miércoles, septiembre 23, 2009

Sensaciones al borde del tiempo...


Desde un principio tuve una sensación; quien conducía no era yo. Había vehículos cuyos haces de luz se concentraban y formaban extravagantes trazos de rutas sin orientación ni sentido. Era un amanecer diferente. Una luz ocre y opal envolvía el firmamento de un matiz que desataba nostalgias fáciles, de origen netamente desconocido, diferente a otras veces. No, esta vez nada era igual. Todo resultaba incuestionable y anodino, de una tristeza absurda y sentimental, como un amor soberbio lo es en su recta final...
Quien manejaba era yo o quizá no; aunque en el fondo daba igual, pues sabía que mi vida no estaba ligada a mis manos, nuca lo estuvo. La ruta se adentró en un pasaje encerrado en árboles ralos y enfermos, ascendió colinas yermas, recorrió explanadas como desiertos calcinados de temperaturas mortales, hasta alcanzar la estructura de poliuretano sintético en la cual se introdujo.

En su interior vehículos tripulados por un solo conductor, por lo general trajeado y cuando no exhibiendo un gabán blanco mate, se arremolinaban y giraban sin aparente sentido. Miles de haces de luz brillaban en una procesión solemne, distante y angustiosa, que se prolongó por espacio de días, semanas, años...
Agobiado por una sensación de pérdida, olvido y sinrazón, alcancé el núcleo central y me di cuenta. Tanto mi vehículo como yo éramos absorbidos en una espiral que lo devoraba todo. Entonces lo hice. Metí segunda, pisé a fondo el pedal del freno y ¡logré detenerme!
Los demás hicieron lo mismo. Y aquella nave gigantesca, de millones de metros cuadrados, por primera vez en decenios se paralizó en el más absoluto silencio. No así los faros de los autos que seguían encendidos contemplándose; y tras sus lunas, los rostros crispados de tripulantes que ni siquiera se atrevían a moverse.

Temblando, me decidí. Abrí la portezuela me encaramé al capó del auto y divisé el mar de carrocerías. El grito surgió de mi interior, descomunal, desgarrado. Con un extraño matiz de estupor y de rabia engendrada a través de generaciones habituadas a funcionar con la precisión de relojes; generaciones sometidas al oscuro rencor del trabajo sin conocer el porqué; sometidas al lema del produce y obtendrás. Viviendo bajo terminologías necias, ansiosas, como: Tala, esquilma, extrae, obtén, aprovecha, promueve, remueve, detenta, toma, coge, quédate, posee, tuyo, puede ser tuyo, no te detengas, sigue, corre, despierta, la vida puede ser tuya… ¿Qué vida?

Por eso grité y vomité:

Hasta aquí he llegado. ¡Basta ya de hacer el idiota! ¡Hoy es mi cumpleaños!

Y el imparable avance de la humanidad se detuvo. El planeta conocido como Tierra se detuvo. El Sistema Solar se detuvo. El Universo se detuvo. Y ya nada tuvo sentido, excepto la inexistencia de una nada irreconocible.

Y en efecto, hoy es mi cumpleaños jajaja…

José Fernández del Vallado. Josef. 23 septiembre 2009.


lunes, septiembre 21, 2009

Raíces de silicio.




Al sexto año de casarme con Julia y adquirir Internet, cuando me conecté, no supe como desligarme. Durante las noches mi cuerpo navegaba revolcándose entre páginas porno, páginas fashion, páginas de literatura prohibida, páginas revolucionarias y controvertidas, y en definitiva, las páginas que no les gustan a los políticos porque les dejan en evidencia.

Salía a la calle con los ojos parpadeando como un router y las chicas creían que les hacía guiños, los hombres que era invertido, y las viejitas me lanzaban besos al aire. Entraba en las tiendas y adquiría cables usb, pentdrive, y para no perder la información acumulada, algún que otro disco duro.

