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lunes, marzo 03, 2014

Confieso...

Imagen: Heidi Bradner.

-I- 
Pierdo contacto con la realidad... No soy capaz de vocalizar o situarme en nuestro mundo. He dejado de leer y transcurro las horas dormitando. En cuanto a la vida, sigo buscándola durante noches en las que sueño que todo pudo haber sido diferente. 



-II- 
   Forzado a presenciar sus ejecuciones, tras recibir la descarga, las recogía en mis brazos y sin ocultar mis emociones, las besaba de la misma forma que cuando de niños jugábamos a ser mayores en las callejuelas de Grozni. Luego crecieron y se casaron. Éramos una gran familia. Las recuerdo y rememoro sus noviazgos como ensueños en un universo brillante: sus bodas, bailes y risas de felicidad. Las quería a todas: mis primas Mandina y Zemfira; Dzhennet, Marja, Saida, Danila, Alikha... 

   Los recuerdos me asaltan. Veo nieve y delante las vías del tren. El convoy se aproxima.Las balas silban muy cerca. Acuchillan el espacio con la cadencia de suspiros fúnebres. Algunos compañeros, ametrallados, se desmoronan como terrones de azúcar desmenuzado. ¡Están aquí! Como misioneros de una muerte terapéutica, deslizándose entre la bruma lánguida del invierno, perfiles difuminados de militares rusos, pulverizan el que una vez fue nuestro mundo.
   Dispongo de segundos, salto y la agarro. Abrazados, entre el fragor de la locomotora y el resuello de los morteros, rodamos por el desplome que hay al otro lado. Nos detenemos en el lindero de un bosquecillo. Retiro el velo y sorprendo el rostro sonrosado y aturdido de Marja, la joven a quien amo. Nos internamos unos pasos. Desbaratados ante nosotros los descubrimos: Cadáveres, y entre ellos, reconocemos unas formas; sus hermanas violadas. Incrédulo, el rechazo me conduce a la náusea. Y ella... ¿¡qué hace!? Embelesada en la locura permanece mustia y enmudecida. Lo percibo con miedo ¿belleza entre el salvajismo? Si la encuentran estará perdida. Me quito el chaquetón, mis pantalones, se los ajusto con el cinturón, le ruego vaya a un número de la Avenida Zavety Ilyicha, busque a una familia de apellido Ingushka, se una a ellos y huyan a las montañas.

-III- 
   Los cerrojos chirrían y vuelven a entrar. Delante está el hombre de porte brutal. Esgrime una barra metálica. 
—A ver... ¡Cuéntanos todo o te aplico este hierro al rojo! 
   Mis dientes castañetean. Absorto, apenas reparo en los golpes. Mis muelas rechinan como loza al resquebrajarse. Sus fragmentos se mezclan en mi boca con el sabor de la sangre.
   Llorando... confieso. 

-IV- 
   Otro día... 
  Todo está como siempre. El valle árido a nuestras espaldas, el cielo claro, de un azul intenso y envolvente. Los contornos como guillotinas de unas montañas de hierro oxidado; y a unos metros, un rebaño de cabras. Mientras se desplazan entre los peñascos escucho el tamborileo de sus pezuñas. 
   Y allí, en la ciudad, estallan salvas del ejército ocupante. Están aquí con un pretexto: el nacionalismo, que encubre una reivindicación concluyente: Petróleo. En cuanto a lo demás; pisotear las cosechas, robar y demoler los edificios, violar y asesinar, apenas le conceden importancia. 
   Todo está igual, excepto los fusiles señalando al corazón de mis amigas de la infancia. La guerra las trastornó y transformó en implacables. Antes no eran así. Lo perdieron todo. El dolor las desgarró y sólo quedó odio. No están todas. Dzhennet de diecisiete años y Marja de veinte, se inmolaron en el metro de Moscú. Las explosiones dejaron cuarenta muertos. Inocentes que sufren las consecuencias de las acciones de políticos desalmados. 
   Ruegan a los piquetes que les retiren las vendas que cubren sus ojos, para morir como sus maridos, hijos y hermanos. 
   Con la expresión tumefacta y el ceño avergonzado, sonrío con nerviosismo y ellas, reflejando una palidez taciturna, recobran el destello fugaz de cuando eran niñas, y ya sin rencor, me entregan una sonrisa... 
   Al escuchar la andanada cierro los ojos y una certeza me invade. 
   «Mientras yo lo desee no seré prisionero de nadie, y el mundo seguirá siendo eternamente libre...» 
   
