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viernes, julio 25, 2014

Atrapado en Tánger.

Imagen tomada por el Autor, en Tánger.

Abro los ojos y me encuentro tendido en la habitación. Está en la Casbah de Tánger. Huele a menta y genna, en combinación con un fuerte y predominante aroma a azafrán. 
   Crucé el Estrecho. Llegué hace más de siete días y todavía no he logrado salir del embarazoso laberinto en el que mi mente se ha enmarañado... 
   

    Desesperado, lo primero que se me ocurrió fue internarme en otra civilización, con lo cual me perdí más todavía. ¿Y lo segundo? Lo mismo que a casi todo occidental. Busqué un lugar donde remojar en alcohol ciertos recuerdos y anegar una soledad conectada a mí con la tenacidad de una rémora. Debí perder el sentido, monté un número y me excedí propinando un botellazo en la sien a quien no debía. Si no me rajaron, con probabilidad, se lo deba a la misericordia de un loco. 

   Aparecí aquí, surgió ella y curó mis heridas. Se llama Samira y no es solo hermosa; es una mujer valiente que se desenvuelve a medida en un mundo machista y arrogante. Solo por mostrar el estómago y en ocasiones vestir al modo occidental, es considerada una  Amwach o prostituta. Trabaja por las noches, ejecuta la danza del vientre en un local para turistas. 
   Samira es joven y realista, no sueña como tantos con cruzar el estrecho y sacar partido en occidente. Sabe que Francia, Italia o España, no son los paraísos que se ofrecen al mundo, sino espejismos donde aunque lo difundan, las mujeres tampoco son libres ni los hombres misericordiosos. Ella ama su país, sabe que tiene cosas que jamás podrá encontrar en otra parte, como un buen cuscús, un tallín, una deliciosa taktouka de verduras, o el placer de jugar una partida de parchís en el Fraiche mientras saborea unos cigarros de hachís cualquier deliciosa tarde de invierno con aroma a primavera. 

   Si yo me acosté con Samira fue porque ella quiso, y porque según me reveló me encontraba además de atractivo, deseable. 
   Samira guarda un tesoro, se llama Aneesa y significa: “amigable, buena compañera”, es su hija. Tiene cinco años, es morena con el pelo rizado, ojos negros azabache y unas manos suaves, regordetas y blanditas, con las que mientras su gato Arij ronronea ella amorosamente lo acaricia. 

   Tras los primeros meses, recién restablecido, comencé a darme cuenta de que las cosas no debieron ir bien aquella noche. La primera vez que eché de menos mi tierra e intenté dejar atrás la Casbah, una daga punzó mi estómago y me hizo volver junto a Samira.
   Hubo más intentos, todos finalizaban igual. Me di cuenta cuando organizaron la boda, Samira no era mi premio sino mi obligación, pero aún así la seguí deseando y no me sentí seriamente atrapado. 
   Desde la azotea del bar El Kamalij alcanzo a divisar el puerto, y disfruto viendo llegar los Ferrys, e incluso cuando algunos turistas desorientados se cuelan en nuestra tienda de pasteles de baklawa (elaborados con nueces almíbar, jarabe y miel), converso sobre cómo están las cosas. Me hace gracia cuando ponderan mi excelente acento. Yo, sonriendo, les respondo que no soy más que un humilde prisionero de la Casbah y Alá. Ellos, sin comprender la terrible locuacidad de mi broma, ríen con desconcierto y se despiden. Les voceo que cuando reúna unos dirhams tal vez vaya a visitarlos. Pero ellos —la mayoría— ¿me miran con desconfianza? ¿No les agrada mi barba? ¿No entienden que soy de los suyos? ¿O acaso les molesta que ore plegarias cinco veces al día mirando en dirección a la Meca? ¿Qué hay de malo en ser cristiano converso...? 

   A veces me encuentro algo triste, solo perdura hasta que llego a mi casa. Allí, sentados y recogiditos sobre las escaleras de la entrada, están Aneesa y Arij, juntos como siempre, y reposados. 
   La beso, me acomodo a su lado y mientras acaricio sus rizos musito: “La vida es una eterna sorpresa.” Samira me oye, baja las escaleras, se acurruca entre ambos, y murmura: Insallah...* 

   Insallah:* Si Dios quiere. 
   
