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jueves, febrero 20, 2014

La Catedral.


El sonido destemplado del despertador espoleó a abrir los ojos a Juan. Se revolvió entre las sábanas, se dio la vuelta, los cerró y trató de dormir un poco más. Se encontraba nervioso y apenas había podido pegar ojo; era el día de su boda. 
   Los abrió de nuevo. El editor fluorescente del programador, le reveló que habían transcurrido quince minutos. Alterado, salió del edredón, se sentó sobre la cama y se restregó el picor de los ojos. Estiró los brazos con pereza y se puso de pie, se acercó al ordenador, pulsó un icono y eligió una melodía de la lista. 
   Se aisló en el cuarto de baño; se ducho, se afeitó, pulsó un automático y ordenada, su ropa estuvo lista para su confirmación. Comparó los datos en un gráfico, marcó Apto, y a continuación, utilizando un agente químico antiséptico, la desinfectó con prudencia de posibles radiaciones ionizantes. 

   Salió de la habitación, caminó por el estrecho cubículo iluminado con luz ambarina de neón, pulsó el timbre de la portezuela de enfrente. Lo recibieron todos. Su padre y ahora Padrino de velación; el Padrino de anillos; el Padrino de lazo; y como Padrino de arras, un viejo amigo de la infancia. 
   Sirvieron varias rondas de aguardiente hasta embriagarse y entonces lo abrazaron deseándole suerte; algunos incluso, con lágrimas en los ojos. 

   Juan se sintió agradecido y emocionado por tanta efusividad. Le habían contado tantas cosas hermosas sobre las mujeres... 

    Sin pérdida de tiempo partieron hacia La Catedral. 
   Subieron al ascensor, abrieron la portezuela y salieron de las entrañas de la tierra. Juan no había estado nunca en el exterior, y presenciar un paisaje al que sus superiores jamás se referían, fue recibir un mazazo que lo dejó confundido y turbado. Un astro rojo gigantesco caldeaba una extensión infinita, manteniéndola a una temperatura de aproximadamente 150ºcentígrados. Cubiertos de trajes térmicos y gafas solares anti radiación, se pusieron en marcha. 
   Abriéndose paso en un paraje muerto, caminaron durante cerca de ocho horas. Se detuvieron en lo alto de un risco y contemplaron el desierto: monstruoso, estéril y vacío, que constituía aquella tierra inhóspita. 
   Oráculos especulaban que antaño, en superficie, hubo grandes extensiones de agua, pero ¿era posible con aquel calor extremo? Resultaba obvio: No. 
   Prosiguieron durante dos días más, y al anochecer del tercero, admiraron las elevadas y extrañas cortaduras de piedra dibujándose contra el perfil de la luna. Con una longitud de trescientos metros y una altitud de aproximadamente doscientos, La Catedral se integró en sus miradas. Sin saber exactamente de qué se trataba, intuyeron que pertenecía a un pasado remoto y ya olvidado. Y dentro de aquel espacio semiderruido, construida con tela proteica, hileras perfectas y translúcidas, hechas con seda untuosa, permanecían a la espera del consorte. 

   Manteniéndose a una distancia razonable, se arrodillaron y despidieron. 
   Calzado con el equipo anti adherente, Juan escaló unos veinte metros y tensa, aguardando en el centro de la tela, divisó a su mujer. Se llamaba  Haplopelma Lividum, le habían informado. Tuvo oportunidad de constatar que se trataba de una fastuosa hembra azul cobalto del orden de las tarántulas. La llamó con natural desconfianza. Haplopelma acudió a él y lo envolvió con sus extremidades. Y mientras la penetraba, inmerso en el primer y último orgasmo de su vida, con toda certeza, Juan averiguó el misterio y a la vez el acontecimiento más trascendental de la existencia. 
             Solo un hecho importaba: cubrir con éxito el ciclo vital... 

      José Fernández del Vallado. Josef. Oct. 2011. Arreglos Febrero 2014.


Creative Commons License 

Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons.

martes, junio 26, 2012

Duna...


