domingo, junio 28, 2009

Amistad.

La humedad fría y casi opresiva del sótano, un brindis con cava. Miradas sonrientes y cómplices. La belleza de Silvia y Susana, la inteligencia de Milagros, la labia de Carlos, las ocurrencias de Luis y mi silencio de confabulación. ¿Es una noche cualquiera?
Fuera, hay oscuridad, hielo y frío, como un pozo sin fondo. Dentro calor, nosotros, y una felicidad y euforia incontenibles. Nos sentimos vivos, omnipotentes.

Elevo la copa, mi vista se detiene en cada una de ellas. Primero en la belleza morena de Susana vencida por la pálida blancura de Silvia, superada por los ojos de cristal de Susana, vencida por los labios perfectos de Silvia, y por el aliento tibio y la voz dulce de Milagros, al posarse sobre mí y adelantarse a mis palabras murmurando con una sonrisa admirable: “Amistad para siempre.” Seis copas chocan en el aire. “Arriba abajo al centro y p´a dentro.”

Bebemos y se hace un instante de silencio solemne. Lo sabemos. Es para toda la vida. Somos amigos incondicionales, o más... Es un momento único y trascendente; es lo que hay, y lo que hace que la vida sea no solo preciosa, sino valiosa. Y como un marco inolvidable, de fondo, la música en un vinilo con el “wish you were here” recordándonos que, aunque lo creamos, la vida tampoco es eterna y hasta los genios más apreciados se eclipsan.
Despachamos dos botellas y estamos listos. Nos abrigamos, salimos a la calle expulsando nubes de vaho.
Riendo descendemos por el camino que lleva al centro del pueblo, y avanzamos a trompicones hacia la estación de autobuses.
Las calles, sucias todavía con la cera de las procesiones, resbalan, y cuando los coches circulan los neumáticos chirrían.

Siento viva la cintura de Milagros, y decidido su silencio contenido.
Es el último día de unas vacaciones de Semana Santa especialmente frías... pero felices.
En la estación todo son abrazos y “tequieros.” Unos instantes para besarnos y recordarnos.

Todos suben al autobús menos yo.
El vehículo arranca mientras yo sigo aquí, moviendo las manos, hasta que el silencio y el frío me asedian y un perro husmea a mis pies. De nuevo no queda nadie a mi lado. Mañana hay que volver a empezar. Giro y vuelvo sobre mis pasos. Miro sólo a las baldosas del suelo; no más allá...

José Fernández del Vallado. Josef junio 2009.







viernes, junio 26, 2009

Carta de amor, a un amor extraviado.



Querida M hoy soñé contigo y desperté sabiendo con certeza que, después de veintiún años sin vernos, sigo añorándote.
Por primera vez en mucho tiempo pude verte con claridad inusual, escuché tu sonrisa y supe que mi corazón está triste pues algo dentro de mí sigue amándote.
Pero lo que más dolor me causó no fue soñar solamente contigo, sino verte bailar junto a mi hermano, sonriéndoos mutuamente. Entonces supe algo más; algo en lo que nunca había pensado o había pensado con miedo. Las dos personas a quienes más quise en el mundo ya no estáis a mi lado. Las dos sonrisas más bellas de la tierra – de mi tierra – se han desvanecido de mi vida.
..

Tú, querida, quizá todavía vivas, ya no sé dónde encontrarte. Te extravié. Y desearía hacerlo; verte de nuevo. Aunque fuera una vez me gustaría volver a estrecharte en mis brazos. Mereció la pena estar a tu lado.

Hoy una tristeza extraña y añeja me consume. Llevo todo el día pensando en ti de nuevo. ¿Por qué? No lo sé, pero así desperté. Te he buscado en Facebook y en Google sin éxito. Pero es que, me doy cuenta ahora, apenas sé nada de ti excepto aquellos breves e intensos momentos en los que permanecía descubriéndote fascinado. Ahora lo sé. Te amo y amé con una fuerza inusual, pero siempre estuve enflaquecido por la vergüenza a tu lado. Te veía grande y hermosa; tan inalcanzable y lejos de mis débiles posibilidades...


Quiero que esta carta quede grabada y se sepa que no hubo amor más incauto que el nuestro.
Duró una noche, la noche más preciosa. Y se perpetuó lo exacto e inexacto, lo que la vida quiso y dispuso...

Considero que tú no me quisiste de la misma forma que yo a ti. Pero aquella noche, aún sin ser la mejor, los instantes que permanecimos acomodados en aquel local semivacío a las cinco de la madrugada indagándonos, resultan ya inolvidables. Intuyo, puedo intuir cosas ocultas en nuestros pensamientos de entonces, hoy sé descifrar en los rasgos las mentiras y verdades, y aunque todavía me confunden, puedo entender y sé que tu mirada siempre fue sincera; que tu sonrisa era cristalina como un manantial de aguas claras, y que si nos besamos en el balancín del jardín, dejándonos llevar al compás de nuestros latidos, fue porque el miedo y la indecisión desaparecieron absorbidos por un denso manto de amor.
E intuyo – sigo intuyendo – que aunque ahora te eche en falta de verdad, cumplí mi sueño de tenerte entre mis brazos y expresarte mi amor no solo cara a cara, sino con felicidad, e incluso hablando en francés...

