miércoles, abril 29, 2009

Un vivo recuerdo.



Tras horas de inmovilidad, sentado sobre la silla, delante del papel, cavilando a impulsos, sin concretarse en nada vino por sí solo, de la nada, como un obsequio anexo. De esos que acechan con sigilo en el interior de una mente para proyectarse cuando menos se esperan.

Recordó aquel día hace años. La ciudad sucia, tonos grises, marrones y oscuros. Árboles inclusos tras la verja del Parque del Moro, desgranando con el viento palmeadas y cobrizas hojas de plátano. La tarde, el ambiente lóbrego y nublado. Un cuadro de nubes melancólicas y amenazantes que intimidaban temporal. El frío afilado, hiriente. La marea metálica, sorda, agravante, en perseverante combustión de gases inflamables y carcasas saturando la rebosada cuesta del Moro.

Estuvieron dando vueltas, indecisos, a punto de tomar un taxi. Finalmente subieron al autobús que los condujo al barrio en las afueras. Ella, junto a él. Era chocante, sus ojos como brillantes azules no desentonaban bajo su cabellera negra, lacia y recortada, similar a una peluca egipcia. Iban en silencio, sin apenas hablarse ni rozarse. Su perfume suave, delicado, ni siquiera era intenso, pero sí profundo y, seguro, no era Dior ni Channel. Se conocían desde hacía poco, nada más verse se sonrieron mutuamente. Ninguno supo qué hacer o decir.

La fiesta. ¿Animada? Demasiada gente extraña. ¿De otro mundo? Todos eran jóvenes, juventud grabada en un mapa. Le resultaba arduo reconocer caras, gestos, conversaciones. En cambio oyó risas fanfarronas, bromas indecisas, ruidos de vajilla. No conocía a nadie y no volvería a verlos, tampoco eso importaba. Estaba ella, su semblante se revelaba vivo en medio de una fiesta de ánimas. También estuvo el amigo que los presentó. Apenas retenía de qué hablaron, sólo importaba ella.

Estaba nervioso. Apestaba a colonia. Siempre huele fuerte en lugares así, al principio después es peor todavía.
La música, antiguas melodías que su percepción volvió a rescatar puras y modernas, como lo fueron una vez.
Y allí estaba la mujer a quien amó. Su amor, si hubo amor. Hablaron. La conversación duró media hora o quizá menos. Pareció más pero fue suficiente, hablaron, sonrieron, sostuvieron un contacto inolvidable, feliz e irreversible. En la terraza, acomodados entre cachivaches inútiles, tiritando de turbación, se besaron una vez. Aquella vez... Después, sus vidas se fueron cegando, separando. La vida y el mundo los separó. Sin embargo no todo acabó, ella está ahí, para siempre, a su lado. Es un vivo recuerdo...


José Fernández del Vallado. Josef. Abril 2009.



lunes, abril 27, 2009

Del Madrid de los Austrias.

La noche de Madrid en verano resulta prometedora. Las mafias más activas y fuertes se marchan a hacer su “agosto” a la costa, los funcionarios reúnen a sus familias, hacen las maletas y sin cesar de gritar consignas a sus progenies parten hacia las ansiadas vacaciones, los taxistas te persiguen como buitres, los ejecutivos dejan sus lujosos apartamentos y sobre todo los vigilantes jurados de las sucursales están más relajados, pues tienen menos trabajo, pero siguen ahí, protegiendo el dinero de los ricos.

Yo soy un madrileño empedernido, siempre lo fui. De los que piensan que Madrid es la ciudad más bella y grande del mundo, y que en Madrid hay más posibilidades que en otras ciudades de España, y están seguros de que los madrileños – si existe en el mundo alguien verdaderamente madrileño – somos grandes personas,y por ello estamos obligados a ayudar a salir al mundo adelante. Soy tan benévolo e hipócrita, como cualquier ciudadano de nuestro planeta, con una gran diferencia: ¡Soy madrileño! Tengo caché y carné con un número no demasiado elevado, lo cual hace que mis posibilidades de éxito se remonten ante aquellos que poseen números excesivos, demasiado llamativos como para salir adelante.

En realidad soy el mejor madrileño que existe, porque sé que Madrid es el centro neurálgico de la octava potencia del mundo, donde vive el rey de España, Señor del Imperio más grande jamás conocido, y quien cierta vez, cansado de que uno de sus hijos de Sudamérica se le rebelase, clamó: “¡Por qué no te callas!” Donde están ubicadas ¡las torres más altas y “bellas” de España! (y casi de Europa… y del mundo) y además, nuestra pobreza no existe y si hay pobres, se les erradica. Ciudadano de un país que una vez fue colonialista y explotador e inventó el esclavismo, y no solo cree, está seguro, porque es prepotente pese a negarlo, que el suyo fue el mejor y más digno imperio regido por adecuados sistemas y leyes – lo mismo piensan, sin razón, los habitantes de las demás potencias europeas – y “asesinó” a millones de indígenas contagiándoles terribles pandemias o masacrándolos como si fueran cerdos con gripe porcina, fundió los objetos de arte de oro de la más bella ciudad de un Imperio culto y refinado que se pasó por los “güevos,” mientras obligaba a besar la biblia a su rey y a sus ciudadanos,que profesaban religiones tan válidas como la cristiana. Y si había que hacerlo, no les importaba aliarse con aquellos a quienes denominaban: “salvajes,” para agredir los intereses de otro gran imperio en Centroamérica, y masacrar en nombre de Dios: su único dios.

