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lunes, diciembre 20, 2010

Crónica Confidencial II.

fotografía tomada de Internet.

A primera vista no me resultó complicado darme cuenta de la clase de hombre que era Otto; solo creía en lo que experimentaba. En resumen era un hombre ambicioso que vivía al orden del día. Así pues, en lo que atañe a aquella leyenda o superstición, mientras no hallara forma de sacarle partido, carecía de su total interés.
Por lo demás, y pese a su incredulidad, el hecho por el cual nos unimos a ellos era obvio. Conocían la selva y sabían desenvolverse en el medio.
Cualquier animal que se situara en la mira de sus fusiles podía ser un blanco idóneo. Todo era comestible y tenía un precio, aunque su objetivo principal eran los gorilas. El esqueleto y la carne de un gorila representaba el doble o el triple del salario mensual de un trabajador.

Todo discurrió sin incidentes hasta la tercera semana.

Una noche, Otto nos despertó. Durante el día ambos habían estado colocando trampas sin cesar, mientras, con una sonrisa remarcada en la comisura de sus labios, observaban las porciones de cielo a través de las copas de los árboles. Sabíamos que en cualquier momento llovería, pero no logramos entender y tampoco nos decidimos a preguntar a santo de qué su entusiasmo.
Esa noche lo entendí.
— Los gorilas. ¡Están aquí!
Nos dijo Otto radiante. Y nos invitó a seguirle.
Salimos a rastras de la tienda. ¡Diluviaba! La selva era un caldo espeso que rezumaba aromas desiguales. El suelo, cubierto de hojarasca, crujía a nuestro paso. Nos dirigíamos por señas pues apenas podíamos oírnos, ya que el estruendo del agua al batir sobre la maleza hacía imposible cualquier esfuerzo por comunicarnos. Lo tuve claro. Bajo la lluvia, tanto el olor como el alboroto que hacíamos resultaban imperceptibles, del mismo modo los gorilas no advertían las trampas.
Escuchamos los gemidos cuando estábamos encima. Delante estaba Litongó, sostenía una lanza y se reía de forma desagradable. A sus pies la silueta ensangrentada de un gorila... ¡no! de una hembra gorila, gemía igual que un humano. Y aferrado a ella, su cría, se revolvía asustada. Lo confieso. Por entonces no estaba lo debidamente insensibilizado como para presenciar algo así. Era joven e inexperto y hasta la fecha había permanecido gozando del bienestar de la ciudad. Sí, nunca había visto nada semejante. Por eso mismo en aquellos instantes la escena se me insinuó brutal, como puede serlo y de hecho – ahora lo sé –  es el suplicio de un hombre indefenso. Conmovido me volví hacia donde se hallaba filmando Pérez y lo encontré tan pálido como yo.

Abriéndose paso entre nosotros a empujones Otto separó a la cría de la madre. Fue en ese instante, cuando haciendo valer sus fuerzas, el gorila soltó un alarido. Y Litongó, por primera vez asustado, le clavó de forma violenta el venablo en el corazón.
Volviéndose a nosotros, Otto dijo satisfecho:
— ¡Buena pieza! Por éste diez mil...
— ¡Diez mil francos! Exclamé.
— Sí, diez mil...
Un aullido interrumpió sus palabras. Unos golpes retumbaron en la selva con la gravedad de un alboroto de tambores. El follaje comenzó a restallar se abrió y de su oscuridad surgió un gorila de espalda plateada que moviéndose con insólita rapidez se abalanzó sobre Otto y de un empellón le arrebató la cría, volviendo a reintegrarse en la espesura.
Otto se desplomó con la mirada vacía y la cabeza reposando como un colgajo sobre el tórax...

Absorto, Litongó se acuclilló junto al cuerpo de su jefe.

