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jueves, diciembre 13, 2012

Satria.

   La descubrí enroscada sobre sí, formando una espiral inabarcable, en la charca de una calle angosta de una ciudad arrasada. Sus ojos de ámbar brillaban con abatimiento, era posible advertirlo; estaba débil y rendida. Me dio grima y cierta aprensión... 
   Alzó su frente de superficie lisa, de piel en apariencia suave y añil, desdobló su espina dorsal, estiró sus brazos finos e incluso, delicados. Su forma fugaz de activarse me llevó a determinar que era uno de ellos y estaba en condiciones de moverse. Con una voz cáustica, me dijo. 
   “Soy Satria.” 
   Me disponía a rematarla cuando su efigie, desvelando una fisonomía brillante y en cierto modo desnuda, se alzó. Sus ojos ovales sonrieron. Permanecí sugestionado, contemplando aquello que se ofrecía ante mí. Su estructura, formada por curvas de sinuosidad imposible, sometía los cánones de la belleza a un simulacro prosaico. A su lado, la modelo más cotizada, no dejaba de ser una primitiva complexión de movimientos torpes. Sucedió en un instante. Por mi mente cruzó un recuerdo, una advertencia: “Mata sin contemplaciones, no mires nunca...” 
  ¿Por qué no lo ordenaron de forma imperativa y, en cambio, lo hicieron con voz medrosa? ¿Dudaban? O era turbación ante la idea de tener que dañar aquella extraordinaria majestuosidad de la vida... 
   Volví a contemplarla y mis labios la veneraron. 
   “¡OH, Satria!” 
   Dejé caer el arma, sus brazos me envolvieron, caímos sobre la charca y nos revolcamos. Una ansiedad compulsiva y tal vez perturbada, me llevó a penetrar aquel sexo diferente, sus profundidades eran infinitas, sus matices, desconocidos. ¡Dios! Un orgasmo al lado de aquello que ahora experimentaba no era sino un trivial juego de niños. Incapaz de reconocer o averiguar sensaciones, al borde de la inconsciencia, envuelta en conmociones de intemperancia, mi mente se desleía. Un placer que creía conocer y, sin embargo, en mi existencia, apenas había llegado a desenterrar como una insubstancial capa exterior; eso era todo lo que sabía o había explorado hasta el momento –ahora tenía la certeza – una porción ridícula de la epidermis del hedonismo. Y había más, mucho más allí; más que fútiles jadeos, silencios, lloros de deleite, pasiones profanadas y profanas. Tenerla a mi lado y permanecer ligado a aquello -no me importaba si se trataba de sexualidad o no- mediante un vínculo perpetuo, ya era el opio de mi existencia. Sus manos, sutiles, acabadas en dedos con huesecillos largos y azules, se adherían a mi piel como ventosas y me causaban un hormigueo y embriaguez cercano a la locura. Mi órgano, dentro de ella, era dueño de una voluptuosidad formidable que no hacía sino desarrollarse en forma de bomba neumática. 
   Así lo alcancé, penetré en la remota exclusividad de un climax vedado a nosotros, infelices seres humanos... 
   Un clamor imparable surgió de mí -¿era yo mismo?-  ¡Lloraba gemía, gritaba....!
   Comencé a derramar un riego jubiloso. ¿Se trataba de un orgasmo? No, era algo superior... Me proporcionaba un placer ilimitado que nunca había experimentado; el esplendor de la perfección. Resultaba imparable. Realmente era así: Desquiciante y, porqué no decirlo, agotador...
   Mis jugos internos dejaron de operar como sangre y fluidos gástricos para transformarse en más de lo mismo: Esperma. Licuado entre quejidos de placer dolor y placer, mi ser se evacuó dentro de ella. 
   “¡Oh Satria! Mi amor... exhalé” 
    Vacío y agonizante, como un contenedor oxidado, caí a los pies de aquel ente, que sin formar parte directa de la cadena de la vida, se nutría de ella. 
   Se sacudió de mí como de un pañuelo usado. 
   Restablecida, siguió su camino hasta el próximo charco, unas manzanas más adelante… 

José Fernández del Vallado. Josef 13 Diciembre 2012. 

TU OPINIÓN:


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viernes, noviembre 09, 2012

Igual que su Sexo.


