martes, marzo 31, 2009

Estrellas de dolor.

Surgiste un amanecer sin brisa nubes ni sol, en una ciudad brumosa y metalizada donde hablar de futuro equivalía a mentir y hacerlo de pasado significaba dolor, en cuanto al presente prevalecía tu semblante perfilándose sobre la niebla densa y lechosa en los amaneceres frágiles con un sol debilitado. Llenabas mi vacío con palabras sembradas de promesas imposibles y las hacías posibles. A tu lado cualquier cosa resultaba sencilla. Dejé de beber, busqué el cielo de nuevo sujetándome a ti, sin separarme, manejando el bastón que mis piernas atrofiadas cada vez necesitaban con menor ansiedad, volví a caminar. Lavabas mi cuerpo magullado, limpiabas con esmero mis heridas, rasuraste mi barba y me diste de comer. Me llevaste a la orilla de un océano antes gris y que ahora había recuperado su matiz azulado y verdoso, me secaste las lágrimas me hiciste reír y me diste una razón para seguir. Me puse en pie de nuevo y cuando estuve listo ni siquiera tuviste que decírmelo. Lo supe la primera vez que te escupieron a la cara con odio: “¡Judía!” y te preguntaron qué hacías en tierra palestina. No dijiste nada, sacaste una estrella amarilla del bolsillo te la pusiste de broche y dándote la vuelta, comenzaste a caminar. Te seguí. Una reflexión me impulsó a no separarme de ti, la misma que tú me enseñaste: “El odio se apaga con amor.”

José Fernández del Vallado. Josef. 2009.




sábado, marzo 28, 2009

Por Treinta Monedas…

I
Nos pusimos en marcha temprano. Tras meses sin vernos pasamos una noche inquieta y apenas cesamos de joder en la tienda anclada sobre la pared. Pero ahora, era preciso continuar...
Liang Xu era bella y salvaje. Yo no podía permanecer mucho tiempo junto a ella sin follar o pelearme. Entre nosotros no existían límites. Quizá por eso el sistema nos buscaba. Habíamos desafiado a lo establecido en un mundo que proclamaba: “Elige libremente lo que desees.” Yo elegí perseverar y por eso ya no era libre. Algo no funcionaba. Todos creían ser libres y en cambio estaban sujetos... vigilados. Todo estaba cercado y lleno de ojos.
Liang era adorable y salvaje. Los mejores instrumentos contra el sistema eran mi cizalla y ella; nadie como ella... Día tras día atravesábamos fronteras, cortábamos cercos y penetrábamos en mundos libres y prohibidos. En eso consistía el capitalismo. Era un mundo libre y prohibido; una paradoja.

II
Millones de habitantes libres “sujetos al sistema” proclamaban que el socialismo había fracasado porque tan sólo permitía aspirar a poseer una bicicleta. En cambio, ahora, podías aspirar a tener cuantas quisieras, claro que como reventaban cada mes debías de comprarte una nueva. La verdad, nunca supe diferenciar qué era mejor, si la eterna bicicleta o las cien mil de papel...
Como tampoco supe entender el afán humano por acumular objetos tantas veces… sin sentido. Nosotros no éramos políticos. Apenas sabíamos lo que eso suponía o significaba; lo habíamos olvidado. Nosotros éramos “rompe cercos.”

III

Me fijé en la complexión de Liang Xu. Durante la escalada ella iba siempre delante. En las paredes no encontrábamos cercos; por eso escalábamos, porque allí éramos libres y únicos. A una gran mayoría de personas no les gustaba sentirse únicas, preferían pertenecer a la multitud. Actuar como multitud, hablar como multitud, vestir como multitud, llorar como multitud, esconderse en la multitud, e incluso reír cuando lo hiciera la multitud... o lo que es lo mismo, la masa.
Nosotros no hablábamos, actuábamos. Liang estiró sus brazos de goma prendiéndose de lo inaprensible. Para poder repetirlo necesitaba fijarme y comprenderlo: asimilarlo... Yo era bueno escalando en cambio ella, genial. Ahí radicaba la diferencia. Quisieron atraparnos en el sistema; su sistema. Nosotros no hablábamos. Tampoco concedíamos entrevistas a programas imbéciles. Descubrieron que filmarnos les salía barato y lo hacían cuando les interesaba. Los helicópteros nos molestaban, por eso huíamos siempre. Durante días o incluso meses nos perdíamos uno del otro. Aquella había sido la última vez, y nos habíamos reencontrado. Liang realizó un giro de noventa grados sobre un saliente a más de trescientos metros del suelo. Había llovido y el mármol estaba resbaladizo; me costaba seguirla. Era la reina del equilibrio.

IV

Antes de vernos me atraparon. Las manos de la masa sobaron mi cuerpo reluciente de sudor y por primera vez en años sentí repugnancia y miedo, lloré y vomité. No quería decírselo. No debía enterarse de que acudí al programa y hablé sobre ella. Les conté que no era como ninguno. Que era puro genio dedicado a su vida en las paredes. Nadie podía amarla y menos follarla excepto yo, porque jamás lo consentiría (lo último omití decirlo).
Me ofrecieron dinero por atraparla y oro. Nunca había visto el oro. Era amarillo y brillaba como mil soles juntos. Me prometieron que si la atrapaba construirían un muro de oro dentro del cual podríamos vivir en libertad. Que ir de rascacielos en rascacielos no estaba bien, que comprendiera el significado de la palabra, prohibido.


V
¿Cómo hacerla descender? Jamás la había visto en el suelo. Sólo yo bajaba. ¿Ella? Se alimentaba de huevos de los nidos que encontraba, o de insectos y de vez en cuando, aceptaba una manzana. ¿Cómo explicar que existía un muro de oro sólo para nosotros? No lo entendería, lo material para ella ni siquiera tenía sentido. En cambio yo... lo descubrí cuando el niño me regaló la moneda y me explicó que con ella podría comprar. Desde entonces entraba a los supermercados con sigilo, nadie se fijaba. Descubrí el pan, la leche en tetrabrik, la mermelada. Se lo llevé todo, no aceptó nada, lo rechazaba dejándolo caer con desprecio, excepto algunas manzanas y huevos.