Han pasado unos años, tal vez demasiados. Y la vida dispone que no nos encontremos... de momento.

Es cierto. A veces sueño contigo y me despierto inquieto, tanto, como si te tuviera conmigo. Igual que aquella mañana en la que me sentí inmensamente satisfecho de desayunar a tu lado por última vez y descifré en tus ojos la misma felicidad que pude encontrar y a veces encuentro en mi alma...


José Fernández del Vallado. Josef. Junio 2009.



martes, junio 23, 2009

Me gustaba Mónica.


Me gustaba Mónica, era morena, romántica y no me prestaba atención. Ni siquiera sabía por qué me gustaba. Supongo que porque ni siquiera me miraba, y también porque era mayor...
Escribí cientos de poemas sobre ella, me daba vergüenza recitarlos. Y también presentarme...
Por las tardes, a última hora, la veía en el patio. Paseaba con su blusa azul celeste y su falda plisada. Se movía de forma discreta y nunca hablaba con nadie. Había quien la temía, yo no, pues sabía que era como yo.

Me agradaba cuando se detenía, se acariciaba el cabello, y miraba de soslayo su reloj de pulsera. Seguro, su trabajo le aburría.

Ella me encantaba y lo daría todo por amarla, pero me tenía que ir. No aguantaba más el frío del invierno ni las violaciones, desacatos y violencia...


Estando cerca de Mónica sentía que el mundo no era triste y desolador. Volvían a mí recuerdos de mi niñez; sentía el calor y el aliento cálido de la vida bullir dentro de mí, y a mi madre a mi lado; sentía la protección que nunca tuve frente a mi padre y sus continuas palizas; me sentía destronar a la vida y sobreponerme a la muerte y la adversidad. Y sobre todo sentía sus brazos rodearme con el cariño que nunca recibí, y estrecharme entre sus senos...

Me gustaba Mónica... pero el deber de vivir se anteponía al amor. Y la vida consistía en avanzar no en aguardar, ni en asfixiar las ilusiones, ni en contar días baldíos, ni en acechar a la muerte...
En cambio sí en rellenar espacios de alegría y convertirlos en fortalezas consistentes.

La noche elegida hacía luna nueva y la oscuridad difuminaba las formas. Me deslicé por los muros, atravesé dos barreras, debía superar una valla metálica. Llevaba mi rudimentaria pero útil cizalla.
Me apliqué a cortar y sentí el cañón en mi nuca. Con cuidado giré, era ella. Mi cabeza estaba en sus manos; o en el percutor de la pistola. Me fijé sin hablar en su rostro y comencé a recitar unos versos.

Mi amor es sincero

Como tu belleza
Te observo en silencio
Mientras te deseo.

Aguardo ese día
Que tal vez no llegue
Y en el fondo sólo espero
Amarte sin riendas
Ni impedimentos.

Con la confianza
De quien jamás pudo ni supo amar...

Dejó la pistola, nos abrazamos y fuimos felices. Y pese a hacer luna nueva, la noche se iluminó de una lluvia de estrellas fugaces que brillaban como astros gigantes, mientras nuestros cuerpos se deslizaban y resbalaban de sudor, placer, ilusión y de vida. Solo había sollozos de amor, la paz era absoluta; sus labios melocotón en almíbar, sus brazos lianas de savia y suavidad, sus cabellos océanos de hebras y su nuca piel de oliva virgen.

No terminamos, pues nuestro amor ya no tendría fin. Nos incorporamos, nos besamos y ya no hacía frío nos teníamos ambas. Tomó la cizalla, me entregó la pistola y dijo:

—“Dispara o nunca saldrás. Es mi deber.”

Recuerdo a Mónica, morena, romántica y sin prestarme atención. Ni siquiera sé por qué me gustó. Supongo que porque ni siquiera me miraba, y también porque era mayor. Escribí cientos de poemas sobre ella y me dio vergüenza recitarlos, y también presentarme...

Recuerdo a Mónica la última vez y la única que lo hicimos y sé porqué lo hizo. Sabía que solo existe una senda y un lugar donde podremos reunirnos, y ahora voy hacia ella, mientras camino por el corredor de la muerte hacia el habitáculo donde me será inoculada la inyección...
Me agradaba mirarla sin que ella me viera. Y cuando se detenía y se acariciaba el cabello, y miraba de soslayo su reloj de pulsera. Seguro, su trabajo le aburría...