Noche madrileña. Me encuentro apostado en la esquina de la calle Serrano con Goya. Buen barrio el de Salamanca sí señor; de ricos, y ¡bonita noche! Claro que un tanto sofocante, casi cuarenta grados y una contaminación asfixiante. Observo con toda atención a los operarios mientras salen con las sacas del banco. Y cómo quiero a María ¡mi amor divino! española ciento por cien. La veo acercarse y pedir fuego a uno de ellos; se descuidan un instante saco el revolver una Magnun 357 y ¡zas! Por supuesto, yo no uso inocentes balas del 38 que sólo viajan a 250 kms/h, por eso vivo en Madrid, capital de mafias y narcotraficantes, sino el calibre 357, lo hacen a 400 kms/h y cuando alcanzan su objetivo lo perforan como a un queso de gruyere. Abro fuego y ambos caen reventados. Llega “El Jaro” con su mercedes Clase S S 65 AMG Largo autom, uno de los diez coches más potentes que se encuentran en el mercado. Cruzo la calle, recogemos las cuatro sacas, y con ellas en el maletero, arrancamos.

La verdad, no hay época en Madrid como el verano. ¿Nadie presenció nuestra jugada? ¡Casi no puedo creerlo! Y para conducir, sin tráfico; ni atascos, ni nadie delante que detenga nuestro imparable avance hacia los casinos de la Costa Azul en Francia. María me besa, me soba, me mete la lengua hasta las mismas amígdalas, se nota, es de Madrid y tiene ganas de follar. ¡Ahora sí podemos empezar nuestro verano! Le sobo una teta y se la lamo con esmero...
Soy un sinvergüenza pensaréis, y un auténtico ¿cerdo? Pues no, cuidadito, que soy ciudadano de Madrid, y además, del Madrid de los Austrias…

José Fernández del Vallado. Josef. 2009. Abril.




viernes, abril 24, 2009

“Nunca te enfrentes con la mirada del lobo.”

La sociedad de los años setenta consideraba al lobo una bestia maléfica, perniciosa. Me lo habían enseñado en la escuela y así lo referían: “El lobo se divierte mientras mata y devora a las ovejas. Y si se le pone al alcance incluso es capaz de acabar con un indefenso bebé.” Era considerado el taimado, traicionero y rebelde. En mi pueblo ya no existían los lobos.

Sucedió aquel verano en la Provincia de León. Nuestro querido tío Juan Jesús,
“El forestal” así lo llamábamos, invitó a nuestra familia a acompañarlo durante unos inolvidables días a un centro rural enclavado entre bosques. “Aquí hay lobos” sentenció, nada más vernos llegar mientras adivinaba en nuestros semblantes dilatados un apremiante requerimiento.

Fueron semanas o tal vez días de pasmosa brevedad, en los que el sol abrasaba sobre el frondoso pinar y al atardecer se retiraba con prisa. Días que a pesar de todo daban para tanto. Buscar truchas, divisar las sombras de los grandes salmones apostados en el río, espantar las perdices del trigal o dar una vuelta en el carromato que ceñían al lomo de la colosal mula “Fragorosa” capaz de tirar “pa´lante” con freno echado y todo, con un carromato repleto de humanidad.

Recuerdo la primera vez que mi tío nos enseñó las huellas del feroz depredador, me llevé una desilusión, pues mi calenturiento cerebrito imaginaba al lobo como a un ser monstruoso, de talla desproporcionada, y al ver aquellas menudencias ¡no daba crédito! Simples huellas de perro, terminé por deducir. Quise advertir en el gesto de mi familiar una burla sin gracia.


Aunque después los aullidos... aquellos de la primera noche, ésos sí los creí. Realmente debía de haber lobos. Un miedo ancestral se apoderó de mí y mirando ami hermano articulé una absurda risita entrecortada.


No todos opinaban igual. Tuvo que ser Paco, el guardia de la propiedad, quien nos desveló que los lobos eran
“perros fantasmas” que se movían con increíble agilidad. Muchas veces los encontraba en el camino hacia el pueblo, y Alarico, su vigoroso mastín de los Pirineos, se detenía inquieto a su lado.

Paco fue la primera persona que descubrí en el mundo que no hablaba mal de los lobos, la segunda mi hermano, y la tercera el afamado naturalista: Don Félix Rodríguez de La Fuente, y sus estupendos programas, que me desvelaron la vida y costumbres del denostado animal.


En una oportunidad, al atardecer, salimos a dar una vuelta y nos perdimos. Íbamos a caballo. Mientras nos mantuviéramos próximos al Centro Forestal, Paco nos dejaba hacerlo, pues conocía el instinto equino, y sabía que aún en las peores circunstancias eran capaces de hallar el camino de vuelta al establo.


El sol se ponía de prisa y en media hora no se vería una sombra. De pronto los caballos, arrebatados, comenzaron a piafar y como alcanzados por un rayo paralizante, se detuvieron uno contra el otro. Y allí, unos metros ante nosotros, algo escuálidos de andares rápidos y sigilosos, descubrimos los perros más raros y preciosos del mundo.


Sin contenerse, mi hermano desmontó de un brinco del caballo y fue a encontrarse con ellos. Realmente estaba desbocado. ¿Qué pretendía? me pregunté sobresaltado. ¿Hacerse el valiente, azuzarlos, tocarlos? ¡Qué se yo! Él era así...
De pronto y para nuestra sorpresa, un lobo hermoso, de pelaje gris oscuro, se detuvo y alzando la pata delantera nos miró. Ese gesto contuvo también a mi hermano, y ambos permanecieron observándose unos instantes que parecieron horas. A continuación el lobo reemprendió la marcha. Bastó un movimiento y se perdió en la espesura.