   José Fernández del Vallado Josef julio 2014.

 Este relato ha quedado cuarto en el certamen de Relatos de Viaje moleskín.es.

Ante todo quiero dejar claro que, desde mi punto de vista, en cierto sentido los certámenes no son santo de mi devoción; puesto que algunos de e
stos "concursos", en ocasiones están sujetos a manipulaciones interesadas, el lucro de las organizadoras o el enchufismo; y además hay un detalle muy importante, no siempre el que gana suele ser el mejor, pues "sobre gustos no hay nada escrito." Y Como decía, no sé si Chéjov o Dostoievski: "el primer premio es para el recomendado, el segundo para el mejor entre los peores, y el tercero, para el indiscutible vencedor." Yo, he sido cuarto jajaja. Pero para mí el mejor premio ha sido participar, pasármelo bien, y figurar en el libro que se editará en formato digital. 

¡Un fuerte abrazo! Y feliz verano.

Para quienes deseen ver el Fallo del IX Concurso de Relatos de Viaje:
 http://vagamundosmoleskin.wordpress.com/2014/07/21/fallo-ix-concurso-de-relatos-de-viaje-moleskin-2014/
 
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Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons.

viernes, diciembre 07, 2012

Verano Tórrido...

  Era un verano tórrido y Adrián, un muchacho obeso y un poco raro, aunque servicial, pasaba los días bañado en eterno sudor en el supermercado donde trabajaba. Tras más de tres meses seguía sin percibir un leve síntoma de frescor. Ya que en dichos parajes cuasi ecuatoriales, los meses de calor prevalecían. 
  Por las noches, sin molestarse en recordar en qué deber o compromiso malgastaba las horas del día, se acostaba, dejaba en blanco su mente y soñaba. Unas veces acudían a él las ceñudas figuras de Idi Amín Dadá y Teodoro Obiang saludándose con cinismo y frialdad; otras, se topaba con su idolatrada actriz Nastassia Kinski y, al recibirla, se ponía tan excitado, que una inesperada y grata sensación de frescor recorría su espina dorsal. A veces, sobrevolaba en jet el casquete polar y cuando envuelto en frío helador, se disponía a tirarse en paracaídas, cual témpano licuado sobre una colcha calada en sudor, se despertaba... 

  Había en cambio una visión que al nacer el día se transformaba en realidad y cruel pesadilla. Ocurría al asomarse a la puerta de su choza situada en un altozano. Allí, en el magno chalé emplazado en el valle, estaba la piscina de doce por seis de su vecino. Próspero empresario extranjero, propietario de la fábrica que elaboraba los corchos de alcornoque de las botellas que producía el pequeño país. Complaciéndose en sus transparentes aguas, la delicada y atractiva figura de su única hija, braceaba con desenvoltura. Permanecía abstraído observándola. Daría lo que fuera por refrescar su maltratado físico junto a aquella blanca belleza. Por descontado lo haría en la zona menos profunda, donde podría hacer pie sin peligro de ahogarse. Razón por la cual ponerse a remojo, le inducía una desconfianza instintiva. 

