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domingo, julio 10, 2011

Diez días – Diez años.



Pintura tomada de Internet

Llegué de lejos, huía de un mundo que ante mis ojos se había transformado en desconocido y recalé en aquel lugar especial.

viernes, febrero 18, 2011

Génesis. Historia con un final real.


Imagen tomada de Internet

Lisa Iskandrull nació hace siglos en un palacio de jade, mármol y pirita, establecido en un extraño y perdido reino remoto. Transcurrió su niñez en un tiempo en el que la tierra era un paraje inexplorado, donde innumerables peligros acechaban y para una niña como ella salir de sus muros era sinónimo de muerte, pero también de otra palabra quizá más incitante y turbadora: Desafío.
Cuando alcanzó su juventud, cansada de la tutela de los hombres, así como de hallarse encerrada esperando a ser desposada o violada por el próximo y vulgar guerrero que la pretendiera, deseaba romper las férreas imposiciones que la autoridad machista ejercía sobre las mujeres desde hacía milenios. Era rebelde, no anodina, era sincera y sobre todo fiel a su reinado; y así permaneció.

Se sucedieron milenios y el inmemorial palacio donde residía perdió sus colores, dilapidó su corte y tan solo quedó ella. Pues estaba claro, no era una noble cualquiera; era, tal vez, la última de una estirpe inverosímil y poderosa.
Soplaron nuevos vientos; épocas en las que los mitos se desmoronaron, las leyendas dejaron de existir, y al igual que los príncipes azules, los aventureros entraron en crisis pues – supuestamente – no existían parajes por descubrir y el mundo, envuelto en guerras de sucesión, era predecible y aburrido.

Confinada en su palacio oculto, la princesa comenzó a pasar hambre; dado que algunos recursos básicos, como el pan, el arroz o las legumbres, dejaron de cultivarse en una isla que se encontraba a menudo cubierta por nieblas perpetuas. Y, además, tras descubrir la posibilidad de llegar a un continente cercano, los últimos vasallos emigraron a aquel mundo prometedor donde tras establecerse, olvidaban para siempre su procedencia germinal.

Cada nuevo amanecer sin sol Lisa lloraba, era una princesa triste; y su fiel y único súbdito, el enano Arquegonio, la consolaba sin dejar de acariciar sus finos cabellos rubios, y gimoteaba junto a ella.
A continuación montaba en Arrebol, un precioso alazán pura sangre, y el enano en su poni Borrón. Arreaban al trote y juntos recorrían las inmaculadas praderas que los transportaban hasta el verde extremo de la isla. Tras recibir los primeros rayos del alba se detenían y reían felices y luego, admirados, contemplaban las estelas mágicas que dejaban los dragones errantes a su paso por el cielo; los oleajes que algunos Kraken irascibles formaban en el mar; e incluso si el tiempo los acompañaba, algunos atardeceres, almorzaban con un grupo de sosegadas ondinas en la cala en la que – cuando no lo hacía en el lago – antaño solía bañarse su alegre padre, ChisKo Iskandrull.
Después retornaban a palacio. Lisa se acomodaba en su trono y escuchaba con atención las lecturas de ciertos poetas románticos, tales como: Shelley, Byron o Keats, que cierta vez les regaló un mercader de unas islas del Atlántico. Poemas como: “Baladas Liricas,” “El anciano marinero,” o “Hacia el otoño,” le hacían suspirar, inflamándose de calor cada día, sin hallar a nadie capaz de apagar su flama interior, encontrándose cada vez más anhelante por aflorar a la vida.

Una mañana Lisa no despertó, deliraba repitiendo con frenesí que si permanecía en aquel lugar el resto de su vida acabaría sucumbiendo a una muerte lenta y solitaria. Arquegonio detectó con espanto que ardía y su calor interior sobrepasaba la escala de su termómetro. Aún así permaneció aferrado a su cama sin separarse de ella.
Horas después la isla comenzó a hervir y se formó una nube de vapor a través de la cual se divisaron espesos ríos de lava fluir por sus vertientes.

