lunes, marzo 03, 2014

Confieso...

Imagen: Heidi Bradner.

-I- 
Pierdo contacto con la realidad... No soy capaz de vocalizar o situarme en nuestro mundo. He dejado de leer y transcurro las horas dormitando. En cuanto a la vida, sigo buscándola durante noches en las que sueño que todo pudo haber sido diferente. 



-II- 
   Forzado a presenciar sus ejecuciones, tras recibir la descarga, las recogía en mis brazos y sin ocultar mis emociones, las besaba de la misma forma que cuando de niños jugábamos a ser mayores en las callejuelas de Grozni. Luego crecieron y se casaron. Éramos una gran familia. Las recuerdo y rememoro sus noviazgos como ensueños en un universo brillante: sus bodas, bailes y risas de felicidad. Las quería a todas: mis primas Mandina y Zemfira; Dzhennet, Marja, Saida, Danila, Alikha... 

   Los recuerdos me asaltan. Veo nieve y delante las vías del tren. El convoy se aproxima.Las balas silban muy cerca. Acuchillan el espacio con la cadencia de suspiros fúnebres. Algunos compañeros, ametrallados, se desmoronan como terrones de azúcar desmenuzado. ¡Están aquí! Como misioneros de una muerte terapéutica, deslizándose entre la bruma lánguida del invierno, perfiles difuminados de militares rusos, pulverizan el que una vez fue nuestro mundo.
   Dispongo de segundos, salto y la agarro. Abrazados, entre el fragor de la locomotora y el resuello de los morteros, rodamos por el desplome que hay al otro lado. Nos detenemos en el lindero de un bosquecillo. Retiro el velo y sorprendo el rostro sonrosado y aturdido de Marja, la joven a quien amo. Nos internamos unos pasos. Desbaratados ante nosotros los descubrimos: Cadáveres, y entre ellos, reconocemos unas formas; sus hermanas violadas. Incrédulo, el rechazo me conduce a la náusea. Y ella... ¿¡qué hace!? Embelesada en la locura permanece mustia y enmudecida. Lo percibo con miedo ¿belleza entre el salvajismo? Si la encuentran estará perdida. Me quito el chaquetón, mis pantalones, se los ajusto con el cinturón, le ruego vaya a un número de la Avenida Zavety Ilyicha, busque a una familia de apellido Ingushka, se una a ellos y huyan a las montañas.

-III- 
   Los cerrojos chirrían y vuelven a entrar. Delante está el hombre de porte brutal. Esgrime una barra metálica. 
—A ver... ¡Cuéntanos todo o te aplico este hierro al rojo! 
   Mis dientes castañetean. Absorto, apenas reparo en los golpes. Mis muelas rechinan como loza al resquebrajarse. Sus fragmentos se mezclan en mi boca con el sabor de la sangre.
   Llorando... confieso. 

-IV- 
   Otro día... 
  Todo está como siempre. El valle árido a nuestras espaldas, el cielo claro, de un azul intenso y envolvente. Los contornos como guillotinas de unas montañas de hierro oxidado; y a unos metros, un rebaño de cabras. Mientras se desplazan entre los peñascos escucho el tamborileo de sus pezuñas. 
   Y allí, en la ciudad, estallan salvas del ejército ocupante. Están aquí con un pretexto: el nacionalismo, que encubre una reivindicación concluyente: Petróleo. En cuanto a lo demás; pisotear las cosechas, robar y demoler los edificios, violar y asesinar, apenas le conceden importancia. 
   Todo está igual, excepto los fusiles señalando al corazón de mis amigas de la infancia. La guerra las trastornó y transformó en implacables. Antes no eran así. Lo perdieron todo. El dolor las desgarró y sólo quedó odio. No están todas. Dzhennet de diecisiete años y Marja de veinte, se inmolaron en el metro de Moscú. Las explosiones dejaron cuarenta muertos. Inocentes que sufren las consecuencias de las acciones de políticos desalmados. 
   Ruegan a los piquetes que les retiren las vendas que cubren sus ojos, para morir como sus maridos, hijos y hermanos. 
   Con la expresión tumefacta y el ceño avergonzado, sonrío con nerviosismo y ellas, reflejando una palidez taciturna, recobran el destello fugaz de cuando eran niñas, y ya sin rencor, me entregan una sonrisa... 
   Al escuchar la andanada cierro los ojos y una certeza me invade. 
   «Mientras yo lo desee no seré prisionero de nadie, y el mundo seguirá siendo eternamente libre...» 
   
   José Fernández del Vallado. Josef. Marzo 2014.
 

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miércoles, febrero 26, 2014

Cita con el Dentista.