  Meses después el calor siguió asociado a otra crisis: Una guerra. 
  Cuando saquearon el supermercado, Adrián se replegó a su choza y descubrió algo nuevo y desagradable: El miedo; traicionero y mortal. Durante las noches los cañonazos no le dejaban dormir y por las mañanas, débil y sudado, se asomaba a la puerta y contemplaba el chalé. Hacía un par de semanas había sido abandonado y aún así, misteriosamente, las aguas de la piscina preservaban intacta su nitidez cristalina. 
  La corriente eléctrica dejó de ser habitual y un anochecer en el pozo no hubo más agua potable. El calor persistía perturbador y angustioso, el traqueteo de la metralla perforaba sus tímpanos y tensaba sus nervios. Arrebujado en un rincón no cesaba de rezar y sudar. La sed, era insufrible. No tuvo mucho en qué pensar. La imagen de la piscina y la claridad de sus aguas actuaron como un imán. 
  Era luna nueva y no se veía a un palmo de distancia. Venciendo el miedo en minutos había saltado la verja y se encontraba aculillado sobre el borde. Empezó a recoger sorbos con una mano. Ansioso se agachó más, tropezó, perdió el equilibrio y cayó; dándose cuenta de su error. Pese a conocer palmo apalmo la piscina, el nerviosismo le había impedido pensar con claridad y determinar dónde se hallaba la zona menos profunda. 
  Tragaba agua, gesticulaba; se sumergía y volvía a salir. Y en esas estaba: ¡Se ahogaba! Cuando el brillante diagnóstico se reveló en su cerebro. Durante aquellas mañanas de deseo presenció mil veces a la muchacha y su elegante forma de moverse. Tal vez no resultara difícil hacer exactamente lo mismo. Se concentró. Sus brazos y piernas dejaron de zarandearse, se sincronizaron y comenzaron a flexionarse con una cadencia rítmica. Sacó la cabeza, respiró con sosiego y en un breve instante era un consumado nadador que con preocupación, se daba cuenta de algo más: El agua estaba templada y continuaba sudando. 
   Giró sobre sí y al darse la vuelta, sonrió. Le bastaba nadar hacia la parte más profunda. Comenzó a bracear, la oscuridad era absoluta y ni siquiera vislumbraba el bordillo opuesto. 
  Braceó mucho; tal vez unas horas. Nunca había braceado tanto. Y en sinceridad, era la primera vez. Una cosa estaba clara; debía progresar con excesiva lentitud. Sin embargo ¿de dónde sacaba las fuerzas? Continuaba acalorado y su sudor al mezclarse con el agua constituía un aceite dúctil, en cierto modo agradable. Giró, se puso de espaldas y se sorprendió. La oscuridad se había transformado en un escenario de claridad límpida y admirable. Las estrellas titilaban con intensidad milagrosa. Tanto, que ahora no le costaría ver la casa, los bordes de la piscina e incluso la espesura de la selva a su alrededor y, sin embargo, ¿dónde se encontraban...? 

   El bramido de una sirena le sobresaltó, se dio la vuelta y allí estaba. La mole inmensa, orlada de lucecitas de un trasatlántico, perfilándose con claridad ante él. Pero... algo sucedía. Sobre la superficie de un mar de cristal se hallaba escorado a babor. La situación era obvia, ¡se hundía! A continuación le llegó el alboroto de multitud de voces aterradas y, para su sorpresa, entre el tumulto distinguió una llamada débil y exhausta, pero clara. Pensó que aquello le asustaría, en cambio sintió una seguridad confortante. 
  Su aleta azul oscuro se posó con suavidad sobre su vientre estriado y blanco. Tomó impulso y avanzó con agilidad. 
  Encontró a la mujer boqueando sobre el agua, presa de la hipotermia. La recogió sobre su lomo sudado y caliente y la depositó sobre los restos de una barcaza. Sólo entonces supo de quien se trataba: Era la joven de la piscina. 
  Transcurridos unos instantes comenzó a moverse despacio. Estaba viva pero temblaba bastante. Se volvió hacie él y hablando con un hilo de voz, le preguntó.
 —¿Sigues sudando? 
Avergonzado, moviendo sus aletas, Adrián asintió. 
Ella, respondió. 
—Es normal. Y mirándolo con ojos claros y abiertos, le dijo.— Gracias por salvarme.—Y siguió— Ahora, tienes que sumergirte. En la profundidad encontrarás el frescor que anhelas, comida, amigos... lo que desees. Ya nada será superficial para ti. Por cierto. Desde el momento en que tomaste contacto con la piscina, formas parte del mar. En lo que a mí respecta, pertenezco a la Tierra... 
  Permanecieron observándose minutos, o quizá más... 
  Arrastrada por la corriente, lentamente la barca empezó a alejarse, se convirtió en una estrella más del firmamento y desapareció de su vista. 
  Adrián se sintió triste y vacío, solo entonces empezó a comprender que aparte de selvas, guerras, y sudores, había encontrado algo más: Amor y una nueva existencia. Sin dudarlo aspiró intensamente, e invadido por un sentimiento de placer se sumergió en los abismos de la vida. 

  José Fernández del Vallado. Josef. 7 diciembre 2012.

 

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Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons.

lunes, abril 23, 2012

Comunión.


Llevaba un tiempo alejado del amor y sobre todo del sentimiento de desahogo y desembarazo que uno siente cuando las cosas se ponen de cara, entonces ocurrió.
El sábado fue la Primera Comunión de mi sobrino más querido.

jueves, noviembre 17, 2011

Federico Losada.