VI

Descubrí a la mujer pálida y con cabellos rojos en un callejón. Me insinuó que por treinta monedas... No supe qué decir. Estuvimos meses haciéndolo y me enamoré. Por vez primera perdí a Liang, continuó merodeando en las cimas de los edificios más altos y fríos. Allí, abajo, con Dress, me supe arropado, hasta que se marchó y me dejó. Entonces me atraparon.


VII

Ahora, hoy, me cuesta seguirla. Sé que estoy enfermo. Como sé que la he fallado y he dictado su sentencia, a ella, a mi amor. Igual que Dress hizo conmigo. Y la quiero muchísimo. Ella es mi único amor, siempre lo fue. Lo sé. Lo mismo que sé que no existen los sueños con muros de oro. También ahora lo sé. Vivo en un mundo libre en el que está prohibido ser libre y donde la libertad está llena de cercos. Sólo aquí arriba somos libres. Sólo aquí, en el cielo, y cuando echemos a volar...


José Fernández del Vallado. Josef. 2009.



miércoles, marzo 25, 2009

Ejecutor.

Me ordenaron ir a una ciudad de provincias. Era un lugar frío, perdido en medio de una meseta interminable, a unos mil ochocientos metros de altura. Tres tercios del año estaba inmerso en heladas perpetuas y los restantes no era mejor, el territorio se transformaba en un lodazal donde los mosquitos proliferaban y resultaba imposible salir sin verse acribillado a picotazos.
Los días discurrían de forma inplacable, encerrado en un hotel silencioso y moderno de paredes húmedas y desconchadas, amueblado rígidamente. La orden, como siempre, partió de alguna mente hastiada de vivir sin dejar vivir a su aire a los demás.
Contraté a Illia, me visitaba tres veces por semana, follábamos, pagaba bien sus servicios, aunque apenas me satisfacía. Lo descubrí hace tiempo. Ni siquiera una mujer me hacía sentir más hombre.
La primera vez que lo vi estaba acomodado en la cafetería Svantik, fumaba un puro habano y charlaba animadamente con tres políticos más. Me bastó echar un vistazo para comprender que se trataba de un hombre dispuesto a lo que fuera con tal de prosperar en la vida. En tanto prosperar significara acumular dinero. En tal caso yo también había prosperado, y para ser franco, no sentía que mi logro conllevara felicidad alguna.
Los atardeceres eran largos y aburridos, hacía un frío terrible. Bajo el hotel, junto al río, había un viejo parque. Me agradaba pasear por allí, contemplar a las madres con sus hijos abrigaditos con gorros de piel y bufandas hasta las orejas deslizarse en los toboganes. Presenciaba sus risas, sus gritos de júbilo. Aquello era con mucho lo más próspero que encontraba en mi vida. Las madres me observaban con desconfianza. Procuraba no acercarme y menos entablar conversación.
Alquilé un piso frente a su portal. Por las mañanas, temprano, su chofer iba a buscarlo en su flamante sedan sufragado por el gobierno regional. Los fines de semana salía toda la familia: Él, su mujer y sus tres hijas de apenas siete cinco y cuatro años.
Dejé de llamar a Illia, dejé de ver la televisión e incluso de echar solitarios, y me dediqué a beber; estaba en un entorno demasiado frío para mí, yo, un hombre duro y en apariencia, curtido.

La mañana que tropecé ella me ayudó a levantarme y sentí sus manos tibias, llenas de vida. Percibí a una mujer ingenua y feliz y supe que pese a tener un marido vehemente y codicioso, todavía vivían enamorados. Me preguntó si estaba bien, afirmé sin hablar y soltándome me retiré apresurado y temblando, entré en el piso me serví un güiski cargado y me pregunté qué derecho me daba juzgar a los demás si yo era incluso peor. Acabé con la botella de Chivas.
A la mañana siguiente me desperté vomitando. Eran las seis y media de la madrugada, a las siete estaba junto a la ventana entreabierta con las cortinas veladas y el ojo en la mira telescópica. Se abrió la puerta y el objetivo salió. Sucedieron unos segundos presioné el percutor, a continuación el sonido de aire a presión y el leve siseo del silenciador. Pero el automóvil había arrancado y estaba lejos. No hice blanco. ¿Lo hice de forma deliberada o algo me lo impidió? Por la mirilla del telescópico permanecí observando a unos gorriones con fascinación, aquellas aves diminutas luchaban sin armas ni dinero contra el invierno glacial y los avatares de la vida y tenían éxito, o quizá no, pero jamás se engañaban ni engañaban y menos se asesinaban entre ellas. Por primera vez desafié mi realidad y comprendí en qué se había convertido mi vida. Era un ejecutor y estaba solo. Me encendí un cigarrillo di unas caladas y decidí afrontarlo; me iría. No supe a donde. De pronto lo entendí, el problema no consistía en marcharse sino en cómo. Giré la escopeta, la apoyé contra el suelo. ¿Quedaba güiski? Me pregunté. Eché un vistazo a las frías paredes de la estancia sin amueblar, allí no había nada nunca lo había habido. Puse el cañón bajo mi mentón...

José Fernández del Vallado. Josef. 2009

jueves, marzo 19, 2009

Enrique Cienfuegos.

Enrique Cienfuegos llevaba viviendo trece años de guerra y no conocía el amor, la paz, ni el descanso. Nacido en las montañas era hijo de una mujer guerrillera fallecida en el parto. El día en que cumplió cinco años su regalo fue un pesado kalasnikov y la recomendación: “Acabar con los enemigos de la patria.” No hubo tarta ni velas, pero él no sabía qué era aquello, como tampoco sabía lo que era una patria. Sus primeros diez años los pasó danzando de una cima a otra, hollando picos nevados, únicos lugares en los que al sentarse unos instantes disfrutaba de un descanso, sensación que según le explicó un compañero que murió de enfermedad, era parecida a la paz, aunque también a la muerte.