Primera hora de la mañana, visita al dentista. Caí en la cuenta enseguida. Antes, excepto la vez que estuve sentado frente al gran Francisco Umbral, me desagradaba ir. Por entonces él tendría mi edad y me pareció un señor serio y sobre todo mayor e intocable, al que yo miraba de reojo y con cierta sugestión. No podía dar crédito que un individuo al que siempre había visto al otro lado de las pantallas de un mundo orwelliano, existiera en realidad. Esos eran algunos de los chismes que pensaba. En cuanto a lo que debió de pensar él sobre mí —si llegó a hacerlo— nunca lo supe. Supongo que me miraría como lo que yo era por entonces, un joven imberbe, propietario de un negocio de restauración, mentalmente alejado de la literatura. 
   

 Jamás imaginé que años después mi vida daría un giro de ciento ochenta grados y hoy me iba a hallar donde él se encontró. 

   No hice sino oír la voz modulada de la auxiliar, alzar la mirada, fijar los ojos en aquella figura de blanco esmaltado, con unos cabellos rojos como un crepúsculo en llamas, y me di cuenta: acababa de perder los papeles. De pronto ni siquiera recordaba y menos tenía claro quién era yo, allí acomodado, mientras escuchaba aturdido la voz de aquella preciosa sílfide. Solo atesoraba una certeza. La de profesarme un hombre recto, incapaz de ser atraído por nadie, porque la edad del amor había prescrito dentro de mí y para mí... 
   Me tendió una mano y me invitó a seguirla. En aquel instante tuve ganas de orinarme de vergüenza y no quise pensar, pero lo hice, en las personas que habría en la sala, y el escarnio que supondría que presenciaran como delante de todos, me derretía como un viejo buque tocado en su línea de flotación. Sentía sus miradas clavarse en mí como los afilados caninos de una jauría de perros asilvestrados. Así que, con el apremio de un chiquillo descarriado, tomé la mano que me ofrecía, me levanté de una sacudida chirriante y la seguí por un largo pasillo. 
   Entramos en una sala. Me invitó a acomodarme en un extraño sillón electrohidráulico y se marchó. Más desahogado, permanecí pensando en cual sería el doctor que me iba a tocar en gracia, me arrepentí de mi rebeldía, negándome a visitar al dentista cada seis meses, tal como estaba prescrito, y hacerlo solo cuando mi dentadura lastrada por el deterioro me lo pedía mediante punzadas de un dolor mortificante. 
   El misterio no tardó en descubrirse. Derramando sus cabellos como una pavesa encendida sobre mis hombros, la joven que había tomado por auxiliar, clavaba sus ojos claros en mí. Mirándome con un ademán sedante, me dijo: 
—Soy la doctora Regina, relájese. Enseguida habremos terminado. 
   Dejé escapar una sonrisa nerviosa. Inclinó su cuerpo y sentí sus pechos afirmados sobre mi tórax, me abrió la boca y palpó mi lengua con la suya, ungiéndonos en una fricción esponjosa y complaciente. Su aroma impregnó mi alma y su voz me preguntó. 
—¿Cómo se encuentra ahora? ¿Siente dolor...? 
—Niguno… weno... Zi, el de mi corazó... 
    
Sus manos acariciaron mi nuca, se puso a horcajadas sobre mí, y de forma pausada comenzó a hacerme el amor y me volví a sentir joven y lleno de energías...  

   Abrí los ojos. La doctora no estaba. Una auxiliar bajita, con un semblante adorable, me dio unos cachetes en la cara, un vaso de plástico y me dijo. 
—Enjuáguese la boca y pase por secretaría. 
   Al volver a cruzar la sala de espera, los allí presentes me miraron como deslumbrados ¿era respeto o temor? Me pareció oírlos cuchichear a mis espaldas. 
   Seguía sin saber quién era yo. ¿Y la doctora... dónde estaba? 
   Alcé los ojos y la vi sentada detrás del mostrador de secretaría. Sus cabellos escarlata estallaban como fuentes revueltas sobre sus hombros. 
   Me hizo el recibo y me preguntó. 
—¿Satisfecho con el trabajo del doctor Luis Riaño? 
   La miré confuso y respirando acalorado, proferí. 
—¿¡No es usted la doctora Regina!? 
   Sus ojos se volvieron hacia mí con franqueza. 
—No, señor. Yo sólo soy la secretaria Paula Antón... 
   
