sábado, septiembre 21, 2013

Chamán Quiere Hombre.


La primera vez que vi a Yenguisa me dijeron que la chamán, perteneciente a la ancestral tribu Toe, cierta vez en que se encontró perdida en la selva, para fortalecerse, mató y devoró a su bebé.  
Y ahora ella estaba sentada allí, a escasos metros  de nosotros, y parecía no escuchar. Mientras con un ademán sereno mantenía sus brazos cruzados sobre sus rodillas. Su mirada directa brotaba de unos ojos negros como el alquitrán, y no se apartaba de mí, sin cejar de taladrarme. Reconozco que más que su aspecto, fue aquella forma de centrarse en mi persona, lo que me llegó a sobrecoger.

Estaba en Papúa: Provincia Central. 


Instalamos el campamento cerca de Kiunga. Buscábamos especies desconocidas de insectos en una zona apenas explorada. El equipo estaba formado por Pesic, el patrón, a quien había que sobrellevar por ser el socio capitalista: Jim, un entomólogo australiano. Top Piskin, el Supervisor del Servicio de Protección de la Región, y yo: Matías. 
La segunda semana comenzó a llover y sin nada que hacer, vencidos por el ansia y el hastío, pasábamos los días alcoholizados. Era una sensación nueva y desagradable. Tras hallarte semanas envuelto en la bruma eterna de la jungla, nada vuelve a tener sentido en tu existencia. Algo pulveriza los esquemas sobre la temporalidad de la vida. En realidad la selva roba tu tiempo y se alimenta de ti como si fueras un desecho orgánico más. 

Una noche, de forma súbita, cesó de llover. 
La fronda y su entorno recobraron una calma que siempre me ha desconcertado. De repente me di cuenta; no era así. Había movimiento, e incluso vida. Pude sentirlo, oírlo, y antes que nada, olerlo. La tienda exhalaba fragancias a una flora secular. Orquídeas y vegetación de otros tiempos; gorjeos de aves nunca vistas ni oídas, componían una cacofonía cautivadora, y aquella cartografía estelar tan diferente a la que conocía en mi hemisferio norte, titilando sin cesar... 
En principio no lo advertí. Aromas narcotizantes me indujeron hacia un gradual estado de lascivia. Ebrio y adormecido, tal vez por el alcohol, o quizá por el aroma embriagador de la selva, encontré mi pene enhiesto, dueño y señor en la penumbra de una noche sin ocaso. Había alguien más. La media luz desveló unos dientes blancos y pulidos, una expresión absorta o a lo mejor deslumbrada, escondida tras unos arcos superciliares de ojos dilatados y grandes como nueces. Me contemplaban. Como un cazador alerta, al acecho de su presa, recondujo sus impulsos transformándolos en imperceptibles ondulaciones, y se fue acercando. Su inquietante forma de caminar, con una cautela felina, crecía en paralelo a mi ansiedad. Llegó hasta mi lado. Era una mujer espléndida, de rasgos montaraces. Se tendió a mi lado y me acarició con una delicadeza que rozaba el absurdo y, entonces, sin dejarme de mirar con una expresión de gravedad y placer, separó sus muslos. Unos muslos delgados, tersos y elásticos, colmados de fuerza y vitalidad, y en su centro aquella flor cuya especie me resultó inevitable de obviar. 
Incapaz de articular palabra (en un idioma que no conocía), me conduje a ella en la única sintonía que cualquier humano puede entender con claridad: el amor. 
Durante el mes siguiente, en días sucesivos, me visitó. No hablábamos. Nos limitábamos a yacer y hacerlo de una forma apasionada e incluso a veces, salvaje. Y sin embargo, aquello me brindaba una energía y una felicidad despejada y serena, que antes nunca había encontrado. 

Un día dejó de venir. 
Eché de menos su aroma a concupiscencia, su sigilo, su independencia... 

