miércoles, enero 22, 2014

Amor Supremo.


¿Estoy en un taxi…? No recuerdo nada, excepto el taxi. ¿Cómo he llegado? No puedo moverme ni ver y me ahogo. ¡Hay algo en mi boca! Lo noto, ahí, apelmazado. Me obliga a dar arcadas y no me deja hablar. Su textura es blanda. Su aroma está dentro de mí pero soy incapaz de reconocerlo. Resulta... sugestivo, enloquecedor. ¡Han atado mis muñecas y piernas! Están entumecidas y duelen, pero todavía más la cabeza. Mi nariz palpita y parece dormida. Un sabor acre se mezcla con la saliva de mi garganta. ¿Es sangre? Creo que voy a vomitar... 
   ¿Cómo he llegado aquí y por qué no recuerdo? Veamos... Haz memoria. Un esfuerzo puede ser decisivo... 
   Sí... 
   Recuerdo unos ojos color miel y el lunar junto a su iris. Una mirada irónica. Se detiene y escudriña cada partícula de mí cuerpo, como pasando revista. Después ríe. Es una carcajada abierta y especial, con un destello en la dentadura que reluce en su semblante como un marfil puro. Me señala y entrega su mano. Ahora, acomodados en un mullido sofá en un reservado, brindamos con champagne. Leo unos versos... ¿Mis versos? ¿Soy poeta, escritor, o me hago pasar por ello? Escucho una música de fondo. Es jazz. Sublime jazz. No puede ser... ¡Claro! Es Coltrane. Interpreta “Amor Supremo.” Estoy en el «New York's Five Spot», la vieja sala. De hecho, ahí estamos los dos... 
   Todo resulta confuso y pesado de nuevo, como mi dolor de cabeza y un sopor que me vence. Pero sobre todo está el aroma ¡me perturba hasta el delirio...! 
   Unas manos ¿las suyas? Calientes, ágiles, flexibles, trabadas sobre mi espalda, desgarran y acarician mi piel. Y esas inspiraciones profundas... despiden un vaho que se funde y cristaliza en la bruma de una noche de hielo. Ella y yo fornicamos en una angosta calleja. Lo entiendo. Pero no sé quién es ni por qué... 
   Y además... ¿por qué allí? Cuando podríamos estar en cualquier otra parte. En un lugar seguro y adecuado. ¿De qué me oculto o nos ocultamos...? 
   Una voz. Su voz, se abre paso en mis recuerdos y me dice: 
—Sabes, no estás mal para ser un haragán. Eres realmente atractivo. ¿Quieres follar? —sonríe veladamente y continúa—. “Ya sabes... Quien lo ha propuesto has sido tú. Yo no soy tan insolente y además, todavía no te he contestado. 
   Estira sus piernas. Sus muslos se abren y acomoda sus pies sobre mis nalgas. Ahora estoy dentro de ella. Jadeo a un ritmo acompasado y en el instante del orgasmo todo es precioso, brillante y ardiente y soy poderoso. Ya no hace frío. Ahora somos uno y la amo... Amo a una mujer que no puedo recordar con claridad... 