Unos instantes de abstracción y ambos volvimos a lomos de mi caballo, pues el de mi hermano había echado a galopar y desapareció en un abrir y cerrar de ojos.
No tengo un recuerdo claro de la mirada de mi hermano cuando se giró después de su fulgurante encuentro con el animal, sino un destello. No habló, ni siquiera preguntó por su montura, tampoco abrió la boca para soltar una exclamación encandilada. Sólo vino hacia mí y con una seriedad impenetrable me tendió su mano, me miró con detenimiento y su mirada de ojos verdes y profundos, aquella mirada contemplativa e impávida era... la misma del lobo.


José Fernández del Vallado. Josef. Enero 2006. Arreglado abril 2009.


lunes, abril 20, 2009

Desolación y Deleite.-

El autobús, cambiando de marchas, ronca viejo y gastado por carreteras que reculan entre parajes boscosos y hasta hace poco prohibidos para cualquier humano común. Y qué es un “humano común,” si somos raros engendros de la naturaleza. Ya no. Hoy somos dioses hollando una selva precoz y milenaria y quizá, tan delicada como tú...

Recuerdo aquellos instantes, los últimos que tú y yo vivimos de la mano. Tú... mi alma, medio ser de mi mismo durante años de valor insubstancial; abstraída en tus proyectos, amistades y tareas. Yo, perdido en un entramado de oficinas que lentamente estrangularon mis sentidos y sensibilidades hasta convertirme en un muñeco de cera que se derritió cuando llegó el momento de afrontar la realidad. Te fuiste, ni siquiera hubo adiós y apenas un beso residual demostró la existencia del amor. Nuestro amor recién expirado...
La ciudad sin ti resultaba agobiante y terrible. Los días pesadillas interminables de asfixia y metal y las otras mujeres, en lugar de ayudarme a olvidar, fingían la aflicción que yo no necesitaba sentir.

Se funden nubes de retal y algodón deshilachado absorbiendo vapores grises en una vegetación impenetrable. Recuerdo el río nada más pasar sobre el puente, el hermoso discurrir de sus aguas revueltas y espumosas, como una cascada de humedades adherentes. Las aves multicolores echando a volar a nuestro paso y el chirrido de los frenos del autocar; el olor a gomas calcinadas, los gritos entrecortados entre el cacareo de gallinas y una mujer santiguándose. Luego un vacío de giros entre una nada… Abrir los ojos de nuevo y el terrible dolor de cabeza. Cuerpos aplastados o encajonados, desmembrados, bloqueando las entradas. Ropas teñidas del líquido denso y oscuro de la sangre, la luz disolviéndose entre metales retorcidos y el silencio de la muerte...

Tu frialdad, y aquel beso que me dolió como un bofetón mal encajado, la falta de pasión con que saliste de mí tras cinco años de... ¿nada? ¿La culpa fue mía o de la vida?
Me arrastro y sollozo, estoy en las trincheras de mi existencia, perdido en un país desconocido, soy un extranjero y ahora también único superviviente de un desastre inesperado. No puedo caminar ¿tendré ambas, o una pierna fracturada?
Avanzo o más bien serpenteo entre la maleza, alcanzar el sendero unos metros por encima supone la vida. Aquí, en la garganta, la muerte me tomará entre sus brazos, y quizá sea lo mejor que me puede aguardar...
Despierto, todo está oscuro, es de noche, no sé cuanto tiempo ha transcurrido. Oigo voces, ¡revuelven en la maleza! La luz de una linterna me ilumina. Unos hombres me observan con indiscreta pasividad mientras cuchichean entre ellos. Gimiendo con alivio les digo que no soy de allí y les revelo mi identidad. De súbito, me miran de otra manera, preparan una camilla y me colocan en ella. Llorando, exhausto, les doy las gracias por salvarme y mis sentidos vuelven a nublarse...

Abro los ojos y un fuerte resplandor me obliga a cerrarlos de nuevo. Me llevo una mano a la frente para protegerme de la claridad y al tiempo percibo una molesta punzada de dolor y me doy cuenta, tengo una brecha en la frente. Vuelvo hacia un lado la cabeza para no mirar de frente al sol y me preguntó dónde estoy, pero un velo de inconsciencia empaña mi cerebro y no soy capaz de recordar. Me decido por incorporarme pero cuando quiero hacerlo una pierna no me obedece, está fracturada. Jadeando, consigo apoyarme sobre un brazo que pese a estar dolorido, parece encontrarse mejor. Entonces empiezo a ser consciente de mi verdadera situación. Estoy... ¿encadenado a un árbol? La cabeza me da vueltas y no distingo a nadie. Grito, pido ayuda y vuelvo a caer pesadamente sobre el colchón de hojarasca. Algo me escuece en el brazo, miro y veo un acaro grueso, más grande que una garrapata, me está picando; su volumen asqueroso se infla y deforma al tiempo que absorbe mi sangre. Alguien me lo quita de un movimiento rápido, lo revienta entre sus dedos y me ayuda a reclinarme. Puedo ver… es una mujer. Atendiéndome, deposita un paño mojado con alcohol sobre mi frente. Trato de hablar pero ella, sin dejar de observarme con una mirada triste, profunda y sincera, como nunca advertí en mi ex mujer, musita.
— Bienvenido a la selva. Me llamo Ingrid. Ingrid Betancourt. Sonríe un instante e inquiere con dulzura.
— ¿Y usted...?
No hablo. Incapaz de responder inicio un gesto de gratitud, la tomo de las manos y se las beso. Pese a estar encadenado y herido ya no me importa, de repente lo descubro, tenerla a mi lado me llena de sosiego y sobre todo, me puebla de libertad...