Mañana no habrá amanecer sino eternidad. Y yo estaré junto a ella...


José Fernández del Vallado. Josef 2009.


domingo, junio 21, 2009

26. Certidumbre Ineludible.


Hace una mañana despejada, la comitiva real sale temprano y Menfis aún reposa en silencio favorecido por el suave velo de Toth. Recorremos sus calles empedradas y desde el baldaquín puedo contemplar, quizá por última vez, su etérea belleza dormida.
¡Menfis! Es como un ánfora de vidrio delicada y enérgicamente sellada a las hostilidades del mundo que lo rodea.
Cuando alcanzamos el puerto el bajel ya está listo y con las velas desplegadas. Embarco, y a una señal mía, una vez más, según el capricho de la época y el humor que los dioses sugieren sobre su tranquilo, agitado y solemne curso, vuelvo a navegar las turbias, claras, cobrizas, azules o verdosas aguas del Nilo.

Parto de la ciudad, sus perfiles nobles van difuminándose en la lejanía, me vuelvo y miro al frente mientras permanezco acomodada bajo un dosel en la proa de mi barco de guerra en tanto, con un pertinaz bamboleo, se desliza aguas al sur, buscando enlazar de nuevo con el inevitable objetivo y centro de mi vida: Ramsés II, mi marido.
Más adelante, a la derecha, está el estuario de mis inolvidables encuentros con Ramush. Entrecruzo las manos y no puedo evitar morderme los labios en un gesto agrio de dolor, decido olvidar...
Me aguardan Ramsés y sus mujeres, un círculo solar que nunca cesará de rotar. Aunque en esta ocasión haya sido yo misma quien le sugerí que para asegurar la paz de forma permanente con los hititas lo mejor, establecer lazos consanguíneos.
Bien, tampoco asistí a la boda de su nueva Esposa Real, ya somos bastantes. Maathornefrura dicen se llama, y es hermosa aseguran. Y no lo pongo en duda, todas son hermosas, el gusto de mi Ramsés es digno de ensalzar como también sus imperdonables pasiones humanas, quizá demasiado relevantes para un gran dios como él, pero a fin de cuentas, mi dios.

Fui consciente al amanecer del cuarto mes del Shemu, cuando el disco solar de Ra ascendió con fuerza sobre el templo de Dendera. Egipto no debía estar jamás dividido y Egipto somos Ramsés y yo. Aquel amanecer fue especial, ya que sentí como si el firmamento aún dominado por Seth, se desplomara sobre la tierra y un terremoto hostigara mis percepciones. En aquel momento, hacia el sur, escuché unos llantos y supe que eran los lamentos del Dios Sol. Comencé a seguir aquellos gemidos suaves, casi dulces, y cuando escalé la tercera duna, me encontré con un bebé. Un niño que renacía de la nada en pleno desierto de Seth. Entonces estuve segura; Osiris me señalaba el resurgir de la vida, procurándome un nuevo hijo, y comprendí que debo amar a Ramsés, mi Dios Sol, y que sus defectos son solo parte de su apenas intangible lado humano. Ya que sin él yo no podré sobrevivir, pues él es mi luz, la luz que ilumina mi horizonte y yo así lo he comprendido y así debe ser para siempre.

Le escribí una breve carta anunciando mi vuelta a Pi Ramsés. Tomé aquel niño, hijo de dioses, lo hice hijo mío y ahora lo llevo conmigo a mostrárselo a su padre: Dios Sol, y a someterme a sus designios. Todos se hallan ya allí y tan sólo me aguardan a mí con el deseo comprensible de volver a ver la unión más ejemplar que Egipto haya dado a su tierra.
Al medio día se descubre ante mí el palacio. Absorbe los rayos del sol necesarios para la vida. Su aspecto es el de una edificación de porte ligero y su estructura transmite la increíble sensación de levitar sobre el meandro del río sobre el que está construido, pero en realidad se trata de una estructura de peso, mayor incluso que el palacio de Menfis, no así que Karnak.
El embarcadero del palacio es amplio y está a resguardo de cualquier ataque mediante fortalezas que dominan a ambos lados del río.
Las trompetas de Egipto nos reciben y una ordenada formación de lanceros de Amón al frente de la cual se hallan mis hijos Amenhirjopshef, Paraheueremenef, Meritamón y algunos comandantes y generales, aguardan formados en el atracadero.Desciendo rápido, impaciente, y saludo de forma precipitada, pues deseo darme un buen baño antes de reunirme con Ramsés. Y sin más preámbulos, desaparezco acompañada por Nefermaat y seguida por Nidjit, mis veinte esclavas nubias, mis costureras, mi Copero Real, mi Guardia Real personal, mis quince escribas, mi equipo de doctores, y mis porteadores con todo el equipaje necesario.
Para mi absoluta sorpresa, Ramsés tiene dispuesto un banquete al aire libre me informan, en el jardín Este de palacio. Lo cual me parece excelente. Nada de salas de audiencia con accesos por corredores oscuros y sofocantes, antecámaras reservadas y escondidas o dependencias privadas. Nuestro encuentro se llevará a cabo bajo un amplio dosel para cubrirnos del sol durante el día. Sin subterfugios , todos podrán desvelar los rasgos de nuestros semblantes al encontrarnos de nuevo.