   Sus manos vuelven a acariciarme. No... Me apresan de forma brusca y violenta. Barras, quizá porras, golpean mi cuerpo. Siento una luz. ¿El resplandor de una linterna? Traspasa la tela que cubre mis ojos. Atan algo a mis piernas. Gimo de dolor, me quejo, suplico. 
   Una voz gorgotea impasible—:“¡Abajo con este hijo puta!” 
   De repente me siento libre. No hay nadie ahora que ponga sus sucias manos sobre mi cuerpo. Nadie que me inmovilice. Puedo sentir la brisa fresca de la libertad acariciando mis sienes ¿Soy realmente libre? 
   El planchazo de espaldas sobre el agua helada arranca de mi interior un alarido de espanto y dolor. Se desvanece en el momento en que mi boca se encharca. Unos segundos y todo es paz y silencio. Algo pesado succiona mi cuerpo y recuerdo a la negra Ricca, la preferida de Sam Giancana.* Y la veo, allí, frente a mí. Deposita sus brazos delgados y relucientes —del color del café— sobre mis hombros, y acaricia mi nuca, sonríe frívolamente y musita a mi oído. 
—Estoy cansada de ser la esclava de ese asqueroso italiano. Ni siquiera es elegante como tú, un negro fuerte y apuesto —se retira un momento, echa un desconfiado vistazo a su alrededor, y añade—. Hoy está lejos. Este lugar no le agrada. Demasiados Niger* por aquí. Y con desprecio concluye—. Prefiere “La Voz*” sin voz de Sinatra. Ya sabes...—sus labios coloreados se dilatan y gorjea una dulce y agradable risa. 
   De forma precisa reconozco el aroma que me enloquece y mi nombre—me llamo Slater y hasta hoy era uno de los escoltas de Ricca— es el penetrante olor de su sexo. Está impreso en sus prendas de ropa interior embutidas en mi boca como mordaza. 
   Inexplicablemente no tengo miedo. Obtuve mi premio. Cuando empiezan las convulsiones me siento genial. Como si otra vez me encontrara abrazado a Ricca, y a la vez que la penetro, le diera un beso eterno, voluptuoso, inmortal... 
   
José Fernández del Vallado. Josef. Enero 2014. 

   Sam Giancana:* Salvatore Giancana (nacido Salvatore Giangana; 15 junio 1908 hasta 19 junio 1975) más conocido como Sam Giancana, fue un estadounidense mafioso y jefe de la mafia. 
   Niger:*Adjetivo niger ("color negro"). A menudo se utiliza despectivamente. 
    La Voz:* Apelativo con el que fue conocido Frank Sinatra.


Creative Commons License 

Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons.

jueves, enero 09, 2014

Berlín Insondable.



Hace un día frío y gris. Los matices llamativos y metálicos del grafiti tiñen los portales de edificios cenicientos y remozados durante los años cincuenta o sesenta. 
   Es invierno, en concreto Navidad. Estoy sentado fuera, adecuadamente abrigado, en el banco de un café que bien podría ser el kebab de un turco o quizá no se traté de un bar, sino de una tienda de bebidas; e incluso al hombre con gafas y aspecto académico que atiende tras la barra, ni siquiera le concierna el país donde ahora mismo se encuentra. 
   A mi derecha, una camarilla de emigrantes germanizados o germanos genuinos, da rienda suelta a su “turca”. A mi izquierda está Ricardo— mi amigo— y a su lado, observando la calle con aire alienado, su mujer Elena. Es rubia y de complexión proporcionada. Sus ojos son dos esferas azules y traslúcidas que contemplan el sombrío atardecer sin en apariencia inmutarse. 
  Los tres estamos en silencio; desorientados. Y así permanecemos en la ciudad de Berlín, al otro lado del muro, en su zona oriental. Si estoy acompañándolos es porque me lo pidieron ¿o no sucedió así y fui yo quien se enquistó como una cuña en sus problemas? 
   La situación es la siguiente. Enviaron a su hijo a este lugar y ahora hemos venido a liberarlo de los sortilegios que el influjo berlinés ejerce sobre su espíritu. 
   
Todo empezó una mañana. Me di cuenta de lo poco que sabía de la tierra a la que viajaba en el momento en que el avión aterrizó y una voz de resonancia delicada —que sin dudarlo se dirigía a mí— emitió unos sonidos indescifrables. Lo reconozco. El alemán no me resulta armonioso. Tal vez sea porque no me acostumbro a su acento, o porque se trata del idioma que los malos predican en las películas. 
   Otra cuestión me sorprende. Hasta ahora y a lo largo de mi vida había visitado algunas ciudades, y en todas fui capaz de reconocer de entrada y sin equivocarme, sus peculiaridades. 
   
