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domingo, noviembre 11, 2012

Divide et Impera.

   Hacía un día invernal, tan limpio y claro, que los rayos del sol en lugar de proporcionar calidez, cortaban la respiración. Sentado o más bien recostado sobre el remate de un portal de la Plaza, recibiendo apenas un atisbo de luz de refilón, Pol Bernal, pedía limosna. No le quedaba nada. Por carecer del trabajo que el Estado, su Estado, tras empeñar su vida debería haberle procurado, había sido desahuciado.

Había dado la espalda a todos y todos le dieron la espalda, ¿pero ocurrió así en realidad? ¿Por qué sucedió? ¿Y por qué, tal como se produjo con la gran mayoría de amigos, y como sugerían las pautas, no había encontrado a su media naranja? ¿Por qué no pasó a formar parte del andamiaje social, cuando siempre se consideró un ser capacitado y competitivo? ¿Qué falló? ¿Por qué motivo no acabó los estudios y se integró en una de las empresas que conformaban el puntal del sistema, contrajo matrimonio, tuvo una prole y se incluyó en la selecta nómina de sujetos que configuraban la sociedad consumista? No alcanzaba a descifrar el secreto, una incógnita que, por otra parte, tal vez ni siquiera existiera. En cambio entendía que sin proponérselo, se había convertido en una pieza sobrante o desencajada. En lo que la sociedad de consumo solía nombrar con desprecio, como un fracasado. Y, sin embargo, teniendo en cuenta que al ser utilizado como si se tratara de un mero papelillo de kleenex, su patria, se había servido de él ¿debía ahora considerarse como tal?
  Lo cierto es que, desde sus inicios, Pol sólo mostró inquietud por una actividad: Los juegos de azar. ¿Podían contemplarse semejantes pasatiempos como un verdadero trabajo? Desde luego, para la mayoría de los hombres, no representaban más que recreación o esparcimiento. En cambio para Bernal lo eran todo. Transcurría noches amasando billetes que desaparecían de su vista al día siguiente. Su vida, era por tanto, un impostergable transitar de la riqueza a la pobreza.
Y así acontecía. Hasta que lo llamaron a filas y de forma escrupulosa lo hicieron desfilar ante la bandera, besarla y jurar por la patria, y le inculcaron la noción de que en el momento de eliminar sus objetivos, experimentar reparo o remordimiento habría de ser algo insubstancial y por contra, al hacerlo, debería tener presente que suprimía no solo a elementos subversivos, sino a seres que amenazaban su mundo, y tanto si se trataba de niños, mujeres o viejos, formaban parte de una especie mezquina e inferior.
  De entrada y por una vez se sintió orgulloso y útil. Pues recuperaba, o así lo presumió, el estatus de ciudadano de primera. Y, además, aquel empeño militar le recordó su profesión de tahúr. De forma distinta y sin vuelta de hoja se trataba de lo mismo: Vencer a sus oponentes, aunque sin la posibilidad de recuperar lo perdido, o más bien, lo exterminado.
  Después, cuando se encontró atrapado en la locura: incendiando pueblos, masacrando sujetos que antes de ser ejecutados gritaban y suplicaban y, a quienes por insensibilizado que se hallara, le bastaba calibrar con su mirada de jugador para estimar que no eran diferentes, dándose cuenta de su ingenuidad, se esforzó por entender. Se introdujo entonces en un laberinto insalvable, en el que gradualmente iba perdiéndose. Se repetía a sí mismo que todo aquello era mentira y no existía; que si los lugares que a su llegada hallaban limpios y hermosos, acababan convertidos en ciénagas de podredumbre, era porque eran retazos del infierno en el cual se encontraba.
  No supo cuando comenzó a dudar. Tal vez el día que no eliminó a la mujer que aferrada a su criatura, contemplándolo con una intensidad indescifrable, le hizo frente.
  Cayó en una depresión y entonces un presidente, no supo cual, decidió que la guerra ya no resultaba beneficiosa y, por lo tanto, se había terminado.
A su llegada, nadie recibió al contingente. Para su sorpresa ya no eran héroes, sino parias.
  Y ahora, aquel era un día importante, sí. El día del desfile patrio.
  Caminando de forma intranquila una pareja de policías pasó a su lado, lo reconocieron y considerándolo parte del paisaje, se limitaron a mirarlo de soslayo. La plaza se fue llenando y la parada comenzó. Militares con cascos emplumados y brillantes, desfilaron ante el palco donde se encontraban sus generales.
  Cuando terminó, la comitiva descendió del palco y envueltos en nubes de guardaespaldas, saludando, se dirigieron a un extremo de la plaza, donde estaban estacionados sus vehículos. Casualmente (¿o tal vez no?) el sedán del Mariscal de los tres ejércitos, se hallaba detenido a unos metros de Pol. En el momento en que el obeso oficial se dispuso a introducirse, el griterío de una muchedumbre intimidada y expectante, se silenció. Fue en ese preciso instante, cuando la voz de Bernal, se oyó con diáfana claridad.
  —¡A sus órdenes, mi general!—Y se cuadró.
  Tras oír el saludo, el militar, no pudo evitar volverse y saludar de forma marcial.
  Pol extendió la mano con la palma abierta e inquirió.
  —¿Limosna para un excombatiente en situación de retiro?
  El rostro del general se tiñó de vergüenza. Balanceando su barriga con dificultad,
introdujo las manos en sus bolsillos, extrajo unos céntimos y se los arrojó.
Pol los guardó con esmero y su mano resurgió esgrimiendo una reluciente espada de acero toledano. Antes de que los guardaespaldas reaccionaran, aguijoneó la barriga del oficial, y le dijo.
  —Vivirás… sólo si eres capaz de responder a una pregunta.
  Pese al frío, las sienes del cabecilla habían comenzado a humedecerse y ahora vertían pequeños hilillos acuosos. Lo miró despavorido. Sin dudar, Pol le preguntó.
  —Dime. ¿Cuál es la primera máxima de todo buen mando?
  El oficial pareció sorprendido. Los cachetes se le tiñeron de rojo, suspiró, dejó escapar una sonrisa y contestó.
  —Si vis pacem, para bellum*. Declaró Julio César.
  Pol permaneció mirándolo con un aire avieso y de nuevo, preguntó.
  —¿Eso es todo…?
  Asustado, el hombrecillo trató de retroceder.
  Pol carraspeó con orgullo y articuló:
  —Tu respuesta no ha estado mal, sin embargo… hay otra más importante. Dice así:
¡Divide et impera!*
  Y de un hábil sablazo, seccionó la hebilla del cinturón y al general se le cayeron los bombachos. Los guardaespaldas se apresuraron a rodearlo y ninguno se dio cuenta de que Pol, doblaba la esquina y desaparecía en la bocana del metro.
  Nadie volvió a verlo, y lo mismo sucedió con los brillantes del lujoso cinturón de la autoridad, que al desprenderse, desparramados, volaron en todas direcciones y tampoco aparecieron. Por contra, algunos de los presentes declararon otra versión; una explicación extraordinaria, por no decir imposible. Aquella que afirma que de forma increíble y magistral, volaron en una sola dirección. La de las habilidosas manos del prestidigitador.
  En el centro de Europa, en una ciudad cercada por los espesos bosques de La Selva Negra llamada Baden Baden, se encuentra el Kurhaus. Es un lujoso casino al que antaño acudieron personajes célebres, tales como el escritor Fiódor Dostoyevski, o el músico Johannes Brahms.
  Mezclada entre el vocerío de sus numerosos asistentes, todas las noches, la risa alegre y contagiosa de uno de sus ilustres invitados, atraviesa el espacio. Se trata del unas veces ilustre y otras humilde invitado, Pol Bernal. Pobre, pero feliz y dispuesto a seguir integrado en el más apasionante de todos los juegos. El de la propia existencia.