Últimamente he descuidado mucho mis cabellos, por lo que poseo un pelo largo y espeso, lo cual me proporciona una idea ocurrente. Me presentaré como el primer día, con una peluca tripartita, pero en este caso será natural; de mis cabellos de fuego, lo que espero cause impresión.
Las peluqueras me lo van entretejiendo mediante intrincados trenzados, hasta que cada mechón acaba en un tirabuzón con adornos. A continuación me colocan una diadema de oro con rosetas e incrustaciones y en la frente un ureus con cabeza de lapislázuli. Luego me pintan los párpados de verde, el borde de los ojos con khol negro y las mejillas y los labios de rojo ardiente. Finalmente, después de un buen baño, me envuelven con un vestido de lino ceñido marcando las líneas de mi cuerpo, anudan a la cintura fajines de colores y me depositan un chal cubriendo los hombros, sobre la cabeza me ciño la corona shuthy de dos plumas símbolo de las dos tierras y mis brazaletes de plata. Y con Nidjidt a mi lado, abanicada por cuatro esclavas nubias, me dirijo al jardín este. Egipto no debe ni puede esperar un solo segundo más nuestro reencuentro, ya del todo, ineludible...

Fragmento de mi libro: La inmortalidad de los dioses. La esposa del faraón.
José Fernández del Vallado. Josef. 2009.

viernes, junio 19, 2009

Por Amor...


Aquel año encontré a la mujer de mis sueños. Se llamaba Carmela y era rubia y morena, blanca y negra, triste y alegre, alta y bajita, culta e ignorante, ágil y patosa, seria y graciosa. ¡Lo tenía todo!
Me cité con ella en un bar y emocionado, tomándola de las manos, le propuse que se casara conmigo y aceptó pero también se negó.
Carmela venía a mi casa por las mañanas y por las noches se acostaba con otros. Me hacía el desayuno y la comida un día sí y otro no. Y por la tarde, cuando estábamos a punto de hacer el amor, me dejaba y se iba a hacer sus quehaceres...
Después del primer año quedó embarazada y a los nueve meses estaba con el bebé en casa y por la tarde, cuando estábamos apunto de hacer el amor, se marchaba, dejándome al cuidado del bebé.
Dejé de trabajar por las tardes y me dediqué a cuidar del niño, y al hacerlo, veía a Carmela el instante de darle un beso y salir...
Nueve meses después tuvo el segundo y otros nueve meses más el tercero, y así sucesivamente hasta llegar a los diez.
Tras años de esfuerzo me convertí en el papá ideal y saqué a los chicos adelante. En cambio, no volví a saber de Carmela.

Cuando me jubilé el Estado se negó a pasarme la pensión pero mi primer hijo, abogado con futuro, me defendió con éxito y me pagaron el doble. Poco después comencé a pintar y como no vendía, mi segundo hijo, galerista de renombre, se convirtió en mi mecenas y comencé a tener éxito. Tuve una complicación de riñones y mi tercer hijo, doctor, me operó . Para celebrarlo quise construirme una casa y mi cuarto hijo, arquitecto, me la diseñó. Cuando cumplí los sesenta y nueve organicé un festejo por todo lo alto y mi quinta hija, Madame, me puso a las chicas. Hice una gira por todo el mundo y mi sexta hija, Jefe de una agencia de viajes, me organizó el itinerario y me hizo un descuento. Los hoteles pertenecían a la cadena de mi séptimo hijo y me salieron sin cargo.
En Nueva Delhi sufrí un atentado. Sufragado por alguien, mi octavo hijo, asesino a sueldo de experimentada reputación, intentó acabar con mi vida. Pero el noveno, Jefe personal de Seguridad intuyó la trama, ocupó mi lugar y detuvo al octavo.

Un día descansaba a solas en la tumbona de la piscina y Carmela se presentó en la mansión. Contemplé su belleza de nuevo e incapaz de alzar la voz – como en los viejos tiempos – la invité a subir al salón, nos recostamos en el sofá, vimos el atardecer ocre en el desierto de Arizona, y cuando hacíamos el amor, inducido por el sutil veneno que puso en mi copa, fallecí de un ataque al corazón.
El forense dictaminó ataque cardiaco severo, Carmela heredó mi patrimonio.
Mi décimo hijo, propietario de una funeraria, organizó el funeral. Mi ataúd labrado en caoba con remaches de oro puro, era espléndido. Sobre mi tumba erigieron una escultura en la que Carmela y yo nos abrazábamos con amor...
José Fernández del Vallado. Josef. Junio 2009.


lunes, junio 15, 2009

I-- Recuerdo su mirada profunda.