   Sin embargo aquella mañana —la primera— me vestí y con apenas cuatro grados y un viento de cristal inmaculado que entretejía en surcos mi semblante, di mis primeros pasos sobre unos adoquines de mortero articulado, y una sensación desconocida me venció. Era una debilidad amenazadora que en instantes se adueñó de mí, y maceró mis sensaciones en un sopor entumecido. Chispeaba. Alcé la cabeza, dejé que la llovizna empapara mi rostro y me di cuenta. No era un lloviznar uniforme, sino la clase de goteo que solo tiene lugar en Berlín: aquel que arrastra consigo un olvido transmutado en mutilación permanente. A mí alrededor todo era diáfano y precioso y tan extraño que... ¿no podía ser cierto? Como la arquitectura de la Bauhaus: lineal... «La forma sigue a la función» es su precepto. De hecho, los objetos y elementos que componían el paisaje estaban en su sitio ¿o no lo estaban? Había orden y desorden. Era, en seguida lo entendí, el mismo caos que debió presidir el lugar en los últimos días de la brutal contienda en aquel fatídico año cuarenta y cinco de finales de abril de otro siglo. Cuando una ciudad soberbia, convertida en eje del imperio de la arrogancia, sucumbía. Convirtiendo la cuadriculada resolución alemana en un grandioso contrasentido de locura ilimitada. Quizá por eso Berlín me parecía ahora una ciudad libre y extraña a la vez; porque tras un suplicio de automutilación interminable, no acababa de creérselo, y necesitaba expresarlo de alguna forma, o a su manera... 
   Me dirigí hacia la Alexanderplatz, el centro de Berlín, y donde se ubica la Fernsehturm, o dicho de otra forma, la torre de televisión. Accedí hasta su restaurante y mientras desayunaba un café con tostadas a doscientos siete metros y pico del altura, mis ojos descubrieron por primera vez ese brillo casi velado y hermético que destila una ciudad que ha sabido regenerarse en nueva crisálida y sobrevivir, transformándose en un lugar que hoy abre sus preciosas y radiantes alas al mundo. 
   Del mismo modo sus poros exudaban el hedor a rancio que sus edificios actuales —de diseños sutiles y modernos—, se esforzaban por encubrir. Efluvio que no cesaba de traspasar un solo día en forma de diminutos alfileres la mente de los berlineses, y también la de algunos visitantes, que veíamos más allá de donde debíamos o queríamos... sin pretenderlo. 
   
   Yo lo vi impreso en los ojos de Germán, el hijo de Ricardo, un muchacho tímido y afable, el día en que lo acompañé al barrio de Scheunenviertel y caminamos por la Oranienburger Strasse, dmirando sobre nosotros las ventanas de los edificios vestidas de brillantes y multicolores adornos navideños y en la calle, sus prostitutas de lujo. 
   Tenía un problema que empezó a perfilarse en España y en aquel entorno, que si por un lado ofrecía un semblante cálido y culto, de cariz relajado y autónomo, coexistía también con un reverso tortuoso. Lo vi en sus ojos. Estaba poseído por la ciudad. Trataba de descifrarla; de averiguar su sentido o razón de ser. Lo mismo hice yo los primeros días, indagar por qué bajo aquella apariencia de disoluta libertad y en la que podías encontrarte, como a mí me sucedió, un par de jóvenes corriendo en cueros por la calle y no ver a un policía durante días, cohabitaba esa sensación de contención, cautela, e incluso a veces miedo inexplicable, oculto bajo una fachada de aparente rebeldía y olvido de algo que nunca podrá ser olvidado. La herida continuaba abierta y supuraba el mismo absceso nauseabundo que brotó de los millones de almas masacradas en una cruzada que dejó de ser simplemente muerte, para convertirse en algo más consumado, excéntrico y siniestro: el hecho de convertir la agonía en un impúdico proceso industrial. 

