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miércoles, noviembre 14, 2012

Mi Lugar...


El rumor del viento acompaña, los rayos del sol cortan la espesura, me alegra sentir como caldean mi cara mientras el bosque, me trae aromas misteriosos. Estoy sentado en el porche.
  Deseo escribir, como la primera vez. Y aunque me sienta cansado, voy a hacerlo. Me parece el momento adecuado, todo está tranquilo y este es Mi Lugar...

  Cuando llegamos me lo repitió mil veces: “Ves, éste es nuestro lugar.” Yo le dije: “Sí.” Y la abracé sin darme cuenta de su gran discernimiento.
  Entonces era un territorio salvaje y fuimos los primeros en instalarnos.
  De entrada todo fue bien: Nos amábamos. Nunca he entendido muy bien en qué consiste el amor, supongo que en darlo todo por la persona sobre la que viertes tu pasión. Entonces quedó embarazada: Abortó. No me alarmé demasiado, para ser sinceros, en un panorama tan bueno, algo malo tenía que ocurrir. Luego las cosas se torcieron; hubo un segundo, un tercero y un cuarto... A partir de ahí no pude soportarlo. Me recluía en Mi Lugar y arropado por el trino de los pájaros y el aroma del bosque, me sosegaba.
  El tiempo pareció ralentizarse, no había mucho que hacer, excepto preparar las trampas y no impacientarse; había de qué alimentarse. Hasta que de forma inexplicable, las capturas disminuyeron.
  
No tuve más remedio. Fui a la ciudad. Las cosas empezaron a cambiar, ¿o fue ella? Discutíamos. Me echaba en cara que saliera. “Sales en busca de fulanas,” protestaba. Yo prefería callar y en silencio, adecentaba Mi Lugar. Decidió hacerlo a su manera. Desapareció durante días y yo, sin dormir. Aquella fue la primera vez, luego hubo más. A veces intentaba buscarla, prefería no encontrarla. Volvía sucia y borracha, sólo le importaban sus botellas de aguardiente. Las descorchaba y transcurría horas intercambiando los nombres que les puso a los hijos que nunca nacieron y, cuando no, se volvía contra el viento y lo increpaba.
  
  Un día hizo tanto calor que la radio dejó de funcionar. Sonaba: Riss, rass, roccc...  Entré en su habitación. Estaba encinta de nuevo, echada sobre la cama, sudaba. Me miró con ojos inflamados y dijo: “Es un lugar tan bonito, ¿verdad?” Y yo dije: “Si” y la abracé. Contemplándome con una dulzura desconocida, dijo: “Sé que no soy lo mejor para ti y añadió “¿Me cuidarás?”¿Sería por fin el sexto el primero? 
  Tuve que ir a la ciudad; necesitaba un doctor con urgencia. Monté en bici. Me gusta la bicicleta; pedaleas, entrecierras los ojos, y te sientes libre mientras el viento acaricia tus mejillas...
  Pedaleé hasta lo alto de la colina, me detuve y no vi nada. ¿O fue aquella ola de viento abrasador al quemarme el pelo, cejas y pestañas, lo que me hizo enloquecer? Me arrebujé bajo un matorral y rompí a llorar con un miedo atroz. No entendía qué estaba sucediendo. ¿Temía la soledad? Hasta entonces nunca había sabido lo que es tener miedo.
  En medio de aquella canícula encontré a un muchacho que afirmó ser doctor. Volvimos, el calor era cada vez más insoportable. La bajamos al sótano, estaba fresco y ventilado. La sequía duró nueve meses. Mientras, ella deliraba con una fiebre de cuarenta, una palidez mortuoria reverdecía y arrugaba su semblante, su vientre, semejaba un odre hinchado. De forma inexplicable, resistió, no así el bebé. No fue Dios. Dios nunca estuvo con ella, sino el Diablo.
  Es como si hubiera nacido otra vez, o peor, como si ya no existiera. Sus ojos azules, se han oscurecido; su mirada se ha vuelto turbia y su semblante cadavérico, me mira de forma irreconocible. Gatos, mapaches, y zorrillas, se aletargan bajo sus faldas; apenas habla. Y cuando lo hace, masculla letanías en un lenguaje extraño y gutural.
  
  Me retiro a Mi Lugar... ¿Qué puedo hacer?
 Temo regresar. Antes de ahora nos llevábamos, no me daba miedo; la conocía y sabía que podía esperar. Ahora no sé lo que me voy a encontrar. Cuando he salido de la casa, caminado de puntillas, me he acercado a su habitación y con el oído pegado, he entreabierto en silencio la puerta; un olor nauseabundo ha sitiado mis fosas nasales; los gatos maullaban, no... ¡gemían como bebés recién nacidos! Y ella, yacía en medio, entre orines y excrementos. La amé hasta la muerte. Todo tiene su límite.
  Siento que Mi Lugar es lo único que queda. Si lo abandono dejaré la pesadilla y entonces... afrontaré lo desconocido.
    
