A veces la vida da vueltas como un molinillo. ¿Cuántas veces me dije a mi mismo que no volvería a ser camarero, que no era lo mío? Y sin embargo, tras deambular perdido en la crisis, también me absorbió. Y ahora, estaba allí, sirviendo cafés codo con codo con Rania. Sólo me confortaba pensar una cosa: Ella lo tenía peor. ¿De verdad merecía la pena recorrer dieciséis mil kilómetros para acabar empleado en un bar cutre del centro de una ciudad de provincias?
Trabajábamos de nueve a dos y de cuatro a once, total doce horas diarias de servir, barrer, fregar y al día siguiente, volver a lo mismo.
El lunes descansábamos.
A las afueras había un frondoso bosque que culminaba en un elevado promontorio. Un día me decidí a subir y me llevé una sorpresa. La encontré allí arriba. Echada, los pies cruzados sobre un pareo, a su alrededor había depositadas unas figurillas de barro con las cuales parecía comunicarse. Se hallaba comprometida en un estado de concentración tan intenso que ni siquiera me advirtió, o si lo hizo, apenas me tuvo en cuenta.
Quise darme la vuelta y regresar; y me encontré acomodado en una roca a unos metros de distancia, dejando que la brisa meciera mis cabellos mientras sus susurros ininteligibles impregnaban mi alma de una extraña y feliz melancolía.
A la mañana siguiente ambos volvíamos a estar codo con codo.
Ella no mencionó el suceso, tampoco yo deseé romper el silencio y llenarlo de palabras inútiles.
Después del trabajo y antes de tomar el autobús, a veces, aceptaba degustar una infusión. Permanecíamos acomodados en silencio, contemplando la airada precipitación con que, al otro lado de la cristalera, los transeúntes deambulaban.
Salíamos caminando despacio, ella ataviada con el floreciente sari, los cabellos negros como el azabache, la mirada perdida en el suelo, sin darnos de la mano pero rozándonos.
Mansamente el invierno fue cubriendo el espacio de un otoño agotado y comenzó a enseñar sus uñas, rasgando mi corazón hasta impregnarlo de recuerdos que enclaustraban mi alma en un cuadrilátero de dolor. Por desgracia, las heridas nunca se restauran ni olvidan del todo.
Y más mañanas fermentadas de vaho gris, termómetros reventados, rostros surcados de ojeras y el dolor de la vida cuando se vuelve tan áspera que no encuentras ni un breve poema que alimente los renglones de su tiempo.
Sólo mirar a los ojos de Rania me hacía vislumbrar la felicidad que no encontraba.
Un lunes especial desperté y hacía un frío inquietante. Igualmente me encontré a mí mismo intranquilo. Abrumado por una extraña ansiedad cogí el abrigo y los guantes y cuando salí me recibió la intensa nevada.
Caminando, casi por inercia, me interné en el bosquecillo y a trompicones – la nieve hacía muy difícil progresar – ascendí a lo alto del promontorio y cuando llegué, la imagen que vi me dejó desencajado.
Había echado el pareo sobre la nieve y extendiendo los brazos al aire, con el cuerpo temblándole de frío, parecía alabar a Dios, su dios...
Me acerqué hasta ella me arrodillé delante y cuando la miré su semblante estaba cubierto de lágrimas pero extrañamente iluminado por una radiante e increíble felicidad. Repentinamente elevó su cabeza, me miró, y pude ver esbozada la sonrisa más fascinante y llena de vida que jamás haya visto. Susurrando, me dijo.
— El mundo... la naturaleza, es preciosa ¿verdad?
Asentí.
Admirada, exclamó.
— ¡Nadie me dijo que esto podía suceder!
Sin pensarlo, la envolví entre mis brazos. Justo en ese instante cesó de nevar y un rayo de sol alumbró nuestras vidas de una esperanza de un valor desconocido.
Hoy Rania y yo seguimos estando unidos, codo con codo.
Ahora explotamos nuestro propio negocio.
José Fernández del Vallado. josef. 2010.
Trabajábamos de nueve a dos y de cuatro a once, total doce horas diarias de servir, barrer, fregar y al día siguiente, volver a lo mismo.
El lunes descansábamos.
A las afueras había un frondoso bosque que culminaba en un elevado promontorio. Un día me decidí a subir y me llevé una sorpresa. La encontré allí arriba. Echada, los pies cruzados sobre un pareo, a su alrededor había depositadas unas figurillas de barro con las cuales parecía comunicarse. Se hallaba comprometida en un estado de concentración tan intenso que ni siquiera me advirtió, o si lo hizo, apenas me tuvo en cuenta.
Quise darme la vuelta y regresar; y me encontré acomodado en una roca a unos metros de distancia, dejando que la brisa meciera mis cabellos mientras sus susurros ininteligibles impregnaban mi alma de una extraña y feliz melancolía.
A la mañana siguiente ambos volvíamos a estar codo con codo.
Ella no mencionó el suceso, tampoco yo deseé romper el silencio y llenarlo de palabras inútiles.
Después del trabajo y antes de tomar el autobús, a veces, aceptaba degustar una infusión. Permanecíamos acomodados en silencio, contemplando la airada precipitación con que, al otro lado de la cristalera, los transeúntes deambulaban.
Salíamos caminando despacio, ella ataviada con el floreciente sari, los cabellos negros como el azabache, la mirada perdida en el suelo, sin darnos de la mano pero rozándonos.
Mansamente el invierno fue cubriendo el espacio de un otoño agotado y comenzó a enseñar sus uñas, rasgando mi corazón hasta impregnarlo de recuerdos que enclaustraban mi alma en un cuadrilátero de dolor. Por desgracia, las heridas nunca se restauran ni olvidan del todo.
Y más mañanas fermentadas de vaho gris, termómetros reventados, rostros surcados de ojeras y el dolor de la vida cuando se vuelve tan áspera que no encuentras ni un breve poema que alimente los renglones de su tiempo.
Sólo mirar a los ojos de Rania me hacía vislumbrar la felicidad que no encontraba.
Un lunes especial desperté y hacía un frío inquietante. Igualmente me encontré a mí mismo intranquilo. Abrumado por una extraña ansiedad cogí el abrigo y los guantes y cuando salí me recibió la intensa nevada.
Caminando, casi por inercia, me interné en el bosquecillo y a trompicones – la nieve hacía muy difícil progresar – ascendí a lo alto del promontorio y cuando llegué, la imagen que vi me dejó desencajado.
Había echado el pareo sobre la nieve y extendiendo los brazos al aire, con el cuerpo temblándole de frío, parecía alabar a Dios, su dios...
Me acerqué hasta ella me arrodillé delante y cuando la miré su semblante estaba cubierto de lágrimas pero extrañamente iluminado por una radiante e increíble felicidad. Repentinamente elevó su cabeza, me miró, y pude ver esbozada la sonrisa más fascinante y llena de vida que jamás haya visto. Susurrando, me dijo.
— El mundo... la naturaleza, es preciosa ¿verdad?
Asentí.
Admirada, exclamó.
— ¡Nadie me dijo que esto podía suceder!
Sin pensarlo, la envolví entre mis brazos. Justo en ese instante cesó de nevar y un rayo de sol alumbró nuestras vidas de una esperanza de un valor desconocido.
Hoy Rania y yo seguimos estando unidos, codo con codo.
Ahora explotamos nuestro propio negocio.
José Fernández del Vallado. josef. 2010.