   Y allí estábamos. Trataba de ayudar como podía a mis amigos. Ellos así lo habían querido. O fui yo quien se inmiscuyó con la única intención de averiguar un fragmento más de una Europa desfigurada. Moviéndonos como dos malditos hechizados, recorríamos la milagrosa Oranienburger Strasse. Buscábamos el portal donde según el anuncio que había leído, encontraría un piso a un precio razonable en el cual alojarse durante los meses de invierno. 
   Yo estaba solo y de paso y apenas era nadie o nada desde hacía tiempo. En cambio él tenía una vida por delante. Lo cual no quería decir que yo no la tuviera, pero mi juventud, aunque perviviera en mí, había sido dilapidada. Y aquellas mujeres con cabelleras plateadas y figuras exquisitas como las modelos de la pasarela de París, no cesaban de insinuarse ante nosotros. 
   Nos detuvimos delante de un portal. Volviéndose a mirarme avergonzado, Germán me rogó si podía quedarme esperando. Había un bar aclaró, con la obvia intención de desviar mi atención. Era evidente. No deseaba que el casero lo viera aparecer con alguien que podría pasar por su tío o su mismo padre. 
   Empezó a subir las escaleras y me quedé allí mirando. Es difícil definir cómo me sentí. Creo que estaba muy cerca de padecer, probablemente, la misma sensación de un niño que por primera vez se descubre perdido en una calle interminable, llena de seres feroces y desconocidos. No saber cómo expresarme ni hacerme entender, no tener siquiera la certeza de en qué lugar estaba, me llevaba a observarme sumido en una situación de orfandad y desamparo. 
   El bar estaba solo a unos metros. Alce la mirada hacia su rotulo. Rezaba: Kommunist.   
   A una temperatura que rondaba los tres grados centígrados, quedarme fuera podía resultar una locura. Con las manos embutidas en los bolsillos y la cabeza ladeada, caminé insuflándome una forzada apariencia de serenidad y abrí la puerta del local. Una vaharada de nicotina ahogó mis sensaciones. Eché un discreto vistazo. El ambiente estaba envuelto en una densa fosca. Súbitamente retrocedí veinte años, me reencontré fumando un Chesterfield apoyado sobre la barra y pedí una cerveza. Que el camarero me atendiera sin dirigirme cualquier frase incomprensible me hizo sentir aliviado. Me senté sobre una banqueta y allí permanecí, deseando encontrar sentido a las conversaciones misteriosas e ininteligibles que la barahúnda de gente que llenaba el local articulaba. 

   Un hombre se abrió paso hasta mi lado y me dispensó una ristra de palabras. Lo miré con desconcierto y dije. 
—Perdona... No entiendo. Soy español. 
Se quedó mirándome con ojos de asombro. A continuación, masculló. 
—¿Spanisch? 
Asentí con aturdida satisfacción. Sus ojillos ebrios se iluminaron. Su bocaza se abrió y dejó escapar una chirriante carcajada. Se volvió hacia otro teutón y, sin dejarme de señalar, ladró. 
—¡Hier haben wir eine Spanisch! (Aquí tenemos a un español). Tampoco entendí nada. 
El otro, un elemento más grande que el anterior, vociferó más todavía. 
   Me sentí mareado. Miré a mi alrededor y descubrí una barra llena a rebosar de militares SS. Eran la Sonderkommando Berlín, El comando especial para Berlín que Hitler creó en aquellos años turbios. Cada vez entendía menos y además estaba solo. Mis ojos, desorbitados, no hacían sino mirar y seguía sin entender, mientras mis manos, como tenazas temblorosas, apresaban la jarra. Escondí la cabeza entre mis brazos y comencé a sollozar. 
   Un rayo de luz se abrió paso entre mis pensamientos. Era la puerta exterior. Acababa de abrirse. 
   Sentí una mano cálida descansar sobre las mías y una voz habló en mi interior. —Calma. No te harán nada. No son ya los feroces nazis que una vez fueron...
   Lentamente descubrí la cabeza y mi mirada se topó con la sagacidad penetrante de unos ojos verdes como brillantes y delicadas cuentas de cristal de Murano. Aún así, seguí sin entender. 
   La voz me serenó de nuevo. 
—Tranquilo... Esos brutos se han ido. Ahora estás conmigo. 
   ¿Entendía? No... No estaba claro del todo. 
   Cuando mis ojos fueron capaces de apartarse de su iris, fui vislumbrando más: un cabello rubio, unos labios finos, con un arco de Cupido perfecto y una comisura coronada en un rictus sensual y un físico con un talle elegante, sabiamente ondulado por la madre naturaleza. 
   Se acurrucó hasta igualar sus ojos a mi altura y me preguntó. 
—Y ahora ¿quieres decirme cómo te llamas y explicarme qué haces aquí perdido?
   Tampoco la entendí pero, respecto a mí, saber qué hacía allí era lo de menos. Y además ya lo sabéis. En lo que concernía al nombre de ella y su historia, era otro cantar. 
—Si es todo lo que quieres saber o hacer... Está bien. Te lo contaré, me dijo. 
   Y comenzó. 
—Me llamo Olga Stackhova y soy rusa. 
   Jugueteó con sus dedos pálidos, de uñas largas, y algo azorada añadió. 
—Bueno... Mi padre lo era. Yo en realidad soy ruso-española. 
   
