Recorrida
la mitad de su vida, Tariq Alhamar seguía transitando en un mundo de incierta
fortuna y perniciosa soledad. Sentado delante de sus escuálidas cabras, se
mantenía en silencio. Continuaba sobre la tierra. Pero no sabía con certeza si
se hallaba vivo o estaba en «el Lago de Fuego» del Yahannam,* comiendo la
amarga fruta del zaqum*. A más de cuarenta grados centígrados, su mente
trabajaba despacio y se sustentaba en los recuerdos…
Al principio, en su juventud, presenció cómo tras años de opresión, las tropas coloniales se retiraban y dejaban libre su tierra. Apenas empezaban a celebrarlo cuando los blindados de un nuevo opresor entraban en Tichla, su pequeña población; abriendo fuego e imponiendo un toque de queda que se prolongaría décadas.
Al principio, en su juventud, presenció cómo tras años de opresión, las tropas coloniales se retiraban y dejaban libre su tierra. Apenas empezaban a celebrarlo cuando los blindados de un nuevo opresor entraban en Tichla, su pequeña población; abriendo fuego e imponiendo un toque de queda que se prolongaría décadas.
No
supo cómo ni cuándo ocurrió, no era más que un cabrero, pero un día formaba
parte del Frente Polisario. Casi a diario, soportaban bombardeos con napalm y
fósforo blanco, y huían de las tropas ocupantes, bien equipadas.
Allí
conoció a Malika. Se enamoró tras su primera acción de combate.
Un
día, emboscado, acechaba los movimientos del enemigo. Fue descubierto y dieron
la voz de alarma. Mientras se le congelaba el Kalashnikov en las manos, Malika
saltó a su lado y abrió fuego contra el transporte que los amenazaba,
liquidando a sus cinco militares. Entonces se admiró de su valor. Pero sobre
todo comprendió algo: Una mujer con un arma, no era un ser indefenso, era capaz
de aguantar la presión tan bien o mejor que los hombres y, además, podía amar a
quien quisiera.
En
cambio él vivía siempre con miedo. Miedo a la muerte y a tantas cosas
desconocidas que coaccionaban su mente. Incapaz de tomar decisiones, no dejaría
de ser un tosco miliciano. Mientras que Malika, despierta y alegre, era dueña
de una vitalidad envidiable.
Nunca
entendió por qué tuvo que ser el elegido, sobre todo cuando ella ni siquiera
miraba a la mayoría de sus compañeros. Él, un hombre que apenas sobresalía, si
acaso en su cautela. Precaución que se traducía en terror a pronunciar la
palabra equivocada.
Sucedió
una noche de luna nueva. La misma en que el Frente de Liberación puso cerco a
Tichla. Durante todo el día los cañones no cesaron de retumbar. Empapado en su
miedo, Tariq hacía guardia en un puesto avanzado, en una reducida trinchera
excavada en la arena. No recordaba si era media noche o el comienzo de la
madrugada, cuando la artillería enemiga, reforzada por un violento bombardeo de
aviación, abrió fuego sobre sus posiciones. La radio empezó a chasquear y Tariq
se tapó los oídos, se replegó en sí mismo, y comenzó a gemir. Estaba solo de
nuevo. ¿Por qué lo obligaban a afrontar situaciones que nunca podría superar?
Estaba seguro. Era debido a su forma de desenvolverse, y a su fisonomía de
rostro moreno y ojos negros y rasgados, de apariencia implacable. Así era él.
No sabía mantener otra pose. Por ello, sus mandos nunca penetrarían su interior
y, aquel porte, aquella máscara hermética que lo mantenía incomunicado,
inspiraba el efecto adverso. Entonces era cuando, erróneamente, pensaban que su
silencio formaba parte de su inflexible constitución. Y era así; un hombre
solitario. Acostumbrado al mutismo de las dunas y a los rumores ceremoniosos y
acordes de la naturaleza. Respetaba el descanso de los muertos y ante todo era
temeroso de lo desconocido. Y por eso ahora, aquel demencial estrépito, lo
aterraba.
A
su lado, alguien respiró con sofocó. Tariq no se movió. Esperaba la muerte e
identificar a su ejecutor no le conduciría a nada. En cambio oyó una voz
agradable. La voz con la cual soñaba. La voz de Malika.
—¿Te
encuentras mal, Tariq?
Asintió
sin mirar.
Ella
le acercó una cantimplora. Sediento de ansiedad y miedo, bebió. El calor de un
incendio abrasó su interior. Comenzó a dar arcadas y a carraspear. Riéndose, el
rumor cadencioso que era la voz de Malika, le dijo.
—Es
aguardiente.
Tariq
era un buen musulmán. Respetuoso de la sharia al Islamiya* nunca había probado
el alcohol y menos cometido una ofensa del hadd*. Y aunque por el hecho de ser
mujer pudiera considerarla impura y desobediente, desde el el día en que la vio
disparar contra los súbditos del infierno, su admiración hacia ella rompió
todas las barreras.