Debo reconocer que contemplar a un gigante como aquél consternado y cabizbajo, sin dejar un solo instante de gesticular y mesarse la cabeza con nerviosismo mientras, con el desconcierto de un niño se volvía a mirar una y otra vez el cadáver de quien había sido su Patrón, y en cierto modo – imaginé – un padre para él, aparte de dejarme perplejo, me hizo reflexionar sobre lo qué posiblemente rondaría su cabeza. Quizá se preguntara: Su jefe… ¿dejarse el pellejo de una forma tan absurda? Pero la desgracia de Otto no era sino el desenlace inevitable al que todos estamos abocados, el traspaso del velo oscuro de la muerte. Su bocaza se abrió unos instantes, me dio la impresión de que intentaba comunicarse, de su interior brotó un murmullo que de forma gradual aumentó hasta convertirse en un lamento desgajado. Alzó la cabeza y nos miró, o ni siquiera lo hizo, pues parecía incapaz de ver. Sus ojos inmersos en una contemplación extraviada parpadeaban de forma patética, mientras sin conseguirlo, se esforzaba por recuperar la lucidez.
Solo duró un par de segundos, lo recuerdo con claridad, pues así es como lo vi. Detrás de esa mirada de forma fugaz fui capaz de captar la tristeza y el dolor más conmovedor y sincero que jamás haya visto en un hombre.
Volvió a incorporarse y soliviantado comenzó saltar ¿o tal vez danzaba? Como resortes metálicos sus piernas le obedecían con precisión. Con ojos desorbitados se dejó llevar por el odio, pues estaba saturado de odio. Empezó a caminar y sin contenerse echó a correr en pos de su demonio: el gorila que de golpe acababa de segar la estabilidad de su vida. Iba dispuesto a encontrarlo y de hacerlo no había dudas sobre lo qué haría, cuando algo le hizo detenerse. Y así permaneció: Inmóvil. Como si se hubiera estrellado contra un muro invisible de cemento.

De entrada no advertí lo qué sucedía ya que todo se desarrollaba a una velocidad tal que superaba mi capacidad de reacción. Entonces... lo vi. ¡Estaba ahí! Ante nosotros. Cerrándole el paso a Litongó. Era un bulto informe, oscuro y denso como una fronda de espesura. El africano lo observaba indeciso. Hasta que un gorjeo, una retahíla incomprensible se liberó de su interior y congestionado por la ira o lo que ya era demencia cerval, arrancó blandiendo la lanza contra él ¿Kuhá? Porque al parecer aquello era...
No lo sé... Ni puedo explicar con exactitud como ocurrieron las cosas, pero en un abrir y cerrar de ojos el cuerpo del africano era carnaza. Sucedió tan rápido. Quise reaccionar y vi a Pérez esforzándose en escapar. Se deshizo de la cámara como de un juguete infectado y echó a correr, pero lo hizo... o más bien no lo hizo en la dirección adecuada, ya que quizá ¿sin saberlo? fue a parar donde estaba. ¿Acaso no lo vio? ¿No fue capaz de descubrir aquella inmensa oscuridad?

Por desgracia cuando a uno le puede el miedo deja de lado razones, sentimientos y cautela. Y Pérez cegado por el espanto ni siquiera debió ver y tampoco fue capaz de detenerse. Fue un roce. ¡Lo juro! Y con la levedad de un muñeco de trapo voló, golpeó contra un árbol y allí quedó, desarticulado.

Tras el delirio de esos momentos el lugar permaneció en silencio. Ya no llovía. Solo estábamos “Éso” y yo. Estaba oscuro pero vi brillar lo que parecían ser… ¿sus ojos? Se detuvo en la penumbra delante del cuerpo inerte de la hembra de gorila, lo observó y olisqueó con curiosidad. En cuanto a mí ¿qué hice?
No, no pienso mentir ni exagerar ¿de qué serviría? Sencillamente me mantuve paralizado. Por el contrario yo sí podía pensar, y quizá demasiado. Pero hay situaciones en las que abstraerse no conduce a nada. Sobre todo cuando uno se queda sin valor ni margen de maniobra aceptable para reaccionar. Esa era mi situación. Estaba aturdido y en tensión; de hecho me sentía incapaz de dar un paso adelante. Ya que presentí que si lo intentaba el ser se abalanzaría sobre mí. Aunque dadas las circunstancias me dio igual, pues estaba seguro, las piernas tampoco me iban a responder. Me encontraba a su merced. A fin de cuentas ese instante resume lo que en adelante ha sido mi vida. Moviéndome en todo momento con cautela, e incluso a veces sintiendo con vergüenza mi impotencia para afrontar las situaciones. En realidad igual que cualquier hombre a merced de la naturaleza. Y aquella cosa ¿diferente...? o parecida a mí ¿era una fuerza más del ecosistema?
Supongamos ¿y si estaba enfermo? Pongamos por caso que tuviera las fiebres y aluciné. Pudo no haber sido más que eso, y lo que en realidad estuvo a mi lado fue solo un gorila. Quizá mayor de lo normal, pero de algo estoy seguro. Debía de ser endiabladamente ágil, porque sin apenas hacer ruido lo tuve junto a mí.
Estaba casi a mi altura cuando se detuvo y me escrutó con curiosidad, o temor. ¿El mismo temor que yo experimentaba? Tan próximo que pude escuchar su profunda respiración. Tan cerca que pudo triturarme con sus extremidades. Y yo, no supe hacer otra cosa que gemir. Y aquel gesto... ¿me libró? El hecho es que de algún modo ese “ser”, aquella pesadilla deforme no llegó a tocarme. De repente fui consciente. Entre mis manos estaba el arma. No sabía cómo había llegado ahí, pero de hecho ahí estaba. Empezó a deslizarse entre mis dedos sudorosos se me escapó y fue a parar al suelo. Solo hubo un leve contacto luego la detonación y en un abrir y cerrar de ojos o yo desperté de un sueño o el Kuhá ¡se había esfumado! Lo irónico del asunto es que ni siquiera fui capaz de utilizarla.