La primera vez que caminé por la banda ancha de Internet la noté rugosa y granulada; me tropezaba. Iba de un lado a otro haciendo correcciones, cambiando letras aburridas que pesaban un quintal, juntando frases, uniendo palabras de amor, luchando contra el odio.
Me costó conocer a la familia de Protocolos TCP/IP; cuando me presenté ante ellos me observaron con cierta reticencia, después ya no hubo problema.
Permanecía aferrado a mi ordenador de sobremesa y mis uñas crecieron como ganchos, mi lengua se hizo un cable usb que conectaba con el disco duro, mis ojos dos ranuras verdes, y me fundí en su interior.

Julia lloró mi abandono, mientras yo sentía el cosquilleo de los primeros puertos usb que se abrían en mi espalda, el olor profundo de los diodos de germanio, la avidez de mis raíces de silicio.
Cuando ya el tiempo ha doblado la edad de mi mujer y apenas puede hilar una aguja, sigo resolviendo problemas; soy siempre el mismo. Pero ella no me olvida. A veces, echo de menos el uso del habla para decirle que estoy ahí, a su lado, rozando su semblante cuando me enciende. Creo que ella escucha mi susurro, por eso viene a sentarse todos los días un par de horas; y mientras oye mi música, lee y relee una y otra vez la carta que le escribí hace mucho tiempo, cuando pedí su mano.


José Fernández del Vallado. Josef. Sept.2009.


sábado, septiembre 19, 2009

La cuchilla está desgastada... afilémosla.



La cuchilla está desgastada…afilémosla. Me afeito con parsimonia, pienso en Elisa ¿dónde estará? y ¿por qué el tiempo ha cambiado? Me encuentro mucho más delgado. Debí hacer los deberes ayer. No logro estudiar... y la Constitución oh, la Constitución me vence. ¿Qué debo hacer para ser rey? Lo dice el artículo no sé cuantos: Basta con ser ciudadano español y tener el carné ¿o la carne? en regla. ¡OH Dios! Quiero ser rey y que todos me aclamen a cambio de una sonrisa real.
Pero en qué demonios pienso, debo afeitarme, afeitarme y conectarme al ordenador. Es un Pentium Windows XP CPU 2,80 GHz 3,00GB de Ram y pensar en como voy a encontrarla de nuevo. Claro, el Facebook, buscaré en Facebook, debe estar ahí.

Me afeito deprisa, las orejas me molestan, quizá no debiera tenerlas. Me corto dos veces, me paso papel higiénico – lo cual no es nada higiénico – sobre las heridas. Después voy al ordenador, accedo al Facebook y... ahí está. Después de treinta y dos años sin vernos, no está mal, volver a encontrarla; es justo lo que necesitaba. Lo primero que compruebo: Sigue siendo pintora. Hay una obra suya, se llama: “Cabo de Gata.” Pero no hay una foto donde pueda contrastar su semblante, y dudo si se trata de ella en realidad. Aunque todo parece coincidir. Y Aquella noche ¿por qué recuerdo ahora algo que sucedió treinta y dos años antes? Es agua pasada... pero aquella noche ¡por Dios! Nunca se me olvidará la belleza de su mirada de gata egipcia. Me vigilaba y amaba en la oscuridad y pude verlas, las tumbas de los faraones. Y allí estaba ella, junto a mí, formando parte de mi vida, quizás la única vida que exista y ahora, por qué la echo de menos, por qué echo de menos a ciertas personas que conocí hace tantos años. Me gustaría verlas, saber de ellas, y volver a compartir una cerveza aunque ya no beba y sea abstemio; todo cambia, el tiempo no perdona y me ha condenado, sí. A veces es una condena sin retorno. Solo hay lugar para escribir tu historia a la primera, una sola vez, un solo golpe y si te equivocas, la mayoría de las veces ya no podrás rectificar. A veces me gustaría ser un Dios omnipotente, irresistible, imponderable... y no soy más que un mocoso que se cree mayor cuando se siente y ve como un niño.