Recuerdo su mirada profunda, la ansiedad oprimiendo mis músculos, sus ojos azules y su primera sonrisa; no recuerdo sus manos, tampoco cuando nos encontramos. Recuerdo el calor esa mañana en el Parque; no recuerdo qué mes. Recuerdo el sabor de la primera cerveza, de las patatas, y sobre todo la cerveza; no recuerdo de qué hablamos. Recuerdo haberme encontrado con alguien a quien tampoco recuerdo, ni de qué iba la exposición que visitamos.
Recuerdo una mañana despertar con alguien a mi lado y volverme y verla a ella; no recuerdo si le hice el amor pero en cambio sí el sabor a güiski en mi garganta; e invitarla a un restaurante y no recuerdo su nombre, solo decirle que éramos iguales y si no estuvo de acuerdo fue porque tuvo razón.

Recuerdo el bar donde pedimos unas copas acomodados en la barra, charlé con alguien a quien no recuerdo mientras ella callaba, aguardaba, esperaba.
Recuerdo mi necesidad de beber más imperiosa que permanecer a su lado; no recuerdo cuando su mirada empezó a ser de disgusto, ni en qué momento tomó la decisión de dejarme. Y las horas perdidas en ese lugar y si existe ese lugar, aunque sospecho que no. Recuerdo la entrada a aquel cine, la oscuridad palpitante, su silencio… no recuerdo la película. Y el sonido del móvil y yo saliendo a la calle atropellando a la gente, y luego llamando a un amigo y después el amigo gritando y yo huyendo y despertar tendido en un charco de sangre...
Recuerdo noches de vómitos, sudor y pánico a fallecer en soledad y pesadillas terribles que no pretendo recordar. Y besos de amor y desencuentros y desamor, y rostros confusos de mujeres por quienes lloré; no quiero volver a llorar...

Recuerdo el día en que mis manos se aferraron al borde del pozo y reunieron la fuerza para sacarme adelante; no recuerdo a quiénes dejé y si los hubo. Recuerdo decir no, y trescientas veces no a la bebida desquiciante; no recuerdo un solo motivo para cambiar de idea jamás, y cada día que transcurre es nuevo y soy feliz de respirar el aire exterior.
Recuerdo su mirada profunda…

José Fernández del Vallado. Josef. Junio 2009.




jueves, junio 11, 2009

...SILENCIO. FIN DEL TRAYECTO.

Te pones en marcha. Dispones la mochila e inicias el primer movimiento. Llevas esperando demasiado esta circunstancia. Exactamente el intervalo de un empleo absurdo, relaciones transoceánicas que sucumben a manos de una árida e inapelable distancia, y textos publicados en editoriales que no alimentan. No, no volverás a crecer sin moverte. A veces para vivir basta con eso, no con ser un eterno e inmóvil creyente. Por fin encuentras un lugar. El aire sólo huele a madera y la brisa, aunque hoy no sople precisamente del sur, es favorable. Pues impulsa y estimula con suavidad en la espalda. Por el reverso se inyectan algunas de las noticias más agrias; en cambio, uno las expele y depura por las yemas de los dedos. Al teclear con suavidad sutiles notas matizadas de música y tinturas internacionales. Al devolver la armonía a ese griterío altoparlante en que se ha convertido el discurso de las naciones y tal vez de nuestras vidas.

Hay una roca – tranquila – en la montaña. Siempre estuvo así, serena, imperturbable. Acudes a sentarte en los ratos en que deseas aprender del silencio. Es bueno cultivarse junto a el. A veces uno grita, pero al hacerlo por dentro ya es sólo silencio y no violencia descarriada. A veces uno gime, pero si permanece en silencio, no encontrará motivos que le den lugar a proseguir haciéndolo.

No hay que confundir silencio y soledad. La soledad, a veces, es un estado de angustia, desamparo e incomprensión. El silencio, en el peor de los casos, manifiesta desdén o menosprecio. Aunque esa clase de silencio suela dejarse oír como un murmullo y llegué a inducir un martilleo doloroso.
El silencio que uno estima es un silencio pedagógico. Ayuda a reconstituirse, a meditar con claridad por qué está de nuevo sobre la roca mundana; o por qué la brisa es del norte cuando debería ser del sur; o por qué el invierno es largo y duro; o por qué nació en el círculo polar ártico y no en el antártico. O por qué la mayoría de sus amigos son letras: Arial, Garamond, Gerorgia, Times Roman... Y por qué se deja de creer en este mundo tan pronto. Y sobre todo ¿por qué, pese a llevar horas firmemente asentado, la piedra continúa estando fría y se hace de noche y uno sigue sin encontrar la luz?