José Fernández del Vallado. Abril 2009. Josef.



miércoles, abril 15, 2009

El Renacer De Alweka.




Barriada vieja, puertas sin quicio, astilladas, casas de barro desmenuzado se abren a descampados como grietas de un infierno. Y en medio, cual naves sin rumbo, farolas... Sus haces iluminan epidermis amarillas, bajo las cuales, se esconden residuos de seres humanos.

En el ángulo de dos tapias, una hoguera, cajas de madera sacian lascivas lenguas disfrazadas de matices, cuyo delirio ilusorio presta calor pasajero a unas adolescentes tendidas en el suelo. Se cubren y descansan del par de días que llevan en vela, sin cesar de fornicar. De pie, otra más joven, arropa su volumen resuelto y delgado mediante una chaquetilla desgastada. Su cabello trenzado roza la curvatura de unas nalgas apretadas, ceñidas en una minifalda de talla ínfima, como su insolente atrevimiento trece añero. Sus dedos, como remembranzas de raíces quebradizas, tratan de robar un soplo de aliento al calor. Cartera beige, calzado de tacón, medias a cuadros, cadenas de oro, crucifijos, anillos y aretes.
Es Alweka, casi mujer pero niña, de pezones dilatados, piernas pulidas, cutis ataviado cual arlequín policromo de lujo, y una mirada de ébano. Una noche cualquiera de un mes invernal de su primer año en un país civilizado.
Alweka no sabe qué es el cariño, nunca lo supo. No diferencia entre un mimo y un guantazo. No conoce lo que es un beso bien entregado, porque le aseguran que sólo podrá besar al hombre que la ame, si alguna vez se diera el caso. Por lo cual tampoco sabe qué es el amor verdadero. Aguarda a un cliente, no conoce otro trabajo. Sus dientes de leche castañetean como los de una calavera sonriente. Ante cada coche canturrea una melodía:
—“Alweka guapa. Buena haciendo amor. ¿Pasar rato feliz?”
Desfile de conciencias ahogadas en alcohol, despojadas de vergüenza. Le soban el cuerpo. Algún viejo amargado se detiene, la recoge, y ella soporta con estoicismo sus ávidas manos transpiradas sobre su piel e inútiles forcejeos por gozar lo que nunca alcanzará...

José Fernández del Vallado. Josef.



lunes, abril 13, 2009

Estrella Polar.





Corría ligera, las manos en los bolsillos y la mirada fija en la estrella polar. El camino estaba oscuro y la noche, helada, se me había echado encima. Había estado bebiendo demasiado con Jorge y me sentía caliente por dentro e incluso mareada. Percibía los jeans apretados y las botas Alaska al crujir en la nieve. Mi chalé quedaba al otro lado del altozano a dos kilómetros del pueblo. Jorge ni siquiera había sido capaz de acercarme porque había acabado tan borracho como un cerdo bañado en alcohol. La melodía de una bella canción revoloteaba en mi conciencia a la vez que pensaba en lo lejos que mi vida estaba de parecerse siquiera a aquella dulce canción. Desde que todo se desplomó sólo me había sentido capaz de besuquear con borrachos, liarme con borrachos, follar borracha y vivir embalsamada en una agria y onírica irrealidad.


Lo decidimos entre los dos; dejar la ciudad e instalarnos en un pueblo alejado, situado en una sierra del norte, para hacer realidad unos sueños que jamás pasaron de ser eso y acabaron transfigurados en insomnio permanente...
Descubrí su miedo a la soledad y a la naturaleza enseguida, cuando al escuchar los aullidos de los lobos en lugar de aceptarlos, entre dientes, mascullaba epítetos groseros; al tratar de cocinar sin haberlo hecho nunca; cuando se llenaba las manos de ampollas al cortar la leña necesaria para el fuego; o si intentaba, sin resultado, lavar la vajilla a mano; y cuando no pudo hallar la comodidad de las pizzas a domicilio, ni el estrépito de la tele, ni el móvil con cobertura, ni una máquina de afeitar, ni la ducha con agua caliente, ni el ocio nocturno del fin de semana. Y cuando, en verano, en los locales del pueblo, observaba con desdén y repugnancia, a los hombres que entraban oliendo a pocilga y ganado. Y sobre todo, cuando tuvo que acomodar su adecentado culo a hacer sus necesidades ante un burdo agujero negro.

Lo decidimos entre los dos pero él decidió por su cuenta olvidarse de mí. Claro, se me veía tan feliz; ingenua de mí. Pensé que se acostumbraría y a lo que de verdad se acostumbró fue a trajinarse a Maite, a Juana, a Inés… ¡Con todas se lo hizo a mis espaldas! De eso sí sabía Luis, era un maestro, pero sin titulación. El buen señor de ciudad...
Cuando se largó con Inés conocí su auténtico espíritu: “El de ave de rapiña.” Le sacó los intestinos y la abandonó en la ciudad. Y, la verdad, verla regresar fue un espectáculo. Había cambiado tanto o la ciudad la cambió... o quizá la sociedad ¡o el puto cabrón del Luis...! Desgraciada Inés, no le quedó más remedio que degradarse para pagarse el billete de vuelta, y la enviciaron de tal forma, que después envició a medio pueblo.