Entro a su página, soy un ente de la web, ella no está pero permanece su esencia, es otro ente más de la web. Se dará cuenta de que entré porque dejaré un rastro visible, podría no hacerlo pero quiero que ella lo sepa; que estuve, que vi su última obra, que la sigo de cerca, que la sigo queriendo, como quiero a otros tantos, que mi amor está con aquellos humanos que me hicieron bien en la vida, y si desea llegar a mí, podrá hacerlo; que yo nunca olvido a los que me hicieron feliz que sigo y seguiré siendo su amigo hasta la eternidad, que no, que no paso página, que la historia está para recordarla no para olvidarla, que de ella, de sus errores y lecciones, aprendimos, aprendemos y aprenderemos siempre.
Añado a mis favoritos su página y me siento mejor. Voy recuperando mi historia perdida y ahora decidme. ¿Hay alguien que no desee recuperar esos momentos que le hicieron feliz? Yo, personalmente, lo dudo.
Un abrazo a todos aquellos que aman y aprecian respirar esta vida tan rara, misteriosa ¡y espléndida! a fondo.

José Fernández del Vallado. Josef. Sept. 2009.


viernes, septiembre 18, 2009

Martes.




Es martes. La calle está oscura, no hace fresco y hay poca gente. En una esquina del cine una chica joven, rubia, ni guapa ni fea, aguarda ¿tal vez a su novio? ¿Quizá a un nuevo amigo?
De nuevo vuelvo a ir al cine: sólo, y un tanto apático. Me revuelco en una soledad indeseada y prematura. Saco una entrada para Millenium 1, acabo de terminar de leer el libro, y no estuvo mal.
Después (tengo tiempo) me dirijo a cenar al restaurante que hay en la planta de debajo. La camarera – tampoco está mal – tras charlar animadamente al final de la cena, me pasa su teléfono en un papelillo (nunca me había sucedido). ¿Puede ser el inicio de una aventura? ¿Le resulto tan encantador como para confiar?

La película me gusta menos que el libro, pero no resulta mala sino diferente. La personalidad de Lisbeth Salander está conseguida; es una chica extraña, con sus defectos y virtudes. Sinceramente yo no la podría aguantar ¿o a lo mejor sí? Reflexionando descubro que un amigo mío se comportaba de forma parecida. Resultaba misterioso y atractivo. Se lo llevó un accidente para siempre. Lo eché de menos. O sea, uno nunca sabe...

A la salida del cine no puedo dar crédito. Es ella: La camarera, está esperándome. Cuando me encuentro a su lado compruebo que es casi tan alta como yo, morena, con un claro acento colombiano y claros y bellos rasgos de sangre india. Antes no me di cuenta. ¿Efectos obvios del alcohol? Lo cierto es que estaba achispado pero tras una película de dos horas y veinte minutos, me siento cambiado.
Apenas intercambiamos un tímido saludo. De camino a mi coche rompe el silencio y me pregunta qué me ha parecido. Le digo que estupenda; refiriéndome a ella – le aclaro. – Reímos ambos, liberando la tensión.
Dentro del coche, justo antes de arrancar, me sorprende al abrazarme y besarme de forma no solo apasionada, sino imperiosa. Tras una refriega que dura unos diez minutos por fin puedo murmurar una pregunta que suena impertinente.
— ¿Lo necesitabas?
Baja la cabeza y sincera, contesta.
— Llevo un año sin sexo.
Sonrío y resalto.
— ¿Ah sí? Pues yo voy camino del segundo.
Se ríe. Luego cambia, me observa de reojo de nuevo y me dice.
— Ya. Un hombre… ¿tan guapo?
Complacido y en el fondo avergonzado, le resto importancia a su opinión.
— ¡Bah! ¿De verdad me encuentras así? Si soy un paquete.
Y añado
— Verás... No siempre es cuestión de belleza.
Vuelve a mirarme de forma inquisitiva y me pregunta.
— ¿Tienes... un lugar que no sea el auto?
— Sí.
Arranco de inmediato. Me siento excitado y revuelto. Lo entiendo, ya tengo edad suficiente. No todo es sexo en la vida, pero... hoy me siento... ¿como decirlo? ¡Me siento a flote y vivo de nuevo...! Mañana, Dios dirá; dirá: ¡Impenitente!