  Por las noches me arrebujo y mientras mi pulso se acelera y mi corazón palpita con resentimiento contenido, con cuidado, extiendo las manos delante de mí –donde solías hallarte– tiento en busca de tu calidez y estremecido, evidencio mi situación:
Nada y nadie a mí lado. Y te echo de menos. Sin apenas darme cuenta, el tiempo, ese derrotero nebuloso inventado por el hombre, vence mi pulso de forma insalvable. Y yo, sin darme cuenta o a lo mejor no quiero enterarme, sigo siendo el mismo. Vivo y moriré echándote de menos, cuando nunca te tuve y si te alcancé sucedió de forma caprichosa, nunca en plenitud. Ahora, otra vez, una vez más –¿cuántas restan?– bajo la intimidad de las sábanas, trato de hacerme una idea y recuerdo cómo fue: Huracán de sensaciones, vitalidad, facultad de hacer reversible lo irreversible, locura salvaje. Por ti hice lo que nunca imaginé sería capaz y sin embargo nunca acabé y deseo volver a tenerte, por eso sigo soñando. Extiendo las manos, las yemas de mis dedos se esfuerzan en encontrar el lugar donde estuviste, acariciarlo con suavidad y dejarme llevar…. Pero eres esquiva. Huyes de mí y yo me hago el indiferente, jugueteamos a ser dos desconocidos. Con todo, supimos caminar de la mano y nos sostuvimos uno en el otro. Cierro los ojos, tu tibio aliento acaricia mi rostro y lo humedece o soy yo ¿lloro, río? No. ¡Lloro y río a la vez! como cuando ciertos sentimientos de pureza irreal dominaron mí ser, y como hacía cuando vivíamos en ingenuidad. Dejamos de ser dos y fuimos uno, me abracé a ti noches de desenfrenada pasión; te acaricié hasta arrancarte la piel. Estaba loco. ¡Por ti lo era todo! Títere, rey, busca pleitos. Me alimentabas, envolvías e incluso llegaste a hacerme brillar por dentro y fuera. Eras luz y yo creía en tu poder; eras fuego y fuerza… Quise imaginar que estarías todo el tiempo a mi lado, que nunca me abandonarías, sabía cómo mantenerte, pero… ¿fue así?
  No. En realidad nunca supe nada, y sigo igual. Te fuiste. Y ahora, una vez más, sueño con tu silueta voluptuosa, beso tus pechos reverberantes; iluminan mi oscuridad, relamo y repaso tu clítoris hasta dejarlo terso, inmaculado. Sigo como siempre loco por ti y te echo de menos, igual que tu sexo. Como el día en que te descubrí, ¿o me descubriste antes tú a mí? Soy ese niño que caminó a tu lado y luego se hizo mayor, muy mayor, tanto que envalentonado se adentró en el laberinto de un desierto y ahora, no sabe cómo hacer para regresar. Algunas preguntas arden dentro de mí. ¿Quién apuñaló a quién o quién se hizo el Hara Kiri? ¿Y… quién soy yo? El mismo, ¿sin duda? Me doy la vuelta en la cama. No puedo dormir. Sigue fresca y seca. No regresas. ¿Me encuentras tan viejo que ahora me has dejado para siempre? Soy débil y tengo miedo de que no vuelvas; de morir en la frialdad de un invierno gélido, alumbrado con el matiz de una luminosidad vacía y negra. Tengo miedo, por eso te busco y si tengo suerte a veces te encuentro y recuerdo cómo eras. Entonces me alegro y soy feliz de tenerte a mi lado y de nuevo mi alma se desborda de ti y evoco tu orgullo no, tu soberbia, y cómo te hacías y haces llamar cuando doblegas a quienes se te resisten, y esa expresión se instala en mi cerebro y no me atrevo a pronunciarla. A veces la grito pero no estoy despierto, sino dormido, a veces la grito, es un chillido desgarrado, escupido con fuerza. Rebota en las paredes de un abrupto barranco y su eco la devuelve multiplicada miles de veces. Repercute en mi cerebro y lo transfigura en un laberinto ultrasónico, y quiero volverme loco y robar, dejarme insultar y morir de vergüenza e incluso desearía asesinar…
  Hace frío. ¿Ya es invierno? Me arrebujo. Mi pulso se acelera y mi corazón palpita con resentimiento contenido. Con cuidado, extiendo las manos delante de mí –donde solías hallarte– tiento en busca de tu calidez y estremecido, evidencio mi situación: Nada y nadie a mí lado. Me duermo y despierto. Mi boca tiembla deseando recuperarte y avergonzada se abre y pronuncia tu nombre, dándose cuenta; tal vez sea el nombre más viejo del mundo, ¿o acaso lo fue tu profesión…?