   Guiñó un ojo, sonrió con atrevimiento y señaló hacia la puerta que sellaba el desván que se hallaba al final de unas escaleras de traza interminable. 
   En el intervalo de un segundo nuestras miradas se encontraron sugiriendo algo más que simpatía y dadas las circunstancias está vez sí la entendí, y espléndidamente además. 

José Fernández del Vallado. josef. Enero 2014


Imagen tomada por el autor.

Creative Commons License


Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons.

viernes, diciembre 20, 2013

El Ruiseñor y el Mauser 98.

Hacía ya tiempo que Maxim, debido a su sordera, había dejado de escuchar, entre tantas otras cosas, el trino de los ruiseñores en la dacha. Los años habían ido pasando y dado que tampoco lograba avistarlos, llegó a suponer que debido a la contaminación, aquellas frágiles aves se habían extinguido de la región para siempre. 
   
   Por entonces su padre se hallaba enfermo de alzhéimer y postrado sobre un sofá, ya apenas hablaba.  
   
   Estaban en primavera. 
   
Un día Maxim tuvo una ocurrencia y le preguntó si había oído a las avecillas cantar durante las últimas madrugadas. El viejo, sin mirar, en un estado de aparente reflexión, se mantuvo recogido sobre sí mismo (solía permanecer horas en semejante postura) y no dijo nada. Por ello, transcurridos unos instantes, Maxim supuso que ni siquiera había prestado atención a su consulta. Súbitamente, la cabeza siempre inclinada del padre, se irguió para encontrarse con la mirada de su hijo. Sus ojos azules y cristalinos, estaban llorosos. Extendió su brazo endeble, se aferró a la mano del hijo, e imitando de forma asombrosa el trino del ruiseñor, pareció emitir unos silbidos. 
   Maxim, apenas entendió la figuración, se emocionó. Pensar en la posibilidad de que continuaran anidando en la región, le hizo abrigar nuevas esperanzas.

   Un mes más tarde y, tras desembolsar una pequeña fortuna, adquirió los primeros audífonos avanzados. Con ellos, pensó, su vida daría inicio a un universo desconocido. 

   Esa noche, sin los artilugios, todo era silencio. Sintió la vibración del despertador a las cinco de la mañana. Cogió el estuche con los aparatos, y abrigado con un grueso batín salió a su jardín; caminó hasta la mesa cenador, se sentó y una vez se hubo acomodado, siguiendo un ritual minucioso, se los insertó. 
   El primer sonido no irrumpió de inmediato, necesitó de unos breves y razonables instantes para alojarse en unos ventrículos desacostumbrados: se trató del siseo del viento. Después, como una dulce y lejana melodía, oyó el murmullo del agua, concretamente de un riachuelo que fluía bordeando su parcela, y se recordó en su niñez, capturando los insectos acuáticos. En ese momento, clamando entre el silencio matinal, surgió una cadencia que lo dejó suspendido, una vez más, en los bosques de Amur; en su dacha de entonces, junto a Vera, un amanecer de primavera de hacía algo más de veinte años. 
   