   Enamorado de su figura, volví tantas veces como excusas imaginé. 
  Un día no la encontré. Se había marchado, me dijeron. Quise buscarla. No supe por dónde empezar. Peor fue cuando pregunté por una supuesta doctora Regina. Otra de las secretarias, que atendía por el nombre de Amalia Quintero finalmente se compadeció de mí, y ojeando en los registros, me supo contestar. 
—Hubo una doctora. Su nombre era Regina Rodríguez—. Se detuvo turbada, alzó la mirada y dijo—. Pero eso fue hace varios lustros. Al parecer no se limitaba a curar a sus pacientes; hacía algo más. Ciertos favores —dijo, mientras su cara se teñía de embarazo —y prosiguió—. Denunciada ante un tribunal le retiraron el derecho a ejercer y la expulsaron. Nadie  volvió a verla... 
   En ese momento recordé que, como era de suponer, nunca se me había pasado preguntar su dirección. La respuesta vino a mí no solo de forma instintiva, la tuve delante. En el momento en que, tras sacudir su floresta de cabellos purpúreos, fustigando mi cara y dejándola narcotizada en un baño de fragancia epicúrea, Amalia Quintero me guiñó el ojo...


 José Fernández del Vallado. Josef, Febrero 2014.

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jueves, febrero 20, 2014

La Catedral.


El sonido destemplado del despertador espoleó a abrir los ojos a Juan. Se revolvió entre las sábanas, se dio la vuelta, los cerró y trató de dormir un poco más. Se encontraba nervioso y apenas había podido pegar ojo; era el día de su boda. 
   Los abrió de nuevo. El editor fluorescente del programador, le reveló que habían transcurrido quince minutos. Alterado, salió del edredón, se sentó sobre la cama y se restregó el picor de los ojos. Estiró los brazos con pereza y se puso de pie, se acercó al ordenador, pulsó un icono y eligió una melodía de la lista. 
   Se aisló en el cuarto de baño; se ducho, se afeitó, pulsó un automático y ordenada, su ropa estuvo lista para su confirmación. Comparó los datos en un gráfico, marcó Apto, y a continuación, utilizando un agente químico antiséptico, la desinfectó con prudencia de posibles radiaciones ionizantes. 

   Salió de la habitación, caminó por el estrecho cubículo iluminado con luz ambarina de neón, pulsó el timbre de la portezuela de enfrente. Lo recibieron todos. Su padre y ahora Padrino de velación; el Padrino de anillos; el Padrino de lazo; y como Padrino de arras, un viejo amigo de la infancia. 
   Sirvieron varias rondas de aguardiente hasta embriagarse y entonces lo abrazaron deseándole suerte; algunos incluso, con lágrimas en los ojos. 

   Juan se sintió agradecido y emocionado por tanta efusividad. Le habían contado tantas cosas hermosas sobre las mujeres... 

    Sin pérdida de tiempo partieron hacia La Catedral. 
   Subieron al ascensor, abrieron la portezuela y salieron de las entrañas de la tierra. Juan no había estado nunca en el exterior, y presenciar un paisaje al que sus superiores jamás se referían, fue recibir un mazazo que lo dejó confundido y turbado. Un astro rojo gigantesco caldeaba una extensión infinita, manteniéndola a una temperatura de aproximadamente 150ºcentígrados. Cubiertos de trajes térmicos y gafas solares anti radiación, se pusieron en marcha. 
   Abriéndose paso en un paraje muerto, caminaron durante cerca de ocho horas. Se detuvieron en lo alto de un risco y contemplaron el desierto: monstruoso, estéril y vacío, que constituía aquella tierra inhóspita. 
   Oráculos especulaban que antaño, en superficie, hubo grandes extensiones de agua, pero ¿era posible con aquel calor extremo? Resultaba obvio: No. 
   Prosiguieron durante dos días más, y al anochecer del tercero, admiraron las elevadas y extrañas cortaduras de piedra dibujándose contra el perfil de la luna. Con una longitud de trescientos metros y una altitud de aproximadamente doscientos, La Catedral se integró en sus miradas. Sin saber exactamente de qué se trataba, intuyeron que pertenecía a un pasado remoto y ya olvidado. Y dentro de aquel espacio semiderruido, construida con tela proteica, hileras perfectas y translúcidas, hechas con seda untuosa, permanecían a la espera del consorte. 

   Manteniéndose a una distancia razonable, se arrodillaron y despidieron. 
   Calzado con el equipo anti adherente, Juan escaló unos veinte metros y tensa, aguardando en el centro de la tela, divisó a su mujer. Se llamaba  Haplopelma Lividum, le habían informado. Tuvo oportunidad de constatar que se trataba de una fastuosa hembra azul cobalto del orden de las tarántulas. La llamó con natural desconfianza. Haplopelma acudió a él y lo envolvió con sus extremidades. Y mientras la penetraba, inmerso en el primer y último orgasmo de su vida, con toda certeza, Juan averiguó el misterio y a la vez el acontecimiento más trascendental de la existencia. 
             Solo un hecho importaba: cubrir con éxito el ciclo vital... 