José Fernández del Vallado. Josef. Noviembre 2012.



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sábado, marzo 14, 2009

La incomprensible senda de la voluntad.

Juan Germán López tenía más de cuarenta años. Vivía solo, no tenía familia, ni por lo tanto hijos. Así como tampoco trabajo fijo ni hogar propio. En cuanto a sus amigos, se habían ido distanciando hasta arrinconarse en un olvido simultáneo. Vivía en una pensión y subsistía de unos exiguos ahorros. Apartado de la seguridad de un salario fijo y de la rutina cada nuevo amanecer para él constituía una aventura. Y aún así era feliz. Antes de eso había sido una persona diferente; un hombre digamos, estándar. Trabajaba de empleado en una oficina de correos durante once horas diarias, hasta que enfermó. Contrajo un extraño padecimiento que lo indujo a escribir un día sí, otro también, y los demás exactamente lo mismo. Pero ¿cómo enfermó? No fue complicado. Sucedió al leer una carta que por casualidad se hallaba mal sellada.
Era una mañana ventosa y Juan manejaba la moto. El suave papel transparente se escapó de su sobre, se filtró por un resquicio de la cartera y cual frágil pluma vapuleada por el viento, salió volando ligero. Juan lo vio de reojo, detuvo la moto, corrió tras el, saltó la verja de un jardín y lo atrapó segundos antes de que se precipitara en las cristalinas aguas de una piscina. Y una vez entre sus manos, sin ser consciente, comenzó a leer. Decía así:

“Querido Juan sé que estás muy enfermo. Amado, también sé que tu familia no me quiere y no permitirá que te vea nunca más...Pero amor, todo mi amor y cariño permanecen indelebles. Recuerdo como si fuera hoy mismo lo mucho que nos deseamos, reímos, jugueteamos y lloramos nuestra pura y absoluta felicidad compartida. Todos esos momentos que pasamos juntos, han quedado grabados con la firmeza inalterable de un cincel sobre una lámina de mármol, y ya no podré olvidarte jamás. Por ello, te seguiré escribiendo siempre. No me importa ya si me respondes o no, si vives o mueres, puesto que aunque desfallezcas, para mí seguirás estando eternamente vital y presente, ya que de forma espiritual uno jamás se extingue y su alma continúa ahí para ver, leer y acariciar las cartas que yo te iré remitiendo. Amadísimo Juan sólo existe un problema. Es un detalle intrascendente y carente de significación, no te alarmes. Hoy volví a tratar de dibujar un retrato, tu retrato. Lo intenté más de treinta veces y en todas me ocurre lo mismo. Por más afán que pongo no sales tú sino un esquema de trazos desiguales... No acabas de ser tú mi amor. No te preocupes soy torpe. Continuaré ensayando hasta lograrlo. Te ama intensamente y para siempre. Mabel.”
Esa misma tarde, en la oficina, ya no fue el mismo. Sus pensamientos y su mente estaban en otra parte. Todo su ser había partido hacia periplos remotos y desconocidos.
Lo primero que hizo fue comprobar qué había sido del muchacho al que la mujer escribía. Con consternación supo que hacía más de tres meses había muerto de cáncer. A continuación pidió la baja y como solía pasar desapercibido, a nadie le sorprendió. Por la noche, al regresar a su hogar, de forma irreflexiva emprendió dos tareas nuevas para él. La primera, suplantar una identidad, la segunda, escribir. Tomó varias cuartillas, un bolígrafo y comenzó la ardua tarea. Y al redactar se dio cuenta de que quien impulsaba y articulaba con precisión sus frases que, cuidadas, pasionales y bien enlazadas, resultaban bellas reflexiones de una persona que se hallaba en el éxtasis de amor, era su corazón. Tras más de cuatro horas de esfuerzo terminó de escribir. Cuidadosamente puso su dirección e indicó que, a partir de ese momento, aquel era su nuevo domicilio. Explicó también que todo le iba bien, y que no había podido escribir hasta la fecha debido a los azarosos trámites del cambio y por vicisitudes familiares. Pero una vez resuelto, a partir de ese momento, podrían escribirse cuanto quisieran sin interrupción.

