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martes, marzo 17, 2009

¿Por qué conmigo?

Tal vez sea cierto algo que me dijeron una vez:
“A veces uno necesita respirar aires nuevos, enviciarse de amor y aventura, e incluso juguetear un poco – no demasiado – con la muerte.”
Si me pongo a meditar sobre mí trayectoria dentro de este planeta, creo que podría comparárseme con una bola de billar empujada al azar por un taco, recorriendo el mapa de la vida, chocando y golpeando a otros seres, quitándomelos de encima, sin llegar nunca a ser embocado en ese rincón mágico o no, donde la mayoría va a establecerse, creando familias y a veces incluso enderezando turbios destinos.

La aventura o la historia que quiero contaros empezó como suelen darse a menudo ciertos sucesos de amor incomprensible; en un local saqueado por el placer, el juego, y la desidia. La cuestión es saber ¿cómo llegué allí? Sencillo. Era joven y en aquella época me bastaban unas monedas para establecerme en cualquier espacio donde hubiera una mesa de billar, una barra de nogal como es debido, y sobre todo, perfume a mujer...
He conocido a mujeres en mi vida, pero ninguna era carmen. Lógico, ninguna es la misma.
Estaba allí aquel día, me observaba tomar parte en la partida decisiva contra Jaime, mi gran amigo/enemigo, y sobre todo, el campeón. Si había alguien capaz de saquear mi vida lúdica y a la vez hacerla más intensa y embarullada, ése era él. Un galán cuyo atractivo resultaba suficiente para llevarse, no solo gallinas, sino aves del paraíso a su corral. Carmen era más que eso; era sonrisa perenne, juventud y vida eterna.
No entiendo muy bien qué pasó por la cabeza de Jaime aquel día, porque si se lo proponía me derrotaba –no diré fácilmente – pero el billar era lo suyo, como tantas otras cosas. En cambio yo ni siquiera sabía qué era lo mío. Quizá le descentró tanto como a mí me centró asimilar que por primera vez ella me aplaudiera. Asociar que yo era un rival no entraba en su mente o en ¿su ranking? Jugaba entrenándose conmigo, yo era su “sparring.” Disfrutaba explicándome cómo debería haber ejecutado un toque imperfecto, la perfección era su obsesión. Quizá por eso sus novias eran hermosas, su lenguaje nasal correcto y sus hostias las que más narices rompían. Lo cierto es que partía con todo. Era el “showman,” el no va más. Hasta que emboqué la última bola y gané. Aquella noche Jaime no fue rival a mi lado, yo encarné su papel. Honor que asumí con gusto y placer, mientras él se adjudicaba el mío. Se ciñó a la barra y copa tras copa, se emborrachó.


Mientras, Carmen vino a mí, nos acomodamos en las butacas del fondo –ésas que parecen reservadas a las parejas felices – y comenzamos a charlar de cosas que yo intuía cuando la veía, con envidia, junto a Jaime. Por lo general hablábamos de euforia, la vida era perfección rodeada de un cúmulo de imperfecciones. Pero conversando con ella me sucedió algo nuevo, descubrí junto a mí a una persona madura y reflexiva. Tuvo gracia, sentirme como un niño así, tan de repente. Yo, que hasta entonces era orgullo prematuro y mi vida sólo conocía más vida. Recientemente había aprendido a engañar y por ello creía ser más inteligente que muchos, de pronto me topé con algo superior; un terrible engaño o una verdad irrevocable: ¡La muerte era real! Cuando ella me confesó padecer una extraña enfermedad y dijo que apenas le quedaban un par de años de vida. ¿Un par de años? Me di cuenta, mi mente ni tan siquiera abarcaba o concebía – el espacio – un par de años, para mí ¡no existían! La vida era sencilla, eterna y sublime. Y de pronto dentro de aquella vida acostumbrada a encontrar belleza y vida, hallaba que la muerte ¿existía? o era el fin. ¿El fin de qué? La miré impávido, desolado, me temblaba el pulso, sentí un miedo glacial, me sentí acorralado y timado por la vida de por vida. Una existencia que me había jurado “vivir” sin paliativos; una vida que no conocía tullidos, ni vejez, porque mis abuelos, cierto, estaban ahí, pero apenas eran retratos dentro de un cuadro. Inmerso en mi egoísmo nunca había pensado en la vejez, y en que ellos iban a morir.


Cuando la copa estalló entre mis manos ella me abrazó y me besó por primera vez y yo le dije.
— Carmen, no te va a gustar un beso con sabor a güiski y licor de chocolate.

Se rió y me dijo.
—Nunca me habían dicho algo así.
Y yo, que de pronto había envejecido, le contesté.

— Eso es porque todavía eres joven.
Me retiré, permanecí mirándola y quise llorar, deseé llorar, pero las lágrimas no afloraban. No estaban en mí. Era joven...

Salimos a la calle y me dijo.

— Llévame a otra parte.