      José Fernández del Vallado. Josef. Oct. 2011. Arreglos Febrero 2014.


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sábado, febrero 08, 2014

Campo de Hielo Sur.

Imagen: Alexei Tofimov.
 Hace una mañana soleada, de una pureza sin límites. Sin rumbo fijo escalo los escarpados riscos de una región que no reconozco en el mapa. El lastre de mi mochila me hace caminar despacio y encorvado. Aunque estoy muy cansado, me siento libre y satisfecho. 
   Una vez alcanzo la cima encuentro el refugio. ¿Estuve alguna vez en este lugar? 
   

   He ido descendiendo a lo largo de un territorio de miles de kilómetros tan dilatados que nunca dan de sí y en apariencia no tienen principio ni fin, y he llegado a ninguna parte o a esta superficie interminable... 
   La habitación interior es infame y el ventanal diferente. Me basta echar un vistazo para darme cuenta de un hecho: podría permanecer semanas o meses aquí, arrellanado, sin ser capaz de moverme ni dormir, limitándome a mirar, sin perderme una fracción del paisaje. Hacerlo es remontarse sobre las nubes, soñar con el perfil afilado de unos riscos coronados por un cielo celeste que averiguo al otro lado de un glaciar inabarcable de contornos azul esmerilado. 
    Estoy aquí, en el sur... 
   Salgo al exterior y me instalo de forma precaria sobre un talud. Mientras bebo una lata de cerveza la espero. He vuelto a beber. ¿Es una decisión oportuna? No estoy seguro y tampoco le doy vueltas. Una pereza vaporosa llena mi espíritu de una alegría contagiosa y sin sentido. 
   Sinceramente, ni siquiera la llamé. Pero, aún así, ella debería llegar. Siempre aguardé su regreso. Pudiera ser que ahora se encuentre en la otra vertiente de una serranía tan lejana e inaccesible como unas «Cumbres Borrascosas», o se debata en el infierno asfixiante de «El Corazón de las Tinieblas». De todas formas, si uno tiene en cuenta la probabilidad de que jamás llegamos a existir como pareja, y las veces que hicimos el amor fueron fruto de una imaginación premeditada y alevosa ¡qué importa ya...! 

   He prestado tanta trascendencia al proceso —me refiero al de la imaginación— que apenas caí en la cuenta, y podría estarlo sobrevalorando o menospreciando. Me puede jugar malas pasadas. Como inventar hechos o situaciones que jamás viví; trasladarme a lugares en los que nunca estuve; inducirme a escalar cordilleras sobre las que apenas puse un pié; formar parte de una revolución haciendo frente a las fuerzas represoras en primera línea de fuego, y a la vez permaneciendo oculto en su retaguardia; transformarme en líder político y cuyo único fin —a condición de entregármelo todo— consista en suprimir el capital; saberme inmortal y seductor y amar a las mujeres que siempre deseé, y a las que tuve en mis brazos olvidarlas para siempre; concebir que he llegado a creer que me constriñe un calor asfixiante, cuando en realidad me muero de frío; e incluso inducirme a sospechar que estoy perdido en el Campo de Hielo Sur de La Patagonia, y que mis compañeros de cordada, uno tras otro fueron quedándose atrás, y murieron sin lograr encontrar este refugio que nos habría protegido de la terrible ventisca de nieve... 
   ...Y que esta cabaña en la que ahora me encuentro no es sino un destello de mi mente; y en cuanto al paisaje extraordinario que se brinda ante mis ojos, podría ser el mismo que una vez encontré en un Atlas o cualquier enciclopedia sobre panoramas insólitos. Comienzo a tener una ridícula certeza: de entrada que Manu y Cris —a quienes tanto adoré— nunca fueron hijos míos, y luego que mi mujer o aquélla con quien conviví, se cansó de mí y me abandonó. En lo que atañe a mi físico ya no siento las manos ni los dedos de los pies ¿y para qué los necesito? Mientras la exigencia placentera de cerrar los ojos y dejarme llevar por la imaginación me reconduzca, todo irá bien. ¿O podría resultar peligroso? Con todo, contemplar esta exhibición de la naturaleza me anima a sentirme privilegiado... 
      Ya me lo insinuaron:

«En el sur nada es real. Las mujeres y hombres de esa región suelen ser veletas y tienen ciertos poderes. Uno de ellos, el de desvanecerse como el fragor amortiguado de una ventisca al irse desgranando. En cuanto a las pasiones, cuando nacen, son tan ardientes que enloquecen a cualquiera hasta hacerlo capaz de matar por amor o dejarse matar por amor. En lo que respecta a los sueños, pueden volverse tan caprichosos y reales, como irreales».
  