 Imagen tomada de Internet.

Federico Losada tenía hambre. Llevaba viviendo treinta años en un hogar silencioso y apartado. Tenía un setter de doce años que iba siempre tras él y se llamaba “Notepierdas.” Le gustaba remojar sus botas de agua en los charcos en los días de aguacero, disfrutaba de las siestas durante los calurosos atardeceres de verano, y nada más despertarse hablaba sin descanso a los pájaros y a la vida durante la primera media hora de estirones y recogía ramos de flores que enviaba a Dulce, la mujer que regentaba un burdel de un pueblo en A Coruña y de la que estaba perdidamente enamorado desde hacía diez años.

martes, febrero 02, 2010

Sueños de Vida.



Hace una tarde ociosa. Afuera está nevando; dicen que es muy bonito. Diminutas estrellas de agua cristalizada aterrizan dejando acolchados, capa tras capa, doloridos sentimientos de desidia.
No hago nada por evitar lo que vendrá, el pasado se difumina entre las primeras capas de un invierno abrumador. Me duele la pierna que me rompí; recuerdo de unos desmanes que la pegajosa humedad me devuelve. Son las siete y media de la tarde; tarde para tratar de recuperarme de una pesadez opresora; no hago nada por evitarlo, y el tiempo sigue cayendo como un manto púrpura y letal sobre mis hombros mientras la temperatura vital se detiene a cero grados, una balada despierta lánguidamente mi deteriorada evocación y recuerdo. Fue así como una vez amé, entre la nieve, sin temer a la vida ni a ella.
Hoy vivo rodeado de temores, me he vuelto débil y desconfiado, mi corazón está contenido en un puño y mis sentimientos laten tras una vieja corteza de roble. Pero su belleza sigue ahí; trato de ver su semblante cada vez con más ansiedad, rozar el rostro que una vez amé y hoy olvido. Abro la puerta, salgo a un campo instalado en una blancura silenciosa y camino sobre la nieve dejándome llevar. Estoy solo de nuevo. ¿Cómo he podido hacerlo? Sin duda cultivo el arte de enterrarme y confundirme en mi propia soledad. Camino cada vez más deprisa, tropiezo, caigo y me revuelco sobre la nieve hasta detenerme paralizado. Ante mí diviso el banco donde nos sentamos y nos besamos sin hablar. ¿Todavía lo recuerdo? ¿Es ya lo único que queda de una vida que pudo ser?
No. Ella solo fue un sueño; sigo envuelto en la irrealidad de un escenario que siempre me ha superado: El de la vida.
Estoy solo pero por fortuna no me he perdido en una oscuridad irreversible. Doy la vuelta, las luces de mi casa iluminan el sendero nevado. Ya es hora de volver. Mañana volveré a despertar...

José Fernández del Vallado. Josef. Febrero 2010.


sábado, enero 30, 2010

Vida.



A veces la vida da vueltas como un molinillo. ¿Cuántas veces me dije a mi mismo que no volvería a ser camarero, que no era lo mío? Y sin embargo, tras deambular perdido en la crisis, también me absorbió. Y ahora, estaba allí, sirviendo cafés codo con codo con Rania. Sólo me confortaba pensar una cosa: Ella lo tenía peor. ¿De verdad merecía la pena recorrer dieciséis mil kilómetros para acabar empleado en un bar cutre del centro de una ciudad de provincias?
Trabajábamos de nueve a dos y de cuatro a once, total doce horas diarias de servir, barrer, fregar y al día siguiente, volver a lo mismo.
El lunes descansábamos.

A las afueras había un frondoso bosque que culminaba en un elevado promontorio. Un día me decidí a subir y me llevé una sorpresa. La encontré allí arriba. Echada, los pies cruzados sobre un pareo, a su alrededor había depositadas unas figurillas de barro con las cuales parecía comunicarse. Se hallaba comprometida en un estado de concentración tan intenso que ni siquiera me advirtió, o si lo hizo, apenas me tuvo en cuenta.

