
A principios de octubre, apiñado entre el desorden floreciente de mi viejo piso, encontré un teléfono perdido. Estaba en un antiguo listín, marqué y se puso Cristina – ex compañera del trabajo – y a quien no veía desde hacía más de diez años.
Resultó ser de “ésos y ésas” a quienes la idea de reencontrarse con el pasado no les desagrada, aunque esté algo vetusto y apolillado. Se puso eufórica y soltó lo que unos cuantos tras años de esforzado marrón, desearíamos decir: “Me va todo excelente.” Primero dudé pero al fin me lancé y le pregunté a qué se dedicaba. Dándose aires de misterio me contó un rollo Macabeo de paquetes de acciones, inmobiliaria, subidas y bajadas de bolsa, y etc. Finalmente me preguntó por mi mujer. Cuando le contesté que no me había casado ni convivía con nadie, pareció dudar, y en plan chistoso opinó que en la oficina hasta las más puestas estaban enamoradas de mí. Le respondí con un agrio: “En la vida todo es posible.” De nuevo me preguntó:
- “Oye. No estabas tú con Vega, la belleza francesa.”
Le dije que aquello duró lo que un par de veranos. Entonces aprovechó para sacar a colación que era casada, divorciada, y de nuevo casada. No perdió el tiempo, dio el siguiente paso y me invitó a un festejo en su casa.
Su casa, o más bien su mansión, estaba en una lujosa urbanización a las afueras. Llegué un atardecer de fin de semana. Lo confieso, de entrada no me asombré. Era el clásico chalé de nuevo rico, de esos que empiezan a surgir aquí y allá en un país en el que al tiempo que se pierde el gusto por el arte, la ley de cohecho parece adquirir una lucrativa relevancia. Su estilo alternaba victoriano con gótico, modernismo y art decó, y un ligero matiz de depravación churrigueresca. En resumen, era lo que suelo llamar: “Pastel.” Me pareció normal y sistemático que metidos en semejantes negocios, a ella y a su marido pudiera irles tan bien, y no me asombró o sí me asombró, encontrar la entrada plagada de limusinas, de esas que se ven en las pelis sobre multimillonarios. Traspasada la puerta tampoco me asombró o sí me asombró, recorrer una avenida cubierta por hojas de plátanos de indias y arces canadienses, que le daban al recorrido una viveza escarlata. Una vez en el jardín me deslumbró encontrar estatuas vivientes. Sobre basas de granito, iluminadas por reflectores de diversas tonalidades, damas desnudas pintadas del color de la escayola posaban imitando esculturas clásicas. Algunas estaban rodeadas de ociosos visitantes, que tras ofrecer unos billetes, obtenían derecho a sobarlas. Dentro, unas escalinatas estilo “lo que el viento se llevó.” Y al fondo de un inmenso salón, echadas sobre almohadones persas o de “Las Mil y una Noches,” estaban ellas. Cristina lucía un aparatoso atuendo oriental, y a su lado con las piernas cruzadas, disfrazada de Cat Woman, hallé la sorpresa. Los ojos de mi ex: Vega, me exploraron casi con el mismo asombro y recelo que yo experimenté hacia ella. Al instante comprendí que había sabido cambiar y reflotarse antes de que nuestro barco se hundiera. Avispada mujer.
Nueva sorpresa. Se presentaron ante mí como matrimonio. Creí que era una broma, nada de eso. Tras un exitoso divorcio con su último marido – había vencido en la vista, me comentó satisfecha Cristina – ella y Vega se habían comprometido, y ahora, colocadas y sonrientes, parecían disfrutar de una segunda juventud potentada, claro está, pues no cesaban de esnifar ralla tras ralla de coca. Y como todo hay que decirlo, convengo que en la vida había visto rular tanta mierda y ostentación, ni siquiera en mis años mozos de “niñato hijoputa.”
Mis pensamientos se interrumpieron ante una interpelación.
- Qué ¿Te sigue gustando?
Era Cristina. Me había tomado del brazo. La miré con incredulidad, pues flaseado como estaba, tardé en comprender. Cuando lo hice poniendo ojos bravucones, puse un dedo en la punta de mi nariz y negando, le dije.
- Quién... ¿Vega? No. Nunca me gustó. Excepto porque tiene un buen polvo.
Se cruzó de brazos, me miró de soslayó, y dijo.
- Ya... Tú eres como los demás. Follar y nada más.
Sonreí y di unas palmadas.