   Despierto un instante. Sentada a mi izquierda está Martina. Me observa de soslayo y retozando se descuelga un instante de las manos mientras, sosteniéndose con los pies en un saliente de granito, echa hacia atrás su torso y lo expone sobre el precipicio. Sus cachetes se enrojecen y su cabellera color cobrizo se alborota con la ventisca. Mediante un movimiento veloz y acrobático vuelve a la posición inicial. Una carcajada bulliciosa y tan fina como el llanto de un bebé, brota de su garganta. 
   Sus ojos glaucos se centran en mí y me pregunta. 
—¿Volvemos...? 
   Asiento. Miro hacia la explanada helada de cientos de kilómetros que se extiende ante mis ojos, y estoy seguro de una circunstancia; no volveré caminando. No hay cuidado, encontraré la forma... 
   Alguien, no recuerdo quién, me previno: “No vayas al Campo de Hielo Sur.” 
   Y estoy aquí. 
   Perdido, tal vez para siempre, en este hermoso y placentero sur... 
   
  José Fernández del Vallado. Josef. Febrero 2014.

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domingo, febrero 02, 2014

Amanecer en Indochina.

Fotografía: Ario wibisono.
Despunta el alba y el aguacero persiste. Impregnado en una humedad pegajosa, retiro la tela del ventanuco y contemplo la exuberancia de la jungla. Fuera, dos niños enfrentan a sus gallos de pelea; solo es un ejercicio de adiestramiento; la lucha tendrá lugar horas más tarde. Escucho el alboroto de las cacatúas al sobrevolarnos y omnipresente y pálida, escudada tras un silencio efusivo apuntalado en años de experiencia, giro y me enfrento a la insondable mirada oriental de Kim Liên. 
   La habitación con los tabiques matizados azul claro es otro lugar, nada más. Hotel —lo llaman en aquella zona agreste de Indochina—. 
   El goteo constante se precipita desde el techo al cubo que se encuentra debajo. Siguiendo su compás tintineante, nuestras bocas se unen en besos profundos y cálidos. Como un mar de infusión nacarada, su dúctil cabello reposa sobre el colchón de una cama adormilada, sus manos apresan las mías y en la ebullición de un éxtasis del que ya no puedo desligarme, me pregunto. Cuánto llevamos juntos ¿un mes, un año, un milenio? He perdido la cuenta y los papeles hace tiempo. Sin dejar de taladrarme con una devoción especial, como avellanas rasgadas de azogue, los ojos de la muchacha reflejan una dulzura hiriente. ¿La quiero? Tal vez... 
   Lo cierto es que yo, Luis Jarque, ex funcionario, y ahora en búsqueda y captura, sin una embajada a la que acudir, excepto ella, estoy más solo que el uno... 