Me quedaban dos kilómetros, toda una balada por recorrer a menos dieciocho grados. Pero yo me sentía caliente, ardiente y fogosa, y no paraba de correr y sudaba mucho, demasiado. Para empezar me desprendí de los guantes, luego del molesto plumas, a continuación de la chaqueta; la camisa, la camiseta... quedé en sujetador. Seguí moviéndome sin cesar. Una racha de aire cortante se transformó en cálido aire sobre mi tórax, lancé una carcajada me desabroché los pantalones, me desprendí de las botas y cada vez más excitada me arrojé sobre la nieve y revolcándome me la froté sobre los pezones mientras me masturbaba sin cesar de pensar en él... Pensé en la vez que se amputó un dedo con el hacha; en la vez que le saltó el aceite al hacer huevos fritos; en la vez que resbaló y se cayó de bruces sobre un lodazal; en la vez que “Carballo” le partió la nariz de una hostia bien dada; en la vez que lloró como un marica playa; y en la vez que lo descubrí... jodiéndose a Inés... en nuestra casa.
Me di la vuelta y me sentí arropada en mi hogar junto a un buen fuego, degustando una deliciosa copa de coñac, besándome, mientras sentía su lengua dentro de mi paladar y el dulce aroma de la bebida haciéndome feliz. Y pensé en lo cálida que se estaba poniendo la noche mientras miraba a las estrellas sin perder nunca ¡nunca! de vista la orientación del resplandor de la estrella polar...

José Fernández del Vallado. Josef. Enero 2007. Arreglos Abril 2009.









sábado, abril 11, 2009

“Proyecto Redención.”


I
Si me embarqué en el “Proyecto Redención” fue porque me sentía vacío. De forma consecutiva y tal vez consecuente todos se habían ido alejando de mi espacio en el mundo. Mis amigos, familiares y mis padres ¿murieron para mí? o se desintegraron de mi vida y sus recuerdos... Lo cierto es que desaparecieron absorbidos en la insalubridad contaminante de mi ser. ¿Mi ser? Todo comenzó mucho antes...

II
Trabajaba de técnico en centrales nucleares y desde el accidente, desde que me convertí en un ser radiactivo, en concreto, en el primer humano con capacidad para soportar y absorber el influjo letal del veneno nuclear, fueron saliendo de “mi vida.” A partir de entonces me transformé en un personaje extraño y olvidado, que vivía sellado y de espaldas al mundo, alimentado por Jeremías, un ordenador ejecutor mil veces más potente que en su día el famoso Deep Blue…

III
Recordaba el día, hace años, en que Mazzy me dejó de llamar harta de concertar citas por MSN, y de vernos a través de una pantalla sin la menor opción de volvernos a acariciar sin que mis emisiones la dañaran de forma irreversible. Añoraba mi mundo anterior – mi mundo real – basado en aromas, percepciones y sobre todo en el tacto y la dicción. Ahora, todo era aséptico y oler una flor aseguraba Jeremías, podría causarme un shock y la agonía por tristeza, cuando no respirar aire enviciado a más de 3000 Grays de radiactividad. (El tope para cualquier ser humano era solo de 40)

IV
Todo había comenzado por mi desmedida afición a Internet. La web me enseñó casi todo. Gracias a ella dejé de ser un niño analfabeto que con tal de sobrevivir se implicaba en reyertas y asociaba a bandas y estandartes de diversos simbolismos. No sé cómo sucedió, de pronto la noche pasó a ser el día y me convertí en un resabiado maniqueista, obsesionado por la dualidad del bien y del mal. Me puse del lado del bien y no cesé de aprender hasta darme cuenta; la ingeniería molecular y la bioquímica me fascinaban. Nuevamente la oscuridad volvió a iluminarse y me encontré con una beca en el Instituto de estudios Atómicos Albert Einstein.

V
Me hallaba solo, embarcado en un viaje a una velocidad superior a la de la luz hacia la galaxia “Gran Nube de Magallanes” a 179 mil años luz de la Tierra, y todo era azul y oscuridad – ¿la oscuridad había vencido? – excepto el brillo verdoso explosivo y dinámico de la galaxia de más de 300 billones de estrellas en movimiento a la cual me aproximaba. Llevaba catorce años de viaje de los treinta necesarios, estaba asqueado y echaba de menos la tierra. Lloraba a diario, durante horas, las lágrimas se me secaban y me dolían los ojos, pero hasta eso estaba previsto, Jeremías se ocupaba de inocular un goteo que restablecía mi estabilidad ocular y acababa con la irritación. Todos los días, noches, mañanas, semanas o meses – cansado de imponer horarios innecesarios destruí el calendario – le solicitaba desplegar la mampara para poder ver la Tierra; y al contemplarla perdida, tan lejos, apenas un pálido reflejo de una estrella y como un débil punto oscurecido, me enfrentaba de nuevo a aquella soledad devastadora y cerraba los ojos deseándola. De pronto estaba allí, conmigo; succionaba sus pechos tratando de extraer jugo de sus pezones, absorbiendo sin cesar como una rémora mientras acariciaba su cabello suave y castaño y la miraba directamente a sus ojos siempre entrecerrados, agotados de drogarse por mí, de amar sin condiciones ni vuelta de hoja. La besaba, descendía a su pubis, mordía su clítoris, sus labios estaban calientes y húmedos. Lo difícil consistía en sentir, si no lo lograba podía caer en un ataque de pánico auto inducido, pero si el abrazo se materializaba y se envolvía en torno a mí, subyugado en el trance de aquellos instantes, volvía a oscilar con suavidad clamorosa dentro de mis sentidos y entonces ¡sólo entonces! oía su voz y la única melodía capaz de hacerme regresar a un nuevo estado delirante, aquella voz sensual entonando el Wild Horses... El cosmos dejaba de ser un agujero negro, profundo y letal, insinuando devorarme y se transformaba en vagina. Gimiendo de placer la penetraba y recordaba... Querida Mazzy, volverás a mí... ¿volverás? Nunca... jamás llegaría a la “Gran Nube de Magallanes” sin ella. Las cosas no pueden ser cuando pierdes la fe en el amor y el amor se te escapa de una forma terminante…