José Fernández del Vallado. Josef. Noviembre 2012.


Creative Commons License 

Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons.  

sábado, mayo 15, 2010

Mirada al borde del tiempo.

Hoy traté de buscar lo que encontraba mi hermano. Recorrí una vez el sendero, dos… y no pude. El silencio de la naturaleza continuó dominando, y enturbiando mi cerebro. Es posible que me esté comportando de una manera absurda, pero no pude olvidar que junto a él el ecosistema cobraba un sentido más amplio. Todo estaba vivo, moviéndose, y a cada paso que dábamos hallaba un nuevo ser.
Ascendí con dificultad hasta la lejana y escondida pradera que inventó para mí.

Busqué en la charca a la familia de serpientes acuáticas que descubrió y no las vi. El pito real no horadaba ya el pinar, tampoco el misterioso eco del cuclillo proclamaba su jactancia en el laberinto de altos piñoneros. Hacía un viento seco y lúgubre que obligaba a los árboles a quebrarse hasta emitir un murmullo suplicante que se extendía por el valle y se perdía en la misma línea del horizonte…


Traté de buscar lo que queda de mi hermano porque sé que está allí, en el lugar que más le agradaba. Me senté en el silencio de una roca y permanecí congelado durante más de dos horas.


Quizá todo radique en superar mi miedo a saltar el trampolín, a subir al árbol, a encaramarme a las rocas más altas. Él lo hacía y yo iba tras él…
Lo recuerdo en la piscina, elevado en lo alto de la palanca de cuatro metros con los brazos extendidos presto a saltar, como si supiera que era capaz de volar, riéndose, sin vértigo a la vida. Lo recuerdo tomando a una víbora entre sus manos con satisfacción, sin temor a ser mordido por el árido ser. Lo recuerdo cocinando una paella, conduciendo vehículos, nadando, corriendo, dominando con su voz a un coro admirado de gente. Lo recuerdo siempre en acción, tal vez por eso cuando él se movía a su alrededor hasta la misma naturaleza se ponía en movimiento. Tal vez por eso vivió poco tiempo pero con el doble de intensidad. Tal vez por eso, por no creer en la naturaleza, y por que soy un pensador deliberado yo no sé encontrarla, o ella no desea venir a mí.

A última hora de la tarde seguía sin percibir nada nuevo y oscurecía. Me incorporé y cuando me dispuse a irme, algo, no distinguí bien el qué, pasó a mi lado moviéndose con gran rapidez. No pude verlo pero lo presentí y supe que eso estaba ahí, que había estado observándome. Soy un escéptico y tampoco busqué soluciones sobrenaturales simplemente lo supe, aquello había estado merodeándome todo el tiempo.

Me puse en marcha y cuando me iba, de golpe, igual que si abres una puerta y te entra de sopetón el olor de una estancia, se desencadenó un fugaz vendaval sobrecargado de fragancias y entonces por unos instantes mi sentido olfativo dejó de ser inoperante y la naturaleza de mi hermano regresó a mí en toda su intensidad: con su aroma a tomillo, a jaral, a resina a brezo, hongo, musgo, corteza, pinocha, retama… a bosque. Sólo duró unos instantes pero pude oler de nuevo los secretos que el entorno escondía desde mi juventud y supe que quizá todo ocurriera porque ya no me considero joven. Y entendí que estaba cometiendo un grave error pues no es la edad, creada por nosotros, quien dicta como hemos de sentirnos y actuar sino nuestro interior.

A la mañana siguiente nada más despertar en el chalé donde tantas veces dormí con mi hermano escuché un redoblado y rítmico golpeteo. Abrí la ventana y me recibió un día nuevo y soleado. Lo descubrí frente a mí. Situado sobre uno de los piñoneros del jardín, ostentando su penacho escarlata, un hermoso pito real picoteaba la corteza del árbol sin descanso…

Dedicado a mi hermano Pablo en el XVII aniversario de su muerte. 15/05/1993.


José Fernández del Vallado. Josef. Febrero. 2007. Arreglos 2010.
Creative Commons License
Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons.

domingo, octubre 19, 2008

La Historia o la Experiencia.

La historia que os quiero narrar me sucedió hace ya más de una década. Creí que nunca más hablaría sobre ello, pero ahora que me he vuelto un escritor “parlanchín” de mediana solvencia, quiero que llegue a vosotros para que sepáis que ciertos lugares quizá no estén tan lejos o no sea tan difícil adentrarse en ellos como algunos aseguran.

