

Luego recuperé mis constantes vitales, el ritmo de mi corazón se acompasó, me sequé los ojos llorosos, me serené y supe que lo había superado. Era un hombre nuevo. Lorena ya no existiría más en mi vida, y jamás supondría un problema.

Sentí el estómago vacío. Decidí acercarme a la zona del supermercado, tal vez me hiciera con algún que otro sobrante. Mientras caminaba pensé en las dependientas, siempre tan serias y sobre todo con aquel rictus de permanente amargura. ¿Tan mal remuneradas estaban? La verdad, seguía sin lograr entenderlo. Claro que había una… ¿No se llamaba Susana? Si, tal vez… A lo mejor ella era diferente y…

José Fernández del Vallado. Josef, abril 2010.
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sábado, abril 03, 2010

Color lila.

Las oficinas de la administración estatal de Randinabat son un caos; un hormiguero interminable. Se accede a ellas por sombríos túneles sin apenas luz hasta desembocar en una inmensa sala circular de techos abovedados, franqueada por ventanales cónicos de vidrios pintados, dominada por un par de ventiladores gigantes, cuyas apariencias intimidatorias recuerdan a aquellas del molino que embistió un aguerrido Quijote en un lugar de cuyo nombre no llego a acordarme. En el recinto, con la diligencia de un ejército, vigilados por hormigas soldado trajeadas de azul marino, evolucionan cientos de funcionarios de pelo negro y chalecos grises, que sin embargo, no parecen llevar a término función alguna en concreto.

Las de mayor rango dan la impresión de ser aquellas que atienden acomodadas en sus brillantes Sari en amplias mesas de atención al cliente. De las cuales parten larguísimas colas compuestas por la variopinta gama social de un país de extensión generosa y límites insospechados.
Una de ellas, de ojos redondos como nueces, cabellos trenzados, nariz ganchuda, sonrisa de águila y labios de sangre, me atiende sin desplegar un mísero gesto de beldad, dejando en cambio entrever sus poderosas garras armadas de lascivia.
Le explico el robo del que he sido objeto tras aterrizar en el aeropuerto. El cual, trato de aclarar, me pasé denunciando las últimas cuarenta y ocho horas en la comisaría de la calle Hipriatbarat. Asimismo, le expongo mi estado de turista indocumentado y le pido me extienda un salvoconducto provisional a instancias de mi situación, hasta que sea debidamente resuelta por la delegación de mi país.
Durante el tiempo que transcurre mi exposición – observo – ni siquiera se esfuerza en alzar la mirada y continúa escribiendo. Parece más entretenida en rellenar una especie de formularios que en lo que tengo que decir.
Hace más de cuarenta grados centígrados y mi cabeza y mi piel se encuentran embutidas en una especie de lata de sardinas en aceite, y dada la intensidad y el gusto del aroma, el componente excede bastante el límite de caducidad. Pero para la funcionaria Shiwarta Phesawarita – leo en su tarjeta de identidad, adherida a su Sari – debidamente inmunizada contra el calor y la peste reinante, mi estado o mi tufo no vienen al caso.

Eleva la mirada, apoya los codos sobre la mesa, entrecierra los ojos y pregunta.
— Y bien... ¿Qué espera que hagamos por usted?
Titubeo confuso, realizo un gesto impreciso con ambas manos en el aire, y exclamo airado.
— Pues... lo que tras cuarenta y ocho horas de espera me indicaron en comisaría.
Arquea las cejas. Y por primera vez su rostro reluciente parece verdaderamente interesado.
— Y dígame. ¿Qué fue exactamente lo que le dijeron?
— Que en este lugar me harían un salvoconducto provisional y...
— Imposible.
— ¿Cómo...?
Se detiene un momento. Abre un fichero, saca una hoja, la observa con detenimiento. Alza un dedo en el aire y a la vez que me lo muestra, sentencia.
— ¿Ve este papel?
Lo veo, pero no entiendo nada en absoluto.
— Aquí lo dice claramente. No señor. No extendemos esa clase de salvoconductos.
Un mareo invade mi cuerpo, tengo hambre, sed, ganas de orinar. A las cuales se suma una impresión de ahogo y sofoco. En realidad me falta el aire y la presión me excede. Prosigue.
— Un documento así sólo puede expedirlo la policía.
— La... ¿Oiga? No son ustedes un órgano más de la…
— No.
—Me está diciendo que después de todo eran ellos quienes deberían y no...
— Exacto. La policía, proclama.
— Pero ellos me aseguraron que ustedes eran... quienes...
— Nosotros, nunca. ¡Jamás!
— Un momento. ¿Podría hacerme el favor de ser más clara? ¿Qué quiere decir?
— Quiero decir ¿señor...?
— Morales.
— Sr Morales debe usted volver a las oficinas de comisaría y reclamar el salvoconducto al cual tiene todo el derecho de...

