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miércoles, noviembre 12, 2008

El Converso.

Llevaba un par de años esperando y aquella mañana la carta llegó. Anticipaba que mi liberación estaba próxima. Había aguardado mucho  tiempo el momento, en ella se condensaban mis esperanzas. A partir de aquel día un rayo de luz iluminó de nuevo mi camino y mi comportamiento, cambió. Dejé de sentirme condenado y sin rumbo y comencé a realizar los trabajos con brío; incluso encontré sentido en los actos de mis carceleros. Los Infieles también tenían familias, sueños, sentimientos; no eran inhumanos. Algún día también ellos abrazarían mi fe.

Seguí acarreando piedra tras piedra en la construcción de la fortaleza.

La segunda carta era distinta. Supuso un golpe a mis convicciones. Cómo podía invitarme Dios a que me uniera a las plegarias de aquellos Infieles. Nadie podía siquiera imaginar cuán lejos estaban mis dueños de civilizarse; eran amantes de la crueldad y el salvajismo.

Durante las noches, hermosas mujeres nos traían alforjas cargadas de alimentos y odres con reconfortante bebida. Y mientras nos alimentábamos, entonaban melodías que incitaban a perderse en las oscuridades del Averno. En ocasiones lloraba aterrado, entonces ellas, como diablos lascivos, me montaban e inducían en mí el pecado de la lujuria.

Pese a todo lograba mantener mi fe. Y todos los días, trabajaba de sol a sol con empeño, pues sabía que Dios nunca me iba a abandonar.

La tercera carta supuso un desastre. Mis amigos, mi vida, mi fe, ¿me abandonaban? Ni siquiera pensaban en cobrar mi rescate. Tan sólo añadían que tuviera fe en la victoria; pues iba a ser nuestra. ¿Nuestra? ¿De quién? ¿Del diablo?
Confuso, no pude soportar tener que adivinar qué se pretendía de mí. Recompensado por mi trabajo, disfrutaba de múltiples noches de placer, y comencé a dudar de qué lado estaba el mal. Necesitado de ayuda hice llamar al ulema, e invadido por el desconcierto y la curiosidad le pedí el libro de El Corán. En poco tiempo, con su ayuda aprendí a descifrar los pasajes de aquel volumen extraño, que en mi país nombraban de infernal.

Cuando terminé, embargado de emoción le comuniqué que estaba dispuesto a abrazar el Islam, pues  había  superado las pruebas, y estaba preparado para ser uno más.

Sonrió, y mirándome con afecto me dijo que así era. Pero puesto que era un Converso, para no desviarme nunca del camino, tendría que ser necesaria toda mi fe en el empeño; debía vencer una última prueba. Le pregunté de qué se trataba. Me contestó que era el influjo de las tinieblas.

Me sacaron los ojos y me pusieron en libertad.

Ahora vago por las calles, pido limosna, y aunque todos vean en mí a un Converso iluminado, por desgracia he aprendido una lección: Creo en mí mismo antes que en los demás...

José Fernández del Vallado. Oct. Josef. 2008.



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