José Fernández del Vallado. Josef. Sept. 2009.


martes, septiembre 15, 2009

Cazador Experimentado.



Hasta ese momento de su vida, el cazador experimentado Ángel Cardoso, había cobrado prácticamente toda clase de piezas y recibió multitud de condecoraciones. Su historial se había convertido en una leyenda; e incluso llegó a ser apodado: “Sombra acechadora.”
Partidario de la reproducción de las especies al natural, Ángel Cardoso ni siquiera pensaba en la posibilidad de su extinción.
Preguntado por la situación de la fauna en el mundo, escéptico, contestaba mediante interrogantes a quienes mantenían que la desaparición de muchas especies, no sólo era inminente, sino preocupante. El pilar de sus creencias se fundamentaba en cuestiones del tipo:
“¿Por qué continuaban existiendo las interminables manadas de Ñues? ¿Por qué resultaba imparable la expansión de las ratas? ¿Por qué había cocodrilos en los sumideros de algunas grandes ciudades, pitones en algunas zonas pantanosas de los EEUU, y zorros y jabalíes en zonas densamente habitadas por el hombre? Era eso extinción o crecimiento.” Contemplar las caras de desconcierto de algunos ecologistas, le hacía sentirse seguro de la veracidad irrebatible de sus teorías.

Cierto día, mientras trataba de calmar su aburrimiento en tanto fraguaba nuevas aventuras por los deliciosos parajes del África, caminaba por las montañas de Toledo al acecho del faisán y la perdiz.
Tras avistar a una bandada de perdices, fue retirándose hasta internarse en un paraje frondoso, y cuando quiso darse cuenta, resultó estar tan apartado y escondido, que se encontró perdido en medio de un insólito roquedo.
Se detuvo a descansar sobre una de sus rinconeras, y divisó un claro por el cual discurría un arroyo. Y, en un extremo, deslizándose en silencio y con delicadeza, descubrió al ejemplar.

Se encogió tras las rocas. Sin proyectarlo, su mente de ojeador, se concentró en la cacería más apasionante de su vida. Pues sin ser consciente acababa de situarse en el lugar idóneo para abatir a una de las presas más codiciadas que faltaban en su voluminosa colección, y que a continuación tuvo en el encuadre de la mira de su escopeta: Un lince ibérico.
Se trataba de un espécimen increíble, estimó. Mientras que su pelaje moteado se confundía con las finas espigas que lo rodeaban, los pabellones auditivos acababan en largos y suaves pinceles, y a ambos lados de su barbilla, sobresalían hermosas barbas amarillas. En tanto, sus extremidades cubiertas por gruesas almohadillas, progresaban anteponiéndose unas a otras con la sintonía de un ballet silencioso.

El animal se acercó con cautela hasta el espacio abierto donde las aguas del manantial formaban una poza, se detuvo, alzó la cabeza y oteó con detenimiento. El cazador sonrió, pues la fortuna había querido que se hallara contra el viento. Finalmente la presa inclinó la cabeza, comenzó a lamer con delicadeza y Ángel supo que aquel era el momento. Situó el dedo sobre el gatillo, estaba listo para disparar, cuando escuchó el trino de un jilguero. El felino levantó la cabeza y aguzó las orejas; finalmente pareció sosegarse y liberó un leve maullido. Tras una roca se percibieron unos chasquidos, y dando tropiezos contra las raíces salientes de los árboles, ante el encuadre de Ángel, surgieron tres preciosas crías y fueron a reunirse con la madre.

Ángel Cardoso había presenciado toda clase de escenas sin enternecerse jamás. Y, ahora, sin comerlo ni beberlo, delante de él tenía a la que tal vez fuera la última camada de linces en la sierra de Toledo. Aunque ¿quién le aseguraba tal cosa? Nadie. Excepto lo que sabía desde su niñez. Sus abuelos le hablaron siempre de la existencia de aquellos hermosos animales. Luego, en su adolescencia, vio ejemplares capturados y se hizo la promesa de hacerse con la piel de uno de ellos. Pero pese a sus innumerables correrías, en toda su juventud, nunca logró toparse con uno; hasta ese momento. Y, Dios. Resultaban increíblemente... delicados y ¡preciosos!