Y yo le hice la pregunta más idiota.

— ¿Por qué conmigo?

La respuesta estaba cantada.

— Porque me gustan los perdedores cuando aprenden a ganar… en la vida.

Permanecí en silencio y añadió

— Nunca se lo creen.


Hoy sé que tenía casi razón, pero no era cierto del todo. Fuimos a otro local. Pasé una noche memorable. La dejé frente a su casa. No volví a verla, pero sé donde está. Donde yo estaré alguna vez. De momento espero seguir por aquí todavía unos años...

Y vosotros, también.



Perdonad que no devuelva comentarios, apenas tengo tiempo y desearía responderos a todos. Agradezco mucho vuestras lecturas, sin ellas no podría seguir adelante.
Voy a ver si mañana puedo dedicarlo a visitar unos cuantos blog.

Un abrazo.


José Fernández del Vallado. Josef. 2009






domingo, febrero 22, 2009

Federico Losada.

Federico Losada tenía hambre. Llevaba viviendo treinta años en un hogar silencioso y apartado. Tenía un setter de doce años que iba siempre tras él y se llamaba “Notepierdas.” Le gustaba remojar sus botas de agua en los charcos en los días de aguacero, disfrutaba de las siestas durante los calurosos atardeceres de verano, y nada más despertarse hablaba sin descanso a los pájaros y a la vida durante la primera media hora de estirones y recogía ramos de flores que enviaba a Dulce, la mujer que regentaba un burdel de un pueblo en A Coruña y de la que estaba perdidamente enamorado desde hacía diez años. Estaba empleado en la contabilidad y revisión de las líneas férreas de RENFE, su coche era un Wolkswagen escarabajo que arrancaba tosiendo improperios a las siete de la mañana.
Viajaba dos veces por mes a ver a Dulce, hacían el amor, paseaban por la Plaza Mayor del pueblo y soñaban con lo que harían si estuvieran en otra situación, pero ambos vivían en aquella situación, e imaginar que alguna vez podrían ser más felices les hacía muy muy felices.

Federico Losada tenía hambre. Llevaba viviendo treinta años en una choza silenciosa y apartada de la montaña. Tenía un sombrero panamá, un gato de ocho años y siete vidas que iba siempre tras él y se llamaba “Trabalenguas.” Le gustaba caminar las dos horas que había hasta el pueblo de Chicaguas – lugar más cercano. – Disfrutaba de los amaneceres en los que su cabaña aparecía establecida sobre un mar de cielo; entonces, sentado en el porche de su hogar, podía sentir el alma de la mujer a quien más amó sentada a su lado. Cuando despejaba emprendía rumbo al pico más alto y acurrucado, tocaba una melodía con su flauta de Pan mientras contemplaba el elegante vuelo del cóndor.
En el pueblo visitaba siempre a Angelita, una viuda mestiza y pecosa que regentaba un viejo tugurio. A veces se quedaba a dormir, hacían el amor y juntos soñaban con lo que harían si estuvieran en otra situación, pero ambos vivían en aquella situación, e imaginar que alguna vez podrían ser más felices les hacía muy muy felices.

Federico Losada tenía hambre. Llevaba viviendo treinta años en una cabaña junto al océano, oyendo el rumor de los cantos rodados removidos por el oleaje. Tenía un perro de aguas que pescaba escualos a bocados y se llamaba “Mordisco.” Le gustaba hacerse a la mar para ver si sacaba, además de buena pesca, una sirena.
Disfrutaba de esos días en que la mar estaba serena y parecía una enorme Avenida llena de tranquilos paseantes, mientras echaba sus redes con parsimonia podía oír las melodías de Fabiana, la mujer que conquistó su corazón, hasta que cierto día a la mar, que a veces es un poco lesbiana envidiosa, le dio por robársela. Cuando terminaba la faena emprendía rumbo a la isla de Cucaña donde vivía Carmela; entraba a su casa por la puerta de atrás, se encontraba con ella en secreto y hacían el amor. Y si el marido los sorprendía, salía corriendo desnudo, Mordisco saltando tras él, embarcaba en su velero y ponía rumbo a la vida. Una vez a salvo le gustaba soñar lo que haría si Carmela estuviera en otra situación, e imaginar que alguna vez podría ser más feliz le hacía muy muy feliz.

Federico Losada tenía hambre, era hora de comer y apenas tenía comida, pero mientras tuviera vida los sueños serían su alimento, abasteciéndole siempre de renovadas esperanzas y sobre todo, de felicidad.
Coció un par de patatas, las peló, las tomó e imaginó que eran un delicioso solomillo, un rico pollo a la criolla, una hermosa lubina...
Cuando terminó de comer Federico Losada no tenía hambre, estaba saciado de ansiedad pero continuaba hambriento de vida.
Se levantó canturreando, acarició al perro al gato y al perro, y puso rumbo a la vida...
José Fernández del Vallado josef 2009.

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