Dejó
el fusil a un lado y se acurrucó junto a él. Su aliento tibio acarició su
semblante; introduciéndose por los pliegues de su camisa, las manos de Malika
descansaron sobre su pecho y de repente, el cañoneo cesó. ¿O no era así? No. En
ningún momento había dejado de hacerlo, pero Tariq descubrió que por primera
vez en años no tenía miedo. En cambio su corazón palpitaba con fuerza, con el
vigor de quien se sabe vivo y fuerte por dentro. Tomó la cantimplora, dio otro
trago y la claridad de una luz manifiesta, desbordó su mente hasta ese momento
atenazada y a oscuras. Sus manos dejaron de temblar y apremiadas por una
lascivia placentera, indagaron entre la ropa de Malika y conquistaron sus
senos. Siguió bebiendo. Ella le dijo.
—Te
amo.
Y
él, riéndose con orgullo, contestó.
—Lo
sabía...
Y
era mentira, nunca lo había sabido. Pero de pronto sentía que aquella forma de
actuar, con desenvoltura y descaro, era el modo en que los valientes debían de
comunicarse con las mujeres. Mostrando dominio, ingenio y ningún embarazo.
Extendió
sus brazos hasta las nalgas de Malika y las pellizcó y azotó con descaro. A
continuación se desabrochó le hebilla del cinturón, dejó de besarla y trató de
forzarla.
Ella
se detuvo. Lo miró fijamente a los ojos, y le dijo.
—¿Qué
quieres…? No podemos hacerlo. No hasta que nos casemos. —Y exclamó.— ¡Has
bebido demasiado! Y comenzó a levantarse.
Arrebatado
aferró uno de sus brazos. Revolviéndose con la mano libre, ella le rasguñó la
cara. Tariq la soltó y cubriéndose, gritó.
—¡Te
mataré!
Con
los pantalones desabrochados, salió de la trinchera y se perdió en la
oscuridad.
Tariq
retiró las manos y se las miró, estaban empapadas en sangre. Asustado, tardó en
reaccionar el tiempo que le llevó apurar el aguardiente. Furioso, corrió tras
ella. Corrió mucho, tal vez cien o doscientos metros, hasta tropezar y caer
jadeando sobre una forma blanda y mojada. Era el cuerpo de… ¿Malika? En
segundos, el traqueteo metálico de una ametralladora hendió la oscuridad.
Abrazado al cuerpo, Tariq lloraba. Ya no sentía miedo. Algo dentro de él había
muerto tras comprender su insensatez.
Besó
los labios todavía templados y con temor y aprensión, se dio cuenta: ¡No eran
los de Malika! Afrontó la oscuridad y aullando con cólera, arrancó en una
carrera mortal hacia las ruinas desde la cuales surgían los disparos y, cuando
estuvo a cinco metros, arrojó la granada. Después desenvainó su puñal y a pesar
de atravesar varias veces las desgarradas formas de los militares, ni siquiera
pudo reconocer sus rostros desfigurados. Había una puerta contigua. Desplazándose
con cautela, avanzó hasta situarse a su lado y de una patada, la abrió. Se
encontró las miradas aterrorizadas de varias mujeres y sus hijos. Los hizo
salir y los condujo hasta su trinchera.
Después,
lamentándose con nerviosismo, siguió buscando a Malika.
Lo
encontraron al cabo de dos días, acuclillado en lo alto de una duna. No dejaba
de repetir frases como:
“Yo
testifico que solo adoro a mi Creador.”
“Las
peores bestias, ante Alá, son los infieles...”
Al
preguntar por ella, tembloroso y esperanzado, los hombres lo miraron con
estupor: «En el batallón nunca ha habido mujeres», le contestó un capitán.
Por
su grandioso acto de valor, fue condecorado. También sugirieron se le concediera
el retiro.
Nunca
volvió a verla, en cambio, le bastaba palparse la cicatriz que maquillaba su
semblante para entenderlo: no había sido un sueño. Entonces volvió a concebirlo
y tembló. Tal vez se tratara de Iblis,* quien presentándose con la apariencia
de una mujer, había pretendido robar su corazón. Y en realidad – en el fondo de
su ser lo sabía– así había sucedido…
Sharia
al Islamiya*: Vía o senda del islam. Constituye un código detallado de conducta,
en el que se incluyen también las normas.
Hadd*: Ofensas.
Crímenes castigados con penas severas.
Yahannam*:
Infierno.
Zaqum*: Árbol
que crece en el Yahannam.
Iblis*:
Diablo del Islam.
José
Fernández del Vallado. Josef. Octubre 2012.
Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons.
7 libros abiertos :
:)
Una vez más, Josef, nos dejas un relato sobrio, intenso, reflexivo y misterioso.
Y muy bien construido y, en cierto modo, documentado.
Un placer pasarme por aquí.
Un abrazo de Mos desde la orilla de las palabras.
Estremece tu relato.. y en medio.. cobardía y valentía...Realidad.. fantasía?? ... quién sabe!!
Un sonoro beso
Excelente historia! te lleva por caminos que no logras predecir... muy buena!
la magia de los dioses, una guerra, el amor... todo muy bien aderezado.
biquiños,
José, es una historia intensa de miedos y de lucha. Y el amor como energía y fuerza para encarar peligros y retos.
Una incursión literaria por el desierto y sus espejismos o sus certezas.
Magnífico relato
Un abrazo
He seguido tu relato con mucha atención viendo que su temática tiene materia prima de sobras. Te felicito, me ha encantado.
Saludos
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