VI
No pasaron años, no existían. En un momento sin tiempo, sonido color, tacto; un lugar sin referencia, intacto y alejado de sentimientos primarios, la nave aterrizó. Abrí la escotilla y allí estaba... Vino a mí con un amor desbocado y salvaje, del cual carece la humanidad, y naciendo de un fracaso estrepitoso, aprendí a triunfar en la nada y tarareé... Entoné el Wild Horses a 179 mil millones años luz de la Tierra...

José Fernández del Vallado. Josef. Abril 2009.



martes, abril 07, 2009

La victoria de N´guema.





Cuando Teodoro Obiang N´guema, tataranieto del dictador Teodoro Obiang N´guema abrió los ojos a aquella calurosa mañana de diciembre, supo que lo que aguardaba impaciente se había hecho por fin realidad. En una conflagración nuclear fraticida de apenas cuarenta y ocho horas, los Estados Unidos, Europa, Rusia y Asia, se habían devastado entre sí, y por lo tanto, conoció un detalle con claridad. El poseedor de los mejores y probablemente únicos pozos de petróleo, era Guinea. Por lo tanto, a partir de ese instante el nuevo rey del mundo o rey del fin del mundo, cabría resaltar, era él.

Mientras desayunaba un opíparo coctel de cabeza de macaco con jugo de pitón y leche de cabra, hizo llamar a su hermano Batana, Secretario de Asuntos Exteriores, y ansioso por comenzar a anexionar territorios a su recién creado Imperio, le pidió pormenores sobre la situación. Su fiel y siempre cauteloso hermano, extendió un mapa con preocupación y comenzó por aclarar.
—Alteza. Nada que decir en cuanto a los territorios de las naciones beligerantes, América, Europa, Rusia, Oriente Medio y Oriente, han sido devastados y están contaminados.
Inquieto, Teodoro preguntó.
— ¿Y Australia y Oceanía?
— Nada que hacer... Casi toda su extensión está desintegrada. Y los que sobreviven se matan entre sí.
Nervioso, partió en dos mitades el cráneo del mono con el machete, y sin dejar de masticar los sesos con fruición, prosiguió.
— ¿Y qué hay del resto de África? ¿Podremos invadirlo?
Dubitativo, Batana alzó la cabeza, y dijo.
— Bueno, hay caos, matanzas indiscriminadas, y el SIDA está en un 98% de expansión...
Sin dejar de mirar el mapa Batana se pasó un pañuelo por la frente y añadió.
— Sí, puede decirse que ya no existe una sola nación en pie. Los gobiernos se han desintegrado. Tal vez bombardeando la jungla con NAPALM venciéramos a los insurgentes que allí se refugian, pero además está la infección...
Teodoro sintió un pinchazo en lado izquierdo de la sien. Le preocupó, más que nada, el coste militar en material que habría que emplear en conquistar unos territorios baldíos. Los hombres, en su mayoría esclavos y prisioneros, no supondrían problema. De no ser por las minas de oro y diamantes, se dijo aliviado. Observó con detenimiento a su hermano, lo encontró demacrado y exhausto. Durante meses lo había mantenido enfrascado en una larga campaña de hostigamiento y captura de insurgentes a lo largo de la Región Continental. Cuanto más alejado y ocupado estuviera mejor, no se fiaba. Sólo entonces consideró las últimas palabras de Batana y se le ocurrió preguntar a qué clase de epidemia se refería.
Bruscamente, la seriedad preocupada y cansada de su hermano se transfiguró en un mohín sagaz rallando el regocijo. Mirándolo de frente, y sin apenas mover los labios, pronunció.
— El Ébola. Se ha transmitido a los macacos del continente y acaba con los humanos.
Sin dejar de mirar los restos de simio que quedaban en el plato Teodoro se detuvo, arqueó las cejas y soltó una profunda carcajada. Y sin cesar de reírse, mirando a Batano con ojos sanguinolentos y un hilillo de sangre que de pronto emanó de su nariz, farfulló.
—Soy prudente Batana, ya sabes. Sólo me alimento de monos de la isla de Bioko.
Batana, inclinando la cabeza ceremoniosamente, añadió.
—Excelentísimo, olvidas un detalle.
Impaciente y casi irritado, Teodoro, disimulando un acceso de sangre, increpó.
— Dime... cuál, ¡perro!
Batana, alzó la cabeza y dijo con seriedad.
— Desde hace tres meses no quedan monos en Bioko. Tus esposas reales tus hijos y tú acabasteis con todos. Desde entonces los traemos de la Región Continental...