Quise darme la vuelta y regresar; y me encontré acomodado en una roca a unos metros de distancia, dejando que la brisa meciera mis cabellos mientras sus susurros ininteligibles impregnaban mi alma de una extraña y feliz melancolía.
A la mañana siguiente ambos volvíamos a estar codo con codo.
Ella no mencionó el suceso, tampoco yo deseé romper el silencio y llenarlo de palabras inútiles.

Después del trabajo y antes de tomar el autobús, a veces, aceptaba degustar una infusión. Permanecíamos acomodados en silencio, contemplando la airada precipitación con que, al otro lado de la cristalera, los transeúntes deambulaban.
Salíamos caminando despacio, ella ataviada con el floreciente sari, los cabellos negros como el azabache, la mirada perdida en el suelo, sin darnos de la mano pero rozándonos.

Mansamente el invierno fue cubriendo el espacio de un otoño agotado y comenzó a enseñar sus uñas, rasgando mi corazón hasta impregnarlo de recuerdos que enclaustraban mi alma en un cuadrilátero de dolor. Por desgracia, las heridas nunca se restauran ni olvidan del todo.
Y más mañanas fermentadas de vaho gris, termómetros reventados, rostros surcados de ojeras y el dolor de la vida cuando se vuelve tan áspera que no encuentras ni un breve poema que alimente los renglones de su tiempo.
Sólo mirar a los ojos de Rania me hacía vislumbrar la felicidad que no encontraba.

Un lunes especial desperté y hacía un frío inquietante. Igualmente me encontré a mí mismo intranquilo. Abrumado por una extraña ansiedad cogí el abrigo y los guantes y cuando salí me recibió la intensa nevada.
Caminando, casi por inercia, me interné en el bosquecillo y a trompicones – la nieve hacía muy difícil progresar – ascendí a lo alto del promontorio y cuando llegué, la imagen que vi me dejó desencajado.
Había echado el pareo sobre la nieve y extendiendo los brazos al aire, con el cuerpo temblándole de frío, parecía alabar a Dios, su dios...
Me acerqué hasta ella me arrodillé delante y cuando la miré su semblante estaba cubierto de lágrimas pero extrañamente iluminado por una radiante e increíble felicidad. Repentinamente elevó su cabeza, me miró, y pude ver esbozada la sonrisa más fascinante y llena de vida que jamás haya visto. Susurrando, me dijo.
— El mundo... la naturaleza, es preciosa ¿verdad?
Asentí.
Admirada, exclamó.
— ¡Nadie me dijo que esto podía suceder!
Sin pensarlo, la envolví entre mis brazos. Justo en ese instante cesó de nevar y un rayo de sol alumbró nuestras vidas de una esperanza de un valor desconocido.

Hoy Rania y yo seguimos estando unidos, codo con codo.
Ahora explotamos nuestro propio negocio.

José Fernández del Vallado. josef. 2010.


viernes, enero 15, 2010

¿Usté es de ésos?



