Viejo
Hace 5 horas
Trato de razonar lo que sentí aquella madrugada a las tres y media, cuando desperté dentro de mi habitación en aquella ciudad del desierto.
Estuve tanto tiempo vacío de cualquier sentimiento; vacío de pasión por escribir, de ilusión por vivir, pero sobre todo anhelando sentirme caliente y con vida entrelazado junto a una mujer, amándola. Odio esa fase de la existencia en que la fiebre de la sensualidad decae y uno se convierte en “añoranzas de un pasado que nunca existió,” o en cucaracha desganada que subsiste para alimentarse de los desperdicios que la miseria le concede. Puedo asegurarlo, muchas veces me odio a mí mismo, sobre todo cuando me transformo en un patético y asexuado ser que observa a las parejas con aversión y envidia ¿de qué? ¿De que puedan acariciarse libremente mientras yo permanezco prisionero de mi ilustre y marcial reputación? Me repugna ese estado de mi mismo, soy joven aún, y todavía bulle dentro de mí la llama del amor...
Puedo ver a través de la cristalera del bar como lentamente el relente y la oscuridad de la noche van ganando el terreno que durante algunos años mi organismo ha perdido frente a la luz de la vida. Y, sin embargo, ahora, acomodado a la mesa frente a ella, la juventud y la belleza vuelven de nuevo a impregnar mi interior de un calor desconocido. Escucho expandirse su timidez oculta tras la coraza de su belleza, deseo que el tiempo no transcurra, y borre la magia de unos instantes inapreciables, tal como suele ocurrir a menudo. Soñé con una mujer como ella muchas… demasiadas veces, y hasta redacté incompleto, porque nunca supe terminarlo, un relato que representaba a una mujer similar.
Fotografías de José Fernández del Vallado.
temibles del mundo (de unos tres o cuatro centímetros) poseedoras de una mordedura que en instantes te contagia una fiebre de 43º C. Me enseñaban arañas tan voluminosas como un puño en sus madrigueras; un conjunto de murciélagos hematófagos – se alimentan de la sangre de algunos mamíferos, entre ellos el hombre – resguardados bajo la corteza de un árbol. Jorge Luis, el guía más notable, un indio distinguido y casi aristocrático, me explicaba como las hojas de una planta poseen las propiedades del yodo; las secreciones de otras sirven de protección solar; tomó dos frutos exactos, unos eran mortales y otros comestibles. Algunas variedades de plantas y en especial una enredadera, se utilizan como antídotos; otras para cosmetología o como estimulantes, etc... Encontrarme insignificante bajo la Ceiba, el árbol gigante de la selva, me dejó impresionado. Aunque en realidad te topabas con especímenes espléndidos en cualquier rincón de aquel laberinto de vergel.
No consistía en llegar más lejos como pensé en un principio. Eso es algo tan sencillo como remar hacia delante sin un lastre que te impida avanzar, pero con los ojos vendados. Él en cambio hablaba de profundizar, con el debido respeto, en la visión de ese entorno tal como aún hacen e hicieron siempre los indígenas, y como se lo enseñaron a él desde niño. Por eso a mi manera de ver era un guía excelente, porque protegía por encima de todo a las comunidades indígenas que pueblan la selva, y a la vez, trataba de transmitirnos su forma de ver:
Hace una mañana gris y el autobús no se detiene, ¡vuela! Atraviesa los páramos de altiplano y del tiempo pero no se decide por descender y continúa su ascenso imparable. 