Enrique Cienfuegos llevaba viviendo trece años de guerra y no conocía el amor, la paz, ni el descanso. Nacido en las montañas era hijo de una mujer guerrillera fallecida en el parto. El día en que cumplió cinco años su regalo fue un pesado kalasnikov y la recomendación: “Acabar con los enemigos de la patria.” No hubo tarta ni velas, pero él no sabía qué era aquello, como tampoco sabía lo que era una patria. Sus primeros diez años los pasó danzando de una cima a otra, hollando picos nevados, únicos lugares en los que al sentarse unos instantes disfrutaba de un descanso, sensación que según le explicó un compañero que murió de enfermedad, era parecida a la paz, aunque también a la muerte.
Mataba hombres sin preguntarse el porqué, lo hacía porque quienes lo habían criado así lo hacían. Los amigos no existían, ni las personas, eran efímeros y hasta Cacho, su gran compañero, dejó de estar a su lado un día cualquiera. No lloró, pues tampoco sabía llorar y estaba acostumbrado a la ausencia de la amistad y a toda clase de ausencias. Sus diversiones eran, aparte de hablar con prisioneros a quienes luego ajusticiaba sin piedad o arrepentimiento, comer escarabajos de sabores deliciosos que crujían en su boca al masticar, trepar a los árboles tras los macacos, contemplar las orquídeas, bañarse en arroyos y lo de siempre; las escaramuzas con los enemigos. Había varias clases de enemigos. En primer lugar estaban los soldados regulares, es decir, los hombres que el “dictador” enviaba para apresarlos y matarlos. Según le explicaron el “dictador” era una persona sin corazón que había maniatado al país hacía muchos años. Sin embargo, Enrique no tenía claro si el “dictador” eran una o varias personas, pues a uno lo llamaban “dictador,” a otro “tirano”y también estaba un tal “Zalazar.” Había otros enemigos: los “Paras,” fáciles de distinguir, se caracterizaban por un escueto detalle; eran cobardes. Masacraban a hombres y mujeres desarmados. Enrique entendía que los cobardes no cabían en el mundo. Al menos eso decía Alfredo, su comandante. Ahora, si no cabían ¿por qué no acabar también con aquellos hombres que le tenían miedo a la vida? Así la guerra acabaría de una vez, y tal vez la vida sobre la tierra, pero aquel era un riesgo que habrían de enfrentar. Alfredo decía a menudo que sin los hombres desarmados del páramo en el país no habría comida, pues cultivaban la tierra y plantaban hortalizas y frutas de las que se alimentaban. Luego, pese a tener miedo, eran hombres buenos pero sobre todo, útiles. También estaban los del PcG que a pesar de luchar contra el “dictador”, el “tirano,” “Zalazar” y Los Paras, estaban contra ellos. ¿Quiénes eran los del PcG? Según Alfredo eran peores que ninguno, pues batallaban para el traidor “Evaristo.” Evaristo era un primo hermano de Alfredo. Tras rebelarse constituyó su propia facción revolucionaria. Esta última explicación se le hacía a Enrique cuesta arriba y lo único que tenía claro es que desde que tenía noción Evaristo y Alfredo habían existido en la selva. Por ello, el hecho de que permanecieran enfrentados uno y otro era algo natural, como la lluvia, las hormigas o el jaguar. Eran seres eternos, y los únicos que nunca podrían desaparecer. Eran dioses.
Sus escaramuzas siempre tenían lugar en la hondura de la selva. Sorprendían al enemigo acechándolo desde zulos que excavaban en la tierra, en lugares donde suponían que tarde o temprano, pasarían. A veces permanecían diez o más horas enterrados en el lodo, alimentándose de escorpiones a los que arrancaba la cola, viendo chispear las estrellas en la oscuridad de la noche, oyendo el abucheo congestionado de los monos aulladores al amanecer y las bandadas de loros chillar; e incluso alguna vez sorprendió o fue sorprendido por un acechante jaguar lustrando su pelaje a unos metros.
Las escaramuzas duraban segundos, suficiente o demasiado para que la muerte acudiera a sus recintos de barro y los preservara esculpidos en sangre. Nadie gritaba, era ley en la selva no hablar para no ser descubierto por el enemigo y tampoco descubrir a los demás. Los hombres del dictador utilizaban rehenes como escudos. Solían ser compañeros apresados, o simplemente les bastaba con labradores de cualquier pueblo cercano. En tal caso, Enrique disparaba a los tobillos y cuando los de delante caían le era posible abatir verdaderos enemigos.
Lo cierto es que desde joven se distinguió por su carencia de miedo, pero al ir creciendo la corteza insensible y protectora que su cuerpo había forjado al nacer se fue desmoronando y pasó a convertirse en un ser silencioso y sensible, como cualquier animal de la selva. Así, mientras los demás compañeros se transformaban en hombres fuertes, insensibles al desaliento, él era un cúmulo de fragilidad y sobresalto. De tal forma, todos, continuaban tratándolo como a un vulgar chiquillo.