Hacía una mañana gélida y permanecía allí, de pie, mientras de mi boca afloraba un vaho vertiginoso... Trataba de no pensar, pero lo hacía. Desde hace tiempo mi alma estaba vacía. No sentía. No escribía, no hablaba, no buscaba emociones, no expresaba nada nuevo, no trasmitía, ¿había perdido el carisma?
No sabría indicar cuando empezó a ocurrir, la tristeza y una soledad machacante y opresora me invadieron lentamente. No. Nunca, jamás, había pensado en la posibilidad de que me sucediera algo así.
¿Le había cerrado el acceso a la vida? No lo entendía. Antes sabía disfrutar y ahora necesitaba volver a hacerlo de nuevo. Respirar aire puro en una playa, en la montaña, o en cualquier lugar apreciado. Y aquellas noches de amor, pálpitos, y sentimientos de belleza ¿dónde quedaban? Y la mirada de Adela, la mujer que amé durante cuatro años y medio. ¿No era ya capaz de recordar? No, ya no quedaba nada. Estaba solo. Había llegado al final del camino, a un punto sin vuelta de hoja.
Dubitativo, di un paso al frente. Entonces oí la voz y descubrí al albañil. Estaba sentado sobre una viga de acero; bajo sus pies, el vacío. Parecía tranquilo, casi diría feliz, mientras degustaba un bocadillo de calamares.
Observándome con una mirada honrada, me dijo.
— ¿Qué hay señor? ¿Mal día por aquí arriba, verdad?
— Me tambaleé sobre la viga y aterrado, asentí.
Él prosiguió.
— Yo, en cambio, aunque usté no lo crea, siento un gustirrinín... Sabe, hace años que trabajo en esto y no es para gente de letras, ni de la calle. A casi nadie le gusta “pateá” las vigas de acero a cientos de metros del suelo. Así que me ha “extrañao” su visita... Pero supongo que le darían ganas ver que hay por estos “laos” ¿no?
Permaneció inquisitivo.
Hice un esfuerzo y progresivamente logré observarlo.
Llevaba un mono azul raído, un casco amarillo, y su semblante arrugado aparecía surcado por las estrías de la vida. Sus manos grandes, con dedos poderosos – como llaves inglesas del diez – apresaban el bocadillo.
Volví a mirarlo sin responder. Me hizo una seña y con voz de rata afónica, chilló.
— ¡Pero véngase pa cá! No se quede ahí parao...
Su voz imperativa me obligó a acercarme hasta donde se encontraba. Haciendo aspavientos con las manos y tiritando de miedo, me senté junto a él.
Me dio una palmada en la espalda y me dijo.
— Así me gusta. Ties cojones...
Dio un nuevo bocado a su bocadillo. Abrió la mochila a su lado, sacó una petaca, y me dijo.
— Verá, esto está prohibido. Pero como llego el primero, me doy el gustazo. ¿Me acompaña...?
Me pasó la petaca, y sin siquiera preguntar, di un buen trago. Un calor abrasó mi garganta. Llevaba diez años sin beber y casi me caigo de la viga. En cambio, lo que se me cayó fue la petaca.
El albañil, con expresión de sorpresa, la siguió hasta la acera. Se volvió y me gritó.
— ¡Pero qué hace! ¿Quiere que acabemos chafaditos ahí abajo o rompiéndole el coco al jefe? Y añadió. ¡Llega en cualquier momento!
Me observó durante unos instantes con cara extraña y dijo por fin.
— ¡Ah! Ya sé. ¿Usté es de ésos...? Ha venido a saltá...
Lo miré silencioso, sin vocalizar una frase. Él siguió.
— Claro. Ustede, lo estudioso, se pasan el día pensando en como subí y al finá, lo más que deciden, es romperse la crisma aquí arriba.
Me dio unos golpecitos en la espalda y me dijo.
— Le voy a decir una cosa: ¡No piense tanto y dedíquese a viví!
Y prosiguió. Vaya que hay por ahí unas señoritas... que para morise mejó un infarto! Y su voz, precisa y exacta, me susurró al oído: ¿Ya no se acuerda de su novia? ¿Y de lo bonito que es sentir la emoción de saberse vivo cada día? Pruebe a ver...

Sucedió de repente, volví a pensar en algo agradable y me sentí a gusto en aquel lugar. Allí estaba Adela, delante de mí, imponente, sus piernas largas y estilizadas de puro ébano, sus cabellos de seda negra y brillante, sus labios carnosos pintados de rojo, y yo, ¡estaba en la cima de la vida! Sin temor me incorporé, la abracé y pude sentirla viva y palpitante recibir mis caricias temblando de emoción. Ya no sentía miedo; de ella ni de nadie, había dejado de estar asustado y me sentía fuerte envolviéndola.
Él albañil, sin dejar de observarme, había hecho otro tanto y se había incorporado.
Comencé a caminar con soltura meciéndome de viga en viga, saltando como si fuera un espléndido equilibrista. Sin hablar, al albañil le costaba acompañarme, pero allí estaba, siguiéndome sonriente y voluntarioso.
Hice cosas en aquellas alturas que jamás en la vida había pensado que fuera capaz. Me tumbé de espaldas sobre una viga perdida, escalé como si fuera un orangután de las alturas, y canté, canté una dos y tres canciones, mientras el hombrecillo me aplaudía feliz.
Luego, me acompañó hasta el ascensor, me ofreció su mano y me dijo.
— Recoja usté la petaca y se la lleva. ¿De acuerdo?
Asentí. Cuando por fin puse los pies en el suelo supe que seguía teniendo el control de la vida en mis manos y que algunos, como aquel albañil, viven naciendo cada día y yo no quería vivir muriéndome, sino volver a nacer.
Encontré la petaca. Todavía estaba medio llena. Fui a dar un trago y me detuve, ¡no lo necesitaba! El alcohol tampoco era un remedio. Arrojé la petaca a un cubo de basura, saqué el móvil de mi bolsillo y marqué un número con apremio, una voz femenina todavía adormecida, me respondió.
— ¿Sí?
— ¿Adela?
— Sí
— ¿Estás con alguien?
— No, estoy sola.
— ¿Te importa si te hago ahora una visita?
Dudó unos instantes y dijo.
— Vaya... y esto ¿a qué viene?
— Bueno, si tú lo deseas no iré.
Se oyó una risa nerviosa y a continuación.
— No... bueno sí, sí ven te... esperaba.
— Cómo. ¿Desde cuándo?
— ¿Podemos hablar de eso cuando vengas?
— Sí, por supuesto, y de todas las cosas que quieras. Ahora estoy dispuesto.
— Ya... ¿Y por qué antes no?
— Antes no había conocido a una persona. Trabaja a doscientos metros sobre el suelo y...
— ¿Cómo?
— Nada. Tonterías...
— Cariño. Ven ahora mismo, no puedo esperar más.
— Allí estaré. Allí estaré. Tenlo por seguro... ¡Te quiero!