Compré una casa en una región boscosa del país. El arquitecto que la construyó me dijo –yo apenas le creí – que los bosques que la rodeaban estaban poco explorados. Le pregunté qué entendía por “poco explorado,” se quedó dudando un rato y me dijo: “Pues eso, poco frecuentados.”
Yo acababa de ganar varios premios; entre ellos el Ateneo de Sevilla, por lo cual, últimamente me estaba convirtiendo en un escritorzuelo de renombre. Pero el éxito llama al éxito, me había vuelto un indecente ambicioso y quería más. De modo que decidí instalarme en aquel lugar a escribir lo que consideraba habría de ser mi obra maestra.
Llegué un día de Otoño, instalé mis apechusques como pude en la casa y a continuación, visto que hacía una tarde inmejorable, decidí salir a dar un paseo y tomar contacto con el terreno.

Al adentrarme en aquel bosque pensé en lo que me había dicho el arquitecto y se me ocurrió preguntarme: “¿Y si resulta que eres el primer ser humano que pone los pies en este lugar durante milenios?” Sonreí. Bueno, en realidad lo pensé como una mera posibilidad; es decir, que aunque todo el mundo supiera –como se sabía que el bosque estaba ahí – por casualidad en años hubiera coincidido que a nadie se le había ocurrido entrar o siquiera darse un garbeo.
Llevaría caminando cerca de tres cuartos de hora y me hallé en medio de una preciosa pradera. Me detuve, escuché el silbido del viento y el canto del cuco. Lo cierto es que los pinos parecían robustos, no de esos que se talan y plantan en varios años. Me di la vuelta para regresar por el camino que había seguido y me di cuenta con una sonrisa estúpida de algo esencial. No había camino. En realidad me había limitado a avanzar pensando en mis cosas sin tomar una dirección en concreto.

Con algo de nerviosismo, pero conservando siempre la calma, por primera vez me hice una pregunta con cierta ligereza: ¿Y si te has perdido? Y a continuación. ¿Qué podría pasarte?
Comprobé, tal como presentía, que había dejado el móvil en casa, la linterna, el mechero y el tabaco. Luego, no tenía nada de lo que suele considerarse de utilidad en situación semejante; ni siquiera podría fumarme un cigarrito de consuelo. No abrí la boca. No estaba ni mucho menos desesperado ni asustado; al contrario, para mí aquello era una especie de juego, un reto. Comencé a caminar tratando de seguir mis huellas en sentido inverso, pero se perdieron en una zona rocosa, y tras dar un paseo de unas dos horas agotadoras, misteriosamente, volví a aparecer en aquella pradera. Aquel primer incidente me comenzó a desmoralizar. Y tanto. Se hacía de noche. Suelo ser un hombre tranquilo y me dispuse a aguantar en esa situación. Me acomodé sobre la hierba y a eso de las doce mis ojos cedieron al cansancio.

Cuando desperté a la mañana siguiente creí estar soñando. Una hermosa señorita me contemplaba con atención y al parecer, interés. Di un pequeño respingo. Pero ella habló y me calmó – en parte – aunque no del todo. Pues al parecer era extranjera, ya que pronunciaba un español bastante extraño.
- “¿Como os encontráis, caballero?”
Y yo le respondí:
- “De vicio.”
Permaneció mirándome inquieta. Parecía más nerviosa que yo.
Continuamos hablando un buen rato y me reveló que llevaba tres días perdida en aquel bosque mágico. Y Yo le dije:
- “De mágico poco, jodido y enrevesado, lo que quieras.”
Me contó que cada día había intentado regresar por el camino por el cual se perdió y tras dar vueltas y vueltas acababa siempre en esa pradera. Cansado de oírla le pregunté por qué hablaba así. Ofendida, me dijo que quien hablaba raro era yo. Le pregunté si era española y ella me hizo la misma pregunta. Le expliqué que pertenecía a la “Comunidad de Madrid” y ella dijo ser del “¿Reyno de España?” Aquello me hizo gracia y me carcajeé como un loco durante un buen rato. La verdad es que lo necesitaba. Después, poniéndome serio de nuevo, le dije que se dejara de tomaduras de pelo y me dijera por donde se salía. Se cruzó de brazos, parecía ofendida. Le rogué que me perdonara y añadí que yo también estaba nervioso. Pasamos tres días más deambulando. Recorríamos durante horas aquel bosque "maravilloso" y al final, invariablemente, siempre ocurría el mismo milagro o desastre: Acabábamos rendidos en la pradera.