Te incorporas, continúas el camino. Al fin y al cabo la vida es una eterna búsqueda de soluciones que en el mejor de los casos nunca se hallarán. Porque encontrarlas tal vez pueda acarrear disgustos innecesarios. De modo que lo mejor es dejarse llevar. Abandonarse a las gélidas e incomprensibles corrientes del norte, pues serán ellas, quienes meciéndote como una pluma te transportarán hasta brisas más suaves, que de forma agradable y sin darte una tregua de desidia, te alzarán para depositarte sobre un refulgente y preclaro manto de constelaciones en el más absoluto silencio… Fin del trayecto.


José Fernández del Vallado. Josef.


El autor de este blog se permite el lujo de tomarse unos días de retiro. Dejaré alguna entrada programada.

Volveré recargado. Os doy infinitas gracias a todos aquellos que me visitáis y lo sé. ¡Os debo un montón de visitas! Descuidad. Cuando cambie de energía (seguiré siendo el mismo) vendré y no dejaré piedra sobre piedra. En el mejor sentido de la palabra.

¡Besos y abrazos!



domingo, junio 07, 2009

Placer y Mentiras.

Hace un día nublado, en cualquier momento lloverá. Encuentro a Raquel en una sala de máquinas tragaperras y demás; está en mi máquina preferida, una de marcianitos, mientras juega parece una niña. Y sin embargo el crío soy yo, pues me he vuelto un obseso por batir todos sus récords. Pese a marcar día tras día nuevos récord, un par de tipos me superan; y no consigo saber quienes son.

Le doy un beso en el cuello y sin volverse a mirarme sonríe, justo en ese instante un misil atacante revienta su nave. Libera un grito entrecortado, salta, se vuelve, sus ojos marrones brillan de rabia y felicidad. Me besa en la boca. La tomo de la mano, tiro de ella y salimos a la calle, un rayo de sol atraviesa mi rostro y lo abrasa, entramos en el bar de la esquina y nos sentamos a una mesa, pido una ración de oreja y dos cervezas, apenas tardan en traerlas. Bebemos y comemos con hambre y en silencio lanzándonos sonrisas de confabulación. En apenas diez minutos damos cuenta del plato. Pago y nos dirigimos a la puerta. En el rellano el fragor de un trueno apabulla mis sentimientos limpios nuevamente de dudas. Caminamos abrazados por la acera, el aire se hace denso y sofocante, una brisa intensa azota los plátanos recién replantados en la Plaza de la Cebada. Las primeras gotas, templadas, estallan sobre mis brazos descubiertos, la gente corre a refugiarse. Al principio nosotros también, pero en cinco minutos damos la batalla por perdida y nos dejamos avasallar por una ducha refrescante y necesaria. Alcanzamos el portal riendo a carcajadas, empapados como toallas chorreantes.
Las escaleras de madera crujen mientras ascendemos hasta el quinto.

Nada más entrar ella comienza a desnudarse, yo la sigo impaciente. Entramos en la taza de la ducha dando voces de entusiasmo, abre el grifo y una nueva lluvia, primero fresca y luego cada vez más templada corona mis sentimientos de placer. Percibo su piel resbaladiza, sus líneas tersas colmadas de juventud, me abrazo a ella por detrás y comienzo a acariciarla, vuelve la cabeza y nos besamos. Noto como mi órgano se fortalece hasta tensarse como una vara de bambú. Lo toma, cierra el grifo, salimos de la ducha sin separar nuestros labios y abrazados no llegamos más lejos de la alfombra del salón. Follamos, jadeando en silencio, jodemos durante más de dos cuartos de hora, y cuando estoy a punto de eyacular suena mi móvil.

Ella, desde debajo, mirándome excitada y suplicante, me dice.
— ¡Déjalo! No vayas...
La miro sin dejar de joder y por fin, con un claro esbozo de disgusto, me levanto tomo el móvil y contesto.
— ¿Sí...?
— Cariño...
— Si, dime.
— Hoy sales tarde ¿verdad?
— Sí, tengo un trabajo atrasado.
— Vale cariño... Una cosa.
— ¿Qué?
— Que te quiero un montón. ¿Lo sabes no…?
— Mmm...
— Cariño ¿sigues ahí?
— Si, lo sé...
— No te molesto más. Un beso.
— Hasta luego.
Raquel permanece echada sobre la alfombra. La miro, sonrió y la beso, me tumbo junto a ella y acariciándole el cabello, le digo.
— Otra vez del trabajo. Tengo que volver.

Me mira con tristeza, y de forma apasionada, me besa. Noto su lengua impaciente juguetear con la mía, mi órgano recupera su estado vigorizado. Le ruego que me masturbe. Sin dejar de besarme, me complace. Entonces se separa un momento, me mira con atribulación, y medrosa murmura.