Si vis pacem, para bellum:* Si quieres la paz, prepara la guerra.
Divide et impera:* Divide y vencerás.

José Fernández del Vallado. Josef. Noviembre 2012.



Creative Commons License

 Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons.  

sábado, marzo 28, 2009

Por Treinta Monedas…

I
Nos pusimos en marcha temprano. Tras meses sin vernos pasamos una noche inquieta y apenas cesamos de joder en la tienda anclada sobre la pared. Pero ahora, era preciso continuar...
Liang Xu era bella y salvaje. Yo no podía permanecer mucho tiempo junto a ella sin follar o pelearme. Entre nosotros no existían límites. Quizá por eso el sistema nos buscaba. Habíamos desafiado a lo establecido en un mundo que proclamaba: “Elige libremente lo que desees.” Yo elegí perseverar y por eso ya no era libre. Algo no funcionaba. Todos creían ser libres y en cambio estaban sujetos... vigilados. Todo estaba cercado y lleno de ojos.
Liang era adorable y salvaje. Los mejores instrumentos contra el sistema eran mi cizalla y ella; nadie como ella... Día tras día atravesábamos fronteras, cortábamos cercos y penetrábamos en mundos libres y prohibidos. En eso consistía el capitalismo. Era un mundo libre y prohibido; una paradoja.