Mataba hombres sin preguntarse el porqué, lo hacía porque quienes lo habían criado así lo hacían. Los amigos no existían, ni las personas, eran efímeros y hasta Cacho, su gran compañero, dejó de estar a su lado un día cualquiera. No lloró, pues tampoco sabía llorar y estaba acostumbrado a la ausencia de la amistad y a toda clase de ausencias. Sus diversiones eran, aparte de hablar con prisioneros a quienes luego ajusticiaba sin piedad o arrepentimiento, comer escarabajos de sabores deliciosos que crujían en su boca al masticar, trepar a los árboles tras los macacos, contemplar las orquídeas, bañarse en arroyos y lo de siempre; las escaramuzas con los enemigos. Había varias clases de enemigos. En primer lugar estaban los soldados regulares, es decir, los hombres que el “dictador” enviaba para apresarlos y matarlos. Según le explicaron el “dictador” era una persona sin corazón que había maniatado al país hacía muchos años. Sin embargo, Enrique no tenía claro si el “dictador” eran una o varias personas, pues a uno lo llamaban “dictador,” a otro “tirano”y también estaba un tal “Zalazar.” Había otros enemigos: los “Paras,” fáciles de distinguir, se caracterizaban por un escueto detalle; eran cobardes. Masacraban a hombres y mujeres desarmados. Enrique entendía que los cobardes no cabían en el mundo. Al menos eso decía Alfredo, su comandante. Ahora, si no cabían ¿por qué no acabar también con aquellos hombres que le tenían miedo a la vida? Así la guerra acabaría de una vez, y tal vez la vida sobre la tierra, pero aquel era un riesgo que habrían de enfrentar. Alfredo decía a menudo que sin los hombres desarmados del páramo en el país no habría comida, pues cultivaban la tierra y plantaban hortalizas y frutas de las que se alimentaban. Luego, pese a tener miedo, eran hombres buenos pero sobre todo, útiles. También estaban los del PcG que a pesar de luchar contra el “dictador”, el “tirano,” “Zalazar” y Los Paras, estaban contra ellos. ¿Quiénes eran los del PcG? Según Alfredo eran peores que ninguno, pues batallaban para el traidor “Evaristo.” Evaristo era un primo hermano de Alfredo. Tras rebelarse constituyó su propia facción revolucionaria. Esta última explicación se le hacía a Enrique cuesta arriba y lo único que tenía claro es que desde que tenía noción Evaristo y Alfredo habían existido en la selva. Por ello, el hecho de que permanecieran enfrentados uno y otro era algo natural, como la lluvia, las hormigas o el jaguar. Eran seres eternos, y los únicos que nunca podrían desaparecer. Eran dioses.

Sus escaramuzas siempre tenían lugar en la hondura de la selva. Sorprendían al enemigo acechándolo desde zulos que excavaban en la tierra, en lugares donde suponían que tarde o temprano, pasarían. A veces permanecían diez o más horas enterrados en el lodo, alimentándose de escorpiones a los que arrancaba la cola, viendo chispear las estrellas en la oscuridad de la noche, oyendo el abucheo congestionado de los monos aulladores al amanecer y las bandadas de loros chillar; e incluso alguna vez sorprendió o fue sorprendido por un acechante jaguar lustrando su pelaje a unos metros.
Las escaramuzas duraban segundos, suficiente o demasiado para que la muerte acudiera a sus recintos de barro y los preservara esculpidos en sangre. Nadie gritaba, era ley en la selva no hablar para no ser descubierto por el enemigo y tampoco descubrir a los demás. Los hombres del dictador utilizaban rehenes como escudos. Solían ser compañeros apresados, o simplemente les bastaba con labradores de cualquier pueblo cercano. En tal caso, Enrique disparaba a los tobillos y cuando los de delante caían le era posible abatir verdaderos enemigos.

Lo cierto es que desde joven se distinguió por su carencia de miedo, pero al ir creciendo la corteza insensible y protectora que su cuerpo había forjado al nacer se fue desmoronando y pasó a convertirse en un ser silencioso y sensible, como cualquier animal de la selva. Así, mientras los demás compañeros se transformaban en hombres fuertes, insensibles al desaliento, él era un cúmulo de fragilidad y sobresalto. De tal forma, todos, continuaban tratándolo como a un vulgar chiquillo.
El anochecer en que sucedió la masacre todo el mundo dormía menos él, que apresado por las garras del insomnio, reclamaba siempre más y más guardias.
Aquella noche se durmió unos instantes y cuando despertó se encontró rodeado de soldados a un lado y hombres de Evaristo del otro. Sabiéndose descubierto alzó las manos, nadie reparó en su presencia. ¡Y tanto! Ni siquiera lo miraban. Los ojos de sus enemigos estaban vueltos hacia los hombres que profundamente dormidos descansaban en el campamento. Alarmado, bajó la mirada y trató de correr. Con espanto descubrió las raíces de un árbol. Dobló sus ramas palpó su tronco resinoso y se descubrió convertido en recia corteza. Era un árbol gigante lupuna tropical.
Fue una matanza. Salvo presenciar con terror el espectáculo mientras las balas se incrustaban en su tronco y su savia manaba sin descanso, no pudo hacer nada. Cuando terminaron los hombres que quedaban en pie fueron apresados. Entre la reducida tropa de derrotados estaba el comandante. Se internaron en la selva y se hizo el silencio. Transcurrió el día y agotado el lupuna dejó caer sus ramas y se secó.
A la mañana siguiente abrió los ojos y se encontró enterrado en fango. Comenzó a escarbar y según progresaba, sus uñas desolladas, apartaban primero cieno con furia y luego cadáveres. Logró salir y descubrió que el delirio había sido en parte, real. El campamento estaba cubierto de cadáveres y moscas e insectos hormigueaban sobre los cuerpos masacrados. Se dedicó a reunirlos, luego prendió fuego y por primera vez gimiendo, se alejó...

