Imagen tomada de Internet.
Un amanecer, dispuesto a ducharme, abrí el grifo y en lugar de agua la alcachofa escupió un terrón de barro. Pensé que la cañería se habría obturado. Comprobé las demás llaves y obtuve la misma respuesta: Nada. ¿No había... agua?
El timbre me sacó del bloqueo, corrí a abrir la puerta y el rostro suspenso de Luisa, mi vecina, balbuceó la pregunta prevista.
— ¿Tienes...?
De mis labios brotó la respuesta temida.
— No.
De los suyos temblorosos, en cambio, nació una noticia increíble.
— Acabo de ver los informativos y dicen... dicen...
— ¿Si?
— ¡Que no queda gota en toda la región!
La miré, en cierto modo, conocedor del desastre.
— Ya... Me temía algo así, dije. Y le pregunté.
— Entonces... ¿qué va a hacer el gobierno? ¿Pedirá ayuda al extranjero?
Su cara cambió, derramó una sonrisa alterada, se tornó en expresión abatida y mediante un hilo de voz, declaró.
— Me temo que no.
— ¡Cómo es eso posible! Exclamé.
Ella suspiró y añadió.
— Hace unas horas, aparte de declarar zona desértica nuestra pequeña región, el Gabinete Territorial con el Presidente a la cabeza, acaba de abandonarnos, y se ha llevado consigo en cisternas las reservas existentes.
— Políticos de mierda. ¡Nos roban hasta el agua! Grité enfurecido.
Miré hacia ambos lados, alcé la cabeza y volví a centrar la mirada en la fisonomía de Luisa que encogida aguardaba mi decisión. Lo cierto es que se trataba de una mujer delicada. Había soñado tantas veces con ella. Y ahora estaba ahí, ante mí, esperando a que ¿yo hiciera algo? Yo, que no era físico, ni químico, ni tratante de aguas, que trabajaba ocho horas diarias sacando fotocopias en la modesta imprenta de la calle de enfrente, yo que era un desgraciado que nunca saldría de la “Calle De los Chopos,” que ahora, inmersos en aquella tragedia, iban a perecer sin remedio.
Luisa me preguntó si podía dejarla pasar, accedí encantado y preocupado.
Transcurrieron varios días, salimos adelante consumiendo briks de zumo y coca colas que nos ponían frenéticos. La mayoría de los vecinos abandonaban sus hogares, partían hacia el norte. Nosotros, en cambio, desorientados, esperábamos algún tipo de ayuda, por el momento inexistente. De pronto nada funcionaba y un país inmerso en revueltas, se desmoronaba golpe tras golpe de Estado.
El séptimo día, tras bebernos aquel amanecer el último brik de zumo de frutas, el calor y la sed comenzaron a hacer su labor. Poco a poco, casi desvariando, nos infundimos ánimos. Nuestra idea era salir a la calle, apoderarnos de cualquier vehículo, y tratar de alcanzar si existía, una zona segura. Echado sobre el sofá, con la cabeza de Luisa sobre mis piernas, respiraba de forma agitada. De súbito y como un flash mi mente se remontó a otros tiempos, a épocas lejanas en que la abuela todavía presente, me visitaba. Recordé una antigua superstición que los cálidos anocheceres de algunos veranos, cuando a medianoche el sofoco de la jornada se conservaba en unos bochornosos treinta grados, y acomodados en el porche de la casa, ella en su balancín y yo en las escaleras, con ojos que sublimaban destellos soñadores, me narraba. Era una leyenda indígena. La llamaba: “Awash...”
Me di la vuelta y corrí hacia el cuarto trastero. Luisa me siguió intrigada. Tras más de media hora revolviendo, encontré los apuntes de la abuela. Las locuras de la abuela llamaba yo a aquellos escritos. Jamás había creído en ellos pero, estaban en un estado lamentable. Aún así pude descifrar su contenido. A continuación corrí al cuarto de las herramientas y provisto de una azada, pico, pala y cuerdas, bajé al sótano. Alarmada, persiguiéndome, Luisa no cesaba de farfullar: “Qué locura estarás cometiendo” Luego me miraba y me preguntaba: “Oye ¿tu estás bien de la cabeza?” Yo me limitaba a asentir y proseguía. Sabía que cierta o no la locura no había tiempo que perder.
Cuando mi pico se clavó por primera vez sobre el suelo del sótano, Luisa dio un grito de sobresalto. Evidentemente, tras presenciar mi extraña reacción, estaba algo más que asustada.
Durante cuatro o cinco horas me limité aseguir cavando y entonces, derrotado, muerto de sed y agotamiento, me detuve. Luisa, escandalizada, protestó mientras me incitaba a abandonar “aquella increíble locura.” En ese instante el suelo cedió bajo mis pies y me precipité en el vacío. Quedé suspendido de la cuerda a la cual, por mera precaución, me había amarrado. El pico se perdió en la oscuridad de la sima. Ni siquiera lo escuché golpear contra el fondo. Saqué la linterna de mi bolsillo y fui incapaz de divisar más allá de... ¿¡cincuenta metros quizá!?
Agotado, reuní fuerzas y volví a ascender. Arriba, pese a comprobar que me encontraba bien, Luisa no cesaba de mencionar mi nombre y abrazarse a mí neurasténica. Con la lengua hinchada y seca luché por convencerla para que se amarrara a la cuerda y descendiera hasta el fondo conmigo. Su respuesta veloz me dejó sin habla.
— ¿No pensarás bajar... ahí?
Asentí. Y añadí.
— Es el único camino que nos queda por tomar en esta vida...
Me miró con miedo y dijo.
— Sabes... En condiciones normales jamás bajaría pero... si tú lo deseas te seguiré.
Pese al cansancio, dejó entrever una sonrisa alentadora.
Ni siquiera sabía si con la cuerda que disponíamos alcanzaríamos a llegar, pero un arrebato de obstinación me animó a seguir adelante.
Comenzamos a descender; con lentitud la perforación en las alturas se convirtió en la cabeza de un alfiler; proseguimos deslizándonos hasta que ya no hubo soga y aún así, continuamos nuestro descenso arañando la pared, hasta internarnos en una oscuridad desoladora.
Cuando vinieron en sus canoas a nuestro encuentro lo comprendí; o fueron sus ojos refulgentes y ovalados como lunas quienes me revelaron el secreto de la tribu Awash, refugiada de la maldad del hombre blanco desde hace más de tres siglos en: “La Gruta de Awash Eternas...”
José Fernández del vallado. Josef Enero, 2011.