
No habla, dormita y parece aguardar, aunque nunca toma el autobús. ¿Acecha? Tampoco dirige la palabra pide perdón reza suplica o se queja, y se fija en el bullicio que gira a su alrededor con el mismo desdén de quien vio desfilar una procesión hace décadas. Poco parece importarle haga frío calor llueva nieve hiele o sople un tifón. Bebe vino rancio, barato, y lo hace con dignidad. Ni siquiera es alcohólica de bulto, no habla sola y si masculla jamás la verás hacerlo en alto. Al ser preguntada, con amabilidad de salón, responde frases de elegante disuasión. “Está bien. No necesito ayuda. No estoy sola. ¿Si tengo a donde ir? Ya estoy aquí. Este es mi sitio. Mi sitio. Mi sitio… Estoy segura. Sí. No se preocupe. No estoy loca. No. Segura. Segura, por completo.”
En general la ciudad convive junto a ella con la misma naturalidad que lo hace con ratas, cucarachas y ladrones; pero ella no tiene que ver. Su cabello cano, su forma de desenvolverse, anuncian dignidad y un pasado, como mínimo, juicioso.
Termino el trabajo de madrugada; es invierno. Vuelvo deprisa, las manos en los bolsillos, el viento desbasta mis labios y silba en mis entrañas, la calle está en silencio y las estrellas titilan de frío. Entonces oigo cantar y la descubro: Es ella; mediante un clamor amortiguado, tenue y tierno, exquisito, abrazándose el pecho con sus brazos duros como rizomas, un par de mantas echadas sobre su abultada espalda de vieja, la botella a sus pies, mediada, y la cabeza ladeada, deja escapar notas que hablan sobre un lugar donde una vez hubo amor.
Paso a su lado, por un instante me detengo; pienso en llevármela, la noche es infame, cruel, todos los días pienso en lo mismo y ¿por qué no lo hago? ¿Por qué no sé reaccionar? ¿Soy insensible? Me comporto como la ciudad. ¿Formo parte ya del duro granito y metal? Sí, tal vez…
Está oscuro, algo brilla. Miro al cielo, a las marquesinas de los edificios, parecen retorcerse y agacharse hasta abrazarse entre sí, da la admirable impresión como si desearan resguardar la soledad y el silencio. Hace silencio, excepto la melodía. La miro. Alza la cabeza se vuelve y me contempla, nunca lo hizo antes. Revelo la procedencia del brillo, está en sus ojos. Resplandecen con incisa profundidad en la penumbra, un escalofrío arquea mi cuerpo. Una voz suave, delicada en exceso, me anima con inesperada placidez.
“Vete, regresa a casa. Tu mujer te espera.” Y añade más tensa.
“Lo sé. Sé lo que piensas. Todos lo creen. Pero yo estoy en la mía y No tienes nada que hacer.” advierte. Y sonríe. ¿Sonríe? ¿Está ebria? Cómo sonreír sin tener hogar ni familia sin… ¡nada! Aunque a lo mejor es lo que yo establezco.
La miro con miedo, recelo a lo desconocido, lo sobrenatural me aterra, me sobrepasa. Bajo la cabeza, me giro y balbuceo.
“Adiós. Hasta mañana.”
A mis espaldas oigo un bondadoso “hasta siempre.”
Luego, la misma melodía me acompaña durante la noche. Y a la mañana siguiente continúa implantada en mi mente.
Y hoy, tras más de treinta años de aquello, está dentro de mí. Se encuentra siempre en el mismo lugar, “inalterable”, pero a la vez muy tenue tierna y exquisita, abrazada en “su refugio” de la parada del autobús de la umbría y popular calle Toledo, de la que nunca tuvo necesidad de salir…
José Fernández del Vallado. Junio 2007. Arreglos 2009.