Un amanecer una nube de quirópteros asoló el campamento: oscurecían el firmamento. Acuclillados en el suelo los Toe canturreaban temblorosos. Acercándose a ellos Pesic trató de desentrañar lo que sucedía. Recelando me señalaron. El guía indígena descubrió ante todos mi relación con Yenguisa y la censuró. Pesic me regañó con dureza. Avergonzado, no encontré fuerzas para defenderme. 
Surgió de la nada: los ojos teñidos como un paraguas negro, un tocado de plumas y el rostro amarillo de las mejillas al mentón. Dirigiéndose a ella intimidado, Pesic le preguntó qué deseaba. Taciturna, silabeó: «Chamán quiere hombre.» Y elevando los brazos al cielo, añadió: «Ma megai…» aquí.* Y sus ojos se avivaron con un brillo intranquilo. 
Estuvo cloqueando ceremoniosamente alrededor de un mejunje espeso por espacio de unas horas. Cuando concluyó nos lo ofreció. El último en probarlo fui yo. Al constatar mi desconfianza tomó un cazo dio un sorbo y me obligó ingerir el bebedizo. 
Abrazó a todos excepto a mí y se perdió en la espesura. La velada prosiguió con risas, cánticos y alcohol. Me sentía triste. Enfermo de un desamor que me resultaba una fantasía imposible, caí rendido junto a la hoguera. 

El goteo constante del aguacero me despertó a la pesadilla. Encaramado al tronco de un árbol, a unos metros de suelo, estaba Pesic. Chorreaba sangre, sacudía su cabeza de lado a lado y farfullaba palabras incoherentes. Tenía el cráneo hinchado y brillante, como si alguien, después de reventarle la cubierta, hurgara en su cerebro e insertara agujas en su excrecencia. Algo lo obligaba a subir. Aturdido, vomitaba sangre. Se aferró al tronco y sus uñas, arrancadas de cuajo, permanecieron allí, clavadas como garfios. Escaló unos metros con gran dificultad y desprendiéndose se desplomó muerto. 
A mi lado Top Piskin y Jim lo examinaron con alarma. El primero, exhalando con angustia y miedo, murmuró. 
—¡Ha sido obra de la hechicera y ahora…! ¿Qué será de nosotros? 
Preocupado, pero bastante más reflexivo, Jim contestó. 
—Por de pronto tomamos el brebaje que nos dieron y seguimos vivos. Si su intención hubiera sido la de asesinarnos, lo habrían hecho hace tiempo. ¿No crees? —se frotó las manos con desazón y añadió—. Tal vez se trate de un desconocido y letal virus tropical. Los Toe conocen el mal y el remedio, y sospecho que Pesic, desconfiando no lo probó. 

La hechicera volvió con dos venados. Apenas echó un vistazo al cuerpo de nuestro patrón, me tomó de la mano y dijo.
—Nosotros marchar... 
—Un momento. ¿Y mis compañeros qué? —le pregunté gesticulando. 
Señaló hacia el este, y dijo. 
—Allí, madriguera de los «hombres termita*». 
No me despedí de ellos. En realidad no eran mis amigos. Nunca lo fueron. Tampoco he necesitado preguntarme una sola vez qué hago aquí. Sencillamente lo sé. Estoy en el lugar del que realmente procedo y al que, tarde o temprano —queramos o no— todos iremos volviendo. 

Ma megai*: Cosas malas. Las cosas malas habitan en un macizo de árboles, en una gran roca, o en cualquier otro lugar natural insólito, los hombres que tienen relación con esos espíritus y poseen la fórmula mágica justa gozan de su favor y no padecen mal alguno, pero los que despiertan su ira, pueden verse con las piernas hinchadas, un estómago dilatado, o cosas peores aún... Hombres 

Termita*: Es el nombre que, debido a su forma implacable de derribar los árboles de la selva, reciben de algunas tribus, sobre todo en la jungla del Brasil los hombres “civilizados”. 


José Fernández del Vallado. Josef. 2009. Arreglos. Septiembre 2013.
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