   Él, feliz, arrullado por el trino más precioso del mundo y ella, recogiendo temprano las fresas que tanto le gustaban. 
   En los árboles nacían brotes tiernos, las frondas pronto se extenderían y la superficie de la tierra, libre de nieve, recuperaría su apariencia de alfombra verde y aromática... 
   
   
    El ruiseñor cesó de cantar y un silencio disfrazado se instaló en el entorno. En tanto Vera continuaba afanada en su labor, con suspicacia, Maxim dirigió su mirada a izquierda y derecha. Descubrió al tigre apostado a aproximadamente diez metros de donde se encontraba ella. Ni siquiera gritó; no había tiempo. A su izquierda, inclinado sobre la pared y a su alcance estaba el viejo fusil de cerrojo Máuser 98, incautado por su bisabuelo a los alemanes en la contienda del catorce, en la batalla de Tannenberg; siempre estaba cargado. Lo cogió y apuntó, y la mañana se revirtió en gris y helada. Fijar la mirilla sobre un vislumbre entre claroscuros que con agilidad se deslizaba hacia Vera, le supuso un esfuerzo considerable. Se impuso templar sus nervios. Afinó y disparó. El viejo Máuser profirió un silbido agónico y reventó. No sin antes, de forma sorprendente, enviar una esquirla de muerte a la cabeza de la fiera. 
   Aislado en un zumbido que anulaba los sonidos de su mente, tambaleándose, Maxim se recuperó y se puso pie sin dejar de gritar y gesticular. Instantes después, Vera estaba a su lado, nerviosa y cubierta de sangre, pero sin cesar de sonreir y brindarle una mirada despierta y apasionada. Maxim se dio cuenta, el gatillazo de alguna forma certero del fusil, acababa de sumirlo en un mutismo angustioso. 

   El ruiseñor avisó y el Mauser retuvo a Vera junto a Maxim durante veinte años de felicidad. Después, un cáncer fulminante se la llevó sin que Maxim llegara a escuchar otra vez su alborozada risa. 
   En cambio ahora, gracias a aquellos artilugios, recuperaba el trino del ruiseñor y percibir su armonía era redescubrir para siempre a su lado, la radiante carcajada de Vera. 

José Fernández del Vallado. Josef. Diciembre 2013.


Creative Commons License

 Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons.

martes, diciembre 17, 2013

LA COMODIDAD DE LO SÓLIDO. HUMBERTO DIB.






 El escritor y bloguero Humberto Dib, dará a conocer su último libro de relatos en Madrid.
El evento tendrá lugar el próximo jueves día 19 a las 20 horas en la Champanería Librería María Pandora (Plaza Gabriel Miró, 1 - Las Vistillas) y será presentado por un servidor; es decir yo: José Fernández del Vallado.

   Os invito a que os acerquéis a conocer a este escritor innovador y cordial. Y de paso nos reunamos con él algunos de quienes compartimos el mundo bloguero. Estoy seguro de que será un evento muy especial y entretenido. 

José Fernández del Vallado. josef. Diciembre 2013.


Creative Commons License
 Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons.

sábado, diciembre 07, 2013

Sucedió un Verano de 1980.


Fue en el verano de 1980. Ella era taheña, con el pelo rizado, los ojos azul cobalto, la nariz con unas aletas sobresalientes, y una mirada clara y despejada como un cielo abierto. De complexión delgada, y tan alta o más que yo. Era extranjera, de algún país nórdico: Dinamarca, Suecia o Finlandia tal vez... 

  
Me saludó sin apenas levantar la vista, sin detenerse en el arduo trabajo de liar su petate de tabaco. No pareció preocuparle que yo me acomodara a su lado. Tampoco le interesó saber mi nacionalidad y si tenía estudios o trabajaba, y todos esos chismes que suelen aludirse para iniciar el principio de algo, cuando no se sabe bien qué. 