— ¿Cuándo tendremos esa noche... prometida?
La miro con cara de fastidio. Gesticulo con la cabeza. Sujeto su rostro con ambas manos, y le digo.
— Cariño ¡no debes impacientarte! Pronto, muy pronto tendré unos días de descanso...
Y añado.
— Pero eso no debe preocuparnos...
La tomo de las nalgas, es una chica preciosa y manejable – lástima que sea tan precipitada, acabará por estropearlo – con ansiedad y deleite, la penetro de nuevo...
José Fernández del Vallado. Josef. Junio 2009.


viernes, junio 05, 2009

De la locura.

Estoy perdido, envuelto en el laberinto
que forman las cepas de un árbol;
me atrapan como lenguas de serpiente.
He sali
do a buscarla,
y todo se ha vuelto en mi contra.

No lo ignoro, es ella;
lanza dardos ponzoñosos para herirme,
deja estelas de alquitrán en las aceras
y esquelas fúnebres invitándome,
a desaparecer absorbido
por mil tifones salvajes.

Rechaza mi
s decadentes
debilidades humanas.

Las mismas que me llevaron
a sucumbir
ante la belleza de su hermosa
figura de már
mol...

Las mismas que me llevaron
a auto flagelarme
tratando de penetrarla,
invadir sus sentimientos
y colonizarlos.

Y revolcarnos junto a la estatua
del jardín botánico
aquella hermosa mañana de mayo.

Su sublime figura
me hizo temblar y
dividirme en in
finitos sentimientos
de contradicción.
¡Dios! Como la amé...

Y ahora estoy solo,
extraviado en medio de
una oscura confluencia
de mil veredas diferentes.

A punto de saltar al abismo
de lo irracional
y sin embargo me doy cuenta
de que me retiene
el laberinto que forma en torno a mí.

Quiero volver a hablar con ella
pero hasta las palabras m
e salen absurdas
por la boca
y los besos se escurren
en mi lengua,
antes de llegar a la suya.
No, ya casi no queda lenguaje en mí,
ni entre nosotros...

Ella, ¿está hecha de una materia diferente?
¿No éramos iguales?
¿No fuimos uno solo?
¿No se fundieron nuestras arterias?
¿No hubo sonrisas en el aire?
¿Y qué de las promesas?
¿Y qué de los besos sellados con fuego?
¿Y qué de nuestra religión compartida en secreto?
¿Tuvimos esa fe? ¿Tuvimos esa paz? ¿Tuvimos ese gozo?
¿Tuvimos esas alas? ¿Tuvimos esa fuerza?
¿¡Tuvimos ese mundo…!?

Quiero llorar y no me sale una lágrima de amor.
Quiero reír mi estupidez congénita
que es la de todo humano enamorado
y tampoco lo consigo.
Estoy enredado...
enredado en un mar de raíces.

Sujetan mis miembros
para que no pueda cometer
más estupideces
de las que una vez cometí.

¿El amor es estúpido y loco?
No... Si...
Si es así desearía
volverme loco para siempre
con tal de verla una vez más...


José Fernández del Vallado. Josef 2004. Arreglos 2009.


lunes, junio 01, 2009

Los estilógrafos.


El profesor pasaba lista y yo aprendí que te llamabas Sophie y tenías una voz como la cuerda de un violín.
Me gustaba contemplarte, Sophie, te descubrí una noche, acurrucada y pensativa sobre la fina arena de la playa. Tu perfil suave y curvilíneo despertó en mí instintos atávicos, me atrajo como si fueras un imán.
Sophie, si tú supieras... significabas la clase de geografía de los viernes en el instituto.
Aquella tarde de junio, sentada tan sólo a unos metros de mí, la blusa entreabierta y los senos como queriendo salir a evaluar aquel espacio bendito y ardiente. Eras tan joven... y a la vez tan cruel y audaz, buena o maldita por ser bella, y no, no tenías la culpa, pero hacías sufrir a mi organismo necesitado de un orgasmo o de una mujer como tú; sólo de contemplarte, sudaba. Porque en mi vida no existían más Sophies...

Y aquel profesor, era divino, condenadamente bueno. Explicaba las oscilaciones sísmicas, las fallas, los panes de azúcar: como nuestro Cerro del Corcovado allí mismo, en Río, desde el cual se divisa la belleza del mar e Ipanema. Entonces tú te volvías y con timidez retirabas la mecha de cabello castaño que cubría tu ojo izquierdo, oscuro como una noche sin brillantes, y el derecho verde, como una esmeralda a medio tallar, pasabas la lengua sobre el labio superior, sin pintar, rasguñabas el lunar de tu hombro y despacio, con delicada suavidad, ponías una mano y acariciabas mi brazo y yo rompía a sudar y me pedías un bolígrafo, y siempre era lo mismo. Ni siquiera tenías con qué escribir tu nombre y grabar la excelencia de tu ser. No importaba, Sophie, pues tras el primer día, yo estaba pendiente y te daba a elegir entre cuatro estilógrafos Rotring de diferentes tonos y espesores. Tú escogías el negro del 0,8 “escribe fino y “belho” me decías, satisfecha. Luego, tras dos horas de ensueño, dos horas sin dejar de observar de reojo tu perfil, oler tu aroma a lavanda, disfrutar la belleza de tus movimientos, la delicadeza de tus contracciones al estornudar, la clase finalizaba.
Tu esfinge se alzaba de la silla y se ponía en movimiento y yo no podía dejar de mirar sufrir y mirar mientras tú te perdías de nuevo fluctuando en las constelaciones de la vida…