José Fernández del Vallado. josef. dic 2010.

continuará....

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domingo, diciembre 19, 2010

Crónica Confidencial.


Fotografía tomada por el Autor.

He decidido subir este relato porque, pese ha haberlo publicado con anterioridad en mi blog Cúspide, acabo de hacerle unos arreglos que me han gustado bastante. También quiero hacerlo como dedicatoria a esta étapa de la selva y para de momento, dar fin a mi viaje sevático que no solo ha sido físico, sino también en gran parte, espiritual.
Para no hacerlo demasiado pesado lo subiré en dos o tres partes.
Espero que os guste.
I-
Lo encontramos en la cima de una colina.

Su talla de más de un metro noventa sobresalía por encima de una roca donde, con expresión de soberbia, se mantenía erguido y silencioso.
Con la brisa de la mañana sus cabellos dorados se ondulaban como un océano embravecido, y en su semblante, sus facciones anglosajonas se ajustaban a su nariz aguileña. Un machete reluciente, pantalones de miliciano, la camisa color ocre y una mueca maliciosa cincelada en su semblante. Pero sobre todo, escrutando la selva como si fuera su propiedad, cabía resaltar sus ojos; profundos como el vacío de una sima.

Se llamaba Otto Van Deer Bruck, también conocido como Otto el cazador de gorilas. Y se rumoreaba que aparte de cuadrumanos, había despachado a algunos hombres.
Y a su lado, en cuclillas, un gigante de ojos saltones, cuello de toro, labios carnosos como larvas, y las manos más grandes que jamás haya visto, nos escrutaba con una sonrisa velada. Era su ayudante: David Litongó.
Dándose la vuelta Otto clavó su mirada glacial en nosotros. Mi compañero y cámara Juan Pérez y yo, José Mari Forner, estudiante sin otro historial que el que me estaba forjando.

Preguntarse qué hacíamos perdidos junto a aquellos hombres en la selva del Camerún, es algo que meditando con la inconsciencia que me confiere el hecho de hallarme encerrado en una mazmorra de la prisión general de Yaundé, no deja de atormentarme. No, aún no estoy tan mal como para que la debilidad me impida escribir, pero como siempre he vivido al límite, adivino mi probable fin confuso y saturado de lagunas.

Pese a todo aún soy capaz de formularme preguntas inevitables. La primera: ¿Qué indescifrable trama me condujo a creer que el “Kuhá” no era una ilusión? Y la segunda. ¿De dónde o de quién partió la ocurrencia de viajar al África con la intención de filmarlo?
Más tarde, si consigo refrescar la memoria, trataré de volver sobre tales disertaciones. De momento creo estar seguro de algo. Sostenido por mi afán de presentar una tesis deslumbrante que pusiera un broche de oro a mi carrera de Antropología Física, yo fui el inductor de mi destino. Aunque admitir semejante incongruencia es algo que mi mente se niega a exteriorizar.

Antes de continuar me siento en la obligación de aclarar una cosa. No sé qué me mueve a anotar este suceso. Quizá lo haga para reconstruir un incidente que ya jamás podré olvidar, aunque a lo mejor es mi costumbre de escribir por escribir. Pero hay otra pregunta, quizá más importante. ¿Aquel sueño – o mejor dicho – pesadilla, fue real?
Por increíble que parezca nunca he estado seguro. Debo reconocer que incluso alimenté la esperanza de que todo fuera un delirio. Pero como mi mente se empeña en recordarme lo contrario, no me queda más remedio que admitirlo. Y aunque me cuesta trabajo, sé que ocurrió...

Y ahora, si de algo estoy seguro, es de un detalle: No consentiré que este documento vea la luz. Lo cual significa que bajo ninguna circunstancia se hará público.

Aclarado este punto me limito a seguir.

Un vaporoso día de febrero del año mil novecientos ochenta y tantos, estábamos allí, emocionados, casi en posición de firmes, igual que un dúo de inexpertos cadetes ante sus superiores. Ofreciendo nuestra más conciliadora disposición, y por qué no decirlo también, alarmados. Mientras, a nuestros pies, la selva más fascinante que haya visto, florecía.