- No, ni siquiera te acercas. Alce la copa, la paseé ante sus ojos, y proseguí.
- Verás. La que me gustaba eras tú. ¿Lo sabías?
- Hum... Pues no.
- Pues sí. Te quería. Me resultabas dulce y tierna así como eras, trabajadora y esforzada. Sí, estaba enamorado de ti. Pero tú ¡ni plim! Siempre pasaste de mí.
- Vaya. Lo siento Edu, lo siento de verdad. Sabes yo...
De pronto su expresión cambió, se ensombreció y tomándome de una mano sin dejar de oprimir, dijo hablándole al aire.
- Algunos atardeceres, cuando regreso del trabajo por el sendero que conduce al chalé, me doy cuenta de que todo se ha teñido de rojo y eso me aterra. Alzó la mirada y por un breve instante vislumbré unos ojos angustiados. Y añadió.
- Hay algo que no me gusta de esta época y de esta nueva vida tan opulenta se dice, ¿verdad?
Sí. Suele decirse...
Bajó la mirada hacia el suelo y musitó una frase que no comprendí, dijo.
- “Octubre a veces es como un baño de podredumbre.”
Nos separamos unos instantes. Al rato, comencé a pasarlo bien. Lo cierto es que como un imberbe caí en la tentación, y en un par de horas estaba narcotizado y reía cual abúlico embriagado. La noche se transformó en madrugada y un buen número de invitados abandonaron la casa.
Quedarían unas quince o veinte personas cuando aparecieron aquellos apuestos caballeros caracterizados de cuatreros del Oeste, un pañuelo cubría sus rostros y les daba una apariencia de misterio. Se encaramaron a la barra, bebieron unos tragos, rompieron varias botellas sobre el mostrador, prorrumpieron en aullidos y comenzaron la interpretación. Disparaban en todas las direcciones, la gente reía a carcajadas. Algunos figurantes que llevaban bolsitas con tinta roja entre la ropa, se dejaban caer como muñecos deslavazados. Estaba sentado entre ambas. Miré a Cristina feliz por el espectáculo y ella me miró con expresión asombrada, su boca se entreabrió y trató de decir algo, pero los ojos se le volvieron y expulsó un hilillo de sangre. Algo pesado se precipitó sobre mis piernas, bajé la vista y encontré la cabeza de Vega o más exactamente su nuca hundida de cara entre mis muslos. Mis pantalones se empaparon, sentí fluir la sangre caliente. Aterrado, volví la mirada a los hombres y comprendí: Disparaban munición real. Era una masacre. No lo pensé, actué. Me tumbé y entremezclé entre los cuerpos de Vega, Cristina, algunos más y aguanté. Transcurrió un intervalo demencial entre gritos, aullidos, súplicas. Se oyó una voz que clamaba.
- “Nadie que esté vivo rebaja a Marcelo Motta a la burla y al desprecio.”
Después, excepto leves quejidos, se hizo el silencio.
Tras media hora o más me incorporé con dificultad mientras gemía de horror al comprobar que todos habían sido asesinados. Todos no, Cristina estaba temblando allí mismo. Gateaba con una pierna ensangrentada. Sentí escalofríos al verla. Crucé los brazos tratando de arroparme, sin saber qué hacer. Y tan sólo pensé en una cosa. Aquel chalé tenía un jardín desmesurado y tratándose de una fiesta, el escándalo ni siquiera habría llamado la atención. Sin pensar más lo hice, la tomé entre mis brazos y comencé a caminar. En instantes discurríamos por la avenida de hojarasca en dirección a la salida, nos topamos con algunos cadáveres desparramados. Y a cada paso que daba tuve más claro el panorama: Debía escapar. ¿Si me pillaba la policía qué haría, qué diría? Nada. Porque yo no sabía nada. Ni siquiera quien era Marcelo. Pero ¿y Cristina? Ella desde luego tenía un problema, aquel hombre debía tener la clave. ¿Tal vez era su ex marido? Eso tampoco importaba, porque la policía aparte de encerrarla, no le iban a resolver sus problemas.
Los de seguridad estaban en el garito, muertos. Llegué hasta mi automóvil y deposité el cuerpo de Cristina en el asiento de atrás. Sin hablar le di un beso. Me miró con ojos atormentados. Arranqué y me alejé.
De pronto me vi avanzando sobre un camino de sangre, y recordé sus palabras, tergiversadas bajo un leve y apocalíptico matiz:
“Octubre es un baño de sangre.”
José Fernández del Vallado. Josef. Oct. 2008.