Desde ese instante un nuevo mundo se abrió a sus ojos y sentidos. Dio comienzo un intercambio de cartas maravillosas, colmadas de sentimientos y pasión, y sobre todo de un amor que comenzó a percibir primero a flor de piel, luego en su interior y se instaló muy profundo, hasta sentirse inmerso en un trance de satisfacción nunca percibido con anterioridad. Por supuesto, no olvidó informarse de detalles esenciales presentes en la vida del Juan a quien amaba Mabel. Mientras tanto, poco a poco, fue insertando fragmentos de su existencia.
Pasados tres años, pese a su ardua y calibrada estrategia de moderación, y por verosímil que resultara la lógica de sus relatos, los deseos de Mabel por volver a reencontrarse llegaron a ser tan ardorosos que no tuvo más remedio que ceder y confesar que estaba repuesto. Si llegó a tal extremo fue porque, aunque supiera que caminaba hacia el desastre, él mismo deseaba verla, conocerla, y si le fuera posible aunque sólo se tratara de un instante… rozarla. Le bastaba con eso. Pero entre todos aquellos sentimientos un deseo se abría paso con irresistible tesón, aunque sabía que iba a resultar del todo imposible: Deseaba besarla.

Acordaron verse un diecisiete de octubre. El mismo día en que aquel malogrado Juan y ella se habían conocido. Octubre significaba para Juan, tristeza. Representaba el mes donde las fantasías del verano excluidas por los vendavales del norte, se diluían. Y cuando las cálidas o acaso frágiles promesas veraniegas entremezcladas con la amarga laxitud otoñal de los bosques, dominadas por un estío en decadencia, comenzaban a declinar vencidas por la insoportable opresión invernal. Entonces todo el ciclo agonizaba.

Un local junto al mar, allende una playa solitaria. Todo según dispuso ella misma.
Juan le refirió, y así tuvo que ser, que debido a su enfermedad le habían operado de cirugía radical y tal vez resultara irreconocible. Para su sorpresa ella le respondió que le daba lo mismo lo que hubiera cambiado de aspecto. Pues declaró que a quien se desea con auténtico fervor resulta sencillo de reconocer, incluso entre miles de personas.
Llegado el momento, se hallaba en el lugar. Era viernes, un atardecer. El local estaba saturado por grupos de jóvenes y parejas que hablaban y se hacían embelecos en torno a una gran estufa. Juan se sentía nervioso y sobre todo angustiado. No en vano, era consciente. Ella podría estar a su lado y aún así ni siquiera reconocerlo y viceversa. Una cuartilla acarició su semblante y deslizándose en el aire enfiló hacia la estufa. Antes de que se precipitara en las brasas la tomó entre sus manos. Era un dibujo, lo observó sin interés y de pronto con detenimiento. Era un retrato. ¡Su retrato!
Súbitamente volvió la cabeza y tras él, con las manos apoyadas sobre el respaldo del sofá, había una atractiva mujer. Lo supo al instante.
—Sí, yo soy Mabel y tú eres Juan, el del retrato ¿verdad?
Sólo supo asentir.
—Entendí que mi querido y dulce Juan había fallecido cuando me resultó imposible bosquejarlo…
Él, compungido, balbuceó un dudoso “sí.” Ella prosiguió.
—Y también descubrí algo más al tratar de rehacerlo una y otra vez. El esbozo que perfilaba era siempre similar y debía representar algo o alguien que sin saberlo, ya estaba ocupando mi mente y mis pensamientos. Y ése eras tú… Aquel ser desconocido que al cabo del tiempo, averigüe, trataba de mantener viva mi ilusión y lo conseguía mediante las preciosas cartas que recibo a diario. ¡Tú! ¿Te llamas Juan en realidad? Él asintió con timidez.
Entonces Mabel, sin dejar de observarlo fijamente con sus ojos verdes, se acomodó a su lado. Le tomó de las manos y le besó son suavidad en los labios. Y Juan Germán López, como un estallido de placer experimentó una sensación de bienestar que le colmó por entero y lo supo. Tuvo claro que si ahora era afortunado, durante el resto de su existencia sería un hombre doblemente dichoso, y sobre todo, feliz...

José Fernández del Vallado. Josef. Abril 2007. Arreglos 2009.






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