Al otro lado de la sala retumba una detonación. Fragmentos de alicatado y un polvo espeso cubren la sala. A continuación, toses, segundos de silencio y estupor. De repente un segundo estallido pero ahora de alaridos, gemidos, llantos de miedo y dolor. Hay un corte de luz, seguido de más gritos de facto inhumano. La sala queda en penumbra. Las colas de gente que aguardan en la zona donde estamos se agolpan sin control mientras empujan y aplastan, tratando de ganar posiciones a los de delante. Se oye el ulular de sirenas de las ambulancias y también de la policía que interviene y sin mediar palabra, comienza a repartir mandobles con sus porras de acero. Me encojo sobre la silla y apurado, casi histérico, pregunto a la funcionaria.
— ¿Qué pasa? ¡Qué ocurre!
La funcionaria Shiwarta Phesawarita saca un espejito de un bolsillo naranja que pende de la espaldera de su silla, hace un aspaviento con las manos en tanto se maquilla las mejillas, y dice.
— Nada. Una bomba.
— Bomba... ¡Una bomba! Clamo aterrado.
— Si, señor Morales. La tercera en seis meses. A los radicales no les agradan las instituciones del Estado.
— Ya... Digo mientras resuello agitado.
De pronto una fila de hombres acosados por la policía irrumpe saltando sobre la mesa de la funcionaria. Tras esquivarlos, con la actitud de un desvalido, me vuelvo hacia ella y aprisionando con desesperación sus manos entre las mías le pido.
— Mire usted señorita Shiwarta, tiene que ayudarme. Verá... Me encuentro en una situación angustiosa y muy difícil...
Permanece mirándome distante, fría, con ojos imperturbables. Y añade.
— Sr Morales... Voy a pasar por alto su actitud porque es usted extranjero. Pero aquí esas confianzas no son de nuestro agrado. En cuanto a lo de difícil – inquiere sin siquiera mírame – ¿No ve usted los cientos de personas que hay aquí? Si escuchara uno sólo de los problemas de cualquiera de estos hombres comprendería lo que es encontrarse en una situación realmente difícil.
Incrédulo, miro de reojo a la funcionaria. Me incorporo sobre la silla, tiro bruscamente de sus manos y le suplico.
— Por favor, lo necesito. ¡Hágame el maldito salvoconducto! Sé que está en su mano. ¿No comprende que es necesario para que pueda salir de... de esta locura de lugar?

La presión es casi insoportable. Como en una diminuta isla estamos rodeados de gente que nos observa con miradas ajenas. Sin embargo, pese a lo extremo del momento, la funcionaria no parece alterarse ni da por concluida su sesión.
De repente se oye una nueva detonación de mayor intensidad. Los cimientos tiemblan. Sobre la mesa aterrizan trozos de ladrillo, cal y alicatado. La funcionaria alza la cabeza teñida de blanco hacia el techo y alega.
— ¡Vaya! Parece que hoy van en serio.
En esos momentos, me convierto en un aterrorizado cúmulo de nervios que sólo desea lograr su objetivo al precio que sea. El griterío de nuevo es ensordecedor. En cuanto a la policía, mediante su labor no hace sino incrementar el pánico y con ello el número de víctimas y heridos. Fuera de control, le increpo.
— ¡Ya estoy harto! Exijo me rellene ese salvoconducto. Y alego. ¡Soy ciudadano de la Comunidad Económica Europea!
Me mira. Por primera vez parece satisfecha, o quien sabe, quizá feliz. Pero no está feliz.
— Ya y usted por eso mismo se considera... ¿ciudadano de primera clase? ¿No es cierto? Se lo dijeron y se lo creyó.
Sumido en la algarabía reinante la miro estupefacto. Balbuceo. Trato de cambiar mi imagen. Pero ya es inútil, está hecho.
— No. No... Como un manantial brota de su garganta, crece y se extiende su risa. Haciendo equilibrios se sube sobre la silla alza ambos brazos en alto y mirando en todas direcciones, grita
— ¡Hey! ¿Sabéis qué? ¡He encontrado a un ciudadano de primera clase! ¡Lo tengo aquí, conmigo! Parece un tipo importante. Sabéis... ¡Tiene mucha, mucha, prisa!
Y prosigue riéndose. En realidad ríe y ríe sin cesar. De pronto los hombres que están a su lado se contagian y comienzan también a reír. En unos instantes todos, heridos, niños viejos, paralíticos, leprosos, prostitutas, ríen con felicidad desbordada. La carcajada se extiende por la amplitud del recinto como un eco alegre, feliz y vital...
— Saya-ng-kaa-laam. Dice ella mirándome divertida y risueña.
— ¿Cómo dice?
— Naa-lai-ku. Naa-lai-ku. Vuelve a decir.
— Perdone... No entiendo. ¿Podría hablar en mi idioma?
— Vi-diya-kaa-laai. Murmura.
Con el semblante impregnado de digna serenidad se baja de la silla, se introduce en la masa y desaparece unos instantes. Pienso que tal vez haya entrado en razón y se decida a consultar si debe concederme mi –razonable – petición. Pero no...
La descubro de nuevo. Habla con los de seguridad. Me señala. Dos hombretones se acercan a mí me aprisionan por las axilas y me cargan a rastras.
Lo último que oigo pronunciar a Shiwarta es un: “Bienvenido a nuestro país, Señor Morales.”
Forcejeo, grito, protesto. Recibo un contundente golpe en la cara que me deja en estado comatoso.