Tras deambular semanas por los altos sin alimentarse el invierno volvió. Una noche muy fría decidió que necesitaba aprovisionarse y descendió al páramo. Había crecido y era ya un mocetón hábil y fuerte, pero para siempre impregnado de vastos remordimientos.
El poblado que eligió estaba sumido en las sombras y el silencio. Como su proceder habitual estaba siempre dictado por el miedo y la desconfianza, se movió con cautela. Bordeó las chozas, pensaba dirigirse a la plaza cuando descubrió la cabaña en penumbra y escudriñando, se acercó. Dentro oyó carcajadas, se asomó por los visillos y descubrió el espectro de dos hombres sujetando a una mujer. A lo largo de su vida había visto mujeres en raras ocasiones y circunstancias. Ciertas veces, algunas subían al campamento, entonces los hombres bebían, hablaban de más y se volvían estúpidos, peleándose por ver quien se metía antes dentro de ellas. Una vez unidos, se retorcían como larvas.

Comenzaron a arrancarle la ropa y lo que iba a suceder no le extrañó. Pensó en marcharse pero cuando el primero se situó sobre la mujer no le gustó lo que vio. La abofeteó. Mientras el otro la sujetaba, la muchacha comenzó a llorar con angustia y consternación. No, nada era igual. En el campamento eran libres de hacerlo sin sollozar. Algo nefasto ocurría, dedujo. Moviéndose en silencio rodeó la cabaña y tras asegurarse de que no había nadie acechando, se dirigió a la puerta la abrió bruscamente y sin mediar palabra, concluyó su labor mediante dos breves y decisivos disparos.

Todo quedó en silencio. Se deslizó hasta los cuerpos, yacían boca abajo. Dio la vuelta al primero, con sorpresa descubrió y examinó la cicatriz que cruzaba aquel rostro. ¡Era el perfil de Evaristo! Durante unos instantes permaneció absorto. No tardó en recuperarse y se dirigió al segundo; vencía el frágil físico de la mujer, que extenuada, exhalaba y gemía debajo. Un puntapié con la puntera de su bota bastó para hacerlo girar, el rostro rugoso y bigotudo de Alfredo, su comandante, se estabilizó mirando al techo con ojos vidriosos. Sacudido por un estremecimiento el cuerpo de Enrique se contrajo de pavor. La mujer se arrastró tiritando, se puso de pié con precaución y sin dejar de vigilar se deshizo de las tiras de ropa desgarrada, y al no advertir reacción por su parte, caminó hasta la puerta y trató de escapar. Una mano se interpuso. Se volvió, los ojos de Enrique escrutaban inseguros, todavía con miedo. En silencio ella alzó sus brazos, lo tomó de las manos, le acarició suavemente la cara, lo besó. Temblaba. Él percibió su miedo salvaje, como el suyo. Paulatinamente la rodeó por la cintura, la acunó, la calmó y la condujo al exterior. Abrazados en la oscuridad se perdieron en la selva. Nadie volvió a verlos. Dejaron de existir para siempre en aquel paraje de guerra e irracionalidad.

José Fernández del Vallado. Josef. 2009.




martes, marzo 17, 2009

¿Por qué conmigo?

Tal vez sea cierto algo que me dijeron una vez:
“A veces uno necesita respirar aires nuevos, enviciarse de amor y aventura, e incluso juguetear un poco – no demasiado – con la muerte.”
Si me pongo a meditar sobre mí trayectoria dentro de este planeta, creo que podría comparárseme con una bola de billar empujada al azar por un taco, recorriendo el mapa de la vida, chocando y golpeando a otros seres, quitándomelos de encima, sin llegar nunca a ser embocado en ese rincón mágico o no, donde la mayoría va a establecerse, creando familias y a veces incluso enderezando turbios destinos.

La aventura o la historia que quiero contaros empezó como suelen darse a menudo ciertos sucesos de amor incomprensible; en un local saqueado por el placer, el juego, y la desidia. La cuestión es saber ¿cómo llegué allí? Sencillo. Era joven y en aquella época me bastaban unas monedas para establecerme en cualquier espacio donde hubiera una mesa de billar, una barra de nogal como es debido, y sobre todo, perfume a mujer...
He conocido a mujeres en mi vida, pero ninguna era carmen. Lógico, ninguna es la misma.
Estaba allí aquel día, me observaba tomar parte en la partida decisiva contra Jaime, mi gran amigo/enemigo, y sobre todo, el campeón. Si había alguien capaz de saquear mi vida lúdica y a la vez hacerla más intensa y embarullada, ése era él. Un galán cuyo atractivo resultaba suficiente para llevarse, no solo gallinas, sino aves del paraíso a su corral. Carmen era más que eso; era sonrisa perenne, juventud y vida eterna.
No entiendo muy bien qué pasó por la cabeza de Jaime aquel día, porque si se lo proponía me derrotaba –no diré fácilmente – pero el billar era lo suyo, como tantas otras cosas. En cambio yo ni siquiera sabía qué era lo mío. Quizá le descentró tanto como a mí me centró asimilar que por primera vez ella me aplaudiera. Asociar que yo era un rival no entraba en su mente o en ¿su ranking? Jugaba entrenándose conmigo, yo era su “sparring.” Disfrutaba explicándome cómo debería haber ejecutado un toque imperfecto, la perfección era su obsesión. Quizá por eso sus novias eran hermosas, su lenguaje nasal correcto y sus hostias las que más narices rompían. Lo cierto es que partía con todo. Era el “showman,” el no va más. Hasta que emboqué la última bola y gané. Aquella noche Jaime no fue rival a mi lado, yo encarné su papel. Honor que asumí con gusto y placer, mientras él se adjudicaba el mío. Se ciñó a la barra y copa tras copa, se emborrachó.