El 14 de noviembre de 1963, el pesquero del capitán Gudmar Tomasson faenaba frente a las costas de Islandia cuando el mar comenzó a hervir repentinamente. Se trataba de una nueva isla volcánica que a las pocas semanas tenía ciento setenta y tres metros de altura y dos kilómetros de longitud. Fue llamada Surtey en recuerdo a un legendario gigante Islandés. Después de su nacimiento la isla evolucionó lentamente. Primero llegaron los pájaros que trajeron consigo semillas, brotó la primera flor, un alga marina blanca y preciosa que llamaron Iskandrull. Las corrientes marinas depositaron nuevas semillas, y al cabo de tres años arraigaron cuatro clases de plantas superiores y dieciocho de musgos, también conocidos como: “Arquegonio...”


José Fernández del Vallado. Josef febrero 2011.
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Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons.  

jueves, octubre 30, 2008

La isla.


Se amaban. Ella lo amó desde un primer instante y él a su vez la fue amando cada día un poco más, aprendiendo a considerar su sensible carisma de mujer. Se desearon con placer, disfrutando de cada instante repartidos por los rincones de la isla. Sus brazos recorrieron las fracciones de sus cuerpos agostados, gélidos, calientes, poderosos, humanos... Dos seres con capacidad para pensar de forma tranquila y natural en un mundo aplastado por las devastadoras fuerzas de la iniquidad y la idiotez. 

Ni siquiera hubo días plomizos de invierno, ni bochornos de verano achicharrado, con sol plomizo o lluvia fría y pegajosa que pudieran detener la solvencia de aquella pasión.
Se entendieron. Ella lo supo desde un primer instante, y él la fue comprendiendo cada día un poco más, juzgándose mutuamente, sin alterarse, sin divinidades ni proverbios, sin despegar las piernas del suelo de la isla. Donde siempre se hallaban: unidos, abiertos, sonrientes, casi enraizados, materializados en promesa de fértil vivencia... 
Sin embargo algo sucedió. El tiempo, decisiones externas, incongruencias que jamás habían existido, hicieron su aparición y comenzaron a marcar el impás. 
De súbito, los días transcurrían sin conseguir enlazar con el Ferry que los librara del islote de soledad en el cual se plegaron. Estaban aislados; arrinconados en un lugar solitario, enviciado y asfixiante. Sin darse cuenta se convirtieron en adictos apasionados de su fe en ellos mismos. Luchaban por mantener dogmas enfermizos y desgastados... Mientras, seguían tecleando textos de redención, amistad y promesa, a la espera de que el nuevo día amaneciera y aliviara penas presentes, pasadas y venideras. Recompensa a un mérito que decidiría si habían superado el listón para levar anclas y escapar del aislamiento traicionero de un lugar sin limitaciones y limitado en su conciencia.

Él tendía la mano y ella se deslizaba girando, discurriendo una y otra vez por las estrechas veredas de un islote sin márgenes aparentes. Él volvía a tender la mano, y ella pensaba y actuó por su cuenta. Era independiente, siempre lo fue. Le agobiaba ser de una forma distinta, aunque quizá todo consistiera en descifrar una clave...

¿Continuaban atrapados? No, ella podía salir. Sabía cómo hacerlo, y moverse a través del estrecho círculo del islote a su gusto; y decidió ponerlo en práctica. 
Se marchó un día ni de verano ni de invierno, ni frío ni cálido. Se fue buscando ese sol anhelado que no parecía vislumbrar en el islote, su islote... ¿Querido o ya aborrecido?

Él permaneció en cuclillas, con ambos brazos extendidos; mientras trataba de conservar el aroma de ella que jamás atrapó en el exterior de su piel. La boca en un gesto torcido, desvaído... La mirada perdida, lúgubre y remisa a creer en la búsqueda que ella emprendía... ¿Para qué? Si partía a contemplar el océano desde una perspectiva a la cual él no podía acceder. Y si no contaba con él en el lugar que más anhelaba, si no deseaba estar a su lado para descifrarle aquellas claves necesarias para salir, entonces ¿prefería mantenerlo allí encerrado para siempre?

Amaneció un nuevo día. El hierbazal junto al acantilado seguía siendo de un verde intenso, húmedo fresco y oloroso. En cambio, oscuros nubarrones se cernían en un horizonte más denso y lejano que nunca.

Caminó hasta el borde y se sentó. Desde aquella posición por primera vez se sintió dueño del islote. Permaneció pensativo, sin moverse, con las manos sobre las rodillas y la expresión hirsuta. Habían transcurrido dos días. Para algunos quizá pueda parecer un lapso corto de tiempo pero para él significaba una eternidad. ¿Y ella...? Continuaba sin regresar...

José Fernández del Vallado. Josef. Julio 2007.



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