Aquel verano “Sombra Acechadora” suprimió su habitual cita de muerte con África. Y, en su pueblo, semejante aplazamiento fue motivo de sorpresa y habladurías. Hubo quien aseguró que se hallaba enfermo de cáncer, otros dijeron que se había arruinado, y algunos afirmaron que estaba enamorado. El hecho es que ese año Ángel Cardoso no escudriñó un solo elefante, hiena, león, leopardo o antílope; y tampoco olió el olor acre de la pólvora, pues ya no le hizo falta volver a empuñar un rifle de mira telescópica. En cambio, se hizo con una cámara y aguardó largas mañanas al acecho, con objeto de presenciar el momento en que la familia,con las crías cada vez más crecidas, hicieran su aparición en la poza para beber y remojarse. Entonces, con sumo cuidado, observaba a través del ángulo de mira de la cámara, apuntaba y disparaba.

José Fernández del Vallado. Josef. Sept. 2009.


viernes, septiembre 11, 2009

Escalada y mutación.




Seguía exponiéndome, no había un cómo o un porqué, estaban las emociones, las reacciones internas y de autocontrol, eso era lo primordial. Ascendía con Arne, un noruego afable y silencioso; lo trascendente no era hablar entre nosotros sino sentir el feeling de que estábamos haciendo lo correcto y el organismo respondía.
El proceso de crecer y creer en uno mismo tomaba forma.
Todos me preguntaban por qué lo hacía, pero no había respuesta, estaba dentro de mí. E incluso Celia, mi novia, me reprochaba y consideraba que exponerme de esa forma era invitar a la muerte. Pero estaba dentro de mí…

Durante una temporada Arne y yo compusimos la cordada casi perfecta, todo cambió cuando le propuse dejar la Escalada Clásica y adoptar la Big Wall, consiste en atacar grandes paredes. Suele durar varios días, por lo que hay que subir hamacas de red para dormir, víveres, etc.; se puso algo huraño. Además estaba mi costumbre de descender realizando un Salto de Base; hasta la fecha lo ejecutaba desde las pequeñas alturas que coronábamos: Acantilados, farallones y peñascos. Desplegaba un paracaídas direccionable y me sentía yo mismo.

No sé por qué, pero me ocurría. Cada día que pasaba advertía un ansia y un hambre voraz por conquistar nuevas vías. Voracidad solo interrumpida cuando me detenía para entrenar y adoptar estilos inéditos.
Decidí poner en práctica mi experimento. Ascenderíamos la cara oeste del Karakorum practicando: Solo Integral; sin soga ni seguros, ni ningún tipo de protección que pudieran salvarnos si cometíamos un error. Tomar esa decisión supuso un mes de estancamiento y “cambio de piel.” En realidad llevaba años ensayando ese estilo, y aunque Arne me acompañaba, nunca pareció compartir mi afición con la misma ilusión que yo; estaba dentro de mí…