Mientras, Carmen vino a mí, nos acomodamos en las butacas del fondo –ésas que parecen reservadas a las parejas felices – y comenzamos a charlar de cosas que yo intuía cuando la veía, con envidia, junto a Jaime. Por lo general hablábamos de euforia, la vida era perfección rodeada de un cúmulo de imperfecciones. Pero conversando con ella me sucedió algo nuevo, descubrí junto a mí a una persona madura y reflexiva. Tuvo gracia, sentirme como un niño así, tan de repente. Yo, que hasta entonces era orgullo prematuro y mi vida sólo conocía más vida. Recientemente había aprendido a engañar y por ello creía ser más inteligente que muchos, de pronto me topé con algo superior; un terrible engaño o una verdad irrevocable: ¡La muerte era real! Cuando ella me confesó padecer una extraña enfermedad y dijo que apenas le quedaban un par de años de vida. ¿Un par de años? Me di cuenta, mi mente ni tan siquiera abarcaba o concebía – el espacio – un par de años, para mí ¡no existían! La vida era sencilla, eterna y sublime. Y de pronto dentro de aquella vida acostumbrada a encontrar belleza y vida, hallaba que la muerte ¿existía? o era el fin. ¿El fin de qué? La miré impávido, desolado, me temblaba el pulso, sentí un miedo glacial, me sentí acorralado y timado por la vida de por vida. Una existencia que me había jurado “vivir” sin paliativos; una vida que no conocía tullidos, ni vejez, porque mis abuelos, cierto, estaban ahí, pero apenas eran retratos dentro de un cuadro. Inmerso en mi egoísmo nunca había pensado en la vejez, y en que ellos iban a morir.


Cuando la copa estalló entre mis manos ella me abrazó y me besó por primera vez y yo le dije.
— Carmen, no te va a gustar un beso con sabor a güiski y licor de chocolate.

Se rió y me dijo.
—Nunca me habían dicho algo así.
Y yo, que de pronto había envejecido, le contesté.

— Eso es porque todavía eres joven.
Me retiré, permanecí mirándola y quise llorar, deseé llorar, pero las lágrimas no afloraban. No estaban en mí. Era joven...

Salimos a la calle y me dijo.

— Llévame a otra parte.

Y yo le hice la pregunta más idiota.

— ¿Por qué conmigo?

La respuesta estaba cantada.

— Porque me gustan los perdedores cuando aprenden a ganar… en la vida.

Permanecí en silencio y añadió

— Nunca se lo creen.


Hoy sé que tenía casi razón, pero no era cierto del todo. Fuimos a otro local. Pasé una noche memorable. La dejé frente a su casa. No volví a verla, pero sé donde está. Donde yo estaré alguna vez. De momento espero seguir por aquí todavía unos años...

Y vosotros, también.



Perdonad que no devuelva comentarios, apenas tengo tiempo y desearía responderos a todos. Agradezco mucho vuestras lecturas, sin ellas no podría seguir adelante.
Voy a ver si mañana puedo dedicarlo a visitar unos cuantos blog.

Un abrazo.


José Fernández del Vallado. Josef. 2009






sábado, marzo 14, 2009

La incomprensible senda de la voluntad.

Juan Germán López tenía más de cuarenta años. Vivía solo, no tenía familia, ni por lo tanto hijos. Así como tampoco trabajo fijo ni hogar propio. En cuanto a sus amigos, se habían ido distanciando hasta arrinconarse en un olvido simultáneo. Vivía en una pensión y subsistía de unos exiguos ahorros. Apartado de la seguridad de un salario fijo y de la rutina cada nuevo amanecer para él constituía una aventura. Y aún así era feliz. Antes de eso había sido una persona diferente; un hombre digamos, estándar. Trabajaba de empleado en una oficina de correos durante once horas diarias, hasta que enfermó. Contrajo un extraño padecimiento que lo indujo a escribir un día sí, otro también, y los demás exactamente lo mismo. Pero ¿cómo enfermó? No fue complicado. Sucedió al leer una carta que por casualidad se hallaba mal sellada.
Era una mañana ventosa y Juan manejaba la moto. El suave papel transparente se escapó de su sobre, se filtró por un resquicio de la cartera y cual frágil pluma vapuleada por el viento, salió volando ligero. Juan lo vio de reojo, detuvo la moto, corrió tras el, saltó la verja de un jardín y lo atrapó segundos antes de que se precipitara en las cristalinas aguas de una piscina. Y una vez entre sus manos, sin ser consciente, comenzó a leer. Decía así:

“Querido Juan sé que estás muy enfermo. Amado, también sé que tu familia no me quiere y no permitirá que te vea nunca más...Pero amor, todo mi amor y cariño permanecen indelebles. Recuerdo como si fuera hoy mismo lo mucho que nos deseamos, reímos, jugueteamos y lloramos nuestra pura y absoluta felicidad compartida. Todos esos momentos que pasamos juntos, han quedado grabados con la firmeza inalterable de un cincel sobre una lámina de mármol, y ya no podré olvidarte jamás. Por ello, te seguiré escribiendo siempre. No me importa ya si me respondes o no, si vives o mueres, puesto que aunque desfallezcas, para mí seguirás estando eternamente vital y presente, ya que de forma espiritual uno jamás se extingue y su alma continúa ahí para ver, leer y acariciar las cartas que yo te iré remitiendo. Amadísimo Juan sólo existe un problema. Es un detalle intrascendente y carente de significación, no te alarmes. Hoy volví a tratar de dibujar un retrato, tu retrato. Lo intenté más de treinta veces y en todas me ocurre lo mismo. Por más afán que pongo no sales tú sino un esquema de trazos desiguales... No acabas de ser tú mi amor. No te preocupes soy torpe. Continuaré ensayando hasta lograrlo. Te ama intensamente y para siempre. Mabel.”
Esa misma tarde, en la oficina, ya no fue el mismo. Sus pensamientos y su mente estaban en otra parte. Todo su ser había partido hacia periplos remotos y desconocidos.
Lo primero que hizo fue comprobar qué había sido del muchacho al que la mujer escribía. Con consternación supo que hacía más de tres meses había muerto de cáncer. A continuación pidió la baja y como solía pasar desapercibido, a nadie le sorprendió. Por la noche, al regresar a su hogar, de forma irreflexiva emprendió dos tareas nuevas para él. La primera, suplantar una identidad, la segunda, escribir. Tomó varias cuartillas, un bolígrafo y comenzó la ardua tarea. Y al redactar se dio cuenta de que quien impulsaba y articulaba con precisión sus frases que, cuidadas, pasionales y bien enlazadas, resultaban bellas reflexiones de una persona que se hallaba en el éxtasis de amor, era su corazón. Tras más de cuatro horas de esfuerzo terminó de escribir. Cuidadosamente puso su dirección e indicó que, a partir de ese momento, aquel era su nuevo domicilio. Explicó también que todo le iba bien, y que no había podido escribir hasta la fecha debido a los azarosos trámites del cambio y por vicisitudes familiares. Pero una vez resuelto, a partir de ese momento, podrían escribirse cuanto quisieran sin interrupción.