Antes de lo que voy a contar sucediera anduvimos durante semanas y presenciamos hechos y situaciones ante las que cualquier hombre con una ápice de dignidad debería sentirse avergonzado. Para empezar fuimos conscientes de un pormenor: La selva estaba amenazada. ¿Qué virus la devastaba? Estaba claro: Nosotros, los hombres...
Las compañías madereras talaban sin tregua. Grúas, apisonadoras, motosierras y enormes bolas de acero, abrían túneles y pistas. Modestos poblados de nativos que la maquinaría no respetaba eran arrasados. Sus hombres engañados, sus mujeres obligadas a degradarse en burdeles de ciudadelas improvisadas, a donde después de emborracharse, acudían los obreros de la tala. En cuanto a las nuevas generaciones de nativos, al verse forzados a abandonar sus tradiciones, desorientados, sin un sentido o rumbo claro en sus vidas, se convertían en parásitos, sin más salida que adaptarse a la civilización o morir.

Con semejante panorama podrán hacerse una idea sobre nuestro estado. Además de la sensación de inseguridad que nos indujo a sospechar toda suerte de desgracias, a medida que conocíamos a aquellos hombres, nos dimos cuenta de que si bien tenían cualidades: – parecían valerosos – prevalecían sus defectos: Eran violentos, inconstantes y ambiciosos. Excepto – claro está – si lo que atendían era de su interés.
El hecho de acompañarlos nos supuso desembolsar una buena cantidad de dinero. No obstante, sus aires de contrariedad me revelaron algo que no esperaba. Aceptaron el pago; pero pese a mis continuas aclaraciones lo consideraron, digamos, como un insulso adelanto. Su instinto de usureros y especuladores les incitaba a exprimirnos al máximo. Por lo tanto, si decidían que ya no éramos – por decir de algún modo – útiles, ¿qué podía ocurrirnos? Comencé a cavilar ¿qué podrían obtener de nosotros? Y sobre todo ¿de qué manera? Lo cual a su vez me indujo a establecer una premisa: ¿Hasta dónde transigirían los límites de su honestidad respecto a su ambición?
Intranquilo y sin que nadie lo supiera, ni siquiera Pérez, una mañana me encaminé al mercado de Yaundé y en la trastienda de un deteriorado bazar, por un precio razonable, conseguí hacerme con un Colt idéntico a los de las películas del Oeste. Según me aseguró su vendedor era capaz de abrirle a cualquiera un boquete respetable. No me preocupé por su funcionamiento ni se me pasó que mi vida podría depender de semejante artilugio.

Debo hacer un inciso para aclarar algunas circunstancias.

Como dije antes el objeto de nuestra misión era encontrar y si nos fuera posible filmar, por vez primera, – si existía – al Kuhá. Por cierto Kuhá en dialecto fular significa, sombra. Lo sé. Se estarán preguntando: ¿Qué clase de animal u organismo era? Pues bien, ahí radicaba el enigma. Dado que ni nosotros teníamos una ligera noción. Ateniéndome a los datos que reuní en los poblados que visitamos conseguí hacerme una idea, que dada la situación pasó a engrosar el fardo de preguntas sin respuesta. Y fue:
¿El espécimen o variedad en cuestión – en tanto se tratase de un ejemplar – podría ser un pariente cercano a los homínidos?
En consecuencia, y si mi suposición era acertada ¿estábamos ante una insólita variedad de eslabón perdido vivo?
Atendiendo a su descripción que resultó (exceptuando matices) similar por parte de los nativos que aseguraron toparse con la criatura, “Éso” – en cuanto a dimensiones me refiero – debía de ser colosal. Pues deduje que su envergadura (insisto, en ningún caso eran datos dignos de fiar) podría ser parecida a la de... ¿un par de gorilas adultos? Aunque lo extraño del asunto y que me resultó inverosímil, fue que ni un solo hombre me supo facilitar, es más, ni siquiera precisar el perfil del animal o de lo que se tratase.

Tales incertidumbres me condujeron a un punto: La realidad estaba siendo distorsionada. Por lo tanto todo era embuste o una quimera. Pues la unión perjudicial entre miedo e ignorancia modifican cualquier hecho o visión fuera de lo habitual en una ilusión extravagante.
Pero todavía era joven y soñador y pese a la frustración que me supuso confirmar tales ambigüedades, un hecho me animó a seguir creyendo: Los avistamientos del espécimen nunca se originaban en un mismo lugar. Así pues y si al final era cierto, debía de tratarse de un animal desconfiado y huidizo. Pero quizá (y aunque hoy me parezca sensiblería inmadura) el argumento que me impulsó a continuar fue una corazonada. Lo presentía. Dicho ejemplar existía. 

José Fernández del vallado. Josef. 2010.

Continuará...
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