Casi todos nuestros problemas están dentro de nosotros.
Si nosotros queremos y nos hallamos en la disposición adecuada, podemos solucionarlos sin tener que caer en la desgracia que muchas veces nos creamos.
Hay una expresión magnífica que debe acompañarnos y nunca debemos olvidar en nuestro azaroso camino, dice lo siguiente:

“La vida es bella.”

José Fernández del Vallado. Josef. Enero 2010.


viernes, noviembre 07, 2008

¿El Ciclo...?


Llevaba horas, tardes, semanas meses ¿años, decenios? sin pensar. Quise abrir y el pasador no cedió. Grité pidiendo socorro y no recordé nombre alguno por remoto que fuera y tampoco pude oírme. Miré o quise mirarme a mi mismo sin encontrar ni recordarme; el tiempo me excedía y mi conciencia y mi memoria estaban limpias. Pero y yo… ¿estaba vivo? Más allá, una luz blanca y dolorosa penetraba en mis tejidos. Alguien me sujetó con violencia y tiró de mi cuerpo, me ahogaba, la cuerda rodeaba mi cuello y me estrangulaba. De pronto todo fue gélido, embarullado y brutal. Pensé en volverme a refugiar, pero una garra tremenda me tenía atrapado de una pierna y la cabeza me dolía a estallar. Algo produjo en mí un dolor extremo y mi percepción se estremeció como nunca; abrí la boca y grité, y por primera vez... ¡pensé!: “La vida es hostil.”

Ahora llevo horas, tardes, semanas, meses, años decenios, siglos pensando en una única cosa con obsesión: Quiero salir. Pero esta terrible y mortal oscuridad ciega mis pensamientos ya corruptos. El picaporte no existe. A menudo grito y pido un auxilio inexistente, pues los hombres y sobre todo los amores a quienes conocí ya no están. Miro o quiero mirarme a mi mismo y sin embargo me aterra el simple hecho de hacerlo, porque mis recuerdos exceden los límites del tiempo y se pierden en épocas remotas. Recuerdo a aquellos que me depositaron aquí; sus miradas, sus lloros, sus brazos extendidos hacia mí. Algunos, todavía me... Entonces por qué lo hicieron, ¿por qué me enterraron? Es curioso... me cuesta volver a recordar la palabra y cada vez que lo hago siento un dolor cercano a la liberación. ¡Sí! la clave es... “Amor.” Ahora - de pronto - tras décadas de silencio, soy capaz de evocar la dimensión de su importancia. Su aroma me colma, penetra mi cerebro o sus excrecencias de polvo ahuecadas y las cubre de un sutil aroma a… ¿Vida?

Llevaba horas, tardes, semanas meses ¿años, decenios? enteros, pensando en nada. Quise abrir y el pasador no cedió. Grité pidiendo socorro y no recordé nombre alguno por remoto que fuera y tampoco pude oírme. Miré o quise mirarme a mi mismo sin encontrar ni recordarme; el tiempo me excedía y mi conciencia y mi memoria estaban, limpias…

José Fernández del Vallado. Josef. 2008.

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