Desde ese instante un nuevo mundo se abrió a sus ojos y sentidos. Dio comienzo un intercambio de cartas maravillosas, colmadas de sentimientos y pasión, y sobre todo de un amor que comenzó a percibir primero a flor de piel, luego en su interior y se instaló muy profundo, hasta sentirse inmerso en un trance de satisfacción nunca percibido con anterioridad. Por supuesto, no olvidó informarse de detalles esenciales presentes en la vida del Juan a quien amaba Mabel. Mientras tanto, poco a poco, fue insertando fragmentos de su existencia.
Pasados tres años, pese a su ardua y calibrada estrategia de moderación, y por verosímil que resultara la lógica de sus relatos, los deseos de Mabel por volver a reencontrarse llegaron a ser tan ardorosos que no tuvo más remedio que ceder y confesar que estaba repuesto. Si llegó a tal extremo fue porque, aunque supiera que caminaba hacia el desastre, él mismo deseaba verla, conocerla, y si le fuera posible aunque sólo se tratara de un instante… rozarla. Le bastaba con eso. Pero entre todos aquellos sentimientos un deseo se abría paso con irresistible tesón, aunque sabía que iba a resultar del todo imposible: Deseaba besarla.

Acordaron verse un diecisiete de octubre. El mismo día en que aquel malogrado Juan y ella se habían conocido. Octubre significaba para Juan, tristeza. Representaba el mes donde las fantasías del verano excluidas por los vendavales del norte, se diluían. Y cuando las cálidas o acaso frágiles promesas veraniegas entremezcladas con la amarga laxitud otoñal de los bosques, dominadas por un estío en decadencia, comenzaban a declinar vencidas por la insoportable opresión invernal. Entonces todo el ciclo agonizaba.

Un local junto al mar, allende una playa solitaria. Todo según dispuso ella misma.
Juan le refirió, y así tuvo que ser, que debido a su enfermedad le habían operado de cirugía radical y tal vez resultara irreconocible. Para su sorpresa ella le respondió que le daba lo mismo lo que hubiera cambiado de aspecto. Pues declaró que a quien se desea con auténtico fervor resulta sencillo de reconocer, incluso entre miles de personas.
Llegado el momento, se hallaba en el lugar. Era viernes, un atardecer. El local estaba saturado por grupos de jóvenes y parejas que hablaban y se hacían embelecos en torno a una gran estufa. Juan se sentía nervioso y sobre todo angustiado. No en vano, era consciente. Ella podría estar a su lado y aún así ni siquiera reconocerlo y viceversa. Una cuartilla acarició su semblante y deslizándose en el aire enfiló hacia la estufa. Antes de que se precipitara en las brasas la tomó entre sus manos. Era un dibujo, lo observó sin interés y de pronto con detenimiento. Era un retrato. ¡Su retrato!
Súbitamente volvió la cabeza y tras él, con las manos apoyadas sobre el respaldo del sofá, había una atractiva mujer. Lo supo al instante.
—Sí, yo soy Mabel y tú eres Juan, el del retrato ¿verdad?
Sólo supo asentir.
—Entendí que mi querido y dulce Juan había fallecido cuando me resultó imposible bosquejarlo…
Él, compungido, balbuceó un dudoso “sí.” Ella prosiguió.
—Y también descubrí algo más al tratar de rehacerlo una y otra vez. El esbozo que perfilaba era siempre similar y debía representar algo o alguien que sin saberlo, ya estaba ocupando mi mente y mis pensamientos. Y ése eras tú… Aquel ser desconocido que al cabo del tiempo, averigüe, trataba de mantener viva mi ilusión y lo conseguía mediante las preciosas cartas que recibo a diario. ¡Tú! ¿Te llamas Juan en realidad? Él asintió con timidez.
Entonces Mabel, sin dejar de observarlo fijamente con sus ojos verdes, se acomodó a su lado. Le tomó de las manos y le besó son suavidad en los labios. Y Juan Germán López, como un estallido de placer experimentó una sensación de bienestar que le colmó por entero y lo supo. Tuvo claro que si ahora era afortunado, durante el resto de su existencia sería un hombre doblemente dichoso, y sobre todo, feliz...

José Fernández del Vallado. Josef. Abril 2007. Arreglos 2009.






domingo, marzo 08, 2009

Vivir su libertad. (Dedicado a las mujeres del mundo)


(Dedicado a las mujeres del mundo)

Lo hizo por negarse a consentir una vida llena de imposiciones y castigos y porque pese a ser todavía joven, no recordaba de su infancia y su corto pasado más que un suplicio de trabajo y malos tratos.

Lo hizo porque cuando divisó una brecha de esperanza se introdujo en ella y con apenas quince años, esa brecha quedó grabada en su carne con sangre para siempre como un vergonzoso recordatorio de su despreciable condición. Buscó aquel amor del que tan encendidamente le hablaban los poemas de Rabindranath Tagore, pero solo encontró un eterno y solitario barranco sin fondo en el que se perdían, vanas, las promesas.