   José Fernández del Vallado. Josef. Marzo 2014.
 

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jueves, noviembre 29, 2012

¿Para qué las Necesitamos…?

  
Se llamaba Vera. Era morena y esbelta. Sus ojos negros preservaban una timidez joven y ensombrecida. Sus facciones eran delicadas, sus pómulos suaves. Sus cabellos castaños, suspendidos a ambos lados de su rostro, envolvían unos hombros lineales. Llevaba un chaquetón gris perla, con flecos negros; lo lucía con estilo. Calzaba botas negras de caucho. 

  No esperaba encontrar nada mejor ese frío atardecer de noviembre y, tenerla delante, tan cerca, casi me hizo recular. No era culpa mía, sino del paso del tiempo. Tratas de evitarlo pero según deambulas por sus afiladas aristas, aunque cierres los ojos, te basta percibir que cada esbozo es un doblez que dejaste marcado con un bucle. 
  
  Algunos la miraron aparte de embobados, escandalizados. Por vestir de esa manera era una fulana. Yo sabía que no era sí. Si se lo proponía podía darle cien vueltas al más formado de los muyahidines de Hamas. Formaba parte de una generación revolucionaria; crecían alimentados por algo más sutil que el odio: Adiestramiento y estudio psicológico del adversario. Si lograba su propósito sería leyenda y un objetivo; no de los asesinatos selectivos de Israel, sino de los incuestionables avances de Oriente. 
  Podría convertir el encuentro en algo mejor pensé, mientras la invitaba a subir al destartalado segundo piso. Allí tenía mi oficina y junto a ella, el cubículo donde se hallaba el sucio camastro en el que me revolcaba con las prostitutas. Hacerlo me seguía avergonzando, de todas formas, era algo ya inevitable. La guerra me había transformado en un alma indiferente, por no decir insustancial. 
  Resultaba obvio; ella no era una cualquiera, sino una mujer... 
  Mi mente regresó lejos; a Europa. ¿Hubo allí alguien similar...? Aún así, me pregunté ¿Existiría en el mundo una sola mujer con su carisma? 
  Se sentó frente a mí. Sus piernas se entrelazaron con una facilidad asombrosa. En cambio yo, a mis treinta años, asolado por diarreas y las heridas de guerra que se activaban con el frío, era un viejo prematuro. 
  Preparé un té y escuché. Sabía que era portadora de un plan revolucionario. Dio un sorbo, sus labios se movieron con plácida serenidad. ¿La conocía? No. En cambio, creía intuir su forma de proceder. Por ello me aventuré y pregunté.
  —¿Cuál será el siguiente paso? 
  No vaciló. Con decisión pronunció. 
  —Desarma a tus hombres. 
  Alarmado, la contemplé con los ojos muy abiertos. Esperaba cualquier cosa, menos aquello. Vacilante conteste. 
  —Lo que propones... es un suicidio. Los hebreos caerán sobre nosotros. Nos aniquilarán... 
  Echó más azúcar. Removió la taza de té y concentrada, dijo. 
  -¿Para qué las necesitamos...? –Y hablando con placidez, añadió– Mañana, no debe quedar un fusil en Gaza. Han de ser enterradas. 
  La miré ensimismado. Hizo un guiño natural sin pretender ser sensual, y lo fue. Era tan bien parecida. Permanecía en aquella postura, una pierna flexionada sobre la que apoyaba su mentón, la otra, recogida debajo. Igual que cuando nos sentábamos a fumar en aquél país lejano y casi solitario. Entonces yo no era Muyahidin, y ni siquiera intuía lo que podría significar. Después lo supe: muerte, dolor y enemistad. Por entonces era el hijo de un palestino próspero, lo cual me facilitaba el lujo de viajar. Ahora, en la franja de Gaza, sujetos de posición acomodada había unos cuantos, todos traficantes. Lo mejor seguir así: Pobre, ambiguamente rico, conviviendo en dudosa espiritualidad. 
  
