
No quiero pensar qué pasará cuando las baterías se agoten. Siento escalofríos, sudoración y dolor de cabeza, ¿síntomas de malaria incipiente, o es el cansancio? Lo sé. Es sólo el menor de mis problemas, la indudable inquietud me acecha en el exterior.
Curioseo entre las esteras del ventanuco y descubro sus miradas. Los indígenas de este lugar no son los que encontré. Eran diferentes. Los presumía inocentes y sociables. En cambio después de lo sucedido, y tras presenciar como unos seres en cierto modo parecidos a ellos, descendían de las nubes, salían del estómago de un extraño insecto y equipados con asombrosos artilugios, los agasajaban, me hago cargo de su impresión inicial y asimismo, la nuestra. Sin presentirlo nos convertimos en dioses, y también en el germen de la marea mortal que se abatió sobre ellos. Bastó con que, como criaturas radiantes, compartieran con nosotros su tesoro espiritual: sus brillantes piedras mágicas...
No
tardaron en florecer los garimpeiros. Algunos de piel pálida y aspecto jovial
como el nuestro. Nada más. Con ellos también llegaron los problemas. Raptaron,
violaron y asesinaron a algunas de sus
mujeres. En lo que a cuestiones humanas se refiere, no fue necesario el
transcurso de siglos o milenios, de la noche a la mañana los pusimos al día y se
han transformado en seres falaces, en verdaderos salvajes. Está claro. Antes de
conocernos y sin estar al tanto sobre el significado de términos como: escasez,
necesidad o miseria, eran infinitamente prósperos y dichosos. Ahora en cambio,
se encuentran pobres como ratas y ansían más. Los encauzamos dentro del sistema
cuando no disponen de un céntimo, ni la posibilidad de obtenerlo. Las multinacionales
y el Estado ocuparon sus tierras, saquearon sus reservas de brillantes o mejor
dicho, diamantes; designándolas propiedad privada o estatal. Las chabolas que
empezamos a construir, una vez derrumbamos sus chozas, con los armazones
inacabados, están a medio erigir. Mientras, lo único que tienen a mano, los
machetes que les proporcionamos, destellan impregnados en la sangre de mis
compañeros. Y sus miradas adustas, de profundos ojos negros, atraviesan el muro
de ladrillos de adobe y desgarran mi carne con odio.
Forman
una partida de hienas al acecho...
Mantengo
a Kapúa, la hija del cacique, amarrada a la cama. Si no me han tocado es
gracias a ella. Sin disimular mi mirada arrebatada, la observo. Es morena,
sugestiva y terriblemente perturbadora. Doy un trago a la botella de ron. Mi mano,
temblorosa, acaricia sus cabellos negros dispuestos como finas hebras de seda.
La beso. Me obsequia con un doloroso mordisco. Los labios me sangran sin dolor;
claro, no siento. ¿Estoy borracho? ¡Qué importa! Frenético, coloco el revólver
sobre su sien y lo amartillo, mi dedo se congela en el gatillo. Lo miro;
tiembla como el de un enclenque trasnochado ¿puedo sentir? Sí... Lo mismo que
mi corazón enardecido derrite su hielo. Con una mezcolanza entre frustración y
ansiedad, me doy cuenta. ¡La amo! Ahora, cuando sé que en horas estaré muerto estoy
realmente enamorado...
Exhausto
me apoyo a su lado, sobre el somier de la cama. Miro dentro de sus ojos, deseo
comprenderla y hacer que comprenda. No entiende, tampoco importa demasiado.
Mientras amanece, tendré tiempo de contárselo. Como era mi vida antes de ella y
como ha cambiado ahora mismo, desde que la he conocido.
José
Fernández del Vallado. Josef. Noviembre 2012.
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