*** 
   Pese a mis intentos por olvidar, no puedo dejar de lado la mirada de sofoco de mi ayudante Bopha Chenda, cuando tras revisar por pura casualidad entre el desorden de los archivos de contabilidad del consulado, me di cuenta del descubierto, o más aún, del agujero por el que se filtraban miles de dólares... 
   Ocurrió otro amanecer. Aquel día el chaparrón en Manila tintinaba también sobre lo canalones de uralita de la delegación. 
   Lo llamé a mi despacho y ahora estaba allí, de pié, frente a mí. Mirándome con ojos como rendijas entornadas, mientras sus labios sin resaltes, apretados como comprimidas cremalleras, me escuchaban vociferar y su habitual palidez mortecina, se permutaba en un sonrojo cada vez más irritable. 
   Indiferente a mis palabras metió una mano en sus pantalones de franela, sacó la pistola y con una naturalidad que quedaba lejos de consideraciones y menos aún miramientos, apretó el gatillo. Al impactar sobre mí la descarga hizo que la butaca ergonómica se desplazara hasta la ventana que quedaba a mis espaldas. 
   Sin apenas echar un vistazo se dio la vuelta, y caminando con una serenidad meridiana, procedió a salir del despacho. Su mano se cerró sobre el picaporte. Lo giró tres, cuatro veces; la puerta se negó a ceder. Por simple precaución, nada más entrar, había accionado el cierre de seguridad. 
   Recibió el impacto del dardo al darse la vuelta. Le atravesó el ojo insertándose en su cerebro. Mientras su otro ojo giraba desorbitado en su cuenca, llevándose las manos a la boca, balbuceó una retahíla impenetrable en tagalo, y resbalando sobre la puerta se arrastró hasta quedar desbaratado en el umbral. 
   Resollando me levanté la solapa del chaquetón. Debajo, en un bolsillo interior, reposando justo sobre mi corazón, llevaba el grueso tomo de «Obras Completas» del poeta ajusticiado García Lorca. En esta ocasión me había librado de morir de la misma manera. La bala, por fortuna de bajo calibre, se había detenido al final de sus ochocientas noventa páginas. Observando la munición reconocí un calibre 2.7 Kolibri. En cuanto al arma parecía de juguete y tan solo tenía espacio para un par de proyectiles de apenas cinco gramos en su recámara. Su aspecto dejaba claro un detalle; el ingenio debía valer su dinero. 
   En Filipinas no suelen indagar sobre las razones de los asesinos; los ejecutan de un tiro en la nuca o mediante una inyección letal. 
   En apenas dos horas y con lo puesto, embarcaba rumbo a un destino teóricamente seguro de la costa oriental. 
*** 
    Arqueando su busto con sensualidad Kim Liên se despabiló y mediante su voluptuosa manera de desplazarse, se incorporó de la cama. Por primera vez en días su modo de mirarme de soslayo me pareció diferente, e incluso algo raro. 
   Desnuda se puso de pié, extendió los brazos, los unió perpendicularmente ante su rostro y su expresión se transfiguró en una mueca de orgullo y vanagloria, solo entonces pude ver lo que esgrimía en sus manos. Era la diminuta pistola de calibre 2,7 Kolibri que Bopha Chenda había utilizado para intentar asesinarme. Mirándola con osadía, sonreí divertido. Si lo que pretendía era bromear, la cosa no iba a salirle. La única bala que quedaba se encontraba en el bolsillo de mi pantalón. Y la prenda —ladeé la cabeza a mi izquierda— descansaba sobre el respaldo de la silla, al lado mismo de...  ¡donde Kim se encontraba! 
   Al disparar el artilugio apenas produjo un silbido. 
   Me llevé las manos al pecho y las retiré empapadas en sangre. Mirándola aturdido de forma obstinada, apenas tuve fuerzas para dejar escapar un susurro de incertidumbre. 
—Cariño... ¿por qué...? 
Haciendo oscilar sus caderas con una cadencia cautivadora, se acercó a mí, me escupió a la cara y exaltada voceó. 
—Vietnam, año 1973. Mi madre violada por «american soldiers». ¡Americans perros rabiosos!    
   Empecé a sentirme mareado, alcé la cabeza y mirándola con ternura, sonreí y le dije. 
—Amor... ¿no lo sabes todavía? Yo no soy eso —y haciendo un esfuerzo protesté— Solo un español ingenuo y tonto que se ha enamorado de ti... 
   Exhalé un suspiro profundo. Mis ojos se cerraron suavemente. ¿Podría descansar finalmente? 
—¿¡Spanish, espagnolo, espagnol, spanisch...!? —la escuché chapurrar con alarma en unos cuantos idiomas. 
   Como si me encontrara en un limbo apacible, asentí. 
  De inmediato, advertí sobre mí el peso de su cuerpo sudoroso. Sus sollozos y gritos perturbados pidiendo ayuda, por desgracia, fueron atendidos enseguida. 
   Mientras me trasladaban al dispensario entre gritos y órdenes en tonkinés, o tal vez dialecto huê, lo entendí finalmente. 
   Por lo visto, de momento, descansar no me iba a ser posible... 

   José Fernández del Vallado. Josef. Febrero 2014.


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miércoles, enero 29, 2014

SeNdeRo...


Hecho está... 
Toma Nota. 
Remitente: Tomás Fernández Chanca. Beneficiario: Francisca Nayara Fernández Chanca.
Número: 006-790-9458 
Cantidad: 3,465.87 Nuevo Sol peruano. 

   Querida Nayara a ver si con esta guita* que te envío, trescientos euros de los cuatrocientos de mi mensualidad, que he ido ahorrando durante tres meses y en total hacen una buena suma en soles, puedes ir saliendo adelante o cuando menos solucionas las dificultades económicas que con seguridad sé y sin tener una chamba* segura, la vida te dará a diario... 
   Entiendo que nunca podrás dejar de maldecirme. Que me odias por todo lo que hice y más por haberte dejado olvidada en «Puerto fluvial Silvia», pero sé que allí estás segura, junto “al Señor que nos Habla*” nuestro querido y a veces odiado río Apurimac; al fin y al cabo, sigues estando en los brazos de Inti*, esposo de Pachamama* y en nuestra tierra que es su tierra... 
   Quizá estarás cansada e incluso harta de ese lugar. Pero no imaginas el fervor con que ahora y comprendiendo que estoy lejos, añoro sus angostos y acogedores cañones cubiertos de espesura, el rumor grumoso de sus cascadas y rápidos, los valles donde pastan la llama y el huanaco, las noches cuajadas de estrellas titilando en medio de una claridad traslúcida y fresca, y esos senderos de nuestros antepasados incas en el cerro que frecuentábamos y a los que nunca podré volver... 