A los dos días Batembo N´guema se coronó emperador del mundo conocido: La Isla de Bioko.
Su reinado duró lo que los vientos y la lluvia emplearon en arrastrar las emisiones radiactivas.
Desde entonces la tierra vuelve a estar en paz.

José Fernández del Vallado. Josef.2009



domingo, abril 05, 2009

Juramentos imprudentes.

La partida de ajedrez finalizó a las dos de la madrugada. Prometí tener listo el resumen tan sólo tres horas más tarde. Estaba feliz. Era la primera vez que Pedro se proclamaba campeón del torneo de Linares, sin duda una victoria asombrosa. No todos los días se vence a los monstruos del ajedrez; son máquinas. Y mi amigo ¡quién lo iba a decir! nadie daba un duro por él ni lo esperaban. Incluso yo desconocía que se hallara a semejante nivel. ¡Qué importa! Lo había logrado.
Aguardaba impaciente a que su rostro sencillo, algo grueso, de nariz chata, pelos ralos y modales de buena persona apareciera donde nos citábamos en las grandes ocasiones: La sala “Fictione.”
Se formó un bullicio a la entrada ¡era él! La noticia se había extendido y todos querían su autógrafo. Me mantuve al fondo, en el lugar habitual, medio oculto en la penumbra, sabiendo que mi sitio no pertenecía a cámaras ni a focos, yo no era de esa clase, y sabiendo también que al final vendría para contármelo. Jamás me ocultaba nada, era un gran amigo.

Al principio su actitud me sorprendió. Fue necesario que transcurriera un tiempo de espera, cerca de dos horas y media durante las cuales se dedicó a bailar y flirtear con muchachas de ensueño, realmente bellas, pero se lo había ganado. Finalmente los ánimos decrecieron y se cansaron de importunarlo. Solo entonces el velo de cortinas se corrió lentamente, descubrí su semblante y me alarmó. Parecía muy cansado, abatido y borracho. Bueno Jaja... Que estuviera bebido era comprensible, pero ¿con esa mezcla de tristeza socavando sus afables facciones? ¿¡Dónde estaba su alegría!? Lo miré de arriba abajo y traté de animarlo, estaba hecho un desastre. Ni siquiera se preocupaba por cuidar su imagen de campeón. Su barriga con la camisa desabrochada resaltaba como una pandereta reventada, sus brazos parecían lianas rosadas, no precisamente hilvanadas en orquídeas, sino en carne de cerdo, y hasta me dio la extraña sensación de que no deseaba acompañarme. Le hice un gesto con la mano para que se sentara a mi lado y lo felicité. Brindamos con cava, Brut cero. “La hora cero” dije con ingenio y solté una risita. No se rió, es más, ni se dignó mirarme. Terminó de brindar y se le cayó la copa ¿o la soltó? Me di cuenta de algo absurdo. ¿Temblaba? ¿Qué le ocurría? Me pregunté. Sus ojos estaban surcados por venillas sanguinolentas y reventadas, desorbitados, decaídos. Mis manos huesudas tomaron las suyas con cariño y le dije.
— ¡Hey..! Aparca esa tristeza. Cumpliste tu sueño ¿no? ¡Ganaste! ¿Dónde te crees que estás? Acaso ya no te acuerdas de lo que hablamos. Dime ¿recuerdas mi nombre, amigo mío?
Como si un yunque oprimiera su cerviz alzó la cabeza, me dirigió una mirada vidriosa, su rostro tenía mal aspecto, estaba de un añil pálido y blancuzco, farfulló.
— No lo creía. Pero tú... tú eres ¿Lucifer, verdad?
Y yo, sonriendo, le respondí.
— Voy a serte sincero y te voy a confesar algo que nunca suele sucederme. Cuando me juraste que “con tal de ganar harías lo que fuera” creí que te estabas marcando un farol jeje. No, por supuesto, ¡no soy el Diablo! y aclaré.
—¿Cómo se te ocurre semejante disparate? No existen ni Dios ni el Diablo, es un cuento Chino.
Una luz alumbró el panorama de Pedro. Gesticuló y se puso a reír y a saltar como loco. Tuve que sujetarle un instante de un brazo y adustamente, añadí.
— Evidentemente estabas borracho cuando te lo dije, ya ni te acuerdas. Yo soy la Parca.

Me sobró media hora, redacté su esquela fúnebre, quedó pulcra y muy digna.


José Fernández del Vallado. Josef 2009.








viernes, abril 03, 2009

El súmmum.

No recuerdo cuando descubrí la música o si la música me descubrió a mí. Comenzó de forma corriente, escuchaba grupos, los mismos que de forma gradual se oyen en cualquier lugar del planeta: Beatles, Rolling Stones, Ramones, Dire Straits, The Police, Led Zeppelin, Bob Marley, Queen, etc. En fin, los más conocidos.
Comencé por pub y discotecas. Me acomodaba lo más cerca posible del pincha pedía una copa y me limitaba a escuchar. Así discurrieron mis primeros cuatro años de vida musical. ¿La social? No existía. La primera intuición no tardó en presentarse y señaló el rumbo de mi destino. Sin música no me era posible estudiar y concentrarme, así que tomé una medida radical pero inevitable: Dejar los estudios. Me bastaría encontrar el empleo adecuado y seguir acudiendo a mis lugares predilectos sin problemas. Permanecía horas inmersas en aquellos locales impregnando mi cerebro de melodías, sin moverme, “observando la nada,” en realidad sin prestar atención al tumulto de humanidad sudada y maloliente que giraba en torno a mí, mientras mi interior se estremecía. No puse en tela de juicio la incuestionable belleza de las melodías, pero comprobé con disgusto algo nuevo. Los Beatles, Rolling Stones, etc., no me llenaban, necesitaba algo solvente, menos obvio y más complejo. Algo que en principio pudiera manipular, y sobre todas las cosas había una incontrolable que necesitaba desechar: El pincha discos.