Esta vez la ascensión no iba a ser de doscientos o trescientos metros, sino de unos mil doscientos.
El primer tramo no fue sencillo, poco a poco fuimos progresando.
Mi primera noche echado sobre la hamaca de red fijada a la pared fue toda una experiencia. A la mañana siguiente me sentí diferente y escalé con más soltura.
La segunda noche pude ver la vía láctea refulgir con una claridad pasmosa y me di cuenta de lo solos que estamos en el universo y a veces, aunque tengamos los pies en el suelo, también sobre la tierra.
El tercer día de escalada ya no había miedo dentro de mí, pero tampoco hicimos cima como esperábamos. La siguiente noche un espíritu indomable habló con mi esencia doblegada, y me reveló que me faltaba convicción.
La séptima noche la pasamos refugiados, oyendo los bramidos de los truenos, viendo aterrados colisionar los rayos contra los escarpes y el golpeteo del granizo sobre nuestros sacos.
La cuarta semana, vencido por la fatiga, Arne comenzó a recular hasta que abandonó; yo en cambio, cada vez más involucrado, proseguí. No podía dejarlo; estaba dentro de mí...
Entonces sucedió. Comencé a sentirme realmente libre y diferente. Una mañana me deslicé sobre la húmeda pared de granito hasta hallar el lugar.
Al segundo mes mi crisálida estaba adherida junto a la cima. Con el paso de los días la visión dejó de ser tenebrosa y se tornó en translúcida.
El envoltorio se resquebrajó con el primer rayo de sol. Encogido y pugnando salí a la luz de la mañana.
Estiré mis brazos y extendí las alas; caminé unos pasos y estuve en la cima, batí un par de veces y dominé las cumbres más abruptas.
No volví a bajar nunca ¿para qué? Si había conquistado el universo…

Dedicado a Oscar Pérez. Montañista español fallecido el pasado mes de agosto en el Latok II en Pakistán.

José Fernández del Vallado. Josef. Sept 2009.





martes, septiembre 08, 2009

Costa de la Muerte.




El jueves, primer jueves de septiembre, guiado por la orientación de un olfato casi perdido llego a una pequeña localidad situada en la “Costa de la Muerte.”
Dejo la mochila en un Hostal modesto y salgo a respirar aire puro al malecón y lo primero que descubro, por fin, es su paz.
Adquiero una lata de Nestea, me acomodo en un banco al aire libre, y respiro libertad.
Llevo mucho tiempo entrampado tras los muros de mi casa y una salida a un otoño naciente y al mundo es liberarme de unas cadenas invisibles y ya casi roñosas.
Pero mi sorpresa no radica sólo en eso, sino en la realidad de su paz. Existen la Costa del Sol, la Costa Brava, la Costa Blanca, la Costa de la Luz, etc., pero... ¿qué eslogan publicitario es hoy día capaz de anunciar: “Disfrute en la Costa de la Muerte?” Me complace que nuestra sociedad siga acatando tabúes, pues el turismo brilla por su ausencia y ni siquiera la temible “Burbuja Inmobiliaria” coloniza y arrasa un lugar que permanece inviolado.
Unos chicos se divierten patinando en el malecón, y a su lado, los pesqueros descargan el producto de su esfuerzo; unas chiquillas pasan ante mí esbozando sonrisas de auténtica y sana felicidad; la satisfacción de quien es pobre y sin asuntos absurdos que resolver.

Comienzo a caminar, salgo de la población y me dirijo hacia una ermita sita a seis kilómetros de allí, y por primera vez en un largo espacio de tiempo, lejos de cualquier medio de transporte, utilizo mis piernas; lo echaba de menos.
A medio camino hay una cala: -increíble- y desierta. Hace un día de nubes y claros. Entre sus blancas dunas de arena las gaviotas descansan con holgura y pereza. Desciendo hasta el arenal y antes de alzar el vuelo prefieren apartarse; hay espacio sobrado para todos.
Me desnudo y con algo de reparo me entrego a sus temibles olas gélidas y efervescentes. Salgo, me desplomo y rebozo sobre la arena, cierro los ojos y cuando los abro me siento rodeado de sílfides que me abrazan y miman con amor. Todo es belleza de nuevo. Hacía tiempo que no lo experimentaba. ¿Cuánto? Encuentro la perfección en la vida y de la vida. ¿Quién dijo que no existe? Yo, seguramente... Basta con volver a nuestros ancestros y formar parte de aquella comunidad que vivió de cara a la naturaleza, y no de espaldas, como ahora.

El ¿sueño? dura dos días. Puede ser la extensión de una vida. Y qué si se es feliz ¿para qué seguir viviendo? Mejor morir inmerso en un sueño feliz en la Costa de la Muerte, que amargado en la Costa del Sol.
Subo al autobús y sé que volveré. No sé cuándo ni cómo; pero volveré a encontrarme con ese estado de serenidad, placer y adhesión, que dejo aguardando. Aunque sepa que puede hallarse en cualquier lugar. Pero si uno lo desea de verdad, de vez en cuando, es bueno llevar a cabo ciertas escapadas metafísicas.