II
Millones de habitantes libres “sujetos al sistema” proclamaban que el socialismo había fracasado porque tan sólo permitía aspirar a poseer una bicicleta. En cambio, ahora, podías aspirar a tener cuantas quisieras, claro que como reventaban cada mes debías de comprarte una nueva. La verdad, nunca supe diferenciar qué era mejor, si la eterna bicicleta o las cien mil de papel...
Como tampoco supe entender el afán humano por acumular objetos tantas veces… sin sentido. Nosotros no éramos políticos. Apenas sabíamos lo que eso suponía o significaba; lo habíamos olvidado. Nosotros éramos “rompe cercos.”

III

Me fijé en la complexión de Liang Xu. Durante la escalada ella iba siempre delante. En las paredes no encontrábamos cercos; por eso escalábamos, porque allí éramos libres y únicos. A una gran mayoría de personas no les gustaba sentirse únicas, preferían pertenecer a la multitud. Actuar como multitud, hablar como multitud, vestir como multitud, llorar como multitud, esconderse en la multitud, e incluso reír cuando lo hiciera la multitud... o lo que es lo mismo, la masa.
Nosotros no hablábamos, actuábamos. Liang estiró sus brazos de goma prendiéndose de lo inaprensible. Para poder repetirlo necesitaba fijarme y comprenderlo: asimilarlo... Yo era bueno escalando en cambio ella, genial. Ahí radicaba la diferencia. Quisieron atraparnos en el sistema; su sistema. Nosotros no hablábamos. Tampoco concedíamos entrevistas a programas imbéciles. Descubrieron que filmarnos les salía barato y lo hacían cuando les interesaba. Los helicópteros nos molestaban, por eso huíamos siempre. Durante días o incluso meses nos perdíamos uno del otro. Aquella había sido la última vez, y nos habíamos reencontrado. Liang realizó un giro de noventa grados sobre un saliente a más de trescientos metros del suelo. Había llovido y el mármol estaba resbaladizo; me costaba seguirla. Era la reina del equilibrio.

IV

Antes de vernos me atraparon. Las manos de la masa sobaron mi cuerpo reluciente de sudor y por primera vez en años sentí repugnancia y miedo, lloré y vomité. No quería decírselo. No debía enterarse de que acudí al programa y hablé sobre ella. Les conté que no era como ninguno. Que era puro genio dedicado a su vida en las paredes. Nadie podía amarla y menos follarla excepto yo, porque jamás lo consentiría (lo último omití decirlo).
Me ofrecieron dinero por atraparla y oro. Nunca había visto el oro. Era amarillo y brillaba como mil soles juntos. Me prometieron que si la atrapaba construirían un muro de oro dentro del cual podríamos vivir en libertad. Que ir de rascacielos en rascacielos no estaba bien, que comprendiera el significado de la palabra, prohibido.


V
¿Cómo hacerla descender? Jamás la había visto en el suelo. Sólo yo bajaba. ¿Ella? Se alimentaba de huevos de los nidos que encontraba, o de insectos y de vez en cuando, aceptaba una manzana. ¿Cómo explicar que existía un muro de oro sólo para nosotros? No lo entendería, lo material para ella ni siquiera tenía sentido. En cambio yo... lo descubrí cuando el niño me regaló la moneda y me explicó que con ella podría comprar. Desde entonces entraba a los supermercados con sigilo, nadie se fijaba. Descubrí el pan, la leche en tetrabrik, la mermelada. Se lo llevé todo, no aceptó nada, lo rechazaba dejándolo caer con desprecio, excepto algunas manzanas y huevos.


VI

Descubrí a la mujer pálida y con cabellos rojos en un callejón. Me insinuó que por treinta monedas... No supe qué decir. Estuvimos meses haciéndolo y me enamoré. Por vez primera perdí a Liang, continuó merodeando en las cimas de los edificios más altos y fríos. Allí, abajo, con Dress, me supe arropado, hasta que se marchó y me dejó. Entonces me atraparon.


VII

Ahora, hoy, me cuesta seguirla. Sé que estoy enfermo. Como sé que la he fallado y he dictado su sentencia, a ella, a mi amor. Igual que Dress hizo conmigo. Y la quiero muchísimo. Ella es mi único amor, siempre lo fue. Lo sé. Lo mismo que sé que no existen los sueños con muros de oro. También ahora lo sé. Vivo en un mundo libre en el que está prohibido ser libre y donde la libertad está llena de cercos. Sólo aquí arriba somos libres. Sólo aquí, en el cielo, y cuando echemos a volar...


José Fernández del Vallado. Josef. 2009.



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