Me fui de casa. Aborrecía mi hogar sin música, taladrado por las continuas discusiones de mis padres, tenía un empleo y ganaba suficiente. Me instalé en el tercero de un inmueble de seis pisos y cuando finalicé mis primeros meses de trabajo había ahorrado suficiente para comprar un equipo. Lo puse en el salón, era un Aiwa con bafles inyectados y potenciados 15 300 Watts Rms con reja metálica. El primer día que lo conecté permanecí extasiado durante las cuarenta y ocho horas siguientes, aún así me faltaba la esencia, aquello que la capacidad efectiva que mi cerebro clamaba, la cuestión residía en localizarlo. Tras la primera semana hubo una confabulación y mis vecinos me echaron.
Alquilé otro piso, esta vez era un sótano. Utilicé lana de vidrio para insonorizar las paredes, nadie me oiría; me oyeron. La comunidad se opuso a mi permanencia. Cambié de táctica, reaccioné de forma comprensiva y les expliqué que escucharía la música con auriculares. Accedieron, y gracias a ellos me adentré en un nuevo universo. ¿Cómo no se me había ocurrido? Conectarme fue lo mismo que hacerlo a un cordón umbilical. Buscando en la web descubrí que el paraíso y el infierno estaban ahí, bastaba remover un poco el entorno. Existían conjuntos revolucionarios. ¿Por qué nadie los entendía o les prestaba un mínimo de atención? No fui consciente hasta que discurrió la primera semana y me retiré los auriculares un instante; sonaba el teléfono. Llamaban del trabajo, no hubo problema, me despedí. Lo primero que hice a continuación fue llamar a Telepizza y encargar varias pizzas, estaba muerto de hambre.
Me costó trabajo escuchar sus llamadas, el chico fue insistente. No tenía propina y le ofrecí oír algo de música por mis auriculares. Emilio – así se llamaba – sonrió encantado y ya no se marchó durante las seis horas siguientes; perdió su trabajo, pero le dio lo mismo, me dijo. Le pregunté si estaba dispuesto a trabajar para mí como intermediario, y le expliqué mi compromiso de permanecer en el camino de la música, le ofrecí una paga. Me contestó que con escuchar mi música durante las noches le bastaba. Le dije que se hiciera con unos auriculares, yo no podía desprenderme de los míos.

A los dos meses la casa estaba llena de amigos y extraños, todos escuchaban mi música. Podrían entretenerse en otras cosas, pero ni siquiera armaban barullo, sólo escuchaban, y además me resultaba imposible expulsarlos, perdería tiempo en hacerlo y un solo instante equivalía a desperdiciar la ocasión de encontrar aquello que, de alguna forma, me esperaba.
Sucedió de pronto, la melodía se distanció. ¿Se escapaba a mi entendimiento? Aterrado me quité los auriculares y se lo transmití a Emilio. No me escuchó. Tuve que arrancarle los suyos para que me prestara atención. Le dije que algo grave ocurría con el equipo, pues apenas lo oía. Me miró molesto y con asombro movió la boca; no le entendí. Le pedí que se explicara y tampoco lo entendí. De repente – ¿estaba gritando? – pude oír que el equipo estaba en perfectas condiciones. Luego, el problema era mío. ¿Tenía un inconveniente grave de audición? Admitir la posibilidad me horrorizó unos instantes, pero enseguida me fortalecí; nada estaba perdido. Hubo una breve disputa cuando le recordé sus quehaceres y le indiqué que necesitaba unos auriculares más precisos y potentes. No tardó en conseguirlos, se los pidió a alguien de fuera que también se quedó dentro. Transcurridos varios meses el problema se reprodujo en cuatro ocasiones, en todas me consiguieron aparatos más potentes.

Un día abrí los ojos y todos me observaban. El silencio era inquietante, el más absoluto que “nunca haya oído.” Se quitaron los auriculares y uno tras otro salieron de la habitación sin mirar. Emilio fue el último en dejarme, sus ojos estaban llorosos, tampoco tuvo nada que decirme.
A solas y en silencio medité con rapidez y llegué a una conclusión. Tal vez aquello me ocurría por no haber sido capaz de entender la forma de canalizar de forma exacta los conductos. Impresionado ante la magnitud de la idea me incorporé y me acerqué hasta el equipo, cuando estuve delante me detuve sin pensar. Abrí la boca y mordí con furor el extremo del cuadro. Fue como un rayo de luz. Una sinfonía gloriosa entró en mi interior y lo iluminó de forma misteriosa y en instantes se condensó en una melodía de una dulzura lujuriosa e imperial. Había dolor, pero era un dolor mortificante. Continué ahí agarrado con el corazón a tres mil revoluciones in crescendo; y no me solté, en realidad era incapaz y además ¡estaba empalmado! Sí, ¡aquello era el súmmum! Un súmmum letal.

José Fernández del Vallado. Josef. 2009.









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