José Fernández del Vallado. Josef. Septiembre 2009.


miércoles, septiembre 02, 2009

Aguas arriba.




Ningún occidental sabía lo que había aguas arriba.

A partir de la tercera bifurcación el río se volvía angosto y oscuro, las ramas de los árboles llegaban a acariciar la superficie y la selva lo engullía casi en su totalidad.
Llevaba días rumiándolo. Estaba cansado del calor, de las aguas estancadas y de no encontrar más que sanguijuelas intercaladas entre pepitas de oro, tan diminutas, que apenas daban para comer y bajar al poblado a gozar de las jóvenes guaraníes. Estaban limpias. Pero necesitaba una nórdica rubia, de dientes blancos como la leche, educada en una universidad de prestigio y que pudiera enseñarme arte, literatura, y a follar como es debido.

Cargué lo indispensable en la canoa y partí rumbo a lo desconocido. No es que lo inexplorado me llamase la atención, pero precisaba romper mi demencial rutina selvática.

Había consultado con un jefe. Me recomendó remar sin descanso durante las dos primeras semanas. Sólo a la tercera las aguas se despejarían, me indicó; entonces habría de tener cuidado con los indígenas. Había tribus que no habían visto jamás a un hombre blanco.
La perspectiva de encontrarme con ellos no me asustó, sino al contrario. Tal vez supieran decirme donde encontrar lo necesario para poder abandonar la selva para siempre. Llevaba ciertas chucherías: Espejos y collares de cuentas de colores a las que no podrían resistirse.

Comencé a remar y todo cambió y se despejó. Me encontraba por fin abriéndome paso hacia rumbos diferentes.
Creí que resultaría más difícil, pero avancé a buen ritmo y un día el río se abrió formando un paraje insólito y una espléndida laguna. Y en una de sus riberas, al descubierto, una tribu aguardaba mi llegada sin, en apariencia, revelar inquietud.

Saberme protagonista de un encuentro entre civilizaciones me hizo sentir por primera vez emocionado. Pero lo que además me turbó, fue descubrir que aquellos indígenas no solo estaban cubiertos de oro, sino que convivían sin concederle importancia y lo utilizaban como principal utensilio.
Confiado, les enseñé los espejos y collares de cuentas de vidrio, los miraron con aspaviento pero sin interés. A continuación me mostraron sus “collares de cuentas;” estaban surtidos con variedades de gemas y piedras preciosas, y llenos de júbilo, me llevaron en volandas a su templo de oro. Su dios, labrado en oro macizo, mediría algo más de… ¡metro y medio!
Esa noche, excitado, no pude dormir.
De madrugada desperté con la idea enquistada en mi mente y a la siguiente noche, lo hice: Robé la escultura.
La até a una cuerda y me puse a tirar pero era tan pesada que, sudando, empleé tres horas en alcanzar la embarcación.
De madrugada pude embarcarla. Estaba en el centro de la laguna y oí los cuernos dando la alarma. Traté de remar con más ímpetu pero al aligerar, debido al peso de la efigie, la embarcación comenzó a hacer aguas y se hundió.

Sólo un occidental sabía lo que había aguas arriba y ése era yo.

Horas después estaba dentro de una artesa, de las de hacer pan, de la cual sólo sobresalía mi cabeza.
En frente de mí, a izquierda y derecha, habían colocado “mis espejos,” con lo cual podía ver perfectamente mi cráneo.
Al toque del cuerno un murmullo se extendió entre los hombres de la tribu. El jefe apareció sobre su palanquín de oro, descendió, se sentó a mis espaldas y a un segundo toque del cuerno, empleando una especie de hoz, levantó la tapa de mis sesos y...

...dejé de sentir codicia para siempre...

José Fernández del Vallado. Josef. 2009.





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