Regresaba a mi piso en la “favela”, y sin ti todo era soledad, tedio, amargura. Los recuerdos de las demás en lugar de resplandecer sobre ti y oscurecerte quedaban lejos en mi vida y en el tiempo para servir de consuelo; estaban fríos, amortajados. Ni siquiera Gladis, la prostituta, me lograba consolar. Lo hacía con ella como un semental, y no hallaba el mínimo placer en mis orgasmos. Deseaba pasar el tiempo que no estaba a tu lado dormido y al menos disfrutar la oportunidad de soñarte, pero si lograba que entraras en mí, estabas lejos, siempre lejos de acercarte, permanecías muda e indiferente, encerrada tras la oscuridad azabache de tu ojo, buceando en tu mar particular.

Una semana tras otra te buscaba en la playa, con el rumor tranquilo de las olas, caminando en la oscuridad de esas noches envolventes en las que te agradaba ser tú; y de vuelta a un nuevo viernes y a la vida. Otras dos horas de respiro, alivio y suspiros, sentado a tu lado...

Hasta que de pronto, un día, el último día del curso, no podía creerlo ¡no estabas! ¿Dónde estabas? La clase iba a comenzar y yo... no podía empezar sin ti.
El profesor entró se hizo el silencio y entonces alcé la mano o ella lo hizo por sí sola.
- ¿Sí? Demetrio.
- Sólo es por interesarme
- Ya.
- ¿Dónde está la compañera, Sophie?
- Ah sí, Demetrio. Es cierto, no ha venido ¿verdad? Bueno, parece ser que se le han presentado inconvenientes y no podrá asistir a clase.
- ¡No! Pero... ¿Qué inconvenientes?
- No lo sé. Pero creo, problemas graves de salud. ¿Ocurre algo, Demetrio?
Bajé la vista, me retorcí las manos, y dije.
- No. Es solo que a ella le interesaban los...
- Sí, Demetrio ¿qué le interesaba?
- Los estilógrafos… susurré.
- ¿Qué?
- Oh, disculpe. Su clase. Su clase es excelente, decía ella.
- Gracias. ¿Algo más, Demetrio?
- No...
Estaba apesadumbrado ¡una clase sin ti! De repente la puerta se abrió y ¡allí estabas…!

La clase de geografía, mi última clase contigo, Sophie, fue una fantasía de ensueño. Cuando finalizó estaba tan alterado y confuso, que me sentí incapaz de incorporarme de una silla a la que permanecí como anclado.
Sucedió en un instante, tu figura se alzó y comenzó a moverse de forma fluida, etérea, te pusiste en movimiento y yo no pude dejar de mirar y sufrir, mirar, mirar y MIRAR...
Te aceché de lejos, llegaste a una parada, ibas a subir al autobús. Corrí abriéndome paso entre la multitud, tratando de no perderte de vista – se trataba de ahora o nunca – y te alcancé; el autobús llegaba en ese instante. Te diste la vuelta, me descubriste. Me miraste y un brillo especial enalteció tu semblante. Me di cuenta en ese instante. ¿Por qué habías vuelto? Me pregunté.
Me fijé en el itinerario del autobús y lo supe. Volvías al lugar inaccesible en el que ahora residías. Estabas lejos, las puertas de la vida se habían cerrado para ti y las de tu vida para mí. Coincidir contigo sólo había sido un simple avatar. Sin hablar, las palabras no querían brotar de mi garganta, rebusqué en mi cartera, saqué las cuatro estilográficas, y temblequeando, balbucí.
- ¿Las necesitarás… allí?
Asentiste sin hablar, con una bella sonrisa. Las tomaste con delicadeza, en silencio me diste un beso, el último beso y el primero, y subiste al autobús, las puertas se cerraron ante mí, y quedé para siempre en suspenso. En cambio tú te diluiste en un mundo desconocido y tal vez complicado sí, demasiado enmarañado para mí. Como un mar; tu mar. Ese océano sumido para siempre en eterna oscuridad y en el que nunca acerté a bracear...

José Fernández del vallado. Josef. Sept 2008. Arreglos Junio 2009.


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