Estaba sentado en la cima de una duna, en el desierto del Sahara; en algún lugar fronterizo entre Marruecos y Argelia. Había vuelto al desierto – a su desierto anhelado – para presenciar fascinado su impresionante vacío o para evocar en silencio, sus ya lejanos días de felicidad...
Estaba solo, siempre había sido así; sin embargo, nunca se sintió capaz de acostumbrarse a la soledad. Pese a ello, ahora y por primera vez, tuvo la desconcertante impresión de encontrarse cómodo en su aislamiento. Sucedió de súbito; algo le hizo reírse sin saber bien por qué. Tal vez se burlara de él mismo, de su absurda situación, aunque a lo mejor sólo era la natural satisfacción de saberse allí. Sí… quizá fuera eso, se dijo a sí mismo. Y siguió riendo con mayor complacencia si cabe.

domingo, mayo 16, 2010

Días de fiebre y delirio.


He pasado dos días con una fiebre de cuarenta; percibiendo como la vida y mis fuerzas se me escapaban por el bajo vientre de la diarrea que he sobrellevado.
La vez que estuve nadando cerca de los lobos marinos en Paracas, si no me mordieron, fue porque puse peor cara que ellos. ¡Dios! El agua estaba tan fría. Al salir no se me ocurrió otro remedio que exponerme dos horas al sol y la combinación frío-sol, fue como si una bomba impactara en mi línea de flotación.

Hoy, maltrecho, pero casi recuperado, siguiendo un tratamiento de antibióticos, viajo al distrito de Marcona; y no voy solo. A mi lado está Ana, mi querida Ana; enfermera y salvadora. Además, es un placer no encontrarse solo haciendo frente a un desierto que mediante su sola aridez, impresiona.
Son cerca de las siete de la tarde y la oscuridad comienza a afianzarse. El autobús desciende las laderas de una loma y la claridad de lo inhóspito en la penumbra resulta tan transparente que puedo presenciar los contornos de la inmensa explanada, y no finalizo de asombrarme ante la cantidad de espacio inhabitable que todavía escapa a las manos del hombre. Y, sin embargo, más allá, descubro las flamas anaranjadas y azules de los yacimientos de cobre y hierro que, alimentados por capital Chino, florecen en el desierto.

San Juan es una ciudad, en cierto modo, similar a las del antiguo Oeste americano. Repleta de mineros peruanos que viven en el interior de unos barracones de apenas cuatro metros por doce y ni un solo chino; ellos son los jefes pero apenas salen de la mina. ¿Donde están y qué hacen? Ignorar el mundo que les rodea. Todo el abastecimiento en recursos y alimentos les llega importado desde su país. Resulta evidente, mediante su política discriminatoria, el odio que se han granjeado se deja sentir de inmediato. Ni un solo habitante de San Juan habla bien de ellos. Alegan que se llevan toda la materia prima a Asia, y no dejan nada a cambio; es decir, una mínima ayuda para hacer más confortable y rica la zona. Lo malo es que nada de lo que dicen es irreal o inventado, son gente increíblemente honesta y cordial.

Hay una serie de locales donde alimentarse resulta tirado; e incluso, un mercadillo funciona a destajo algunos días de la semana.
Agotado, o más que nada deshecho (todavía temo que mis intestinos se desintegren) entro en el diminuto negocio que Ana escoge para los dos, nos acomodamos, y antes de que pueda negarme estoy degustando un agrio pero a la vez delicioso cebiche de pejerrey.
Después vamos al hotelillo donde nos hospedamos, y algo más tarde, nos mezclamos entre el ligero barullo de un festejo que organizan en el pueblo. Me presenta a su hermano; trabaja en la mina y no es precisamente hablador. Por último, agotados tras bailar y reír nos vamos a ¿dormir? No, para qué...