   Imagino lo que piensas acerca de Sendero. Dijiste que era una chusma de fanáticos, terrucos* y asesinos, y que Fujimori sería el gran hombre que liberaría la nación. Creo que tú tenías razón y yo estaba equivocado. Nada mejor que el tiempo para meditar los asuntos y darse cuenta de la inutilidad de nuestra revolución. Lo cierto es que no somos más que unos humildes serranos* nacidos en el serrucho.* En cuanto a mis pesadillas sobre las palizas que los capataces descargaban en la mina sobre mí, se han terminado. Puesto que aquí no las recibo yo... sino ellos. 
   Te preguntarás quiénes son ellos: zambos*. Hay muchos. Trabajan en la construcción como yo, o en cualquier faena por lo general mal pagada. Son conchudos*. Al principio algunos se rebelan y se ponen bravos;* entonces y tras recibir una buena paliza, los dejan tirados en la calle. Vienen de África, su tierra. Huyen como si el lugar del que proceden estuviera apestado. Me asombra pensar que todos prefieren recorrer un territorio que dicen terrible —muchas veces a pié— y que se conoce como desierto del Sahara, con tal de dejar atrás para siempre la tierra que los vio nacer y que se supone deberían amar. Aunque según aseguran, allí todo está podrido por las guerras, sequías interminables y enfermedades desconocidas y espantosas.
   ¿Te acuerdas de nuestra hija Milagros Kukuri? Yo a menudo. Y estoy seguro de que tú también. ¿Recuerdas? Solía venir un poco antes del anochecer para verme salir de la mina y acompañarme de vuelta. Al principio regresábamos en silencio. Transcurrido un rato comenzábamos a bromear, y era entonces cuando perfilándose en los rasgos de su estampa desvaída,  germinaba una tenue mueca de regocijo y de forma casi imperceptible, dejaba entrever su satisfacción. 
   He meditado mucho sobre lo que pasó. Cuando pienso en ello me echo a temblar y creo que voy a volverme loco de nuevo. Una y otra vez repaso las razones que me llevaron a unirme a Sendero, y ahora sé que todo cambió para mí después del día en que aquellos capataces mañosos* se llevaron a nuestra hija, le sacaron la chaira* y tras maltratarla y reírse de ella, mientras la obligaban a cantar la violaron, la cosieron a puntazos* y la dejaron mancada* en un barranco. 
   
   Yo creía en un Dios Todopoderoso y tenía la esperanza de que en un amanecer no muy lejano, nos librara de las injusticias. No fui ni soy capaz de entender cómo un ser que se dice a sí mismo Todopoderoso, permitió que unos demonios se ensañaran con una chiquilla inocente. Ya sabes, Kukuri era un poco extraña. Lo cierto es que desde que nació siempre fue calabacita,* pero aparte de un poco infeliz, era buena. Así era nuestra hija a sus doce años, chévere,* y yo la quería muchísimo. 

   No maté a los hombres que maté por capitalistas o poderosos. 
   Cada vez que esgrimía un cuete* y apretaba el gatillo lo hacía pensando en Kukuri. No me uní a Sendero para enriquecerme con el negocio del talco* como hacían otros, y como tú creíste... o quizá nunca lo creíste, pero no pudiste aceptar, y hacías bien, que me uniera a esos criminales. Tampoco me preocupó o interesó entender el significado de la palabra socialismo, y menos aún comunismo. En cuanto a la bandera roja que enarbolábamos, para mí era un emblema que comprendía el color de la sangre y el odio que cada amanecer seguía palpitando en mi interior. Entonces el loco y frustrado era yo. Estaba tan ávido de sangre que durante una época incluso disfruté asesinando a los capataces de las granjas colectivas, y a comerciantes mal vistos entre los campesinos. Todo se desmadró o era ya una locura desde el principio, porque había nacido alimentado en el odio y la paranoia de un cabecilla esquizofrénico.Lo sentí por algunos estudiantes muy jóvenes e incluso más ingenuos que yo mismo, y que seducidos por la palabra del profeta Abimael, habían dejado sus estudios y su vida, para enfrascarse en aquella lucha sin sentido. Los juicios populares que realizábamos en los pueblos finalizaban en acciones de barbarie. Encontrábamos enemigos por todas partes. Puesto que éramos asesinos insaciables de todo cuanto tuviera que ver con la sociedad o se pusiera al alcance de nuestros gatillos: maestros, alcaldes, sacerdotes, comerciantes, etc.
   