   Comenzó a dar chupadas a su cigarrillo, concentraba su mirada en las olas y el mar y pensaba en asuntos muy distantes de mí. 
   Permanecimos en silencio largas horas. Era una época diferente, en la que los móviles todavía no perturbaban el silencio del tiempo, y uno podía habitar recluido en sí mismo, con entera libertad y confianza. 
   Fue un verano de mil novecientos ochenta, sí. Recuerdo sus manos preciosas, como los delicados cordajes de un violín, ejecutar pausados y precisos movimientos acompasados siguiendo una singular melodía que tarareaba, y aquel semblante lozano y rubicundo que llegado el atardecer y después de tomar el tercer té, volviéndose a mí, me dedicó una sonrisa. 

   La noche cayó ante nosotros como un manto de franela y un baile fugaz de disfraces de oro y plata fogueó el firmamento. Éramos dos perfiles que nos observábamos como marionetas insólitas que anhelan conocerse, sin reconocerse siquiera. 
   Sombras fugaces de perros y gatos nos asediaron cual chacales; olores extraños, unas veces de gigantes oceánicos, otras provenientes del estrecho, traspasaban nuestras papilas olfativas como desarropadas conjeturas. 

    A medianoche una brisa fresca comenzó a azotar nuestros semblantes disminuidos por una tristeza contagiosa. Entonces la sentí hablar. Se había levantado de la silla y acercándose a mí me proponía algo que yo no supe traducir, porque sencillamente no podía entender aquel acento de acero de tierras sobrias y lejanas. Lenguaje, que sin embargo, produjo en mí un sopor narcotizante, que fui incapaz de controlar. 
   Me tomó de una mano y sonriendo me invitó a acompañarla. Mientras, yo, inmerso en un estado cercano a lo catatónico la seguí, o me limité a dejarme llevar suavemente, como una res se deja arrastrar al matadero. 
   Caminamos por la playa hasta internarnos en un insondable abismo de oscuridad, cuando comenzó de nuevo a hablar y esta vez creí entender lo que decía. Pronunciaba un remoto y sublime conjuro dedicado a los dioses de la noche... 
   Desperté de mis extravagantes alucinaciones y me encontré desnudo, haciéndole el amor a mi peculiar acompañante en una tienda de campaña. Ella gemía y lloraba de forma desconsolada. 
   Le pregunté si estaba bien de mil maneras y, asintiendo, me dio a entender que no era nada. Sólo entonces intuí su dolor, y supe que su llanto no era de felicidad, sino debido a una amargura desgarrada. Conmovido quise saber algo más. 
    
   Pareció comprenderme y tras pensárselo, extrajo un atado de cartas del que fue sacando fotos y a la luz de una lámpara de gas, empecé a conocer la vida de mi sensible acompañante.
   Había una familia: un marido y unos hijos sonrientes y radiantes. Todo eso, fui descubriendo a continuación, se lo habían tragado las aguas para siempre. Por razones inciertas, fueron una familia que hizo del mar su bandera, y desplazándose de puerto en puerto, habían disfrutando de las emociones que esa clase de vida conlleva, pero acabaron expuestos a los riesgos inevitables de un océano ingobernable y cruel. 
   La desgracia se cebó en la familia en los inicios de aquel verano, navegando por aguas gallegas. Al franquear la costa de la muerte una galerna los sorprendió, y saqueó el barco en una lucha desigual. Se sucedieron quince horas de fatiga y, en las que como si de un angustioso episodio por entregas se tratase, aquella Valkiria nórdica, presenció como uno tras otro, el mar le arrebataba a sus seres queridos. 
   
Y ahora estaba sola. Vagaba arrastrando su espíritu roto por las costas españolas. No era sino los restos de una mujer transfigurada en alma en pena, que apenas hablaba y había dejado de creer, y todo lo que hacía era llorar su dolor como hizo durante las horas siguientes. Apoyada sobre mi hombro o recostada entre mis brazos, y yo mimándola, admirando aquella belleza perdida, erosionada por un dolor infinito... 

   No dormí hasta altas horas de la madrugada. Abrazado a ella como una lapa; besándola, tratando de mitigar su profundo desconsuelo y suturar una cicatriz sin remiendo y cubierta de pus. 