  Cuando terminamos el té, sin hablar, contemplándome con un ademán agradable, me había ganado de forma incondicional. 

  Enterramos las armas y al día siguiente. 
  Cuando los blindados merkava llegaron, en medio del bombardeo, todos estaban en las afueras. Hacían lo que siempre habían hecho: Arar las tierras y prepararlas para la cosecha. 
  Los cañones se silenciaron. La larga hilera de tanques se detuvo. Las cabezas desconfiadas de los soldados, se asomaron con precaución a las torretas. 
  De repente la figura alta y solemne de Vera, paseaba entre las filas del ejército avasallador. Se limitaba a recibirlos con una ingenua sonrisa. Contagiados por su espíritu, descendieron de los carros, saludaron a los palestinos y hombro con hombro, se emplearon a fondo en la faena de arar y sembrar. 
  
  Han transcurrido décadas. Los esqueletos enmohecidos de los blindados, siguen ahí. Casi nadie recuerda su utilidad y tampoco tratan de averiguarla. 
  Vera se fue o se encuentra en todas partes ¿era un ángel, Dios? 
  No. Me desagradan las explicaciones sobrenaturales o divinas. En cambio, me gusta pensar, se trataba de una persona de verdadera inteligencia, que sabía trasmitir ese espíritu casi olvidado, pero congénito y redimible (y que prevalece sobre el miedo y el odio) de nobleza y cordialidad. 
  
  José Fernández del Vallado. Josef. Noviembre 2012.
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martes, marzo 31, 2009

Estrellas de dolor.

Surgiste un amanecer sin brisa nubes ni sol, en una ciudad brumosa y metalizada donde hablar de futuro equivalía a mentir y hacerlo de pasado significaba dolor, en cuanto al presente prevalecía tu semblante perfilándose sobre la niebla densa y lechosa en los amaneceres frágiles con un sol debilitado. Llenabas mi vacío con palabras sembradas de promesas imposibles y las hacías posibles. A tu lado cualquier cosa resultaba sencilla. Dejé de beber, busqué el cielo de nuevo sujetándome a ti, sin separarme, manejando el bastón que mis piernas atrofiadas cada vez necesitaban con menor ansiedad, volví a caminar. Lavabas mi cuerpo magullado, limpiabas con esmero mis heridas, rasuraste mi barba y me diste de comer. Me llevaste a la orilla de un océano antes gris y que ahora había recuperado su matiz azulado y verdoso, me secaste las lágrimas me hiciste reír y me diste una razón para seguir. Me puse en pie de nuevo y cuando estuve listo ni siquiera tuviste que decírmelo. Lo supe la primera vez que te escupieron a la cara con odio: “¡Judía!” y te preguntaron qué hacías en tierra palestina. No dijiste nada, sacaste una estrella amarilla del bolsillo te la pusiste de broche y dándote la vuelta, comenzaste a caminar. Te seguí. Una reflexión me impulsó a no separarme de ti, la misma que tú me enseñaste: “El odio se apaga con amor.”

José Fernández del Vallado. Josef. 2009.




miércoles, septiembre 24, 2008

INFAMIA.

Me gustaría creer que alguna vez viviré en un mundo lleno de belleza y armonía, donde el ser humano será un ser gentil e inteligente ¡Y ESTO NO VUELVA A SUCEDER... JAMÁS!

Los niños jugaban a atrapar la luz cuando los vagones se detuvieron. El padre llamó a sus hijos, les puso las manos sobre los hombros, y les dijo. Os toca ir con mamá, ser buenos y hacer lo que ella os diga. Asintieron. Besó a cada uno con lágrimas en los ojos. Atravesando caminos cercados, los vio difuminarse entre la bruma de la mañana. El hedor de la descomposición se podía oler a distancia; sus dientes no cesaban de castañetear. Un corpulento soldado se acercó hasta él, se llevó un dedo a los labios en señal de silencio, le sacudió un culatazo...


José Fernández del Vallado. josef. 2008.



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