   La guerra entró en una fase sangrienta. Los días transcurrían sin enterarme y las noches nunca se acababan. Unos consumían* a todas horas y otros, aunque se impuso la prohibición de beber, pasábamos las horas tomando chilindrinas*. Ebrios del todo salíamos de nuestros refugios, y tambaleándonos como endemoniados íbamos en busca de sangre. Lo más normal es que no tuviéramos una luca* en los bolsillos y estábamos hambrientos. Si teníamos suerte, lo mejor que comíamos era chifa.* 
   Comenzamos a asaltar los pequeños pueblos de la sierra. Matábamos a todos y robábamos lo que se ponía a nuestro alcance. Cuando las violaciones empezaban el estómago se me revolvía, me entraban los huaycos* y me las ingeniaba para evaporarme de la escena. 
   Uno tras otro mis compañeros fueron cayendo. Unos por no usar poncho* al cachar* y quemarse;* otros, en las escaramuzas cada vez más violentas contra los Comités de Autodefensa, el ejército gubernamental, o la policía. 
   Un día desperté y me descubrí tendido en una aldea ¿vacía...? Un hedor identificable me golpeó como un puñetazo y me dejó sin aire. Miré a mi alrededor y debatiéndome entre el zumbido de las moscas reconocí un espacio saciado de muerte... 
   Acobardado me despojé de mis ropas y me puse las de un campesino. 

   Disimulado entre una muchedumbre que huía logré pasar los controles, alcanzar el puerto de Marcona, tomar un barco y dejar un continente del que no soy sino un eterno proscrito. Ni siquiera me despedí de ti, pero ¿qué te habría dicho y tú cómo habrías reaccionado?
   Probablemente cuando recibas esta carta ya habrás encontrado a alguien mejor que yo. No es difícil que lo hagas. Imagino un hombre atractivo y trabajador, y al que palpar un revolver le espante y no te abandone jamás. 
   No puedo seguir aquí y ni siquiera mencionarte dónde me encuentro. No puedo contarte nada, y menos hablarte o sentir el aroma tibio de tu aliento sobre mi pecho desnudo. ¿Qué hay del amor, nuestro amor? Ahora recuerdo. Su sabor dulce y ardiente ha vuelto a mí en estos días de invierno. Me gusta pensar que allí estarás bien y arropada. Tal vez descansando en un prado que los dos conocemos. Aquel junto a la laguna de superficie brillante como un espejo de plata. Intuyo que un compatriota sospecha de mí. Me mira con ojeriza. Por sus tics y sus gestos de cautela de alguna forma descubro que también él ha vivido nuestra guerra. Quién sabe, tal vez su cometido fuera el mismo que el mío en el otro bando. ¿Asesino y hoy cazador de fugitivos? Aunque tenga que disfrazarse de albañil, después de lo que habrá pasado, no le vendrá mal el cambio. 

   No quiero que me veas. Me daría roche* mirarte a los ojos y encontrarme reflejado en los tuyos. Me asustaría y a ti también. Pero es curioso, tener vergüenza cuando no tuve reparos en matar una sola vez... 
   Te dejo. Me voy. Tal vez me aventure en el desierto. Ese desierto que mi amigo Menkure, un africano sonriente y calvo —sin imaginarlo— me pide que no pise nunca. Y no sabe, nunca lo sabrá por mi boca, o a lo mejor es el primero en percibirlo, que sin ti y sin mi tierra dentro de mí ese desierto ya existirá siempre. 
   
   Con cariño... 
   Tomás Chanca. 
      
José Fernández del Vallado. Josef. Enero 2014 
 Guita:* Dinero.
Chamba:* Puesto de trabajo .
Señor que nos Habla:* Apurimac.                                      Cuete:* Arma de fuego. 
Inti:* Dios del Sol.                                                                      Talco:* Cocaína. 
Pachamama:* La madre Tierra.                                           Consumían:* Esnifaban coca. 
Terrucos:* Terroristas.                                                           Chilindrinas:* Cervezas.
Serranos:* Indios.                                                                       Luca:* Sol peruano.
Serrucho:* Sierra.                                                                      Chifa:* Comida china. 
Zambos:* Negros.                                                                       Huaycos:* Vómitos. 
Conchudos:* Descarados.                                                      Poncho:* Preservativo, condón. 
Bravos:* Violentos.                                                                    Cachar:* Follar. 
Mañosos:* Pervertidos.                                                          Quemarse:* Contagios venéreos. 
Chaira:* Navaja.                                                                            Roche:* Vergüenza. 
Puntazos:* Navajazos, cuchilladas. 
Mancada:* Muerta. 
Calabacita:* Cabeza vacía.

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