     Las primeras luces del alba me despertaron tendido sobre la arena de la playa. 
    Había recogido la tienda y se marchaba a ningún lugar o a cualquier rincón desconocido. Quién sabe, tal vez cruzara el estrecho y recalara en África. Perderse allí de forma definitiva podría ser fácil. Sobre todo adentrándose en el inmerso camposanto de pasiones dilapidadas que conforma el desierto del Sahara. O quizá volviera a la civilización, para llevar una vida insustancial diluida en el solitario anonimato que concede la multitud. 

     Un beso breve y seco por despedida. Unas frases enigmáticas, internacionales. 
   Me sentí incapaz de moverme. Mi organismo, dominado por un nerviosismo frenético, no cesaba de temblar. 
   A lo lejos un silbato. El ronroneo del autobús al arrancar y después un silencio eterno, repentino y tranquilizador. 
   Volví a cerrar los ojos y la realidad intensa de la vida, se convirtió en una losa de gratino imposible de quebrar... 

   José Fernández del Vallado. Josef Arreglos Diciembre 2013.


Creative Commons License 

Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons.

miércoles, diciembre 04, 2013

Luces de Fulgores Apagados.



 La oscuridad de la noche —una noche más— se convierte en descolorida, o es mi vista la que apenas da más de sí. Las notas de una vieja canción se difuminan en mi mente... 
Llegué a esta ciudad sin nombre siendo muy joven. ¿Por qué tuvo el tiempo que marginarme? 


Recuerdo que una vez dije algo. Ocurrió en una época lejana. No temía los presagios de la vida y amaba, pero ¿llegué a entender lo que realmente significa el amor? Dirigiéndome a ella, le dije: 

“Si pudiera amarte siempre, jamás moriría.” 

La calle huele diferente. Un grupo de muchachas jóvenes pasan a mi lado. Ni siquiera se fijan en mí. ¿Me habrán visto? Claro, no existo para ellas. Soy viejo. Muy viejo... 

Por aquel entonces, por un lado, creía en ciertos argumentos inverosímiles, como la existencia de ciudades devoradas por la selva; tesoros ocultos en lugares insólitos; mamuts perdurando vivos bajo la capa helada de permafrost de Siberia; volcanes que conducían a mundos interiores bajo la corteza terrestre; islas perdidas, colonizadas por una fauna exótica y desconocida. 
Y a la vez no creía en nada, y menos en la existencia de un camino que condujera a una ciudad extraviada en el desierto. En la selva ocultarse de la vista de cualquier desaprensivo resulta sencillo, pero y en el desierto ¿cómo hacer pasar desapercibida una ciudad de un millón de habitantes sin que la humanidad lo descubra? 

Cuando llegué todavía era joven. Vine siguiéndola como un perro en celo. Era una indígena de rasgos mestizos, figura voluptuosa, y un poder de seducción que anulaba mis convicciones y en conclusión, mi sentido del razonamiento y del riesgo. 
Entré respirando el polvo irrespirable de esta ciudad y la amé durante años. 
Un día, tuvo que decirlo. 
Estaba tumbado en una hamaca, disfrutaba del duermevela de un sofocante atardecer. Se dio la vuelta y habló así: 
—No existes. Ya eres polvo del desierto... 
La miré con incredulidad e ironía. Supuse que se trataba de otra de sus bromas. Contemplé sus ojos y no encontré en ellos el menor atisbo de humanidad. Ansioso, me levanté para abrazarla y cuando lo hice se desmenuzó entre mis brazos, quedaron en el aire unas palabras. 
—En cuanto a mí. Nos soy más que un espejismo de tu mente. 

Me suponía joven y no creía en nada que no tuviera sentido. Como, por ejemplo, aquella ciudad incoherente en la que me hallaba atrapado. Y si por entonces alguien me lo hubiera dicho, tampoco hubiera apostado porque a través del amor la vida podría eternizarse sobreponiéndose incluso al glacial olvido de la muerte... 

José Fernández del Vallado. Josef. Diciembre 2013.
Creative Commons License
Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons.

Post más visto

Otra lista de blogs