Al día siguiente decidimos ir a Nazca; queda hacia el norte. El día anterior, viajando desde Ica, pasamos al lado de la famosa explanada donde están las líneas, pero era al atardecer, y como es lógico el autobús de pago no se detuvo.
¿De qué forma viajaremos? Lo decide Ana, que se las sabe todas. Sencillo, en un viejo y maravilloso Buick Intercontinental de los años cincuenta. ¡Y vaya! Me doy cuenta enseguida. Montar en un cochazo así es casi lo mismo que subir a un avión.
Más adelante le propongo alquilar una avioneta, pero aparte de que el chófer del Buick nos informa de que salen por un ojo de la cara, ella no parece decidida a volar. Y lo que quien me ha salvado la vida dictamina, se cumple. La alternativa resultante es detenernos junto a un mirador desde el cual, bien que mal, mis expectativas resultan complacidas. El viaje de regreso es incluso más espectacular que el de ida. El Buick, averiado, nos deja tirados en medio del desierto.
Hacemos auto stop y nos recoge un trailer impresionante manejado por un camionero agradable.

Una noche más y parece que mi estómago vuelve por sus fueros. A la mañana siguiente, tras una velada sin desperdicio, viajamos a la costa. Bueno, en realidad ya estamos en ella. En San Juan, en su Bahía de San Nicolás, se encuentra el puerto interoceánico utilizado para el transporte del mineral.
De todas formas Ana me comunica sonriente que en la zona hay magníficas playas desiertas donde bañarse.
Alquilamos un taxi por horas y según nos abrimos paso por caminos sin asfaltar – casi para 4x4 – me doy cuenta de la inmensidad abandonada de costa que existe en El Perú.
Al fin, abriéndonos paso entre la polvareda amarilla del camino, en medio de un día brillante, con un cielo azul oscuro extraordinario, el coche se detiene en un lugar determinado. Pagamos al chófer la mitad de lo convenido y concertamos un plazo de cinco horas para que vuelva a recogernos.

Caminamos un par de kilómetros hasta escuchar el murmullo precioso e inquietante de las rompientes. El graznido de las gaviotas y algunos... ¡albatros! Conforman el panorama de una playa salvaje y misteriosa que de pronto surge ante mi vista.
De forma espontánea mi estómago está limpio y curado, Ana envuelta en un vestido de suave tela azul parece una ninfa oceánica, el agua en cambo sigue estando ¡helada! y las olas revueltas, parecen garras prestas a devorarnos.

Resguardados por la sombra protectora de una roca, dejando que el olor de la sal y las algas marinas nos impregnen, nos tumbamos boca arriba en la arena y nos relajamos hasta caer en una siesta apenas interrumpida por unas veces breves y otras, pausados besos de amor y placer que por unos instantes me hacen olvidar mi condición de débil y terreno ser humano. Me encuentro en el Perú de las multiplicidades: de las selvas impenetrables, de los picos como atalayas, donde florece el lago más alto del mundo, y existen volcanes y seísmos terribles. Estoy en el arisco y hermoso Perú.


José Fernández del Vallado. josef. mayo 2010.
Creative Commons License
Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons.

viernes, mayo 08, 2009

Abandonado.

La refriega en el desierto fue un desastre. Los beréberes ni siquiera nos hicieron el favor de ejecutarnos; nos abandonaron en las dunas. Caminábamos perdidos, deseando encontrar el recorrido más corto hacia la muerte. Alguno tuvo esperanzas, creo recordar, y murió creyéndose a salvo. Hizo bien. La esperanza es lo último que se pierde.

Tras cinco días de caminar sin sentido, sólo quedaba yo levitando en aquel laberinto de tierra.

Ese atardecer escalé hasta la cima de la montaña más roja y alta y me senté a esperar que viniera.

Vi acercarse a la hiena y no le hice frente, pues descubrí que tenía un aire con “Dula”, mi querida perra mezcla entre dingo y lobo. Como ella, tenía las fauces entreabiertas, babeaba y una lengua rosada y larga le bailaba mientras se acercaba feliz de encontrarme.