Encerrada en su prisión de barrotes de oro sufrió latigazos de crueldad, doblegada por un marido inhumano que no conocía más límites que los de la insidia y el odio. Se mofó de ella, y como si fuera su ramera llevó a su hogar a otras mujeres con quienes hizo el amor en la estancia contigua, para que ella fuese testigo de sus resuellos de placer.

Lo hizo porque las ratas no son dignas de vivir en el mismo plano que seres humanos sensibles, y es menester limpiar el mundo de escoria. Pero sobre todo lo hizo y se alegró, por proteger a sus retoños de la mano cruel de un hombre vehemente.

Lo hizo amparada en la oscuridad de la noche donde el reflejo de una luna pálida en la afilada hoja de la daga representó un destello de esperanza. Cubrió sus manos de sangre, dio muerte y castró al macho endemoniado para que jamás hallara descendencia.

Al huir sus pies rozaban el suelo del mundo y lo eternizaron.

Alcanzó un cruce de caminos. Ante ella se extendían amplios y rectos senderos a elegir. Acudieron a ella las llamadas de los caminos aún inexplorados y las ganas de vivir en libertad. Iría tras el viento, seguiría a las estrellas allí hasta donde el alba empieza a brillar. Acompañaría a los peregrinos enamorados quienes se prometen canciones y odas de amor.

Pero allá, quizá no tan lejos, ladridos de perros y un reguero de antorchas estaban a punto de quebrar su libertad. ¿Qué sería de sus hijos cuando se viesen solos en un mundo tan injusto, pensó? Imploró a Shiva al Yantra y a todos los dioses conocidos, y llorando se embarcó en una patera.

Crujidos desconcertantes, gemidos de almas golpeadas. Una balsa se mece a la deriva en el gigante oceánico. Madrugada y todos lloran, saben que van a morir y por eso se apresan unos a otros en un abrazo que presienten desesperado.

De pronto, y como si alguien hubiera extendido millones de ropajes para baldear surge una playa de arenas blancas y limpias en la cual desembarcan, se tumban y descansan aliviadas por los crecientes rayos del sol. Ella lo sabe y lo siente o mejor ya no lo siente. El yugo de la tiranía y el miedo ha desaparecido, allí: ¡Está en otro mundo!

José Fernández del Vallado. Josef 2009.



sábado, marzo 07, 2009

La cerradura.


Hay canciones que animan a escribir. Hoy me sentía vacío – tengo el ordenador averiado – las ideas espesas y pocas ganas de trabajar lejos de un lugar donde no haya música. Debe de ser terrible vivir sin los sonidos preciosos que llenan nuestra vida. Muchas veces, cuando todo lo que me queda es silencio, la nada devora mis sentimientos y soy capaz de llorar a cambio de nada. Lo cierto es que se escribe bien así. Pensé que el portátil podría resultar incómodo y acabo de descubrir que es un buen instrumento para ejercitarse. Lo sé, muchos utilizáis portátil. Yo era más de sobremesa, más casero... Quizá tenga que cambiar mis planteamientos.

Mañana, las personas a quienes más quiero no estarán y entonces tendré que hacer frente a la vida en solitario; tendré que seguir hasta el final del camino. La pregunta que me hago es ¿por qué me parece tan corto ese camino? ¿Es suficiente la edad que alcanzamos comparada con todo aquello que deseamos ver y conocer? Quizá no, claro que nunca es suficiente y siempre aspiramos a más. Lo dije una vez no sé donde: “La vida es una droga que atrapa.”

Muchos nos quejamos de lo mal que lo pasamos, las desgracias que acarreamos, y en el fondo sea la vida un sueño o no, estamos igual de implicados en el agridulce juego de vivir. Cada uno lo interpreta a su manera. Hay quienes creen que la vida es una competición, y tal vez lo sea. ¿Acaso no compite la flora por abrirse espacio en la selva y alcanzar ese rayo de luz que le permita desarrollarse? La cuestión está en saber por qué se compite o competimos. Muchos piensan que esto es un juego a vida o muerte, y desde luego es suficiente con que adoptemos esa decisión para hacer que así sea. Basta con cruzarse de brazos y no ayudar para que la competencia se desate. No creo que haya que ser tan cruel, pues ésa es precisamente nuestra diferencia y paralelismo con ciertas especies del planeta. Tenemos la facultad de ayudarnos, y de hecho lo hacemos o lo hacíamos hasta que el capitalismo, dio por sentado: “Cada cual que salga adelante por sus medios.”
¡Sálvese quien pueda! Y esto empezó a ser un caos y el sistema flaqueó. Creo que el régimen capitalista acaba de demostrarnos que está tan obsoleto como el comunista, pese a que los grandes banqueros y políticos que florecieron en él todavía se obcequen en decir que no es así, porque a ellos – unos cuantos – les va bien.

Creo que ha llegado el momento de tomar decisiones; de ahí parte el Manifiesto de nuestro amigo Cornelivs. Pero pienso que es necesario ir más lejos. He encontrado personas, cerebros respetables, que no creen en el. Opinan que son palabras que desaparecerán con el tiempo. Creo que ha llegado la hora de jugarse el todo por el todo, y los que estemos dispuestos a hacerlo, esto no es obligatorio, demostrar que se equivocan.

Por ello creo que estamos ante las puertas de algo importante sin saber de qué puertas se trata o sin tener todavía las llaves de acceso. En cuanto alguien dé con esa llave accederemos a un estadio nuevo y en cierto modo, mejor para todos, así lo creo y espero. Pues, de no existir esa puerta que lo canalice todo, ese desahogo, moriremos asfixiados y atrapados en el enorme muro de cemento que los estamentos proteccionistas que dirigen hombres y multinacionales multimillonarias, han creado y crean para sí. Es hora de actuar. ¿Dónde está la llave? Creo que tenemos parte de esa llave. Pero necesitamos esa cabeza pensante que nos proporcione la otra. Así, tal vez entre todos, y unidas ambas partes, encontremos esa cerradura que tanta falta nos hace: La cerradura será clave en la verdadera libertad, igualdad y el desahogo final. ¡Vayamos por ella!