El anochecer en que sucedió la masacre todo el mundo dormía menos él, que apresado por las garras del insomnio, reclamaba siempre más y más guardias.
Aquella noche se durmió unos instantes y cuando despertó se encontró rodeado de soldados a un lado y hombres de Evaristo del otro. Sabiéndose descubierto alzó las manos, nadie reparó en su presencia. ¡Y tanto! Ni siquiera lo miraban. Los ojos de sus enemigos estaban vueltos hacia los hombres que profundamente dormidos descansaban en el campamento. Alarmado, bajó la mirada y trató de correr. Con espanto descubrió las raíces de un árbol. Dobló sus ramas palpó su tronco resinoso y se descubrió convertido en recia corteza. Era un árbol gigante lupuna tropical.
Fue una matanza. Salvo presenciar con terror el espectáculo mientras las balas se incrustaban en su tronco y su savia manaba sin descanso, no pudo hacer nada. Cuando terminaron los hombres que quedaban en pie fueron apresados. Entre la reducida tropa de derrotados estaba el comandante. Se internaron en la selva y se hizo el silencio. Transcurrió el día y agotado el lupuna dejó caer sus ramas y se secó.
A la mañana siguiente abrió los ojos y se encontró enterrado en fango. Comenzó a escarbar y según progresaba, sus uñas desolladas, apartaban primero cieno con furia y luego cadáveres. Logró salir y descubrió que el delirio había sido en parte, real. El campamento estaba cubierto de cadáveres y moscas e insectos hormigueaban sobre los cuerpos masacrados. Se dedicó a reunirlos, luego prendió fuego y por primera vez gimiendo, se alejó...
Tras deambular semanas por los altos sin alimentarse el invierno volvió. Una noche muy fría decidió que necesitaba aprovisionarse y descendió al páramo. Había crecido y era ya un mocetón hábil y fuerte, pero para siempre impregnado de vastos remordimientos.
El poblado que eligió estaba sumido en las sombras y el silencio. Como su proceder habitual estaba siempre dictado por el miedo y la desconfianza, se movió con cautela. Bordeó las chozas, pensaba dirigirse a la plaza cuando descubrió la cabaña en penumbra y escudriñando, se acercó. Dentro oyó carcajadas, se asomó por los visillos y descubrió el espectro de dos hombres sujetando a una mujer. A lo largo de su vida había visto mujeres en raras ocasiones y circunstancias. Ciertas veces, algunas subían al campamento, entonces los hombres bebían, hablaban de más y se volvían estúpidos, peleándose por ver quien se metía antes dentro de ellas. Una vez unidos, se retorcían como larvas.
Comenzaron a arrancarle la ropa y lo que iba a suceder no le extrañó. Pensó en marcharse pero cuando el primero se situó sobre la mujer no le gustó lo que vio. La abofeteó. Mientras el otro la sujetaba, la muchacha comenzó a llorar con angustia y consternación. No, nada era igual. En el campamento eran libres de hacerlo sin sollozar. Algo nefasto ocurría, dedujo. Moviéndose en silencio rodeó la cabaña y tras asegurarse de que no había nadie acechando, se dirigió a la puerta la abrió bruscamente y sin mediar palabra, concluyó su labor mediante dos breves y decisivos disparos.
Todo quedó en silencio. Se deslizó hasta los cuerpos, yacían boca abajo. Dio la vuelta al primero, con sorpresa descubrió y examinó la cicatriz que cruzaba aquel rostro. ¡Era el perfil de Evaristo! Durante unos instantes permaneció absorto. No tardó en recuperarse y se dirigió al segundo; vencía el frágil físico de la mujer, que extenuada, exhalaba y gemía debajo. Un puntapié con la puntera de su bota bastó para hacerlo girar, el rostro rugoso y bigotudo de Alfredo, su comandante, se estabilizó mirando al techo con ojos vidriosos. Sacudido por un estremecimiento el cuerpo de Enrique se contrajo de pavor. La mujer se arrastró tiritando, se puso de pié con precaución y sin dejar de vigilar se deshizo de las tiras de ropa desgarrada, y al no advertir reacción por su parte, caminó hasta la puerta y trató de escapar. Una mano se interpuso. Se volvió, los ojos de Enrique escrutaban inseguros, todavía con miedo. En silencio ella alzó sus brazos, lo tomó de las manos, le acarició suavemente la cara, lo besó. Temblaba. Él percibió su miedo salvaje, como el suyo. Paulatinamente la rodeó por la cintura, la acunó, la calmó y la condujo al exterior. Abrazados en la oscuridad se perdieron en la selva. Nadie volvió a verlos. Dejaron de existir para siempre en aquel paraje de guerra e irracionalidad.
José Fernández del Vallado. Josef. 2009.