Ahora estoy en la calle; lo veo todo en lila. La gente el ambiente y las bellas mujeres visten de lila. El cielo está igualmente de un precioso y sorprendente color lila...
Hay un tráfico intenso, motos ocupadas por tres cuatro y hasta cinco pasajeros, taxis abollados, viejos camiones, autos, vacas atravesadas en medio que todos esquivan, mientras circulan, al tiempo que hacen sonar sus claxon junto a la marea lila de gente que inunda la acera y pasa casi sobre mí sin llegar a pisotearme.
Estoy sentado con las piernas cruzadas y la cabeza inclinada, mareado y hambriento. La alzo. En ese instante se detienen ante mí dos hombres sudorosos; portan un pesado espejo rectangular, entonces me veo reflejado por primera vez tal cual soy... ahora. ¿Desde cuándo soy así?
Mi pelo, larguísimo, se encuentra recogido en un peinado de moño alto; tengo un rostro afilado, con ojos pequeños y brillantes, mi caja torácica es un saco de huesos al desnudo, teñido por un acartonado bronceado, y mis caderas endebles, apenas están cubiertas por una fina gasa de tela, mientras mi único brazo, delgado y quebradizo como un palo de billar, con la palma de la mano extendida boca arriba, aguarda el momento preciso.
Uno de ellos termina de saborear un resto de pollo y lo arroja. Con agilidad fulminante muevo unos centímetros el brazo y aterriza sobre la palma de mi mano que se cierra con la voracidad de una planta carnívora. De forma inmediata sonrío al hombre y musito una corta oración. Doy gracias a Shiva y comienzo a roer con feliz parsimonia mi ración diaria de amor y humildad en mi mundo color lila, mi pequeño mundo de mil millones de almas...

José Fernández del vallado. Josef. /09/08/ 2007. Arreglos 2010.
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Por cierto esta es mi entrada número 202! Casi ni me lo puedo creer...


viernes, abril 02, 2010

Ejército.

Érase un ejército invencible, compuesto por hombres duros, acostumbrados a cohabitar en la impávida y severa soledad que imponen las armas. Avanzaba inalterable; dejando atrás vacíos desoladores, valles, desfiladeros, montañas de cimas heladas, ciudades misteriosas devastadas; vadeando ríos de márgenes amplios como mares. Buscaban un rival hasta el momento desconocido y tal vez inexistente, perseguían algo que ni el mismo rey que los encabezaba había podido desvelar.
Algunas noches escalaban las montañas, y desde sus cimas escarpadas, alzaban escalas por las cuales subían tratando de alcanzar las estrellas y la luna y así encontrar sentido a su campaña y su existencia.
Durante años el ejército había ido engrosando sus filas y fortaleciéndose, hasta lograr la suma de millares de almas en pena.

Llegaron a un desierto y se adentraron en tierras cuyos límites parecían no tener fin. Se sucedieron décadas de marcha a través de aquel erial, y en los que la sequía, el hambre y la muerte, sembraron su ley y mermaron las apretadas filas del ejército.

Finalmente, diez mil rudos hombres dispuestos a todo, sobrevivían.
Un amanecer el cielo apareció encapotado, el aire del desierto enrarecido, los ojos y belfos de los caballos y bestias de carga bailaban enloquecidos.

El tornado apareció prolongándose a través de una cola negra y kilométrica que unía cielo y tierra.
Los soldados se dispusieron a afrontar la arremetida. Se ordenaron en formación de falange, constituyendo filas de combatientes muy próximos entre sí, que, presentando largas picas a través de un mar de escudos, componían una estructura formidable.
Llegada la hora, el día se hizo noche, el viento arreció más enérgico que cualquier tromba jamás vista. El embate duró minutos apenas, los mandos se gritaban entre sí sin entenderse, y cuando el tornado se retiró, el ejército, engullido, había dejado de existir.
Nadie volvió a tener noticias sobre su paradero, pero aseguran, que el viejo rey y sus hombres, inmersos en los turbios páramos de la eternidad y de la muerte, jamás cesarán de luchar.

José Fernández del Vallado. Josef, Abril 2010.
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