José Fernández del Vallado: Josef, no es economista. No escribe para el prestigioso Financial Times de New York, no recibió el doctorado en la Universidad de Harvard, Chicago; y ni siquiera sabe hablar inglés correctamente.
Nació y se crió en el arrabalero barrio de Chamartín, en Madrid, persiguiendo gatos y huyendo de malintencionadas patrullas de guardias civiles. La flexibilidad discursiva del Establishment político y económico propugnado por Los EEUU y demás potencias occidentales no entra en sus planes. Mañana verá bajo que piedra escarba para guardar su limitado fajo de euros arrugados, también se cansó de los bancos. Además verá si en el restaurante del “Moña” saca unos desperdicios de los cuales alimentarse. Sin embargo, el señor José Fernández del Vallado no está retrasado, al contrario, es de los primeros que, como dice nuestra excelencia, el señor presidente Zapatero (Dios le guarde en gracia) ha tocado fondo. Por lo tanto ya no hay de qué preocuparse. Hoy sabemos donde está el fondo de la crisis ¿no? Se diluye desperdigado por los suelos de nuestro amado país y nuestro prometedor mundo plagado de cagadas tramas corruptas de las que sacan provecho ¿los populares? ¡Cómo! ¿No aprendieron de Felipe, o aprendieron demasiado? 
Un saludo desde un portal sin cajero. ¡Así no me queman!

José Fernández del Vallado. Josef. 2009.





lunes, marzo 02, 2009

Armonía...

Algunas noches, cuando ni siquiera sé que es lo que debo escribir, abro el periódico curioseo y constato los crímenes infames que se cometen en el mundo, muy cerca de mi casa y casi dentro de mí. Mi mente se recalienta con pensamientos de cólera y comienza a arder de tal forma que el dolor se hace insoportable. Estoy en invierno; abro la puerta del porche y me siento. No habrá más de dos grados centígrados, me cruzo de brazos y dejo que el frío actúe sobre mis ideas y articulaciones hasta congelarlas. Comienzo a tiritar igual que titilan las estrellas, llevo las manos cubiertas por los mitones, saco la servilleta de papel que cogí durante la comida escribo y cuando llevo tres párrafos me doy cuenta de algo esencial, he olvidado el bolígrafo. No estoy escribiendo, tan solo pienso. En instantes se hace de día, la luz del sol me calienta ilumina y recarga de dinamismo y recuerdos. Me gustaba escribir en las servilletas, el viento las acogía y las hacía volar durante aquellos veranos de brisas eternas, y con ellas, viajaban mis ideas. Era mejor tener las servilletas pinzadas. Así solo era la pasión y no el viento quien me arrebataba el alma y no las ideas. Lo cierto es que me agradaba verlas volar mientras pensaba que transportarían mis palabras a lugares inhóspitos, traspasando los muros de la ignorancia, donde tal vez las leyeran personas que yo nunca iba a conocer.

Algunas noches cuando ni siquiera sé hacia donde me dirijo y el dolor es profundo, me arrastro al piso de arriba, abro el armario donde junto a mis secretos inconfesables guardo las servilletas más ligeras, anoto lo que pienso, abro la ventana y si sopla brisa libero mis sentimientos. Me siento y pienso en como me halagaba disfrutar de la soledad mientras degustaba las ideas con fruición. Hoy mis ideas están viciadas, llenas de crímenes y civilización, y se condensan en una soledad casi perversa. Lo curioso, es que pese a no estar solo en absoluto, cuanta más humanidad entreveo más crece mi pavor, pues compruebo que igual que escribo en servilletas las recibo de vuelta, empapadas en sangre y desaliento. Las recojo, procuro secarlas, limpiarlas y rescribirlas llenas de afecto, salgo a la calle y todo gira en torno a mí de forma frenética e irreflexiva, la brisa se acrecienta y un encrespado mar de servilletas y dolor me cubre y arrasa, huyo corriendo a ducharme de la suciedad con que la civilización erosiona mi ser. Luego llamo a Cecilia, a Sofía, a Pedro, a Cesar a Iván, a aquellos amores y amigos que una vez fueron refugios en mi vida, y todos me contestan lo mismo:
“Lo siento, no puedo atenderte. Estoy ocupado/a.”
La necesidad de superar al tiempo conlleva que tome por asalto nuestros hogares y a nosotros mismos, atrape las servilletas en el aire y desintegre sus exigencias de pasión, amor, dulzura y atención, congele nuestros corazones y los vacíe de sentimientos. Decimos: “Lo siento. No tengo tiempo.” Pero es una absurda entelequia. Nos hemos acostumbrado a dejarnos dominar por el tiempo y a estar eternamente “ocupados,”o en estado de ocupación, cuando la realidad es que tememos tanto a la soledad que la confundimos con el sosiego. Por eso, si en la ciudad alguien se detiene, se sienta en una esquina y durante un par de horas permanece extasiado, sin moverse, se le mira como a un extraño, vago, loco o alcohólico. Antes eso tenía nombre: Se llamaba equilibrio, y lo disfrutaban y todavía lo saben conservar en ciertos lugares donde las horas transcurren pausadamente. Si vas a uno de esos lugares en los que creerás que todos han nacido lentos y te ajustas a su“horario,” cosa que solo sucede tras unos días de amoldarte, podrás de verdad observar como discurre la vida y descubrirás que por una vez el tiempo no se esfuma ni pasa de largo.

Estás allí, sentado, cualquier día, la brisa arrastra suavemente volando una servilleta que atrapas, la abres y lees unos versos que hablan sobre la vida en paz y sosiego. Cierras los ojos. A lo lejos tan sólo se oye el ladrido de un perro; no hay coches, no hay gritos, excepto el apagado llanto de un bebé, una brisa cálida que mece los árboles y el cloqueo de una gallina. De pronto descubres que, asimismo, eso recibe un nombre hoy casi olvidado: Armonía.


José Fernández del Vallado. Josef. 2009.


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