María –así se llamaba – me enseñó que por fortuna el alimento no era problema. Recogimos piñones, fresas silvestres, y hasta manzanas. Dimos con varios arroyos de aguas cristalinas, había peces que capturé arrastrándolos a zonas poco profundas, y donde nos bañábamos, naturalmente por turnos, pues ella era increíblemente pudorosa. Pero no estuvo dispuesta a comerse crudo el pescado. Yo no fui tan recatado, por fortuna había visitado ya bastantes japoneses.
Había un detalle en ella. El traje que vestía. ¡Me encantaba! Era casi tan farragoso y complejo como el de Alicia en el País de las Maravillas. Sentados un atardecer a la sombra de un abedul me lo dijo. Era sobrina del conde de Gondomar. Yo le respondí que ése debía de ser un hombre importante. Y ella, sonriendo orgullosa, me contestó que en efecto, tenía mucho caudal. Bromeando e imitándola le dije que si tenía tanto “caudal” lo demostrara. Sacó un saquito de cuero lo abrió y dejó caer unas monedas muy raras. En concreto seis – según ella eran reales de plata de a 8 cada uno – lo cual hacían cuarenta y ocho pesos. Me pareció un gesto simpático. Abrí mi cartera extraje dos billetes de cincuenta euros se los di y sonriéndole malévolamente le pregunté. ¿Por cien euros cuantos de tus reales de a 8 me das? Los miró por delante y por detrás, y quien se rió fue ella. Divertida me entregó un real. Me pareció una tramposa. La tome de los brazos, forcejeamos, le di un beso y me lo devolvió con un mordisco. Grité y se rió. Iba a saltar sobre ella cuando me dijo. “¡Desleal, estoy prometida!” Me detuve azorado, me tomó por el cuello y me besó con pasión. Cuando fuimos a hacer el amor me lamenté por no llevar condones. Me miró con extrañeza y me preguntó si acaso eso tenía que ver con el mal de la sífilis. Enojado le dije:
- “No, y tampoco con el sida.”
Permaneció mirándome sorprendida unos instantes, luego su expresión cambió por la de unos ojos de amor y fascinación que me miraban con intensidad y pureza.

La cosa duró unas semanas hasta que la última, en un lugar apartado del prado, descubrimos la losa. Sobre ella ponía: “Salida del bosque.” Nos miramos sorprendidos. María dijo:
- “Saldré yo primero.”
La tomé de la mano y le dije.
- “Espera, podría ser peligroso. ¿Y si es una trampa? Y añadí. - Saldremos los dos a la vez.”
Abrimos la losa, había unas escaleras, cerramos y bajamos a oscuras sin soltarnos de la mano. Una vez abajo constatamos que estábamos en una sala. Tanteamos las paredes y no hallamos acceso o salida a otro recinto. Quisimos retroceder pero las escaleras ya no estaban, habían desaparecido. María se echó a llorar, le daba miedo la oscuridad. Estuvimos horas abrazados, finalmente, agotados, nos dejamos caer sobre el suelo.

Desperté al cabo de unas horas, estaba solo en la misma pradera. ¿Dónde estaba María? De pronto vi un camino ante mí, lo seguí y en tres cuartos de hora estaba delante de mi casa. Entré corriendo, buscaba... ¡ni yo mismo sabía qué! Tomé el móvil para llamar y dar parte de mi extravío, iba a hacerlo cuando me fijé en la fecha. Era el mismo día en que me perdí. Tuve un presentimiento y puse la televisión. En ese instante comenzaban las noticias, y la fecha y la hora coincidían, no había duda: Era el mismo día que me perdí. El tiempo no había pasado. Luego, el bosque el paseo y... ¿María? Noté el volumen en mi bolsillo derecho, metí la mano y al abrirla vi un objeto deforme de plata. Decepcionado estuve a punto de arrojarlo por la ventana, pero algo hizo que me detuviera.

Días después regresaba al departamento de Ingeniería Química de la Universidad para recibir una respuesta concreta a mi pregunta.
Esto fue lo que me dijo el jefe del departamento de investigación.
- “En efecto señor. Esta porción de metal contiene además de una antigüedad de cuatro siglos, plata en las mismas proporciones que la moneda básica conocida como real acuñada desde 1525 hasta el 1700.”
Deduje que la moneda no había resistido un avance del tiempo tan brusco sin deformarse por completo y perder su grabado, pero al menos supe una cosa; algo había sucedido. En cuanto a María, defraudado, pensé que los billetes de euro al retroceder en el tiempo se habrían desintegrado pero... ¿y si la había dejado embarazada? Entonces me recordaría para siempre aunque ¿para bien o para mal? El caso es que yo tendría al fin descendencia. Claro que una descendencia ascendente en el tiempo. Lo cual podría acarrear consecuencias. Por un instante se me ocurrió meditar. ¿Y si yo fuese un pariente lejano de mi propio hijo? Me dieron escalofríos.
Escuché mi nombre en los micrófonos.
Subí al estrado a recoger el premio Planeta por mi novela: “La historia o la Experiencia.”

José Fernández del Vallado. Josef. Oct 2008.


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