Recuerdo que cuidé de las cuatro camadas – ¿o fueron cinco? – que tuvo "Dula" desde la primera vez que la encontré tras parir en una bocana de desagüe. Hacía un calor inclemente aquel verano, como allí. Me armé de valor, me introduje en el tubo y pese a escuchar sus gruñidos de advertencia, la alimenté. Tomó confianza y al segundo día estaba a mi lado y me dejó entrar en el caño y contemplar su preciosa camada de seis cachorros; aún tenían los ojos cerrados.

Al mes corrían por encima de mí y bebían la leche con pan que les di. Los fui entregando a los caminantes que paseaban por aquel camino de montaña y se enamoraban de ellos. Sólo ponía una condición: No abandonarlos jamás. Nada peor que te abandonen y te dejen morir. Ahora lo sabía. Lo curioso es que allí sentía las mismas sensaciones que cuando me perdí en la ciudad. A fin de cuentas, a veces, ambos lugares resultan igual de inhóspitos...


Alargué la mano y la lengua de la fiera me lamió, creo que adivinó mi pensamiento. No me atacó. Se echó a unos metros de mí y aguardó, no tenía prisa.

Estuve susurrándola toda la noche, a veces carcajeaba, creo que le impresionaron mis gracias absurdas.

Algo la asustó al amanecer y se marchó.

De pronto me vi rodeado por hombres de la cruz roja, les emocionaba encontrarme con vida, supongo, pues reían y me ofrecían cantimploras llenas de agua. Yo no sabía si estaba vivo o aquello era un sueño divino, hasta que me bajaron de allí y vi la pesadilla: El regimiento de la legión.

Habían aniquilado a los beréberes me dijeron pletóricos, y además, tenían a un prisionero a mi disposición.

Lo trajeron ante mí y me dijeron que hiciera con él lo que quisiera. El hombre, aterrado, temblaba. No lo pensé dos veces, le concedí la libertad y a continuación me di de baja. Después de lo visto, no pudieron utilizar contra mí su palabra favorita: Cobarde.


Ahora tengo una pensión en un pueblo, entre las dunas del desierto de Marruecos, y no me va mal. Yardut, así se llamaba el prisionero beréber, se vino conmigo y es mi socio y cocinero. Una amistad más fuerte que la vida nos une y estoy seguro que si tuviéramos ocasión de demostrarlo, antes que abandonarnos o dejarnos abandonar, cualquiera daría su vida por la del otro.

José Fernández del Vallado. Josef. Mayo 2009.



jueves, noviembre 27, 2008

Hacia el fin del mundo.


Conduje toda la noche sin detenerme. ¿Un objetivo? Alcanzar el fin del mundo si era preciso, ya casi lo olía, lo entreveía. Cielo caprichoso. A veces parecía encapotado, otras libre, con claros que me permitían contemplar las constelaciones brillantes cual basiliscos relucientes en movimiento. Brisa fresca de noche, ronroneo constante con sabor a diesel, olores irreconocibles invadiéndome de forma inalterable; caminos nunca vistos, oscuridad ciega, permanente...

Atrás... la dejé a ella. Cerré la ventanilla sin permitirla introducir su cabeza delgada, frágil, angulosa. Se quedó allí arrastrándose, gritando a la noche: ¡No te vayas! ¡No huyas! ¡Español! ¡Te quiero! Debía haberlo presentido. Yo no era carne de su tierra y ni siquiera nací en su religión...

Hay un puerto de montaña en el camino, no aparece en los mapas. ¿O sí? Me vuelvo, busco a Lathia con desespero pero ella ya no está a mi lado.

Me dijo: “Elige entre una vida aquí, en Marruecos, junto a mí, o huye ahora...”

- ¡Sus ojos verdes! -

Asciendo a lo alto del puerto, allí me deslumbra una claridad reveladora, es la luna, me mira con amargura. Aquí no hay almas benditas. Me detengo un momento a orinar. Antes – ¿hubo otros tiempos? – Sí, en que por estas laderas señorearon leones con melenas imperiales...

