Hacía ya tiempo que Maxim, debido a su sordera, había dejado de escuchar, entre tantas otras cosas, el trino de los ruiseñores en la dacha. Los años habían ido pasando y dado que tampoco lograba avistarlos, llegó a suponer que debido a la contaminación, aquellas frágiles aves se habían extinguido de la región para siempre.
Por entonces su padre se hallaba enfermo de alzhéimer y postrado sobre un sofá, ya apenas hablaba.
Estaban en primavera.
Un día Maxim tuvo una ocurrencia y le preguntó si había oído a las avecillas cantar durante las últimas madrugadas. El viejo, sin mirar, en un estado de aparente reflexión, se mantuvo recogido sobre sí mismo (solía permanecer horas en semejante postura) y no dijo nada. Por ello, transcurridos unos instantes, Maxim supuso que ni siquiera había prestado atención a su consulta. Súbitamente, la cabeza siempre inclinada del padre, se irguió para encontrarse con la mirada de su hijo. Sus ojos azules y cristalinos, estaban llorosos. Extendió su brazo endeble, se aferró a la mano del hijo, e imitando de forma asombrosa el trino del ruiseñor, pareció emitir unos silbidos.
Maxim, apenas entendió la figuración, se emocionó. Pensar en la posibilidad de que continuaran anidando en la región, le hizo abrigar nuevas esperanzas.
Un mes más tarde y, tras desembolsar una pequeña fortuna, adquirió los primeros audífonos avanzados. Con ellos, pensó, su vida daría inicio a un universo desconocido.
Esa noche, sin los artilugios, todo era silencio. Sintió la vibración del despertador a las cinco de la mañana. Cogió el estuche con los aparatos, y abrigado con un grueso batín salió a su jardín; caminó hasta la mesa cenador, se sentó y una vez se hubo acomodado, siguiendo un ritual minucioso, se los insertó.
El primer sonido no irrumpió de inmediato, necesitó de unos breves y razonables instantes para alojarse en unos ventrículos desacostumbrados: se trató del siseo del viento. Después, como una dulce y lejana melodía, oyó el murmullo del agua, concretamente de un riachuelo que fluía bordeando su parcela, y se recordó en su niñez, capturando los insectos acuáticos. En ese momento, clamando entre el silencio matinal, surgió una cadencia que lo dejó suspendido, una vez más, en los bosques de Amur; en su dacha de entonces, junto a Vera, un amanecer de primavera de hacía algo más de veinte años.
Él, feliz, arrullado por el trino más precioso del mundo y ella, recogiendo temprano las fresas que tanto le gustaban.
En los árboles nacían brotes tiernos, las frondas pronto se extenderían y la superficie de la tierra, libre de nieve, recuperaría su apariencia de alfombra verde y aromática...
En los árboles nacían brotes tiernos, las frondas pronto se extenderían y la superficie de la tierra, libre de nieve, recuperaría su apariencia de alfombra verde y aromática...
El ruiseñor cesó de cantar y un silencio disfrazado se instaló en el entorno. En tanto Vera continuaba afanada en su labor, con suspicacia, Maxim dirigió su mirada a izquierda y derecha. Descubrió al tigre apostado a aproximadamente diez metros de donde se encontraba ella. Ni siquiera gritó; no había tiempo. A su izquierda, inclinado sobre la pared y a su alcance estaba el viejo fusil de cerrojo Máuser 98, incautado por su bisabuelo a los alemanes en la contienda del catorce, en la batalla de Tannenberg; siempre estaba cargado. Lo cogió y apuntó, y la mañana se revirtió en gris y helada. Fijar la mirilla sobre un vislumbre entre claroscuros que con agilidad se deslizaba hacia Vera, le supuso un esfuerzo considerable. Se impuso templar sus nervios. Afinó y disparó. El viejo Máuser profirió un silbido agónico y reventó. No sin antes, de forma sorprendente, enviar una esquirla de muerte a la cabeza de la fiera.
Aislado en un zumbido que anulaba los sonidos de su mente, tambaleándose, Maxim se recuperó y se puso pie sin dejar de gritar y gesticular. Instantes después, Vera estaba a su lado, nerviosa y cubierta de sangre, pero sin cesar de sonreir y brindarle una mirada despierta y apasionada. Maxim se dio cuenta, el gatillazo de alguna forma certero del fusil, acababa de sumirlo en un mutismo angustioso.
El ruiseñor avisó y el Mauser retuvo a Vera junto a Maxim durante veinte años de felicidad. Después, un cáncer fulminante se la llevó sin que Maxim llegara a escuchar otra vez su alborozada risa.
En cambio ahora, gracias a aquellos artilugios, recuperaba el trino del ruiseñor y percibir su armonía era redescubrir para siempre a su lado, la radiante carcajada de Vera.
José Fernández del Vallado. Josef. Diciembre 2013.
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