- Su cabello negro y espeso, como el de aquellas míticas fieras del Atlas, pero quizá mil veces más delicado… -

¿Les llevaré suficiente ventaja…?
Se trata de los seis hermanos de Lathia, no creo que esto les haya encantado. Vendrán pisándome los talones; conocen bien el terreno. Están en su casa. En cambio yo. Claro, por el puerto. Por el puerto a nadie en su sano juicio se le ocurre meterse en pleno mes de febrero.

- Amor dime. ¿Que buscas en mí?
- Solo eso… Amor -

Voy en dirección correcta ¿verdad Lathia? Sí, sí... Ella me lo dijo. 
¡Vaya! Algo rechina bajo el coche. Me asomo por la ventanilla y las descubro. Son planchas. Planchas mortales de hielo acechan en cada curva de descenso del puerto. Lo sé. Sé lo que debo hacer. No frenar bruscamente, no perder el control...

- Su piel… oscura, suave, tersa. No debiste perder el control. Demasiada idiotez ¡Demasiada vida tentándome! Sus senos…eran dulces, maduras, frutillas. -

Cuidado, esa curva cerrada. ¡Vaya! Estuvo cerca.

Llego abajo. Me basta con marchar a todo tren hacia el norte, alcanzar la general, el Ferry, y a España. ¡Menuda aventura!

Transcurridas un par de horas sé algo más. La cosa no va bien. Continuo en marcha toda la noche sin detenerme, hasta que lo entiendo. Voy en dirección equivocada. Pero en fin, se lo debía a Lathia. Era lo que yo había querido hacer siempre, así se lo expliqué mientras la amaba. Ella supo entenderme. Y ahora, al fin iba a encontrarme de forma definitiva con el fin del mundo. Dios lo había querido.

- Y Lathia… ¿Me comprendió realmente? -

Los pueblos, había pueblos… Ni siquiera eran construcciones a base de ladrillos sino curiosas edificaciones de adobe ubicadas entre palmeras. Empezó a amanecer. La floresta se desvaneció absorbida en las sombras y pasó a transformarse en roquedos que con las luces del alba originaban tonalidades del ocre al marrón. Luego, esos mismos roquedales escasearon, disminuyeron de tamaño, y en su lugar una arena fina invadió lentamente el asfalto hasta hacerlo desaparecer en algunos tramos cubriendo todos los espacios.
La carretera ascendió una colina descendió y cuando llegó hasta su base se internó en una enorme explanada donde progresivamente fue desdibujándose hasta desparecer por completo.

Me miré en el espejo retrovisor. Mis ojos estaban poblados de arterias enrojecidas. Conducía como una máquina. Ese amanecer tuve el extraño convencimiento de que había dejado de pensar para siempre. Hasta que tuvo que suceder...
Pisé a fondo el pedal del freno. Debía ir a más de setenta. El coche chirrió derrapó y por fin se detuvo atrapado en la arena.

- ¡Carnes curtidas y maravillosas! - Brazos enlazados a mi cuerpo, suspiros, fragancias de otro amanecer. –

Salí en silencio y comprendí. No iría más lejos. Estaba a las puertas del fin del mundo. Me subí al capó del auto y fascinado contemplé el desierto más grande que jamás haya visto. Había dunas infinitas como olas en el mar. Dunas de colores tornasolados, blancos, amarillos grises…

- Y Lathia. ¿Dónde quedaban sus besos con sabor a dátiles a miel a promesas? -

Permanecí así hasta las doce del medio día. Fue cuando oí chirriar las ruedas de varios coches a mis espaldas. No me volví. Comprendí que eran ellos. Estaban detrás de mí.
Lentamente me incorporé y sin volverme grité.

- ¡Decirle esto a Lathia! ¡Decirle que Juan sin Fronteras encontró el fin del mundo! ¡Y decirle también que nunca la dejé! ¡Que allí la espero!

Y ofreciéndoles las espaldas comencé a caminar hacia el interior del desierto. 

- ¡Te amo Lathia y siempre te amé…!-


José Fernández del Vallado. Abril 2006. Arreglos Nov 2008.



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